Fin de semana en la costa

Todavía era de noche cuando paré mi auto frente a su departamento. Escribí un mensaje que no permitiera réplicas ni dudas: “estoy abajo”. Apenas si nos conocíamos por charlas virtuales. Yo sabia que era hermosa, morocha, con una cadencia al hablar caribeña de la que le quedaba algún rastro pese a vivir en Buenos Aires desde muy pequeña. Ella sabía que yo era feo y viejo, ni tan flaco ni tan alto como ella. Pero los 25 años de diferencia se hacían nada en cada charla nocturna, en la que nos dejábamos llevar por las palabras, las provocaciones, las insinuaciones, o las sugerencias explícitas del deseo.


En una de esas charlas, que ya se habían hecho costumbre, me lancé a fondo. Pese a sus advertencias a que no debía ir de prisa, a que debía ser distinto, a que no debía dar por sentado nada, le dije que este fin de semana quería ir a Mar del Plata, pero que no quería ir solo. Recogió el guante y contestó que no tenía planes para este fin de semana. “En mi auto hay lugar para vos, aunque no sepas cebar mate”, dije. “Con la condición de que yo musicalice el viaje”, replicó. “Pasado mañana, a las cinco de la mañana estoy en la vereda de tu departamento”, y di por cerrada la charla, cuando tardó cinco minutos en poner “ok”.


Dos rayitas azules al lado de mi mensaje, pero no contestó. Bajé del auto y abrí el baúl. Supuse que, como toda mujer, la valija que iba a traer sería como si se fuera a mudar a la costa. Me equivoqué, como en todo lo que había pensado hasta este momento.


Cuando la vi, la reconocí de inmediato: la mujer más bella que había visto en mi vida. Morocha, rulos salvajes, un cuerpo torneado por el deporte extremo, y dos sorpresas: apenas un bolsillo de mano y un beso en la comisura de mis labios.


Puse en marcha el auto, el GPS con la dirección y la proa rumbo a la costa atlántica, y le dije medio en broma, medio en serio, que si habíamos arrancado así, antes de llegar a desayunar en Atalaya me la iba a garchar. Todo mi cuerpo se puso en alerta cuando me respondió despreocupada “no está mal la idea”.


No había nada de tránsito y la onda verde de los semáforos me permitían avanzar a velocidad, justo hoy, justo ahora, que lo único que quería era un buen semáforo rojo que nos detuviera y yo pudiera robarle el primer beso en la boca del fin de semana.


Y vinieron los primeros besos, y muchos otros, hasta que subimos a la autopista Buenos Aires-La Plata, y el sol empezaba a clarear en el horizonte. 


Ella llevaba un short muy chiquito y una remera suelta. En la ciudad no había inconveniente alguno, porque apenas si fueron cinco los semáforos que nos detuvo la marcha en todo el camino, segundos que fueron recibidos con besos húmedos y profundos, pero nunca pasé de la tercera marcha.


En la ruta la cosa fue distinta, porque cuando puse la quinta, no pude dejar de rozar sus piernas desnudas. Y ni que hablar cuando paseé a sexta. Ya no era casualidad, sino una caricia muy mal intencionada. Un nuevo error de cálculo. Yo me hacía el vivo, y eso motivó que sin más vueltas, mi caribeña argentina adoptiva apoyara su mano en mi pierna, y que sugestivamente, pasara sus uñas muy cerca de la bragueta.



Fin de semana en la costa




Puse mi máximo esfuerzo en los avatares de la ruta. Pasé de 130 a 100 kilómetros por hora, cambié de carril, y guardé silencio. Por nada en el mundo iba a evitar que me siguieran acariciando, y mi concentración tuvo que ser multiplicada. Estaba debatiéndome entre dejarme llevar por las caricias, y olvidarme de que adelante, atrás, al costado, había otros coches en la ruta que también iban a cien kilómetros por hora. Algunos iban mucho más ligero, claro. Pero ninguno llevaba de acompañante a una mujer hermosa que ya no dudaba en acariciarme la pija por encima del pantalón.


Por suerte, llegamos a Atalaya y nos detuvimos a desayunar. Todavía faltaba un siglo para llegar a la playa, pero necesitaba un café con leche para recobrar el ánimo. Los baños quedaban sobre un pasillo, y ahí, parados, nos besamos con todo el cuerpo, y ella me agarró el culo con las dos manos, y yo le respondí con el mismo gesto, apreciando sus nalgas duras, y la caricia despertó al huracán.
En el pasillo había tres puertas, la del baño de caballeros, la del baño de damas, y una puerta donde estaban los elementos para la limpieza. Ella me agarró de la mano, me metió en el cuartucho, cerró la puerta, y se arrodilló frente a mí, y mirándome a los ojos me dijo “voy a hacer lo que hace más de cien kilómetros quería hacer pero no quería desconcentrarse”, y bajó el cierre de mi pantalón, y sacó mi pija afuera.


Por supuesto que tenía el miembro erecto, y con la punta húmeda de calentura, y me regaló la mirada más asesina, sensual y hambrienta que hubiera visto en mi vida, y empezó a mamármela profundamente, arrancándome suspiros, y eso que yo no soy de andar suspirando por cualquier mamadita.


En una ráfaga de conciencia, le saqué la pija de la boca, y antes de que empiece a protestar, la subí a una mesita que estaba en el rincón del cuartito -no sin antes, bajar dos baldes sucios con botellas de desodorante de baño, y le bajé el short, le abrí las piernas, corrí su tanguita y le pegué una chupada de concha de esas que hacen historia.


Jugué con su clítoris, lo besé, lo lamí, lo acaricié con mi lengua, y también la penetré con la lengua. Sentí sus sabores, y me hizo saber que su oleada de placer estaba llegando, cuando me apretó la cara contra su concha con las manos y con sus piernas, cuando se endureció su vientre, y cuando mi cara quedó empapada de todos sus jugos.


No me importó no acabar. Habría tiempo para eso. Nos acomodamos la ropa, fue cada uno al baño que le correspondía, y emprendimos el final del viaje, que ya contaré.

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