Calentura adolescente, gay

Nunca había leído relatos. De forma indirecta me topé con éste y qué decirles... me calentó igual o tanto más que un buen video, así que lo comparto con ustedes. Tal vez ya lo hayan leído pero bueno... QUE ESTÁ MUY BUENO ASÍ QUE LÉANLO OTRA VEZ 😉 Fue escrito por Zeky's.
(La parte más interesante comienza después del 1er tercio)


Araujo encabezaba una de las listas que yo le había pasado al francesito el mismo día en que llegó: la lista de los tipos de los que era mejor mantenerse alejado. Era el típico matón de escuela que uno suele ver en las películas norteamericanas, robusto, ignorante, pedante, grotesco; esos que no entienden más razones que las de sus limitadas mentes y sus abusivos puños.

Siguiendo mi propio consejo, yo siempre me había mantenido a distancia pero sucedió una vez que me dejé llevar por mi temperamento y me puse a tiro de su odio. En una discusión en clase, ante su insistencia pertinaz de una idiotez, cometí el error de burlarme de él en público diciendo que se parecía a un dinosaurio: cuerpo de tres toneladas manejado por un cerebrito de doscientos gramos. Jamás olvidaré el odio reflejado en su rostro. Con el profesor presente no podía arrancarme la cabeza en ese preciso instante y, en los días subsiguientes, me las ingenié para evitarlo. Una tarde me esperó a la salida del colegio pero, ante la menor provocación, salí corriendo y ni él ni sus secuaces pudieron alcanzarme. Sin embargo, ese tipo de afrentas no se olvidan y el mastodonte antediluviano se juró a sí mismo que me la cobraría de alguna manera. La llegada del francesito le vino como anillo al dedo para intentar recomponer su orgullo herido. Pero se tomó su tiempo. Por una vez evitó el consejo de sus instintos más básicos y planeó un desquite más elaborado de lo que se podía esperar de él. Aunque de todas maneras no fue efectivo…

Hacía ya un mes de la llegada de Franco y, si bien el francesito ya socializaba sin necesidad de mi intervención, me seguía teniendo como su nana. Y yo desesperando por no poder tocarle un pelo. No es que no lo intentara, pero él sabía muy bien cómo evitarme en las situaciones “peligrosas”. El colegio entero hablaba sobre él y, por consiguiente, también sobre mí y parecía que todos estaban pendientes de lo que hacíamos o dejábamos de hacer. Los rumores de todo tipo no me molestaban, pero sí me daba bronca el cuchicheo a hurtadillas o la miradita mordaz.

La tarde en que sucedió lo de Araujo, yo había llegado tarde al entrenamiento del equipo de básquet. El profe era muy riguroso con los temas de horario y, como castigo, me hizo quedar después de hora para revisar el estado de las pelotas. No era una tarea tremenda, apenas me insumiría un cuarto de hora, pero era tediosa y además era un castigo. Sin chistar, una a una tuve que comprobar que estuvieran bien infladas, colocarlas en una bolsa de red y luego llevar la bolsa al vestuario de varones en donde se la guardaba. Allí me encontré con Araujo y sus secuaces, que iban a las duchas después del entrenamiento de fútbol.

– ¡Eh! ¡Miren quién llegó! ¡El marido de la francesita! –gritó a sus amigotes y todos se rieron.

Yo no dije nada y tan solo abrí el armario en el que se guardaban las pelotas.

– ¿Cómo te va en tu nueva vida de casado, Barriera? ¿Te mueve bien el guiso la francesita?

– No jodas, Araujo. –fue mi única respuesta.

– ¿Por qué me hablás así? Yo solo quiero ser amable y saber qué es de la vida de casado de un amigo.

– No jodas, Araujo. Seguí tu vida…

– Ehhhh, loco… ¿Parece que anoche la nena no te tiró la goma o qué?

– No rompas las pelotas, Araujo. Metete en tus cosas y dejame en paz.

Puse la bolsa dentro del armario y me encaminé hacia la salida, pero mi tono había sonado mucho más imperativo de lo que un mastodonte como Araujo podía tolerar.

– ¿Qué decís, pelotudo? –reaccionó tomándome por hombro– ¿A mí me mandás a callar?

De repente, el vestuario se había llenado de gente, todos chicos del colegio que seguramente estaban esperando el momento en que Araujo comenzara a arrancarme las tripas.

– ¿Vos me hacés callar a mí? –vociferó una vez más, al verse rodeado de público, sacudiéndome con sus manazas como si yo fuera su monigote.

– No jodas, Araujo, o…

– ¿O qué, pelotudito… boludito… puto? –me dijo, finalmente, en tono de amenaza y aplastándome contra una de las paredes de las duchas.

De ahí en más, cada vez que yo quisiera zafar de su fuerza o quisiera decir algo, él me retrucaba con una sola palabra: “PUTO”. Pero repetido como una letanía.

– PUTO, PUTO, PUTO, PUTO, PUTO, PUTO, PUTO, PUTO, PUTO, PUTO, PUTO…

Hasta que me harté:

– Sí, SOY PUTO ¿y qué? –lo desafié sin tomar conciencia de que acaba de decirlo frente a todo el mundo y no podría aducir después que había sido sacado de contexto. Rápidamente me di cuenta del error y pensé un plan B a la velocidad de la luz, algo que me permitiera sacar las papas del fuego. No lo encontré, pero sí logré zafar de su aprisionamiento y, a una escasa distancia de metro u medio, intenté sicopatearlo:

– ¿Qué tenés contra los putos? ¿Acaso alguno no te quiso chupar ese chizito diminuto que tenés entre las piernas? ¡O por ahí no te dejó que se la chuparas vos a él!

Lengua filosa la mía, sobre todo en situaciones límite, pero muy inoportuna a la hora de manifestar sus talentos dialécticos. Había utilizado uno de los consejos de Esteban: cuando se trata de hacer enojar a los heterosexuales, las tácticas de insultar el tamaño de su badajo o la de insinuar que ellos también se la comen nunca fallan. Decile a un chongo que la tiene chiquita y enseguida monta en cólera. ¡Y ni hablar si les das a entender que están reprimiendo las ganas por comerse una verga!. Araujo reaccionó según la tradición: primero se puso rojo como tomate, se le borró la sonrisa de la cara, después empezó a fruncir el seño como evidencia de estar acumulando ira, se empezó a frotar el puño derecho contra la palma izquierda para entrar finalmente en acción con un gruñido visceral. Se lanzó entonces sobre mí, revoleando un golpe con la torpeza propia de quien no cuenta más que con su fuerza bruta. Como buen basquetbolista que era por aquellos días, mis reflejos eran muy buenos y esquivé el ataque sin dificultad. Me corrí a un costado y hubiera salido corriendo de no haber estado la salida bloqueada por la multitud de curiosos que ya vitoreaban a uno y a otro. Más furioso aún por el fallo, Araujo inició una especie de letanía de amenazas y, cuando supuso que yo estaba distraído, volvió a lanzarme un golpe, esta vez mucho más violento que el anterior. Lamentablemente para él, yo no estaba distraído, solo buscaba una ruta de escape pero sin perderlo de vista. De manera que, cuando lanzó el segundo golpe, lo vi venir y lo esquivé una vez más. Lo que ni él ni yo habíamos podido prever era que, detrás de mí, había una columna de cemento y su puño demoledor fue a parar directamente allí, fracturándose la mano.

Debo reconocer que se portó “como un machito”. No gritó ni lloró ni hizo ninguna de esas manifestaciones de dolor que hubieran estado perfectamente justificadas por la situación. Al sentir el choque de su puño contra el cemento y ser consciente de la fractura de los huesos de su mano (pudo escucharse claramente el sonido de la quebradura), Araujo se puso blanco como papel blanco y se mordió el labio inferior hasta el punto de hacerlo sangrar. Cayó de rodillas sin decir una palabra. El griterío se silenció de inmediato pero ninguno de los presentes se animó a acercarse. Tuve que ser yo el que lo hiciera. No sabía qué decir… pero sí sabía qué NO decir (que estaba aliviado por no haber sido yo el que terminara herido en aquel incidente, por ejemplo). Me acerqué cautelosamente y le pregunté cómo estaba.

– ¡Andate a la mierda, maricón del orto! –fue su respuesta, mientras me empujaba con su mano sana y me hacía caer un metro más atrás, lastimándome la parte de atrás de la cabeza al golpearme contra el filo de un banco. Conclusión: terminamos los dos en la guardia del hospital, a mí me curaron la herida y me tuvieron dos horas en observación y él le enyesaron la mano y le suministraron sedantes para que pudiera calmar el odio incontenible que lo consumía. Según las normas de la escuela, como el hecho había sucedido dentro del establecimiento pero fuera de los horarios de clase, la pena merecida por Araujo no incluía la suspensión y solo se lo amonestó y se lo “condenó” a realizar una investigación especial sobre la violencia intraescolar. Los testigos habían declarado que yo había hecho todo lo que había estado a mi alcance para evitar la pelea y salí limpio del asunto. Pero durante mucho tiempo circuló la versión de que el inicio de todo había sido una propuesta sexual de mi parte que él había rechazado “a su manera”. Aun hoy sigue sucediendo que, para el cotorreo, el puto siempre tiene la culpa.

Lo que ya no fue un rumor, sino una certeza, fue mi intempestiva salida del armario. Después de diez años me doy cuenta de que no fue tan traumática como recordaba, pero igualmente me habría gustado que hubiera sido un poco más “planificada”. Supongo que mi rol de buen deportista me jugó en alguna medida a favor, ya que me otorgaba cierta popularidad entre mis compañeros. Tampoco era el único gay en el colegio y, dado que yo no encajaba dentro de la categoría de los que se dejaban pasar por arriba, se me hace que a la hora de los hostigamientos siempre era preferible una marica más sumisa, que no tuviera reacciones capaces de incomodar al acosador. Sí… no fue una experiencia tan tremenda… Muy por el contrario, a veces me pregunto si no debiera agradecerle a Araujo aquel incidente que me permitió mostrarme ante el mundo sin demasiado protocolo. A partir de aquel día, mi vida tomó un giro inesperado y en gran parte gracias a ello tenemos hoy al Zekys que tenemos, juas.

Apenas unas horas después del incidente se produjeron las primeras consecuencias. Ya en casa, me conecté al MSN. Por aquellos tiempos era un acto casi reflejo cada vez que me sentaba frente a la computadora. No es que gustara chatear (más bien todo lo contrario y, en ese sentido, no he cambiado ni un poquito) sino que lo hacía por seguir al rebaño. Además, era una excelente manera de saber lo que se decía en el colegio, acerca de todo y de todos. Y aquella tarde, el tema candente era yo.

Lo supe un ratito después de haberme conectado.

Me dolía la herida y traté de distraerme con un poco de porno (eso nunca falla). Había encontrado nuevas fotos de Lukas Ridgeston y las estaba disfrutando con la mano entre las piernas cuando escuché la alerta de un nuevo mensaje. Era un tal “gustidaless86” que me solicitaba amistad. Lo acepté e iniciamos un diálogo similar al que transcribo a continuación (tan solo ocultaré los nombres de los involucrados, eliminaré los emoticones y corregiré los HORRORES de ortografía perpetrados por mi interlocutor en aquella ocasión).

Gustidaless86: Hola
Yo: Hola. ¿Quién sos?
G: ¿Cómo quién soy, boludo? Soy yo: Gustavo.
Y: ¿Qué Gustavo?
G: Gustavo M., pelotudo.
Y: Ah. No tenía tu nick.
G: Ya sé. El tuyo me lo pasó F. J.
Y: ¿Y qué se te dio por agregarme?
G: Nada… Se me ocurrió solamente… Es que ahora sos famoso, bolú.
Y: Ah… ¿Ya te enteraste?
G: ¡¡¡¿Me estás cargando?!!! ¡Todo el colegio se enteró! Esos chismes corren rápido.
Y: Me imagino.
G: Che, ¿y es cierto que te la comés?
Y: Ja. No te tardaste nada en ir al grano.
G: Te pregunto de onda, chabón. Ta todo bien.
Y: ¿En serio?
G: Claro, bolú. ¡A quién le importa con quién garchás!
Y: Bueno, gracias.
G: Porque ya garchaste ¿no?
Y: ¿Por qué me preguntás eso?
G: Por nada, chabón. Es que dicen que los putos garchan antes que los hombres…
Y: Yo soy gay y también soy hombre.
G: Bueno, es una forma de decir. No te chivés.
Y: ¿Y vos ya garchaste?
G: Noooooooo jajajajaja… por eso estoy con la leche al cuello!!!! Quiero debutaaaaaarrrrrrrrr!!!!
Y: Hacete la paja.
G: ¿Y te pensás que no? Tres o cuatro por día, chabón.
Y: Si te sirve está bien.
G: Me sirve hasta por ahí nomás… Pero al final ¿garchaste o no garchaste?
Y: ¿Y por qué te tendría que andar contando esas cosas?
G: No seas ortiva, chabón. Hacete amigo. Es una manera de entablar conversación.
Y: ¿Eso significa que querés ser amigo mío?
G: ¡Claro! Es un buen momento para hacernos amigos.
Y: No entiendo.
G: ¡Claro! Ahora te va a venir bien tener amigos.
Y: Sigo sin entender…
G: Ya te dije que a mí no me importa que seas gay y por lo que sé no soy el único.
Y: ¿Y…?
G: Nada. Quería que lo supieras. Porque más de uno te va a querer bardear.
Y: Bueno… Gracias.
G: Además, entre amigos nos hacemos favores, jeje.
Y: Ya veo, jajajaja.
G: Seeeeeeeeeeeeeee…
Y: ¿Y vos qué onda?
G: ¿Qué onda con qué?
Y: ¿También sos gay?
G: ¿Yo? ¡NOOOOOO! Yo soy bien hombrecito… Ups, perdón, no soy gay, jejejeje.
Y: Peeeeerooooo….

G: Pero nada…
Y: ¿No te gustaría probar?
G: Lo que me gustaría es garchar!!!!!! Jajajajaja… O al menos encontrar a alguien que me la chupe…
Y: Ajá… ¿Y ahí entraría yo?
G: No sé… Si sos puto te debe gustar chupar verga ¿no?
Y: No cualquier verga…
G: Buen punto…
Y: Ajá…
G: O sea que te lo tendría que preguntar de otra manera…
Y: Dale…
G: ¿Te gustaría chuparme la verga a mí?
Y: Jajajajajaja… Depende…
G: ¿De qué depende?
Y: “… Según como se mire, todo dependeeeeee…” jajajajaja.
G: No me bardiés… decime de qué depende.
Y: ¿La tenés grande?
G: Mmmmm… No sé… Supongo que debe ser normal.
Y: ¿Nunca te la mediste?
G: Nop…
Y: Tendrías que agarrar una regla y medírtela ahora mismo. ¿Se te puso dura?
G: ¡Clarinete, chabón! ¡No te das una idea! ¿Por qué no te venís para mi casa?
Y: ¿A tu casa? ¿Para qué?
G: Para ayudarme a medirla y de paso me la chupás un poco. No seas ortiva.
Y: ¡NI EN PEDO! Venite vos para la mía en todo caso y vemos…
G: ¿Y vemos qué?
Y: Si te la chupo o no…
G: Uh, loco, me estás matando… ¿Qué te cuesta?
Y: Ya te dije que no se la voy chupando a todo el mundo…
G: Pero yo no te estoy diciendo que se la chupes a todo el mundo… Con que me la chupes a mí me alcanza jajajajaja…
Y: ¡Qué piola! Pero te estás olvidando que para todo hay condiciones.
G: Ta bien… ¿Cuáles son las condiciones?
Y: ¿Vos qué ofrecés a cambio?
G: No sé. Proponé vos…
Y: ¿Me la chuparías vos también a mí, por ejemplo?
G: Jajajajaja… pero yo no soy puto!
Y: ¿Y qué tiene? Me la podés chupar igual.
G: ¿Es necesario?
Y: Necesario no, pero ayudaría para convencerme, je. Si no, proponé alguna otra cosa…
G: Mmmmm… ta bien… te la chupo… pero vos primero a mí, así me enseñás cómo se hace…
Y: Es fácil. Vas a aprender rápido…
G: ¿En tu casa o en la mía entonces…?
Y: Por supuesto que en la mía.
G: ¿Ahora?
Y: Ya tendrías que estar cerrando el MSN y viniendo para acá…

Gustavo M. era un pendejo de segundo que yo no hubiera imaginado que registraba mi nombre. Era bastante fachero pero también medio pelotudo, muy inmaduro. Por eso las minas no lo tomaban en serio, situación que todo puto que se precie debe tener en cuenta al momento de convertirse en una marica depredadora. Enseñanzas de Esteban, que desde el primer día me dio algunos consejos que he valorado grandemente a lo largo de mi vida. Por ejemplo: “A los chongos nunca hay que darles ventaja” y es imprescindible que les quede claro que los que manejamos la situación somos nosotros Jamás (pero JAMÁS) debemos mostrarnos sumisos ante sus deseos. Si quieren sexo, la negociación de una “prestación” a cambio es imprescindible y, en todo momento, hay que ingeniárselas para que se sientan en deuda. Si uno sabe maniobrar, se dará cuenta de cuán manipulable puede ser un chongo caliente.

No tardó casi nada en tocar el timbre. Cualquiera hubiera dicho que estaba chateando desde la puerta, pero lo cierto era que vivía apenas a dos cuadras de mi casa. Le abrí la puerta y entró con cara de pollito mojado, más nervioso que en un examen final.

– ¿Estás solo? –me preguntó tartamudeando.

– Sí. –le respondí– Mi vieja llega en una hora.

– Ah… ¿Entonces no es mejor que lo dejemos para mañana?

¿Se dan cuenta por qué digo que era medio pelotudo?

– ¿Por qué? No hay drama con mi vieja. Ella nunca sube a mi cuarto… pero si te arrepentiste, todo bien, problema tuyo…

– No, no, no… No me arrepentí. Solo decía…

– Yo no tengo drama. ¿Te quedás?

Miró a su alrededor como buscando algo y finalmente respondió que sí.

– Ok. Vení conmigo entonces.

Lo tomé de la mano como si fuera un nenito de jardín y lo guié hasta mi cuarto, en la planta alta. Entramos en la habitación, cerré la puerta y me eché en el sillón que estaba junto a la ventana. Él se quedó de pie sin saber qué hacer.

– ¿Te duele? –me preguntó señalando mi cabeza.

– Un poco. Nada serio.

Sobrevino otro silencio.

– ¿Y? ¿Hacemos algo o no? –lo apuré.

– Eh… sí… sí… –dijo, pero no hizo nada. En persona no parecía tan lanzado como en el chat.

– ¿Todavía la tenés dura? –yo quería ir al grano cuanto antes.

– Mmmm… no… Hasta recién sí, pero ahora me puse nervioso, ja.

En eso estuvo astuto: fue honesto y no quiso mandarse la parte.

– Pero ¿el trato sigue en pie? –quise confirmar.

– Sí… sí… claro…

– Entonces vení, acercate…

Con mucha timidez, Gustavo dio un par de pasos hacia mí. Yo me estiré hasta alcanzar la mochila que estaba en el escritorio y saqué una regla que serviría para las mediciones. Con la regla en la mano y la mejor de mis sonrisas, lo invité entonces a bajarse los pantalones.

– ¿Y si viene tu vieja?

– No va a venir mi vieja todavía. –le dije con un poco de fastidio– Y si viene, primero vamos a escuchar el auto, después el ruido de la llave en la puerta de entrada y después el de sus tacos yendo hacia su cuarto. Mi vieja nunca sube a mi cuarto. De hecho, casi ni nos hablamos. Quedate tranqui y bajate los lienzos que tenemos trabajo que hacer.

Me obedeció inseguro pero sumiso. Desabrochó el cinturón, los botones de la bragueta y luego deslizó el pantalón hacia abajo. Llevaba un slip negro que le quedaba muy bien. Para ver mejor el conjunto, le pedí también que se quitara la remera. No en absoluto un chico gordo, pero tenía una incipiente pancita que en ese momento me pareció muy tierna. Sí tenía buenos pectorales y buenos brazos. A través de la tela se veía que la verga estaba muerta y tendría que trabajar un poco para revivirla. Estiré una mano, lo tomé por el slip y lo atraje hacia mí. Dejé la regla a un lado y me froté las manos:

– En estos casos no es bueno tener las manos frías… –le expliqué.

Luego deslicé sus pantalones hasta el suelo y, como quien no quiere la cosa, acerqué mi rostro a su bulto a modo de provocación. El bulto pareció no acusar recibo, de todas maneras. Acaricié suavemente sus piernas (muy lindas piernas) y él respondió levantándolas de a una para que yo pudiera quitarle los jeans. Maniobra inútil por parte de los dos, porque todavía tenía puestas las zapatillas y los pantalones quedaron a medio salir, todos pisoteados. Sin darle importancia al asunto, regresé a su entrepierna y le sobé despacito el paquete para comprobar que todo estuviera en su lugar. Lo miré a los ojos con picardía, pero él esquivó mi mirada y elevó la suya hacia el cielo raso.

– ¿La medimos?

Él me respondió que sí con un movimiento de cabeza. Sin mirarme.

Procedí entonces a meter mano.

La pijita de Gustavo parecía más un maní que una poronga y sus huevitos estaban laxos, tan solo sostenidos por la tela del slip. Por un momento experimenté una cierta decepción pero sabiamente me permití albergar una pequeña esperanza. Cuando se le pasaran los nervios, todo mejoraría. Me gustó sin embargo que tuviera abundante vello púbico. Eso se notaba al simple tacto pero pude comprobarlo cuando deslicé el slip hacia abajo y dejé su miembro al descubierto. Gustavo suspiró. Yo tomé el prepucio con la punta de los dedos (por delicadeza, no es que me diera asco) y lo estiré hacia mí para poder medirlo. Coloqué la regla y el resultado fue seis centímetros, aunque tres eran solo piel estirada. Apretando los labios en fingida señal de preocupación, volví a mirarlo a los ojos.

– Vamos a tener que hacer algo para mejorar esto. –le dije– Porque así como está solo sirve para mear.

Él no dijo nada. Solo se limitó a asentir con la cabeza.

– Ponete en bolas. –le ordené.

La tarea parecía sencilla, puesto que ya estaba prácticamente desnudo, pero los nervios y las botamangas de los pantalones atascadas por las zapatillas complicaron la maniobra. Fue muy gracioso verlo lidiar con las prendas. Se tiró al suelo para no perder el equilibrio y tuvo que hacer mucha fuerza para liberar la primera de las piernas. No pude evitar una risita que lo puso más nervioso todavía.

– Dejame ayudar. Tengo práctica en estas cosas.

Mi ofrecimiento pareció tranquilizarlo y se permitió una intervención más distendida.

– ¿Mucha práctica?

– No mucha. Pero la suficiente…

– Soy todo tuyo entonces…

– Hacete cargo de eso…

Con paciencia, le quité las zapatillas, liberé la otra pierna y le quité también los zoquetes de algodón, blancos-blanquísimos. Quedó ante mí completamente desnudo. Tendido así en el suelo, no tenía nada que envidiarles a los tantos modelitos porno que solemos ver en internet. Disimulé mi excitación poniendo cara de villano intrigante.

– ¿Qué pasa? –me preguntó finalmente.

– Nada. –le respondí– Ese es el problema…

La expresión de su rostro se tensó de nuevo. Le ofrecí mi mano y lo ayudé a ponerse de pie.

– … pero creo que lo podemos solucionar.

Diciendo esto, busqué su verga con los labios y empecé a lamerla y a chuparla con suma tranquilidad. Su piel estaba fresca y olía a jabón de tocador. Su pija, en cambio, olía a pija. Y eso era bueno. Sin que él se diera cuenta, seguí frotando mis manos contra mis jeans y mi trabajo fue exclusivamente bucal. Los labios daban paso a la lengua que delicadamente se paseaba por sus testículos todavía relajados y luego regresaba al miembro, que ya estaba tomando un poco de volumen. Cuando Gustavo se permitió el primer jadeo, la verga le dio un respingo y fue así como empezó a ponerse dura.

– Bienvenida. –le dije (no a él sino a “ella”) y pude ver por el rabillo del ojo que Gustavo sonreía por primera vez desde su llegada.

Un par de minutos después el falo ya me llenaba la boca y emanaba ese aroma a sexo que todos conocemos. Al final terminó siendo bien grande, mucho más de lo que hubiera sospechado. Cuando lo tomé entre las manos, eché el prepucio hacia atrás y la cabezota me saludó con una sacudida. Pude ver claramente una gota de presemen asomar por el ojito y casi por instinto la recogí con la punta de la lengua. Él emitió un quejidito (más de sorpresa que de excitación) y puso una de sus manos sobre mi cabeza. Allí me detuve al instante y lo miré fijo a los ojos una vez más, pero en esta oportunidad mi mirada no era nada amistosa. Había ensayado esa reacción durante meses, a partir de los consejos de Esteban.

– Ni se te ocurra. –le dije, con una frialdad en la voz que hasta a mí me sorprendió– Si querés una mamada, me dejás hacer a mí. Vos quietito.

Gustavo quiso disculparse con balbuceos pero me bastó una mirada para que optara por cerrar la boca. La verga se le bajó un poco. Tuve que sacudírsela un poquito antes de volver a metérmela en la boca. No lo dije en ese momento, pero era una buena verga y desde el primer momento supe que la iba a disfrutar. Cuando estuvo bien dura, tomé nuevamente la regla y procedí a una nueva medición.

– Nada mal. Nada mal…

– ¿Cuánto? –preguntó.

– ¿Cuánto te parece?

– Mmmm… no sé… ni idea…

– Dieciocho.

– ¿Y eso es bueno?

M causó gracia la carita con que me lo preguntó. Era cierto que no sabía cuánto medía normalmente una poronga.

– ¡Más que bueno, boludo! Con dieciséis cualquier pasiva se siente afortunada.

– ¿Entonces…?

– Entonces tenemos un trato. Echate acá.

Era un niño grandote. La carita se le iluminó y se tumbó en el sofá de un salto.

– ¿Te gustó cómo te la chupé?

Otra vez la mirada se le transformó en una fuente de luz.

– ¡Sí! ¡Se siente bárbaro!

– Entonces ya sabés cómo se hace… –afirmé mientras empezaba a desabrochar mi bragueta– Ahora es tu turno…

Gustavo frunció el ceño como simulando un pucherito.

– ¿Ahora…?

– ¡Claro, bolú! ¿Cuándo si no?

– No sé… Pensé que sería después…

– No. –fui terminante– Es ahora.

– Pero.. ¿después seguís vos un poco más?

– Claro, pelotudo. No te voy a dejar así con la poronga dura.

La sonrisa volvió a su rostro y, con otro talante, se acomodó de costado y esperó a que yo terminara de bajarme los pantalones. Cuando lo hice, mi pija estaba ya a media asta.

– Dale. Chupá.

– ¿Cómo…? ¿Me la meto en la boca así nomás…?

– ¿No viste cómo te la chupé yo, boludo?

– Mmmmm… la verdad que no mucho. Se sentía demasiado rico y no se me dio por mirar…

Era un pelotudo pero simpático y muy gracioso. Al instante lo comparé con Nahuelote, tan vergudo él, pero tan aburrido. Jamás me había hecho reír mientras cogíamos. ¡Y este ya me divertía antes de empezar!

– ¡Qué forro que sos!

Nos reímos tanto que por un momento nos olvidamos de lo que estábamos haciendo.

– ¿No me la chupás un poquito más? –me pidió con carita de súplica– Juro que esta vez presto atención.

Con eso me terminó de comprar… Aún así, no le dije nada, me terminé de desnudar y me tendí a su lado. La intención: seguir los consejos de Esteban y reflotar la negociación.

– ¿En serio querés que te la siga chupando?

– Me muero de ganas… ¡Mirá cómo la tengo!

Estaba realmente al palo.

– Entonces dame un beso para convencerme.

– Bueno… Creo que para eso no necesito instrucciones…

Y no las necesitaba ciertamente. No hubo reparos esta vez. Por el contrario, hizo más de lo que le había pedido. Con mucha ternura, acarició mi brazo. Con la yema de sus dedos hizo círculos en mi hombro y luego su mano se internó en mi cuello al tiempo que sus labios llegaban al contacto con mis labios. No fue cualquier beso. Fue un beso delicado, un beso seductor, un beso cálido que pudo echar por tierra todas las teorías de Esteban. Gustavo cerró los ojos mientras me besaba y su mano persistió en las caricias mientras lo hacía. Yo lo recibí con sorpresa primero y con ansiedad después. Con sorpresa porque nadie me había besado de ese modo hasta el momento. Con ansiedad porque el único sentimiento que podía decodificar en ese instante era el miedo por que terminara. Yo también lo acaricié, casi sin darme cuenta. Sus labios tibios se humedecían en mis labios y, cuando ambos se abrieron para dar paso al contacto más profundo de las lenguas, todo mi cuerpo se erizó y se estremeció. El beso entonces se convirtió en una fusión que comenzó en los labios y se fue expandiendo por el resto de nuestros cuerpos tensos hasta que ambos no fueron reconocibles como individualidades. Estrechos por el poco espacio, nos tendimos uno junto al otro. Mi pecho se juntó con su pecho, mis brazos se enlazaron alrededor de su cintura, los suyos fueron directamente a mis nalgas y las piernas de ambos tejieron una red. La única zona corporal que no pudo adherirse fue el pubis. En la posición en que nos encontrábamos no había orificios que albergaran la dureza de las vergas que, sin embargo, pujaban por penetrar donde no tenían cabida. Fue un beso largo pero no interminable. El instinto de conservación impone que algo tan placentero tenga que tener un final.

Cuando nuestros labios se separaron, nos descubrimos sumidos en una maravillosa perturbación.

– Nunca nadie me había besado así… –confesé.

– Sos muy suavecito… –susurró Gustavo, como si deseara restarle importancia a mi declaración– No tenía idea de que la piel de un chabón pudiera sentirse tan… –no hallaba la palabra– tan… agradable…

– ¿Agradable? No sé si me gusta mucho esa expresión, jajajaja.

– Bueno, no sé cómo decirlo… Me siento raro… y no soy bueno para hablar…

– ¿A quién le importa? Esa boca es buena para otras cosas…

– Ah, ¿sí? ¿Entonces te convencí?

– Se nota que sos chongo: no pensás en otra cosa… Veníamos tan tiernitos…

– Pero es que cuando me la chupás vos también te ponés tiernito…

¿Simpático dije? ¡NO! ¡Era un seductor peligroso!

Semejante beso había relajado todas mis normas. Con deliberada alegría nos besamos otra vez dando vía libre a las ansias exploratorias de nuestras manos. Tanto las suyas sobre mi cuerpo como las mías sobre el suyo se deslizaron sin vergüenzas ni pudores. Y en medio de tan agradable manoseo, el beso llegó nuevamente a su fin y sin necesidad de romper la renovada magia con palabras me deslicé serpenteante hasta su entrepierna, donde la verga inusitadamente endurecida esperaba las caricias de mi lengua. El pendejo me había encendido y tendría la oportunidad de gozar de mis favores en toda su plenitud. Cambié de posición (dejando todo sugerido para un sesenta y nueve) y se la chupé sin devaneos. Era grande, sí, pero mi entusiasmo era tanto que la garganta había encontrado intuitivamente el camino hacia la dilatación perfecta. La boca me chorreaba saliva y el olor intenso de su pubis me inclinaba más y más hacia el desborde. Gustavo se sintió sorprendido también por mi entusiasmo pero no tuvo tiempo ni fuerzas como para racionalizar lo que estaba sucediendo. Al principio se limitó a gozar pero llegó ese momento crítico (ese que todo ser apasionado puede reconocer) en el que dejó de ser dueño de sus actos y se entregó de lleno a lo que su deseo le inspiraba. Así fue como se llevó mi verga a la boca y en esta ocasión no necesitó instrucciones ni condicionamientos. Su instinto lo guiaba. En cierta forma repetía lo que yo hacía en su entrepierna, pero justo es destacar que ponía mucho de su propia cosecha. Mi verga no era (y sigue sin serlo) tan grande como la suya y está claro que a él le resultaba más sencillo tragársela hasta el pubis, pero el modo en que movía la lengua o movía la cabeza para lograr una sensación de vértigo circular en mi sensibilidad, era algo por demás notable en un chico que, hasta una media hora antes, se decía virgen. En un par de ocasiones, hicimos un impasse y aprovechamos para dedicarnos algún halago, pero el gusto por lo que estábamos haciendo iba mucho más allá de lo que pudiéramos decir con palabras.

Oí el motor del auto de mi vieja justo en el instante en que Gustavo derramaba dentro de mi boca todo el semen que había acumulado en tantos años de pajas compulsivas. Fue algo providencial porque, de no haber existido esa simultaneidad, es posible que Gustavo recobrara su nerviosismo perdido y todo se malograra. Su semen era dulce y muy abundante. Y su grito al estallar le habría parecido de muerte a cualquiera que no conociera la génesis del desahogo. Todo su cuerpo se arqueó y se sacudió como si de un ataque de epilepsia se tratara. Yo recibí cada gota de su leche y la tragué despaciosamente, degustando cada porción como si fuera maná. Aún después, seguí chupándosela con energía, mientras las llaves de mi vieja tintineaban en la cerradura y también mientras sus inconfundibles tacos se dirigían directamente a su cuarto de la planta baja. Gustavo luego recordaría que él también había escuchado los ruidos pero que su plenitud era tal que nada externo a nosotros dos hubiera podido interrumpir su deleite.

De cara al techo, Gustavo parecía en otro mundo. De algún modo nos habíamos sentado en el sofá nuevamente y nuestro único contacto era el de los pies que, disimuladamente, seguían acariciándose.

– No sé qué decir… –dijo en un momento, después de un largo silencio.

– No digas nada entonces.

– Pero siento que algo tengo que decir…

– ¿Algo como qué?

Me miró extrañado, como buscando en mis ojos la respuesta a mi pregunta.

– No sé… “Gracias” tal vez.

– ¡Qué forro que sos! –fue lo único que pude decir para disimular mi emoción.

– Gracias. Sí. Eso es.

– Y ¿por qué? Yo también la pasé bien.

– Pero vos ya sabías que esto podía ser así…

– No te creas… Muchas veces termina siendo un fiasco. –dije, como si tuviera toda la experiencia.

Nos quedamos otro rato calladitos, mirando el techo. Después, Gustavo estiró un brazo y, sin desviar la mirada, lo pasó por debajo de mi cabeza, me abrazó y me estrechó contra su cuerpo. Yo me dejé hacer. Era agradable. Desde mi nueva posición fijé mi mirada en el lento movimiento de su pecho mientras él me acariciaba la cabeza. Al rato se escuchó un ruido de cacharros desde la cocina.

– Es mi vieja que empieza a preparar la cena.

– ¿No deberías bajar a saludarla?

– Podría. Pero no somos una familia tradicional. Hace rato que tenemos “diferencias”.

– ¿Para tanto?

– No quiero hablar de eso. La pasamos muy bien hasta ahora y no vale la pena arruinarlo.

Nuevo silencio.

– ¿Querés quedarte? –un impulso extraño me llevó a preguntarlo.

– ¿A cenar?

– A dormir.

Los ojitos de Gustavo se abrieron como faroles y una sonrisa increíble le terminó de iluminar el rostro.

– Mmm.. no sé… ¿Puedo?

– Te estoy invitando, boludo.

– Y ¿me la vas a chupar otra vez?

– Todas las veces que pueda…

– Tendría que pedirle permiso a mi vieja.

– Llamala por teléfono.

Se quedó pensando y, después de unos minutos que me parecieron siglos, aceptó.

– Pero ¿tu vieja va a querer…?

– Mi vieja me la chupa…

– No. De eso me encargo yo, que estoy en deuda.

Al principio no supe a qué se refería (sí, a veces soy un poco lento), pero cuando su mano se posó sobre mi verga todavía erecta lo comprendí todo. Sin decir más, se acomodó entre mis piernas. Me la empezó a lamer con mucha delicadez. Su lengua era cálida y suave y se movía muy bien. Las dificultades comenzaron cuando me la empezó a mamar, pero ponía tanto empeño en hacerlo correctamente que no quise decir nada que rompiera la magia. Sus labios estaban rígidos y secos; no se animaba a abrir la boca para tragarla libremente; se limitaba al movimiento de entra y sale y se notaba la incomodidad en su rostro. Sin embargo, se sentía rico. Poco a poco, no obstante, se fue aflojando. Lo noté incluso en su postura. De la posición en cuatro patas, se terminó sentando más cómodo en el suelo y así pude acariciarlo con los pies y con las piernas. A partir de ese momento fue más generoso con las lamidas y su boca empezó a liberarse. Cerré los ojos y me limité a disfrutar. Cuando sentí que se la tragaba a fondo, los abrí nuevamente y lo vi disfrutar. Sí, lo estaba haciendo con gusto y eso redundaba en la calidad de la mamada. Extraña situación, por cierto. Sobre todo para mí, que no estaba en absoluto acostumbrado a que me la chuparan (de hecho, hasta ese día solo me lo habían hecho dos veces). Fue extraño además porque lo disfruté mucho pero a la vez no pude dejar de racionalizar la situación, analizando cada gesto y cada movimiento, inspeccionando cada línea de su cuerpo y percibiendo cada suspiro y cada mirada. Cuando finalmente sentí que iba a eyacular le avisé para que no se sorprendiera e intenté retirar mi pene de su boca. Sin embargo, él se negó y se tragó toda mi leche. A juzgar por su expresión, no fue algo que le agradara pero tampoco parecía arrepentirse.

Luego, volvimos al silencio. Se sentó nuevamente a mi lado pero esta vez fui yo el que lo abrazó. No fuera cosa que se acostumbrara a ese gesto tan machista de protección. Sumisamente apoyó su cara sobre mi pecho y, como al pasar, siguió acariciando mi verga, que iba perdiendo la erección. Después de mucho rato se incorporó y mirándome fijamente a los ojos preguntó:

– ¿Vos qué decís: al final yo también resulté un poco puto, no es cierto?

CONTINUARÁ...




Si les gustó y no lo habían leído coméntenlo que subo la parte que sigue 😉

9 comentarios - Calentura adolescente, gay

VirGEn_arg +1
Muy bueno , me re dejastes al palo!!!. Espero la segunda parte ya!!!
eltirijillo
No me quedan dudas que el protagonista es demasiado seductor. Buen relato.
toto695
es genial, creaste una hisoria copada de la que creo voy a estar prendido ! 😉
nicop95
Gracias, pero el único crédito que merezco es el de compartir, el autor es Zeky's.
MomentoD
Es usuario de poringa? Cómo conseguimos más?
Lince_26
que bien relatado esta!! el chabon es un genio
nicop95 +1
Lo es. Tiene un montó, tenés que leértelos!
Firefoz
No encuentro el usuario, vos lo tenés @nicop95? Espectacular la forma de relatar de este muchacho!
nicop95
No es, que yo sepa, usuario de Poringa. Tiene un blog. Andá al post que continua a este, debajo de todo dejé el link de su sección de relatos, tiene como más de 20.