De vacaciones y de inmoralidades... (parte 1)

Un año después de lo pasional que fue ese tiempito en lo del tío Amílcar, no pude dejar descansar mi cuerpo. Pasaba los pocos ratos libres que me dejaba el estudio recordando esos largos segundos donde fui usado para calmar las ansias de dos bestias. Hasta a veces soñaba que la ocasión se repetiría, pero era apenas más que un fragmento de la imaginación. Después de fin de año, los rompepelotas de mis viejos querían otra vez sacarme de encima de sus vacaciones a las termas entrerrianas, por eso me iban a depositar en la casa de cualquier familiar con tal de que no llegase a arruinar su debilitada vida sexual. Lo lograron, y sin preguntarme, convencieron al primo Andrés de recibirme en su vivienda por una quincena. No me disgustó para nada su elección, lo que me hacía entrar en cólera es no ser tomado en cuenta en sus decisiones, ellos siempre miran su propio ombligo y consideran que soy un boludo. Ir a lo de Andrés era lo mejor que podría haber sucedido este año, ya que siempre fue un orgullo para toda la familia en general. Un bochazo extraordinario, con una creatividad sorprendente, este hombre de 27 años se gana la vida como ingeniero informático. Ojalá hubiese seguido sus pasos, pero me orienté hacia otra rama de la computación: el diseño de motion graphics.
9 de enero. No hay nada más asqueroso que oír a tus padres insinuándose en la habitación continua. Por suerte, en la tarde ya sería recibido por el buen primo. Fui despachado como un paquete por el rata de mi viejo sin ni siquiera conversar con el joven. Huyeron a 200 km/h y me abandonaron como a un imbécil en la puerta de una hermosa residencia. Mientras la observaba, intentaba pensar cómo hizo un simple laburante para adquirirla. Seguramente de buena fe, él no es ningún pirata del asfalto. Toqué timbre y una voz desconocida preguntó qué buscaba. Era la reciente esposa, Carla, a la cual solamente había visto una vez en mi vida, dos meses atrás cuando se casaron en un precioso salón de fiestas. Apenas recuerdo su rostro y me ruborizo, al abrir la puerta la saludo y trato de no mirarla mucho a los ojos. Comenta brevemente que Andrés se está bañando tras un largo día de trabajo, así que converso apenas unas palabras hasta que él baja, bastante desarreglado y con el pelo mojado, sin haberse puesto sus lentes características. Me da un beso en la mejilla y un apretón de manos. Siempre me trató como su hermano menor, ese que la vida no le dio, y por supuesto que necesitaba una charla extensa, ya que hace mucho que no teníamos la oportunidad de hacerlo. La cena fue relativamente breve, pero interesante a la vez. Los tórtolos refirieron a su luna de miel en las Azores, en sus intentos por aprender a surfear y mostraron algunas fotos. A pesar de que suene mal, debo mencionar esto: cuando observaba las imágenes en las que ella estaba en bikini, empecé a sentir algo, pero debía calmarme, pues no se deberían cometer semejantes atrocidades. Y me conozco perfectamente, no tengo ni tuve los huevos suficientes para poder hablar con una mujer. Creo que en algún momento enloquecí, pues sentía que ella me perforaba las pupilas con la mirada. Fue allí que dije que no me sentía bien y fui a acostarme a la habitación que se otorgó. Lloré en silenció y abracé a la almohada, hasta caer desmayado sin tener uso de razón. El problema continuó luego en mi cerebro: tuve un sueño mojado donde ella quería adueñarse de mi virginidad peneana (pues la anal la perdí inesperadamente) practicando una fellatio. A pesar de que fue muy placentero y todo y desperté sonriendo, la culpabilidad aún me invadía. Por más que no fuese real, yo era un imberbe que no podía respetar el honor de la esposa de mi primo. No tenía forma de tranquilizarme.
10 de enero. Una urgencia con una máquina en la oficina de Andrés hizo que huyera a media mañana avisando que no sabría a qué hora retornaría al hogar. Ella había quedado sola en la habitación (los oí mientras se daban un beso de despedida) y bostezaba. Yo estaba saliendo de la cama para ir al baño sin ser descubierto. Entro a bañarme y distingo rastros de esperma bastante seco sobre el abdomen. Abro la ducha, tomo la esponja y me refriego hasta hacerlo desaparecer. Dejo que el agua templada me caiga encima, rogando que se vaya el enfado. Tomo una toalla, me la ato a la cintura, agarro la ropa y voy corriendo a la habitación para no ser visto. Eran las 10 y 15. Al vestirme, asomo la cabeza por la ventana y la observo boca abajo, sobre una reposera, leyendo un libro, desnuda, y podía ver resquicios de protector solar. Pensaba si era peligroso para su salud que se exponga así a los rayos ultravioleta, sobre todo si su piel es demasiado blanca. Antes de que pudiera darse cuenta, entré y prendí la computadora (qué suerte que la había traído, sino no sé que hubiese sido de mí), típico de un adicto a la tecnología. Hasta las 13 no fui molestado, pero oí un ruido que me dejó asombrado. Sigilosamente, volví a aproximarme hacia la ventana y ella seguía ahí, pero en la sombra, gimiendo en cuanto se penetraba la vulva con el cuello de una botella de champagne. Casi me estrello el cráneo contra la pared, me había trastornado tanto que creía que era una ilusión, pero lo hacía de verdad. Tratando de evitar emitir una sonrisa lasciva (muy poco común), volví a la computadora y vi uno o dos capítulos completos de Los Jefferson. A las 2 de la tarde tocan la puerta y abro. Era ella, con una bata puesta y sosteniendo una copa de helado, diciendo que baje para hacerle compañía. Dejé todo como estaba y fui. Tenía un pote de medio kilo en la mesa y nos servimos con una cuchara para bochas. Permanecí en silencio (otra vez) y no la miré a los ojos, no sé si me observaba. ¿Se habría dado cuenta que la “espié”? Quién sabe. Andrés volvió a las 4 de la tarde diciendo que hubo un intento de hackeo y que fue solucionado a tiempo. Ella lo felicitó y hablaron a grandes rasgos del suceso. Él le dijo que estaba cansado y se fue a dormir la siesta; ella, por su parte, dijo que visitaría a una de sus amigas, que recientemente dio a luz. 6 de la tarde y lo veo levantarse en calzoncillos, mientras se oye el chorro de orina en el inodoro. Era el único sonido audible en esa casa, excepto por lo que apenas yo podía escuchar con mis auriculares. Sin ningún tipo de complejos acerca de su estado físico (un poco de panza, que para él es raro, ya que siempre ha sido muy flaco), golpea la puerta, me saluda y pregunta cómo la estoy pasando. Le respondo que bien, un poco aburrido, nada más. Dijo que también vino porque a la noche iríamos a una fiesta, y quería que lo acompañemos. Acepté.
21 horas. Una pequeña estela de luz aún quedaba en el cielo, ya que el sol no había desaparecido por completo, pero la oscuridad era mayoritaria. Entramos a la quinta y fuimos recibidos por la anfitriona, la tía María Aurelia y su hija mayor. A pesar de que esta celebración no era un funeral, el negro era predominante, aunque gran parte de los adornos eran blancos. Dentro del salón ofrecieron refrigerios y bebidas gaseosas, y tuve que aguantar el no poder comer en cantidades normales. Nunca entendí lo que se festejaba, sólo había decenas de personas hablando, pero no en torno a alguien en particular. Me quedé ahí por horas oyendo conversaciones ajenas, hasta que viene Carla con una señorita rubia, de ojos verdes, y quiere presentármela, diciendo que “ella y yo podemos ser grandes amigos, e incluso más que eso”. Se me caía el rostro de la vergüenza, no entendía el fin de esto: no éramos nenes chiquitos, ambos teníamos 19 años, lo suficientemente grandes para decidir por nosotros mismos. Al igual que en un principio, me negué a mirarla a los ojos, pero era tal la incomodidad que me perturbaba que ni las palabras salían. Ella hablaba y yo hacía “sí” o “no” con la cabeza si preguntaba algo, y hasta incluso llegó a decir que tenía ganas de besarme. ¿Estaría muy ebria esta chica? ¿O mi fallida mente virginal hacía que piense en esas cosas? Huí como un cobarde y me refugié en los brazos de Andrés (no exactamente) pero estuve hablando con él y un conocido por un rato con tal de evitar que me encontrasen. Habrán transcurrido 40 minutos y decidí ir al fondo, bastante lejano de donde se encontraba el tumulto. Con una desesperación, observaba de izquierda a derecha para que no me descubran, pero fallé. Me arrinconó contra un muro, sacó una venda y la colocó sobre mis ojos; antes de que pudiera quitármela, había atado mis manos con una soga, y puso una mordaza entre los labios. Oí un ruido de apertura de un cierre, bajó mis pantalones y los calzoncillos, sin ni siquiera importarle ser descubierta por algún civil. En fin, me practicó sexo oral (sin mi consentimiento) mientras se pensaba que me gustaba, pero en realidad lloraba de lo humillado que estaba. Fue una eternidad. Cuando me largó, fui corriendo al baño y me vi con el rostro rojo y con ciertas lágrimas aún desprendiéndose. Me lavé con agua y jabón e intenté permanecer callado. Para las 2 de la mañana no quedaba prácticamente nadie. Saludamos a los pocos presentes y nos fuimos. Antes de las 3 estábamos de vuelta en lo de Andrés, pero se observaba que a una cuadra se rodeó de dos patrulleros con cinta policial. El primo se bajó y preguntó a los vecinos lo que había sucedido. Un policía fue masacrado por dos delincuentes al oírlo escuchar una muy conocida canción que dice “el que no hace palmas, maneja el patrullero”. Parece que su odio por las fuerzas tampoco les permitió tolerar esto. A pesar de ello, el barrio seguía siendo seguro. Ni bien entramos, fui a la habitación y volví a llorar, pero nadie se dio cuenta.

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