Siete por siete (166): Géminis (II)




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Compendio I


Aunque puedo sonar prejuicioso, antes de conocer a las gemelas, imaginaba que todas las transandinas eran rubias, de ojitos claros, y de busto agraciado.
En parte, se debía a lo que llegaba a la televisión nacional. Pero también, lo justificaba por la herencia cultural que recibieron del viejo continente: la colonización por comerciantes italianos, que queda manifiesta en la gran cantidad de plazas que existe en la capital y posteriormente, con la huida de los alemanes, tras la guerra.
Sin embargo, Marisol me recordó que “en todas partes se cuecen habas” y Nery y Susana son clara muestra de ello.
Son de cabello negro y muy liso, con una figura estilizada: no mucho trasero, pero lo suficiente para desear darle un pequeño pellizco o sobarlo y comprobar si es tan terso como se aprecia; una delgada cintura, ya que Nery trota y Susana cuida su ingesta de alimentos; un busto normal, parado, esponjoso y muy firme y unas piernas largas y musculosas.
También sus rostros son agradables: ojos negros muy bonitos; narices pequeñas y tiernas, perfectamente proporcionadas; labios carnosos y aunque su piel es tan blanca como la de Marisol, cuando las recibimos en el aeropuerto estaban ligeramente bronceadas.
Su salida de la manga del avión fue tan impactante como la llegada de la realeza y tanto hombres como mujeres se detenían a contemplarlas.
Y no era para menos, ya que son gemelas idénticas y vestían de la misma manera: zapatos de tacón blanco; una falda azul marino gruesa, que llegaba más debajo de las rodillas y que destacaba muy bien su retaguardia; camisa blanca, sin mangas ni cuello y con un escote moderado; labial carmesí; lentes oscuros y un sombrero blanco, con una cinta negra en el contorno.
Sin embargo, al vernos, se miraron y se sonrieron traviesamente, marchando casi a trote hasta donde Marisol, las pequeñas y yo las esperábamos.
Fue un momento peculiar, ya que las gemelas guardaron silencio, esperando sonrientes a que yo dijera una palabra, puesto que Marisol todavía no las puede reconocer, a menos que estén desnudas.
Pero estaba verdaderamente asombrado por ellas, pensando que debieron planearlo con muchísima anticipación y honestamente, tampoco podía distinguirlas.
La falda y los zapatos son más propios de la vestimenta elegante que usa Susana; mientras que la camisa más reveladora y el sombrero forman parte del estilo más llamativo que tiene Nery para vestir.
Por lo tanto, la metodología que empleé el verano pasado cuando las conocimos quedó rápidamente obsoleta: los zapatos de tacón y el largo de las faldas me impedía apreciar las sutiles diferencias de musculatura entre sus piernas; las 2 estaban igual de ansiosas al vernos, por lo que sus posturas tampoco me ayudaban a definir sus personalidades y finalmente, sus lentes una vez más, obstaculizaban mi escrutinio de sus miradas.
Sin embargo, malos hábitos no mueren fácilmente…
“¡Qué lástima que te sigas comiendo las uñas, Nery!” fue lo único que dije.
“¡Nery!” protestó Susana, indignada.
“¡Discúlpa, Susi!... pero estaba nerviosa…”
Aproveché de ubicarme entre ellas, para que no pelearan.
“¡Vamos, chicas! ¡Fue solamente suerte!” les dije, abrazándolas por la cintura. “¡Lo dije porque a mí también me costó dejar ese mal hábito!... pero es bueno saber que también sales a correr, Susana.”
Ella respondió con un tímido y confundido “¡Gracias!”, mientras yo aprovechaba de sobar ligeramente ese par de monumentales traseros, ante la sonrisa picaresca de mi esposa.
“¡Qué grandes están tus nenas, Mari! ¡Hola, pequeñita!” Dijo Nery, tras saludar a mi esposa y tomar en brazos a la más sociable de mis hijas.
Susana, en cambio, me seguía contemplando absorta y en silencio.
Las acompañamos a retirar el equipaje y abandonamos la terminal aérea.
Era tarde. Su vuelo llegaba a las 18:45, por lo que ya había oscurecido y la vida nocturna de Adelaide empezaba a florecer.
Dado que íbamos con las pequeñas y puesto que Nery estaba tan entretenida con mi amistosa gordita, Susana se sentó de copiloto y Marisol, mis hijas y Nery se sentaron atrás.
“¿Y a qué se debe su visita, chicas? Porque me imagino que el oleaje en Waingapu debe estar muy bueno.” Les pregunté, tratando de contener mi sonrisa.
Durante el domingo, mientras aseábamos la habitación que ellas ocuparían, Marisol me pidió que actuara como si no supiera que ya me había prestado.
Susana dio una fugaz mirada confundida hacia su hermana y argumentó con timidez.
“Bueno… vos sabes que esta es… la mejor temporada de olas, acá abajo…” musitó nerviosa.
Mantuve mi cara de póker, porque aparte de saber que eso no es cierto y que si realmente hubiese buscado las mejores olas, habría ido a Perth, tampoco había traído su tabla de surfeo profesional.
“¿Y tú, Nery?”
Ella se río.
“Si te soy honesta… fue porque te extrañaba a vos…”
“¡Nery!” le volvió a recriminar su hermana.
Y seguimos conversando. Las 2 chicas, tras titularse, entraron a trabajar gracias a las influencias de su padre: Nery, como periodista en una revista y Susana, como asistente de Radióloga en un hospital en Nápoles (Y afortunadamente, no se vieron muy afectadas por el reciente terremoto) y viven juntas en un departamento.
“¿Y qué tal les ha ido en la vida amorosa?” Pregunté, mirando de manera burlona a Susana.
“A mí, no muy bien…” suspiró. “Vos sabes: muchos informes y exámenes, calibrar la máquina y una reverenda joda… pero al menos Nery tiene un noviecito.”
Nery se sobresaltó al instante, asustando un poco a mi gordita.
“¡Ya te he dicho que no es mi novio, Susi!” replicó avergonzada, como si se excusara conmigo. “Antonio es solo un garche… para bajar la calentura y nada más.”
Finalmente, llegamos a nuestro hogar, el cual contemplaron impresionadas y me felicitaron por ello, sin importar mis explicaciones que la compañía me lo había cedido.
Acostamos a las pequeñas, que para alrededor de las 8 estaban bostezando y restregándose los ojitos y mientras las chicas se acomodaban en el dormitorio que les habíamos designado, Marisol y yo preparamos la cena.
Degustábamos mi celebre tortilla de verduras (que afortunadamente, a las gemelas también les agradó), conversando de lo que había sido de nuestras vidas tras este año, hasta que repentinamente, Marisol hizo el siguiente comentario.
“¡Qué bueno que vinieron, chiquillas! Estaba muy preocupada porque quiero ver el festival de la canción por la tele y ahora que están ustedes, pueden aprovechar de salir con mi marido y mantenerlo entretenido por la noche.”
Aunque las 2 sonrieron, a Susana también le pareció ligeramente extraño el comentario.
De vez en cuando, a Marisol le dan ataques de nostalgia por nuestra tierra (de hecho, se enfadó bastante al enterarse que nuestra selección no solo había salido triunfador en la copa América, sino que también hizo una goleada magistral antes de la gran final), pero yo sabía que este festival no era de su interés.
Si bien, antiguamente había paralizado el país por los grandes artistas que tocaron en el escenario, hoy en día, el festival ha perdido importancia y me daba la impresión que era una excusa barata de mi esposa, lo que me hizo preocupar.
Una vez que terminaron la cena, les sugerimos que se acostaran e intentaran dormir, para acostumbrarse a nuestro huso horario, mientras Marisol y yo nos encargábamos de la loza y ahí fue donde la encaré.
“Marisol, ¿Estás embarazada?” consulté, fregando los platos.
“No, ¿Por qué? ¿Me veo gorda?”
Aunque de una manera muy graciosa y preocupada paró de secar y palpó su rostro, yo me mantuve serio y seguí interrogándola.
“¿Hiciste algo malo?... ¿Tienes un amante?” consulté con mucho temor lo segundo.
Marisol me miraba más y más confundida.
“¡No, mi amor! ¡Te he sido fiel! ¿Qué te pasa?”
“Es que la última vez que no me dejaste dormir contigo y me hiciste dormir con otra mujer, supiste que estabas embarazada y trataste de escapar.”
Ella enrojeció levemente y me sonrió con dulzura.
“¡No, mi amor! ¡No estoy embarazada, ni tengo un amante!... ¡Mírame bien a los ojos!” demandó ella.
Me acerqué y contemplé con detenimiento sus preciosas esmeraldas.
“¡No me pienso escapar tampoco!” exclamó enérgica, sin pestañear en lo absoluto, sabiendo que ella pestañea más largo cuando me miente.
“Entonces, ¿Qué te pasa? ¿Por qué estamos haciendo esto?”
Se secó las manos y bajó la mirada.
“Es que… me excita mucho… mi amor.” Susurró levemente.
“¿Qué cosa?”
“Que ellas te deseen.” Respondió, mirándome honestamente a los ojos. “Me pone muy caliente saber que quieren hacer cosas contigo.”
Acaricié su hermoso rostro, bastante compungido.
“Pero Marisol, sabes que las cosas que hago con ellas, más me gustan hacerlas contigo.”
Hizo un “puchero confundido”…
“¡Lo sé, mi amor y me gustaría poder explicártelo mejor!... pero solamente te puedo decir que me pone muy caliente.” Respondió ella, rompiendo a llorar.
“Pero ¿Por qué, Marisol? ¡Trata de darme una explicación!” consulté, muy preocupado por ella.
He leído muchos relatos de hombres que disfrutan que sus mujeres les pongan los cuernos. Pero lo inverso no parece tan común, probablemente por el prejuicio y estigma que puede sobrellevar.
Sin embargo, estoy felizmente casado y enamorado de mi mujer y si bien, no niego que es agradable inmiscuirme con chica tras chica, en momentos como ese, me da la sensación que estoy más distante de mi cónyuge y por eso, necesitaba una aclaración de su parte.
“¡No lo sé, mi amor!” respondía ella, llorando desconsolada. “Pienso en lo que les gustaría hacerte… y me tengo que tocar…”
“¡Pero, Marisol!” trataba de tranquilizarla, bastante afligido. “Si tú me lo pidieras, yo te tocaría…”
“¡Pero no es lo mismo!” alzó su voz levemente, con desesperación.
Entonces, me fijé en su camisa: sus fresitas se apreciaban duras y bien paradas.
“¡No puede ser!” exclamé, palpándolas ligeramente.
Fue tan fugaz el contacto, que por un momento, creí que a Marisol le había dado la corriente.
“¡No, mi amor! ¡No me toques, por favor!” Respondió ella, girando avergonzada. “¡No me veas así!”
“¡Ruiseñor, tranquilízate!” le pedí, tocando su hombro. “Solo quiero entenderte un poco… y eres mi esposa… y necesito saber qué te pasa… ¡Por favor, déjame mirarte!”
Siguió llorando, cubriendo su cara, pero accedió a voltearse.
“¡Por favor! ¡Por favor, mi amor! ¡No pienses mal de mí! ¡No pienses que yo soy…!”
“¡Yo no pienso nada, Marisol!” le interrumpí. “Para mí, esto es inusual. Es solamente eso y por eso quiero mirarte… para poder entender qué es lo que te pasa.”
Ella sonrió, al ver que la miraba con el mismo respeto de amigos que nos tenemos y accedió a desnudarse algunos botones.
Sus pechos se veían portentosos: sus pezones estaban extremadamente hinchados y hasta el busto se le apreciaba ligeramente más levantado.
Los palpaba con cariño y se sentían bastante cálidos.
“¡Cielos, Marisol! ¡Nunca te había visto así de excitada!”
Ella cerraba los ojos y restregaba su cinturita en el mueble del fregadero, mientras la seguía acariciando y jugueteando con sus fresitas, que me tenían muy impresionado.
Pero no me pasaba desapercibido el movimiento que hacia con su pubis. Me parecía como si intentara masturbarse con el fregadero, sin mucho éxito.
“¡Detente, corazón! ¡Por favor! ¡Ya no aguanto!” Imploraba ella, gimiendo de una manera entre tierna y excitada.
“Marisol, ¿Me dejas ver bajo tu faldita?” pregunté, con bastante curiosidad.
Ella respondió espantada…
“¡No, mi amor! ¡No me veas ahí!... ¡Pensaras mal de mí!” sollozaba muy afligida.
Nuevamente, acaricié su mejilla, secando un poco sus lágrimas.
“¡Por supuesto que no, Marisol!” respondí, esbozando una sonrisa lastimera por ella. “Quise casarme contigo porque eres diferente y debes entender que para mí, verte así, es una gran sorpresa.”
No muy convencida y esquivando mi mirada, accedió a levantarse la falda y lo que terminé encontrando sobrepasaba bastante mis expectativas.
Sé calentar a mi esposa con mis dedos. La he visto caliente por mí. También la he visto excitarse y masturbarse viendo futbolistas ingleses. Pero nunca la había visto de esa manera.
Ese día, usaba unos calzoncitos de algodón blanco, con una cintita rosada a la altura de su vientre. Sin embargo, estaban tan empapados, que podía distinguirse perfectamente algunos de sus vellos púbicos y su piel blanquecina, junto con su rajita, como si hubiesen sido mojados por agua.
Era tal su calentura, que hasta fluía levemente por su muslo de porcelana, mientras que la base aguantaba tanto líquido que parecía desbordar de hinchado.
“¡Discúlpame, mi amor! ¡Ya no mires! ¡No quiero que pienses que soy…!”
“¡Peculiar! ¡Es una situación bastante peculiar, Marisol!” interrumpí nuevamente, para que no dijera la palabra con “R” que más le aflige. “¿No te sientes incómoda así de mojada?”
Mi esposa movió enérgicamente su cabeza de arriba abajo, contenta que nuestra conexión fuera tan fuerte para casi no necesitar palabras.
“¿Me dejarías verte, Marisol?” le pedí, demasiado tentado por la curiosidad y arrodillado a sus pies. “Como te dije, nunca te he visto así de mojada y debe ser demasiado molesto. ¿No te importa, verdad, Ruiseñor?”
“¡No, mi amor! ¡Por favor, no lo hagas! ¡Ya me da mucha vergüenza que me veas!”
Conozco a Marisol por años y creo reconocer muy bien sus “No”. Hay algunos que los dice por enfado y son intransigentes. Otros, que son más coquetos y que en el fondo, son verdaderos “Sí” que esconden su vergüenza. Y hay otros “No”, como este, que son de palabra, pero los deja a mi criterio.
Bajé suavemente sus pantaletas y ella se quejó, sin oponerse ni querer mirarme. Ella sabe que no la forzaré a hacer algo que le desagrade, porque en primer lugar, sigue siendo mi mejor amiga y ahora su cuerpo es tan mío, como el mío es suyo.
El maravilloso aroma a sus jugos fácilmente se triplicó.
“¿Y has estado así toda la tarde?” consulté, apreciando que hasta su botoncito parecía palpitar y contraerse por sí mismo.
“¡Sí!” musitó ella, en voz baja. “Desde que las vi salir del aeropuerto.”
“¿Qué pasa si te dedeo, Marisol? ¿Te alivia eso un poco?”
“¡No, mi amor! ¡Ya es suficiente! ¡Por favor, ya no me veas ahí!”
Una vez más, no quise escucharle. Sabía que era embarazoso para ella admitirlo, pero su vagina parecía implorar por un par de dedos en su interior.
Deslicé el índice y el del corazón por encima de esa sonrosada y húmeda superficie y contemplé cómo mi esposa se estiraba levemente al sentir mi contacto.
“¡Por favor, Marisol! ¡Déjame ver si puedo ayudar a aliviarte!” supliqué, forzando mis dedos en su hendidura.
Ella dobló levemente su rodilla izquierda, apoyándose con las manos del mueble y alzando su rostro, sobreseída por el alivio.
“¡Amor, tus dedos son tan largos y ricos!” comentó, arrebatada de placer.
La succión entre sus piernas era sobrenatural y el volumen de sus jugos era bastante, al punto que llegaba a fluir hasta mi codo.
Incluso su viscosidad me llamaba la atención, notando que las tiritas que quedaban entre mis dedos eran mucho más pegajosas a las que normalmente estoy acostumbrado a verle.
Metía mis dedos y los sacaba lentamente, mientras que Marisol emitía suaves “¡Mhmm!” cargados de placer.
Me seguía impresionando la cantidad de fluidos que mi esposa secretaba y su mismo botoncillo se veía más sonrosado, ostentoso e hinchado que lo habitual.
Podía percibir los escalofríos que le ocurrían a mi ruiseñor mientras la dedeaba y ella, de manera inconsciente, empezó a restregarse más y más sus pechos, con largos suspiros y tratando de apretar por encima de la camisa donde se ubicaban los pezones.
La sensación entre mis dedos era de lo más especial: estaba tan mojada, que a ratos su suave piel parecía de seda y sus labios vaginales parecían realmente engullir mis dedos con sus contracciones.
Tras un buen rato de masturbarla, probablemente una media hora y algo y ver que no ayudaban en nada en la situación de mi mujer, decidí dejarla reposar unos momentos.
Su respiración estaba bastante agitada y su rostro completamente colorado, mientras que sus pechos aún se apreciaban excitados, a pesar que llegó un momento donde los soltó y se apoyó con sus manos en el mueble de la cocina, favoreciendo el contoneo de su cintura acorde con mis dedos.
“Creo que esto no está resultando, Marisol. Voy a intentar con mi lengua.” Le avisé.
“¡No, mi amor!... ¡Por favor!... ¡Ah!... ¡Ahh!... ¡De…tente!... ¡Ahh!”
Pero Marisol seguía muy excitada. Me afirmé de sus muslos carnosos y engullí sus sabrosos jugos con delicadeza y dedicación, haciendo que mi esposa apoyara su feminidad más y más cerca de mi rostro.
Le lamía haciéndole círculos en su sonrosada conchita, haciendo que mi esposa se mordiera los labios y entrecerrara los ojos. Más y más jugos salían a la recepción de mi lengua y no se cansaba en lo absoluto, padeciendo ocasionalmente de poderosos espasmos que le hacían contorsionarse buscando verdaderas bocanadas de aire.
Pero sin importar que tan adentro deslizara mi lengua en su interior, la situación de Marisol parecía lejos de acabar. Su botoncito palpitante y deseoso también apelaba a mi atención y le cedía un par de chupadas esporádicas que eran muy bien recibidas por mi esposa, junto a algunas mordidas suaves a sus labios y muslos, que incrementaban más su excitación.
Tras lamerla de manera incesante por cerca de 3/4 de hora y ver que lo único que había conseguido es que Marisol llorara un poco y cubriera sus labios de saliva, con un agotamiento que parecía abarcar completamente sus pulmones, decidí usar el único “as bajo la manga” que me quedaba.
“¿Me dejas probar con esto, por favor?” consulté, acariciando mi erguido miembro. “Todavía sigues muy húmeda y me gustaría intentarlo.”
Contempló mi erección completamente abatida, pero no hizo comentario. Imagino que ella también sabía que terminaríamos haciendo esto.
“¡Es solo para ver si con esto te calmas un poco más, ruiseñor!” Le comenté, presentando mi hinchada cabeza entre sus labios.
Me miró cansada, pero deseosa de probar mi boca y de un abrazo, mientras nos fundíamos en un beso, empecé a meterla y a sacarla.
Estaba tan lubricada, que no tardé demasiado en meterla por completo y su interior se sentía increíble.
Me llamaba la atención que no gimiera en lo absoluto. Su mirada, preciosa por lo demás, resplandecía de paz y mansedumbre, entrecerrando ocasionalmente los ojos a medida que ingresaba en su interior.
Nos besábamos con verdadero cariño y sobra decir que mis manos estaban estrujando, pellizcando, amasando y en el fondo, ultrajando sus apetitosos pechos, mientras que ella se quejaba silenciosamente en mi boca.
Me sentía ansioso por ella y fui tomando más y más fuerte sus nalgas, haciendo que ella suspirara y me besara de una manera espectacular.
Nos deseábamos con locura, con ella aprisionando sus bamboleantes senos sobre mi pecho y friccionando nuestros cuerpos de una forma esplendorosa, acabamos juntos en un maravilloso orgasmo, degustando una vez más nuestras bocas.
Viéndose satisfecha, pero a la vez avergonzada, dejaba que le hiciera caricias.
“¡Eso fue estupendo!” le dije. “¿Te pones así cada vez que lo hago con otra?”
Sonreía con timidez.
“Algunas veces… pero ¿Tú no piensas que soy…?”
“¿Excepcional? ¿Increíble? ¿Única?” le volví a interrumpir robándole otra maravillosa sonrisa.
Nos arreglamos un poco y volvimos a nuestro dormitorio. Quería pedirle que lo hiciéramos de nuevo, pero ella se veía cansada y no tenía corazón para forzarla a más.
No obstante, es que de esta manera pude entender un poco mejor su visión de este asunto.
“Es que… yo me imagino que estás con otra… y me empiezo a tocar…” dijo ella, escondiendo su mano bajo la sabana.
“Pero ¿Por qué? ¡Sabes que me vuelves loco!” le preguntaba impactado, al ver cómo se estimulaba por sus propios dedos.
“¡Y a mí, tú también!... pero cuando me toco yo… es como si me quitara un poquito la sed…”
“¿De qué sed me hablas?”
“¡De esa!” respondió, apuntando con la barbilla en dirección a mi miembro. “De sentirte cómo te mueves dentro de mí… y mis deditos… y mis deditos…”
Me parecía asombroso que estuviera alcanzando un orgasmo de esa manera, si yo estaba tan cerca y deseoso de tranquilizarla.
Entrecerraba más sus ojos y lamía sus labios, gimiendo suavemente.
Sus pechos, despampanantes, se seguían sacudiendo en completa libertad bajo el camisón y el único motivo por el que no le saltaba encima era porque quería que me explicara.
Tuvo otro orgasmo que le cortó la respiración. Luego de recuperar el aliento y volver a mirarme, prosiguió.
“Mis deditos no son… para nada como los tuyos… y cuando me los meto… me dan ganas de meterme más y más…”
“¡Vaya!”
“¡Por favor, no pienses que no me gustas!” exclamó, muy preocupada por mi reacción, pero sin parar de estimularse.” Es solo que…como que me conformo con una cucharadita de azúcar… sabiendo que tengo un pastel guardado en el refrigerador, ¿Entiendes?”
A pesar que era bastante excitante ver a mi esposa tocarse de esa manera, me enternecían más las palabras de Marisol, que siempre usa metáforas de comida para expresar sus sentimientos.
“Entonces… ¿Te gustaría que te compre un consolador más pequeño?” pregunté confundido.
“¡No! ¡No!...” replicó ella, nuevamente. “Es solo que cuando te veo… ya me dan ganas de comerte a besos… y cuando sé que has estado con otra… es para devorarte enterito.”
Pero por muy excitante que fuera verla tocándose, quería abrazar a mi amiga, así que la tomé por el hombro y sujeté su mano.
“¿Qué piensas?”
“Que igual me siento un poco celoso…” respondí.
Ella se volvió para mirar mi cara, levemente colorada.
“¿Por qué?... yo solo pienso en ti cuando me toco…”
“Y eso me confunde un poco… porque cuando estás conmigo, no te ves tan excitada.” Respondí. “Pero supongo que eso tendremos que arreglarlo juntos. Mientras te sientas feliz y no afecte nuestra vida de casados, te “seguiré poniendo los cachos”…”
Y tras besarnos un poco y abrazarnos otro poco más, nos acomodamos para dormir, conmigo punteando la sensual colita de mi esposa, mientras mis manos reposaban pacificas sobre sus pechos.


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