Caricias perversas - Parte 5

Caricias perversas - Parte 5



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Caricias perversas - Parte 5


Louis Priène


Adaptado al español latino por TuttoErotici
 
5
 
Finalmente, nos retiramos a nuestras habitaciones. En lo que a mí concierne, estaba tan afectado por las preocupaciones del día que me dormí en el acto. Pero el sueño no duró mucho, ya que, una vez superado el cansancio inicial, hacia la medianoche me sobresalté y afiné el oído… Alguien se quejaba suavemente en la habitación contigua, la que ocupaban mis hermanas. Me pareció era Jeanne. ¿Acaso sufría? Entreabrí la puerta que comunicaba nuestros dormitorios, ¡y la vi!
 
Era ella, mi hermana mayor, con el cuerpo aureolado por un rayo de luna. Tendida completamente desnuda en la cama, con la manta retirada a sus pies, el camisón colgando sobre el suelo. Tensa, accionaba con las dos manos el consolador en su sexo… De modo que lo que estrechaba contra el pecho cuando salió de ese cobertizo al que había accedido con el pretexto de comprobar si mamá se había olvidado algo, mientras yo la esperaba ingenuamente vigilando,¡era el consolador! El mismo consolador que ahora parecía saborear febrilmente y con deleite…
Lo metía y sacaba alternativamente; primero, despacio, luego  bruscamente, acelerando hasta el frenesí. Cuando un espasmo sacudió todo su cuerpo, suspiró: —Sí… Sí, señor Justin, ¡hagamelo!¡Sí, quiero que me lo haga!… ¡¡Quiero su pija gruesa!!… La…, la quiero…,¡¡¡como mamá!!!… ¡Aaah! ¡¡Como mamá!! ¡Ah! ¡Ah! ¡Qué bueno! ¡Aaah! ¡Clavemela!…¡Metala toda! ¡Toda! ¡Desvírgueme! ¡Ah, sí!… ¡Acá está su pequeña Jeannette!¡Oh!… ¡Ooooh!… Ya…, ya llega, ¡Justin!… ¡Justin!… ¡Ya está! ¡¡Ah, ya está, cómo me gusta!!… ¡¡Cómo go… zo!! ¡¡¡Go… zo!!!
Así rezaba su ruego, en voz baja, para no despertar a nuestra hermana menor, que dormía a su lado… Pero, me pareció, en la penumbra, que Henriette, una de cuyas manos se había extraviado en su entrepierna, agitaba singularmente el brazo…, uniendo discretamente a los suspiros de Jeanne los que ella sólo podía sofocar a medias… ¿Se tocaba también?
Abrumado por este espectáculo consternador, volví a mi habitación, donde, obsesionado por el eco de tantos suspiros, no pude conciliar el sueño hasta el amanecer…
 
Reconocerán conmigo que los acontecimientos sucedidos durante el día y la noche del sábado pueden calificarse de extraordinarios. Y sin embargo, ni siquiera el observador más perspicaz lo hubiera sospechado al ver, a la mañana siguiente, a mi madre y mis hermanas acercarse a la mesa del desayuno.
Fue con toda la serenidad del mundo que, como todas las mañanas, mamá ofreció a papá su frente para que la besara, diciendo:
—Buenos días, querido. ¿Dormiste bien?
—Muy bien, querida… ¿Y vos?
—Mejor imposible —respondió ella, no sin acentuar sus palabras con un profundo suspiro.
¿Hubiera preferido pasar la noche con el otro Justin?
En cuanto a Jeanne y Henriette, de no ser por unas visibles ojeras—las de Jeanne más marcadas— que subrayaban sus lánguidas miradas, daban la impresión de haber pasado la noche de la forma más inocente. Tuvieran o no los ojos cansados, papá no se enteró de nada…
Más tarde, una vez preparados, fuimos hasta el pueblo para oír misa…Pasé por alto la actitud recogida de las mujeres durante el sermón. Una actitud que, sin duda, no habría dejado lugar a que se sospechara que habían perdido la cabeza. Casualmente, el sermón trataba sobre los pecados de la carne… ¿Qué pensarían? ¿Las asaltaban los remordimientos? A mí, que las observaba con el rabillo del ojo, no me lo pareció. Tuve más bien la impresión de que tenían apuro por irse…
Fue precisamente al salir cuando, en la escalinata de la iglesia, tuvimos el placer de conocer a un amigo de la infancia de papá, a quien éste, no veía desde mucho tiempo atrás… Desde la época en que ambos trabajaban de asistentes de… un mismo notario. Este amigo, el señor Villandeau, había hecho una carrera algo similar a la de mi padre. Más tarde se estableció como notario en ese mismo pueblo. Allí se había casado, y ahora era el padre de dos chicas, Brigitte y Emilienne, igual de bonitas ambas.
Así pues, se intercambiaron cumplidos. Se compartieron recuerdos… Ahora bien, mientras las señoras hablaban de vestidos, papá y su amigo, de minutas y contratos, y Henriette y yo, demasiado jóvenes para participar en la conversación, nos manteníamos a un lado, pasó por ahí un personaje singular…,un vagabundo hirsuto, un tipo larguirucho y vigoroso que no se contuvo a la hora de dirigir a las damas una mirada en la que se leía la codicia más pura.
—¿Quién es ese grosero? —murmuró mi padre.
El señor Villandeau respondió:
—Ése es Héctor, un personaje peligroso… Corren por acá muchos rumores sobre historias de sátiros, y se sospecha que el tal Héctor tiene mucho que ver…
Acto seguido Henriette, que no era precisamente sorda, levantó la cabeza, se volvió hacia el tipo, que la miraba en ese mismo instante, y le dirigió un guiño cómplice. Lo peor es que, con una voz clara que se oía desde lejos, mi hermanita tuvo la necesidad de decirme:
—¿Qué pensás hacer esta tarde?
—Eh… No sé.
—¡Oh! Yo sí sé que haré… Iré a pasear por el bosque.
No dijo esto en vano, como se verá más adelante. Y se comprobará también que el tal Víctor tampoco era sordo.
Nos despedimos de los Villandeau, que nos prometieron estarían en la estación al día siguiente para despedirnos, y regresamos a La Ramondiére.
Hay que decir que, si bien los platos fueron numerosos y la comida excelente, almorzamos apresurados y corriendo, tales fueron las muestras de impaciencia que dieron mis hermanas y mamá… ¿Qué esperaban?… El postre, un postre exquisito, no recibió mejor trato que lo demás… Se lo terminaron en un santiamén. Entonces papá propuso amablemente:
—Querida Mathilde, ¿no te gustaría acompañarme a pescar?
—Otro día… me hubiera gustado, querido… Pero la verdad es que hoy me siento muy  cansada… Un poco de siesta me hará bien.
De modo que papá tuvo que irse solo, cargado con cañas y redes.
Poco después, Henriette desapareció con una rapidez prodigiosa…
Entonces, Jeanne me propuso repetir el paseo del día anterior. Admito que empecé a concebir ideas inconfesables, y la acompañé con no sé bien qué turbia segunda intención. Porque, mientras ella, vestida con ropa ligera, avanzaba por el césped con un paso danzante, el cuerpo altivo y las caderas oscilantes, me venían a la mente, mezclándose con el recuerdo de las escenas que había presenciado el día anterior, palabras, retazos de conversaciones entre adultos que había oído en el instituto. Y todo eso, al combinarse cada vez con más claridad, terminaba de instruirme sobre el comercio que se podía practicar entre chicos y chicas de buena voluntad… Hasta el punto de que, al ver muy cerca de mí el culo de mi hermana balanceándose, puede decirse lascivamente, empecé a experimentar una erección.
Así, si ella me hubiera arrastrado a la hierba y me hubiese dispensado las mismas atenciones que ayer, con toda seguridad no se habría librado tan fácilmente… Yo me consumía de deseo, pero no me atrevía a invitarla al combate.
Ahora bien, sabiendo lo que supe más tarde, al proponérselo no habría hecho más que anticiparme a su esperanza más secreta. Y si la hubiese arrastrado hasta las matas más próximas, sin duda la habría desvirgado; y era esto lo que iba a consumarse aquella tarde, en voluptuosidades culpables.
Desgraciadamente, no terminaba de decidirme, y caminamos por los senderos. Íbamos hacia el cobertizo. Y Jeanne me decía exactamente, como si estuviera obsesionada:
—Ya vas a ver, si ese malvado de Justin está ahí, esta vez entraré y le diré como lo desprecio. ¡Mirá cómo tiemblo de indignación!
Yo creo que más bien temblaba de impaciencia pensando en una deliciosa angustia, en lo que podía ocurrir si, por casualidad, el hombre se encontraba ahí.
Por fin lo tuvimos a la vista… En el centro de la glorieta se erigía el misterioso cobertizo… Nos dirigimos a nuestro mirador de la tarde anterior. ¿Qué íbamos a ver en el interior?
¡En el interior! Ya estaba Justin, que parecía invadido por una cierta impaciencia, porque consultaba su reloj muy a menudo.
Eran casi las tres cuando se ocupó de una extraña puesta en escena. ¿Qué esperaba conseguir? En cualquier caso, Jeanne y yo quedamos muy intrigados: frente a la puerta de entrada instaló un sillón, en el que se sentó. Una vez ahí, se desabrochó la bragueta y sacó su verga, casi fláccida al principio, pero tras unas cuantas fricciones rápidas con la mano se puso rígida enseguida. Así, exhibiendo aquel magnífico cirio a modo de señuelo, esperó.
Jeanne, a mi lado, había perdido el aliento. Con mucha dificultad, consiguió decirme:
— Jacques, tengo que entrar… Quiero…, quiero decirle todo…, todo lo que pienso de su odioso comportamiento de ayer.
¡Decididamente, deseaba entrar! Pero en ese momento dieron las tres y…la puerta se abrió discretamente… Era… ¡Era mamá! Mamá vestida con ropa primaveral, una ropa que le caía a las mil maravillas.
En un principio, abrió unos ojos como platos, mostrando un asombro muy afectado al estar en presencia del jardinero. ¿Pretendía acaso hacerle creer que, distraída, había olvidado la invitación del día anterior, y que no esperaba encontrarlo ahí? La estrategia resultaba un poco artificial, y engañó tan poco a Justin, que éste rio socarronamente. Pero cuando mamá quedó desarmada totalmente fue al bajar la mirada hacia esa pija. Quedó paralizada, se puso pálida, se desconcertó… ¡Decididamente, era sensible a la visión de semejantes objetos! Su boca se abrió, aunque no salió sonido alguno. Se llevó una mano al corazón, vaciló, y, presa de una emoción insalvable, se habría desplomado si Justin no se hubiese lanzado hacia ella para recibirla, en el momento oportuno, entre sus brazos…
La depositó sobre el sofá y le sacó la ropa, para volver a ver lo que tanto le había deleitado, en un abrir y cerrar de ojos. Le esperaba una sorpresa que lo iluminó definitivamente en cuanto a las secretas aspiraciones de la visitante: bajo el vestido, ¡estaba desnuda!… No llevaba bombacha… Una blusa y las medias negras, nada más… Era tan claro como una confesión… De hecho, ella extendió los brazos y, estremeciéndose, murmuró:
—Justin… ¡vení! Vení…, cogeme…
Pero Justin, todo un artista, la despojó antes del vestido y la blusa. De ese modo, quedó verdaderamente desnuda. No había duda de que era la primera vez que la desnudaban por completo, a juzgar por su sonrojo al verse en semejante situación.
—Justin…, Justin…, respete mi pudor…
Pero el deseo la atenazaba hasta tal punto que, con los ojos vidriosos, los labios abiertos y sumida en un impudor lascivo, empezó a susurrar, mientras él la abrazaba y la acomodaba sobre el lecho, sopesando sus grandes pechos.
Unos tocamientos rápidos y se desplegó un espectáculo emocionante, con aquel cuerpo generoso que se ofrecía voluptuosamente, tenso, mendigando caricias.
—Justin, Jus… tin…, haceme…, haceme cosas…, como ayer…
Ella abría por completo los muslos, robustos y blancos. Sus caderas, anchas y felinas, ávidas, hacían moverse lascivamente un bajo vientre impaciente, adornado con un superabundante y espeso triángulo negro… ¡Y su rostro, arrebatado por la lujuria! ¿Quién hubiera reconocido en esa mujer a la mojigata señora Rebidard?
Yo estaba tan consternado por aquella escena, que mi virilidad, aunque bautizada tan sólo el día anterior, se manifestó dolorosamente… Excitado, liberé mi miembro: ¡estaba tieso! Y Jeanne, al verlo así, fue invadida por una intensa emoción.
—¡Oh, Jacquot! ¡Jacquot! ¡Qué hermosa es! Dejame chupartela, dale, dejame…
Sencillamente, se arrodilló frente a mí… Pero al hacerlo, tropezó torpemente con un montón de cajones de semillas que, por desgracia, habían dejado ahí, y se desplomaron con estrépito…
Justin, que ya cabalgaba sobre mamá, se inquietó. Pero al sorprenderme con la pija en la mano y a Jeanne a punto de chupármela, se tranquilizó enseguida y exclamó alegremente:
 —¡Bueno, bueno! ¡Los muy picarones!… Se divierten, ¿eh? Quieren divertirse, ¿no? ¡Vamos! Entren…  Adentro estarán más cómodos para jugar…
Aturdido, me dejé arrastrar al interior. Jeanne, creo que no esperaba otra cosa.
Una vez adentro, yo abría los ojos de par en par, prisionero de un sentimiento maravilloso provocado por la visión de mamá abierta y desnuda sobre el sofá. Ocurrió algo inaudito, pero que, al parecer, se produjo más a rápido de lo que yo hubiera imaginado.
—¡Qué! Es linda, ¿eh, muchacho? Te gustaría probarla, ¿eh?… ¡Es linda y te gustaría probarla! —exclamó el satánico jardinero.
Levantándome como un fardo de paja, Justin me colocó entre los muslos de mamá.
—¡Tomá! ¡Dale! Disfrutala…
Y ella, sumida en una especie de enloquecimiento exclamó:
—¡Oh! ¡Oh! ¡No!… No…, eso…, ¡eso ni lo pensés! No… ¡Justin!… ¡Justin!¿Te volviste loco? ¡Oh!… ¡Oh!… No…
Pero el otro, que había colocado mi verga en la entrada del agujero, la empujó hacia adentro… Sentí entonces abrirse una especie de estuche elástico…Tuve la fugaz impresión de que mi miembro, aspirado, se hundía en un conducto a la vez licoroso e incandescente… Mamá protestó de nuevo.
—No… Oh, no… Esto es…, es una locura… ¡¡¡Ouh!!!
Pero yo ya estaba completamente ubicado. Y al sentirse así penetrada, perdiendo la cabeza, estrechó mis brazos y piernas, me oprimió contra su pecho, sus labios glotones tomaron los míos y su lengua buscó la mía.
—¡Mi pequeño!… Mi pequeño, ¡disfrutemos!… ¡Ah! ¡Gocemos mucho! —dijo.
Y sacudido como por una tempestad, a caballo sobre aquel vientre agitado, me sumergí en el éxtasis soltando de repente cinco o seis chorros en ese horno movedizo, mientras mi montura, en celo, exclamaba:
—¡Vamos! ¡Seguí!… ¡Ah! ¡Seguí!… ¡Ya llego! ¡Seguí!… ¡Aaaah!
Sin embargo, Justin, que hasta entonces se había limitado a disfrutar del espectáculo teniendo a su lado a mi hermana, no menos ávida de no perderse ni la más mínima peripecia, agarró de pronto a Jeanne, cuya cintura se dobló inmediatamente. Cuando los labios del hombre se aplastaron sobre los suyos, ella dejó escapar un gemido que hablaba por sí solo.
Él ya le había deslizado una mano por debajo de la ropa.
—¡Ah, picarona! —exclamó—. ¡Picarona! ¡Vos también estás desnuda!
Y era verdad. Como mamá, Jeanne estaba desnuda bajo el vestido. Unas medias negras y un escapulario alrededor del cuello era lo único que llevaba puesto cuando él, en un abrir y cerrar de ojos, la despojó del vestido. De ese modo, ella manifestaba también su anhelo secreto. Y había un impudor tal en esa manera encubierta de estar dispuesta a sufrir el acoso de un hombre, que el propio Justin, hasta cierto punto sofocado de sorpresa, casi indignado, no pudo contener su sarcasmo y la insultó como a una niña.
—¡Cerda! ¡Pequeña cerda!… ¡Así que a vos también te pica!… ¡También querés coger!
Avergonzada por aquella ofensa, ocultando el rostro entre sus manos, ella bajó la cabeza, pero se dejó tender dócilmente en el suelo, sobre las pieles que hacían las veces de alfombra…
Ahí, con los ojos entrecerrados, jadeando, con la respiración acelerada que le hacía estremecer sus dos senos ya voluminosos, se abrió completamente de piernas, como invitando al hombre a que la violara. Como una flor a punto de brotar, se mostraba tan deseable como mamá: unos muslos robustos de piel manchada, las caderas anchas y oscilantes. Sin duda, toda una mujer… Una mujer presta para el acoplamiento. No lo disimulaba en absoluto, murmurando una especie de letanía que se parecía, palabra por palabra, a la que había repetido toda la noche.
—¡Oh! ¡Sí!… ¡Sí, hagalo!… Hagamelo… La quiero… ¡¡¡La quiero!!!
Pero él, sin impaciencia, parecía entregarse a una especie de juego consistente en llevar el deseo de la chica a su punto culminante. Impasible, la contemplaba desnuda en el suelo, impúdica como una perra en celo. Y, por fin, exasperada por esa espera demasiado prolongada, su deseo exacerbado por esa indiferencia fingida del hombre cuya virilidad quería sentir agitándose dentro de ella, separó su felpudo con las dos manos, descubriendo así un fruto que, virgen como era, no manifestaba menos su exigencia desmedida, ya que se puso a gritar:
—¡Ah!… ¡Ah! ¡Es demasiado!… ¡Tengo ganas!… ¡Ah! ¡No me haga esperar más! ¡Metamela! ¡Oh, rápido ¡¡¡Metamela!!!
—¡Oh, sí! La querés mucho, ¿eh?… Querés probar mi salchicha, ¿eh?
—Sí… Sí… ¡La quiero!… ¡No me haga esperar más o me volveré loca!¡Rápido! ¡Metamela!
Entonces él, colocándose sobre mi delirante hermana, con la punta de la verga en la vulva, tanteándola con violencia, la desvirgó ante nuestra mirada… ¡Qué hambre tenía! Incluso se le cortaba la respiración. Jadeando de placer, después de que el consolador hubiese abierto el camino la noche anterior, engulló el miembro entero sin pestañear. Pronto, incapaz de disimularlo, expresó escandalosamente su placer.
—¡Oh, mamá! ¡Por fin… ya está…, que placer! ¡Ah! ¡Bondad divina, gracias!… ¡Ah! ¡Señor, empuje! ¡Empuje más fuerte! ¡Ah! ¡Aah! ¡Ya está otra vez! ¡Ya vuelve! ¡Ya vuelve! ¡Mamá! ¡Jacquot!… ¡Mamá! ¡Miranos!… ¡Mirá cómo gozamos!
¿Mirar cómo gozaban? Teníamos cosas mejores que hacer, porque con solo escucharla bramar de esa forma nos acorraló un apetito tal, que nos agitábamos hasta perder el aliento y disfrutábamos tanto como ella…
Muy pronto se oyó un suspiro general, colectivo. Los cuatro acabamos de gozar a la vez, las dos mujeres exhalando en unos gemidos trémulos y quejosos…
Agotado, me separé sin vigor del cuerpo inerte y saciado de mamá, hasta rodar por el suelo, sin fuerzas, al lado de Justin, un poco sofocado también.
—¡Que puta! ¡Como coge!… Habría que ir lejos para encontrar otra igual— mascullaba, incorporándose con dificultad.
Después, titubeante, alcanzó el sofá, en el que se dejó caer pesadamente junto a mamá…
Fue aquel un instante de reposo y silencio que sólo perturbaba nuestra respiración, ronca y entrecortada. Mientras recuperábamos fuerzas, me sobresalté. La puerta acababa de abrirse discretamente. ¿Era mi padre? No, sólo era Henriette. Pero ¿Henriette acompañada por  quién? De ese vagabundo que vimos aquella mañana a la salida de misa. El vagabundo, no demasiado tranquilo, que ella parecía, en cierta manera, arrastrar consigo.
—Entre, señor Héctor… No tenga miedo… Estaremos solos y podremos acomodarnos en el sofá para… descansar.
Él entró. ¡Imaginen su estupor! No esperaba en absoluto semejante lupanar.
—¡Mierda! ¡Estamos en un burdel!
No tardó en despojarse de la campera y el pantalón, quedando en mangas de camisa y las piernas desnudas. Unas piernas nervudas y peludas. ¡Su verga endurecida asomaba por debajo de su camisa! Era más grande que la de Justin.
Se tomó su tiempo. Se acomodó en el sofá, exhibiendo su verga en posición vertical. Esto fue una invitación para Henriette, cuya codicia se leía en su mirada embelesada, que no podía apartarse de aquel miembro erecto. Henriette obedeció de inmediato. Se abalanzó y se montó sobre la enorme pija en un santiamén.
Entonces, con el miembro entre los muslos, prolongó el placer, empalándose lo más despacio posible para degustarlo mejor. Con los brazos alrededor del cuello del hombre le hacía mimos a ratos, o le estrechaba convulsivamente cada vez que la verga se introducía un poco más en su nido…
—¡Ah! ¡Ya está!… ¡Ya está! ¡Igual que con el plomero!… —Y poco después—: ¡Ah! ¡Aah! ¡Ya está!. ¡Toda! ¡La tengo toda! ¡¡¡Oh, qué gordaaa!!!…
¡Sí, era gorda! Y, posteriormente, fue siempre para mí un motivo de asombro, durante mi vida amorosa, constatar con qué pasmosa facilidad la concha aparentemente más minúscula  terminaba por engullir hasta el final vergas que daban la impresión de que iban a desgarrarla… Todavía me acuerdo, y lo contaré en el transcurso de mis memorias, de cinco o seis casos de virginidades recogidas en jovencitas que parecía iban a chillar hasta alborotar todo el barrio sólo con ver la dificultad que tendrían para alojar el glande embardunado de vaselina, y la mueca que hacían durante aquella primera operación. Y luego, en un dos por tres: ¡pfuit!… Un desmoronamiento: ¡mamá!… Y la señorita tenía la pija en la concha…
Sin embargo, Henriette la tenía adentro hasta las pelotas… ¡Qué cerda!Se levantaba y se dejaba caer sobre ella, exhortando a su singular pareja.
—¡Ah!… ¡No…, no tan rápido! ¡No tan rápido! ¡Hagamoslo durar!…¡Hagamoslo durar mucho! ¡Es muy bueno!… ¡Oh, qué bueno! ¡Me llega hasta el corazón!… ¡Aah! ¡Aah! Ya está… ¡Mamá, cómo me gusta!… ¡Cómo me gusta adentro!¡Mamá! ¡Mamá! ¡Siento el néctar divino!… ¡Ah! El…, el… néctar… ¡¡¡Aaah!!!
Se quedó inmóvil…, se separó e, inerte, se deslizó también hasta elsuelo, al lado de Jeanne y de mí.
Fue entonces cuando mamá, que, en un estado de semiinconsciencia acababa de asistir a esta escena, se levantó, nuevamente excitada. Y, sumida en una sobreexcitación extrema, como si fuera una niña, se lanzó sobre Justin, tendido a su lado, y, febrilmente, lo besó en los labios, le agarró la pija y la sacudió enérgicamente.
Después, cuando estaba tiesa, mamá montó sobre el hombre, deslizó la punta de la verga en la vulva, ¡¡¡hop!!!, un violento empujón y desapareció toda, incluso las pelotas… ¡El cuerpo de mamá era de lo más hospitalario! ¡Qué lucha!¡Como dos locos! Estábamos lejos de la virtuosa esposa del notario de Z…
—¡Justin!… ¡Justin! ¡Te tengo!… Te tengo, ¿lo sentís?
—Sí… ¡Sí…, seguí! ¡Seguí…, Maaathilde!… ¡Ah!… ¡Ya llego!…
Héctor, tendido sobre Jeanne, se disponía a cogerla, mientras ella lo incitaba con impaciencia… Héctor levantó la cabeza y, al ver a la pareja enloquecida, se incorporó y se precipitó sobre el sofá, tentado por el culo de mamá, que, magnífico, martilleaba con violencia la verga de Justin, que se veía y sobre todo se oía entrar y salir de la cueva con ruidosos plaf-plafs.
Separar las nalgas y encontrar el ano fue coser y cantar… Pero meter semejante verga era una verdadera gesta, aun cuando estaba todavía viscosa de esperma…
—¡Aaah! ¡Ay! ¡Ay! —chilló mamá ante aquella embestida.
Pero incluso un orificio como ése posee infinidad de recursos. Tantos que, dilatado como nunca lo había estado, engulló veintidós centímetros de carne… Se comprende que con semejantes pijas, por delante y por atrás, mamá no podía escapar. ¡Y con qué lubricidad sufría las embestidas de sus dos compañeros!
—¡Ah! ¡Aah! ¡Bondad divina, empujen!… ¡Empujen fuerte! ¡Ah! ¿Dónde estoy? … ¿Dónde me llevan?… ¡Ah, no!… ¡No, es demasiado! ¡Es demasiado! … ¡Tratenme con cuidado! ¡Aaaah! ¡Ya está! ¡Por todas partes!… ¡Gozo por todas partes a la vez! ¡Ah! ¡Por adelante! ¡Ah! ¡Por atrás! ¡Aah! ¡Lleguen conmigo!… ¡¡¡Lleguen conmigo, que me mueeeero!!!
Esto era el apogeo. Satisfechos, saciados, se postraron en un enmarañamiento inverosímil.
Fue entonces cuando, con el miembro tieso, me di cuenta de que Jeanne, a mi lado, gemía mientras Henriette le lamía la concha… Lánguida, se estremecía suavemente abandonándose a aquella lengua escudriñadora… ¡Y qué éxtasis reflejaba su rostro!… ¡Era demasiado! Mi timidez se desvaneció, al mismo tiempo que mi antiguo candor… De repente, separé a Henriette y me coloqué sobre mi hermana mayor, que ya tenía los muslos abiertos. Yo también la cogí, penetrándola profundamente.
—¡Oh, qué lindo!… ¡Seguí, Jacquooot! —suplicó ella.
Una invitación superflua, porque esta vez no me quedé en el umbral…
¡Dios! ¡Qué mujer, esta Jeanne! ¡Rozaba la histeria! ¡Qué gula la suya! Todavía inocente ayer, tan lasciva ahora; tal era la transformación que habían obrado en ella en sólo dos días el insidioso Léon y el lúbrico Justin…
El campanario de la iglesia puso bruscamente fin a nuestras locuras.¡Dios! ¿Qué dirá papá?… Y, como locos, nos precipitamos hacia la puerta…
 
Pero todo tiene un final, sobre todo las cosas buenas. Y, de nuevo, al día siguiente estábamos en la estación. Esta vez, ¡ay!, para volver a casa…
Abandonamos aquel castillo con pesar: yo dejaba ahí mis ilusiones; Jeanne, su virginidad; Henriette, un resto de candor; mamá, la aureola de veinte años de vida conyugal sin mácula. Tan sólo papá salió ganando… unos cuernos, y no precisamente pequeños.
Era Léon quien llevaba nuestro equipaje. Y entonces, en el andén, mientras nos despedíamos de los Villandeau, que habían venido a desearnos un buen regreso, Léon encontró la manera de hacer tropezar por última vez a mamá, que, con el pretexto de enseñarle dónde debía colocar las valijas, fue con él al compartimento… Así pues, estando nosotros todavía en el andén, ella se asomó a la puertita para enviar un último saludo a nuestros amigos. A su espalda, vi a Léon con el semblante alterado, agitándose de una forma curiosa. Evidentemente, los Villandeau y papá distaban mucho de imaginar semejante cosa, pero yo, aunque despierto sólo a medias, comprendí que él la agarraba de un modo que me resultaba desconocido. Más tarde supe que se llamaba «postura del perro»… Así pues, Léon la agarraba en la postura del perro; y era tan cierto que, aunque ella se esforzaba por conservar el semblante sereno, no pudo evitar, en el momento en que el placer la invadió, llegar casi a traicionarse: sus fosas nasales se ensancharon…, los ojos se le pusieron casi en blanco…, su pecho se levantó… Salió del paso gritando, en honor de los Villandeau:
—¡Oh!…¡Qué…, qué pena dejar este…, este lugar!… ¡Oh! ¡Ha…, ha sido un encanto! ¡Un…en… can… to!
¡Un encanto! Seguro que la misma opinión compartía Léon, que, atrás de ella, estaba transfigurado…
Pero el tren silbó. Hubo que interrumpir la charla. Sin embargo, cuando Léon ya había bajado al andén y el tren se ponía en marcha, mamá tuvo tiempo de gritarle desde la puerta:
—¡Gracias! ¡Gracias por… todo!… Hasta el próximo sábado…—Y agregó— Les traeremos una invitada más…, mi cuñada Suzanne… Ya verán, ella también necesita un buen… descanso.
Pronunció la frase «necesita un buen… descanso» en un tono tan ambiguo, que me desconcertó. ¿Qué entendía ella por descanso? ¿Pretendía también pervertir a la tía?
 
CONTINUARÁ...

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