Siete por siete (128): La arrancada con Verónica




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Compendio I


Es difícil contar estas cosas cuando estoy a tu lado. Pero cuando me miras con tus intensos ojitos verdes y suplicantes, sinceramente me es difícil resistirme.
La verdad, si he pensado lo que dijiste sobre Hannah, pero eso no cambia un ápice que te siga amando más a ti.
He intentado comprender este gustillo tuyo que seduzca mujer y mujer, cuando sinceramente, estas cosas perfectamente me encantaría hacerlas contigo y solamente contigo, porque sabes que en el fondo, solamente me fijo en ti.
Y es por ese motivo que me atas de manos cuando tengo que escribirte esto, porque ¿Cómo te puedo demostrar lo mucho que te amo, si tengo que hablar lo que siento por otras mujeres?
Ese sábado de septiembre, originalmente teníamos planeado viajar en tren, como lo hacía con mi madre cuando era joven, para visitar un poblado rural entre las montañas y disfrutar de las fiestas en ese lugar.
Quería rehacer esa tradición contigo, porque aquel pueblo tan bonito es una mezcla de contradicciones: la urbanidad versus la vida del campo, la tecnología versus la sencillez, la montaña versus el hombre. Todo eso, atravesado por un río.
Aun así, no me arrepiento y me disculpo por enfadarme. Tal como me lo contaste, ustedes parecían chiquillas asustadas cuando las vimos y si bien, me molesté por tener que atender una zona tan delicada como tu retaguardia y quedarme a ver la parada militar contigo, créeme que eres una de las pocas mujeres por la que lo haría.
Al anochecer, como me sugeriste, salimos con Liz a las fondas. Pero aparte de algunos besos y que ella se pasara un poco de copas, nada más pasó entre nosotros.
Pero lo que te quiero contar, Marisol, ocurrió al día siguiente.
No sé qué encanto ejerce tu madre en mí. La encuentro bellísima y no solamente por su busto.
En más de una ocasión, he pensado lo mucho que me gustaría que llegaras a su edad con su sabiduría y temple y cada día que te veo, estoy contigo y te siento a mi lado, siento en mi corazón que llegaras a ser una mujer como ella.
Mientras lavábamos la loza, luego de almorzar, me invadió una sensación de impotencia por marcharme.
No podría describírtelo bien, ruiseñor. Pero realmente, me lamentaba no haber estado con ella a solas y fue por eso que se lo dije sin trapujos.
“Verónica, ¿Te gustaría ir a un motel conmigo?” le pregunté.
Ustedes estaban preocupadas empacando el equipaje y cuidando a las pequeñas y ahí estaba tu madre, a pasos de mí, para besarla y quererla.
Si lo recuerdas, ella vestía ligeramente provocativa esa tarde, pero manteniendo la decencia: una falda negra, hasta la mitad de los muslos, lo suficientemente ceñida y larga para resaltar la belleza de sus piernas, la redondez de su trasero.
También llevaba una blusa color crema, la cual trasparentaba discretamente sus soberbios pechos y su blanquecino sostén, con un escote discreto que dejaba ver el inicio de sus pechos.
Sin embargo, ruiseñor, lo que más me impactó esa tarde sobre tu madre fue el cabello largo, rubio y ondulantemente liso, que la adornaba como la más sublime de las capas.
Sus labios finos, su nariz pequeñita y esos mismos ojitos que tú tienes, brillantes y temerosos, al escuchar semejante locura de su yerno, ejercían un encanto impresionante en tu esposito.
“Marco, ¿De qué hablas?” preguntó con una sonrisa nerviosa, pensando que decía un disparate.
“hablo que en todo este viaje, no he tenido la oportunidad de hacerte el amor solamente a ti por horas.”
Tu madre enrojeció al escucharme decir eso y sus ojitos verdes tomaron un resplandor hermoso, en combinación con la vergüenza y el deseo.
“Pero las niñas… tus cosas…” trató de excusarse, esquivando mi mirada.
Le di un beso suave, degustando sus tiernos labios y sintiendo parte de su cítrica saliva mientras la besaba.
“Ellas pueden cuidarse solas… y solamente, te estoy pidiendo un par de horas.” Le respondí.
La tomé de la mano y como me escucharon, les grité “¡Voy a salir con tu mamá!” cuando tomaba mi billetera y los documentos.
Ella seguía confundida y alterada.
“Pero… ¿Un motel? ¿En domingo?... Marco, ¿Qué estamos haciendo?” me preguntaba, mientras casi la llevaba a la rastra, tratando de hacerme entrar en razón.
“Simplemente, quiero estar contigo y en la casa no se puede.” Le respondí, mientras caminábamos hacia la avenida.
Y dio la casualidad que en esos momentos, mi madre sacaba su auto. Por la hora, imaginaba que iba a la iglesia con mi abuela.
“¡Marco! ¿Qué pasa? ¿A dónde vas?” me preguntó.
Verónica y yo estábamos completamente petrificados, pero mis palabras fluyeron de inmediato.
“¡Vamos a comprar!” le respondí.
Ella me conoce y sabía que estaba nervioso. Además, no era natural que tomara a tu madre de esa manera para caminar.
“¿No quieres que te lleve?” preguntó, como si empezara a saborear la verdad.
Y tuve que plantarme en seco y decidirme a sacar los cojones que en todo ese viaje no había podido sacar.
“¡No, mamá! ¡Para esto, tú no me puedes ayudar!” le respondí y seguimos marchando, sin mirar atrás.
No sé si habrá adivinado que en esos momentos deseaba estar con otra mujer que no eras tú y que más encima, era tu propia madre. Poco me importó.
Pedí un taxi y le ordené que nos llevara a un motel abierto.
“¡No, Marco! ¡Esto está mal!” me decía madre, mientras deslizaba impaciente mi mano bajo su falda.
“Verónica, ¿No ves lo mucho que te deseo?”
“Si, pero…” alcanzó a decir, tanteando mi erección.
Y me fui besándola el camino, levantando su falda y removiendo sus pantaletas, mientras el vehículo viajaba.
“No… no debemos…” se resistía ella, jadeando medio acostada en el asiento, mientras le besaba le pecho izquierdo.
Mis dedos, habilidosos, se metieron bajo su falda y lanzó un gemido estentóreo.
El chofer intentaba ajustar el espejo en vano, para poder apreciar la acción. Pero los ni siquiera los que viajaban en los buses o autos colindantes podían vernos.
Metía los dedos dentro de la jugosa hendidura de tu madre, la cual suspiraba y terminaba buscando mis labios ya sin resistirse, sintiendo mi erección en sus maravillosas nalgas.
Seguía resistiéndose en sus piernas, para impedir el constante masajeo y estimulación de mis dedos en su templo de placer. Pero a la vez, asía mi mano con firmeza, frotando sus muslos deseosos porque la invasión no terminara.
Le pagué al chofer con la misma mano mojada con la que había sobado a tu madre, algo que le causó vergüenza, porque sigue creyendo que está muy vieja para ser una hembra tan ardiente.
Incluso, cuando me presenté en la recepción, ella se arreglaba sus cabellos, como si ignorara haber aceptado a ir conmigo.
Una vez en la habitación a solas, dejamos libres nuestros desenfrenos.
Era bastante sencilla: una cama bastante baja, hasta la altura de nuestras rodillas; cortinas blancas y gruesas, que dejaban pasar la suficiente luz del exterior para distinguir los perfiles de las cosas, un par de lámparas en los veladores de la cama y una lámpara con una pantalla café, que con su pésima luz hacía ver al cuchitril más miserable de lo que era.
“¡Siento traerte hasta acá! ¡Una mujer como tú se merece una cama de verdad!” me disculpé, arrancándome los pantalones desesperado.
“¡No tienes que disculparte! ¡Yo también te deseaba!” respondía ella, desabrochándose presurosa la blusa.
Una vez más, la besaba con furia. Quería estar encima de ella, como en esos maravillosos meses donde hacíamos el amor por las noches, en el miserable catre que tu padre me había dejado en la casa del norte.
“¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Discúlpame!” seguía insistiendo, bombeando en ella con frenesí.
“¡No!... ¡No!... ¡No hay problema!... ahh… ahhh… ¡Qué rico!...” gemía ella, susurrándome al oído, mientras me abrazaba fuertemente.
Pero en esos momentos, yo quería ver a tu madre, Marisol.
No pensaba en ti, en Liz o en ninguna de las otras.
Me hinqué en la cama, para poder contemplar su exquisitez absoluta: su ligera barriga, con su maravilloso vientre y ombligo, serpenteando en deseo mientras la martilleaba con fuerza en la cama; sus pechos bamboleantes, sacudiéndose de una manera increíble y su mentón férreamente cerrado, con los ojos cerrados, afirmándose firmemente del respaldo de la cama.
La deseaba, Marisol. Simplemente la deseaba. Tu madre es una mujer exquisita.
Me preguntaba cómo ella había aceptado a ir conmigo a un lugar como ese. Pero un pensamiento invadió repentinamente mi cabeza: ¿Quién me garantizaba que fuera su primera vez?
Levantaba sus muslos seductores, pensando en los numerosos amantes que la han desflorado. Ella se limitaba a gemir más, mientras seguía imaginando el número de hombres con los que habría engañado a tu padre antes de mí y en esos momentos, yo también era uno de ellos.
Su vagina apretaba con una fuerza impresionante, succionando de una manera bárbara. Yo intentaba con todas mis fuerzas no acabar pronto, pero los clamores de tu madre me la ponían más y más difícil.
Eventualmente, colapsé junto con tu madre en uno de sus orgasmos y mientras me aliviaba en su interior, sus brazos sudorosos y su vocecita satisfecha me recibían con la mayor de sus felicidades.
“¡Muchacho hermoso!... ahhh… ¡No sabes cuánto deseaba sentirte así!”
Mi pene, Marisol, seguía hinchado y deseando gozar de tu madre un par de veces más.
“¡Eres lindo!... ¡Eres el que más me llena!...” me miraba, con un rostro risueño.
“¡Lo siento!” era lo único que mi boca sabía decir.
Tu madre me sonrió y me dio un beso.
“¿Por qué? ¿Por hacerme gozar como nunca?” me preguntaba, cuando aún sentía sus muslos envolviendo mis piernas.
“No… es que tú… mereces más.” Alcancé a esbozar.
Su rubor era delicioso.
“¿De qué hablas, mi niñito? ¿No crees que me haces feliz?”
Pero es más que eso, Marisol. Tal vez, tú me entiendas mejor.
Yo me enamoré de tu madre por ser la infatigable luchadora que te llena de orgullo. La decente dueña de casa que hacía todo tipo de malabares para que ustedes pudieran tener una educación decente y un pasar digno, a pesar que tu padre se obstinaba en lo contrario.
Sigo creyendo que se merece un marido y aunque no me importa que tenga más amantes, estoy muy consciente que esa persona no debería ser yo.
También estoy consciente que lo refutaras al instante, pero intenta entender que si yo te amo de esta manera a ti y más que nada a ti, también debe tu mamá tener a alguien así.
No te voy a negar que hacerle el amor a tu madre es uno de los placeres más grandes en mi vida. Pero ella no puede sustentarse solamente con que la veré en ocasiones.
Tal vez, la situación le acomode y de hecho, ella si sea feliz de esa manera. Pero cada vez que lo pienso en retrospectiva, concluyo que no debería ser conmigo.
No pude expresárselo con palabras, pero la miré con incomodidad. Ella, conociendo como yo soy, me hizo cariño y esperó a que pudiéramos despegarnos.
“¡Me encanta la tuya!” dijo ella, acariciándola y besándola suavemente. “Viviéramos juntos, echaríamos polvos todos los días.”
Aunque tu estilo es único, Marisol, la experiencia de tu madre es casi indescriptible.
Rozaba con su ardiente lengua los costados con una lascivia ejemplar. Se la golpeaba suavemente en las mejillas y lamía la punta como una niña inocente, mirándome risueña mientras lo acomodaba. Luego, lo metía en las profundidades de su boca, cada vez más rápido, sin parar de rozarme con su lengua ardiente y su boca, ocasionándome todo tipo de sensaciones placenteras.
Su cabeza, ruiseñor, parecía un trompo desbocado, como si intentara saborearla con el ancho y alto completo de su boca y dientes. Ni siquiera necesitaba que la guiara, porque ella navegaba solamente mirándome constantemente a los ojos.
Una vez que se aburrió (y que me tenía con las ganas, tras un largo rato), la metió entre sus piernas, pudiendo apreciar el escape de sus años durante el maravilloso ensanche.
Empezó a cabalgarme lentamente, de gimiendo de manera cadenciosa, disfrutando la suavidad de los embistes.
Yo contemplaba maravillado y excitado en la máxima expresión sus admirables pechos, que si bien cuelgan un poco, no dejan de ser grandes y suculentos, con sus desafiantes pezones alzándose en excitación y con una areola que parecía gimotear para que la mancillaran en los labios.
“¿Aun te gustan los míos? ¿Aun te gustan los pechos de esta vieja?” me preguntaba, sonriendo como una niña, al verme admirarlos impresionado.
La acaricié en la cara, porque en el fondo, te veía a ti, ruiseñor y al igual que tú, se dejó querer como una gatita, cerrando los ojos y disfrutando, mientras la cabalgata subía paulatinamente en intensidad.
La sensación, como te mencioné, era indescriptible. Su carita torcía ligeramente hacia el cielo, dando unos gemidos agradados, mientras que mis manos bajaban con lentitud por sus pechos.
En esos momentos, deseaba ser tocada. O más bien, deseaba que yo la tocara. Y como bien sabes, empecé a jugar con sus enhiestos pezones, que incrementaban la vehemencia de sus placenteras quejas.
Tuve que cerrar los ojos, Marisol, porque como bien sabes, tu mamá fue en otros tiempos, una fuente de mis alivios nocturnos y estar al tanto ahora, que en esa época, ella también me deseaba de la misma manera, hacía que amenazara peligrosamente en descargarme de manera prematura.
Empecé a pensar en ti, llegando a esa edad. Probablemente, yo sobrepasaría los 50 años y me empecé a preocupar que no tuviera la misma vitalidad de ahora.
Sé bien lo mucho que me amas, corazón. Pero hacer el amor se ha vuelto una parte importante en nuestra vida e imaginaba que tú te verías tan seductora como ella, con senos tan suaves y maravillosos como los que estaba palpando.
Incluso, también pensaba en las pequeñas, que para esos años, debían ser la viva imagen de tú y tu hermana y suponiendo que el Karma es repetitivo, probablemente compartirían al mismo novio, al igual que lo haces tú en estos días.
El afortunado muchacho seguramente iría a buscar a alguna de sus novias y te encontraría ahí, solitaria y a lo mejor, deseosa de una experiencia más joven. No habría mejor relación entre yerno y suegra, al igual que la que tengo yo y te haría gozar como lo hago yo en estos tiempos.
Pero mis pensamientos cambiaron drásticamente, porque conociéndote, querrías que nuestras pequeñas conocieran el amor como tú lo conociste y el pensamiento libidinoso que me vino a la mente me alteró a tal punto, que tuve que volver a abrir los ojos.
Tu madre se sacudía extasiada, con un rostro placentero de dolor.
“¡Más!... ¡Máaaas!... ¡Mi niño lindo!... ¡Qué rico!” demandaba tu madre, insaciable.
Me bombardeaba en besos, mientras que sus pechos maravillosos se seguían sacudiendo cual campanas en la iglesia.
La cama del motel se sacudía vertiginosamente, mientras que tu madre me castigaba fuertemente con su serpenteante movimiento de cadera.
“¡Qué locura!” pensé para mis adentros. “¡Es la vagina desde donde salió mi ruiseñor!”
Y ese sencillo pensamiento hizo que me pusiera más duro todavía y que tu madre coronó con un estridente alarido.
Me afirmaba impetuosamente de sus caderas, ya que tu madre me montaba a todo galope. Ella agradeció el gesto, acostándose sobre mi tórax y restregando sus blandos y sudorosos pechos sobre mí.
Mientras me contenía hasta con los dientes, mi mente seguía cavilando la suerte que tu madre ya no pueda tener hijos. Porque mujeres como ella (y por ende, como tú), viven su sexualidad a la máxima expresión y como bien sabes, nunca me he cuidado cuando hago el amor con tu madre.
“¡Siiii!... ¡Marquito!... ¡Lléname!... ¡Lléname… con toda tu corrida… mi amor!... ¡Ah!... ¡Ahhhh!... ¡Mi yernito hermoso!... ¡Dámela toda!... ¡Por favor!...” demandaba, ansiosa.
Y ya definitivamente, tuve que soltarme. Dio un gemido intenso al sentir sus entrañas bañadas por mis jugos del placer y suspiraba, completamente sudada, mirándome con los mismos ojos que pones tú cuando acabo.
“¡Mi niñito!... ¡Mi niñito bello!... ¡Te quiero!... ¡Te quiero por hacerme tan feliz!” me besaba con suavidad.
Descansábamos, y la besaba en el pelo, impregnándome de su maravillosa esencia.
“¡Tu amiguito aun quiere más, mi amor!” me informó, muy melosa, al sentirme duro en ella.
Una vez que pudimos despegarnos y confirmar que mi erección seguía vigente, ella sonrió con la cara de un sol y se puso en cuatro patas.
“¡Venga, mi niñito! ¡Rómpale la colita a su suegra favorita!” dijo en tono maternal, pero perturbadoramente cautivador.
Y si bien, la cola de tu madre no está tan parada como la tuya, Marisol, no deja de ser seductora. Sus nalgas, suaves, sedosas y carnosas, eran una delicia para mis manos.
Y al igual que a ti, mi pervertido ruiseñor, mi glande sobre la entrada de su ano la estremecía en anticipación, en un escalofrío que recorría todo su cuerpo.
Sobra decir que tampoco necesitaba demasiada lubricación. La mezcla entre sus jugos vaginales y mi semen, que parecían embadurnar mi herramienta, eran suficiente lubricante para romper la colita.
Otro bramido de dolor, entremezclado con placer, me recibió al final de la primera carrera de entrada.
Sigue teniendo una colita apretada, o bien, mi grosor sigue siendo respetable para su trasero.
“¡Ahhh!... ¡Hace tiempo que no me la rompían así, mi niñito!... ¡Uhhhhh!” se quejaba, mientras la iba sacando y metiendo.
Pero en esta posición, al igual que me pasa contigo y con tu pequeño rollito, podía afirmarme del de ella, en completa libertad, ya que también tenía que afirmarse para no caer con los movimientos.
“¡No, mi niño!... ¡Ahhhhh!... ¡Déjame eso ahí!... ¡Por favor!... ¡Se ven tan feos!...” protestaba ella, con una voz melodiosa.
“¿De qué hablas, Verónica? ¿No sabes lo mucho que me gustan?” pregunté.
Entendía cómo se habían vuelto a formar. Ahora que trabajaba en la pastelería, probablemente no podía atender a sus clases de baile que para las vacaciones le habían hecho adelgazar.
Pero no por eso, le restaba belleza. Más bien, se la realzaba, porque le devolvía el aire casero que en un comienzo me cautivo.
“¡Mi niño malo!... ¡Ahhhhh!... ¿Cómo me dices… esas cosas?... ¡Mhhhhhm!... ¿No ves lo mucho que haces… gozar a tu suegra… ahhhhhh… con esas palabras?...” seguía quejándose, mientras la empalaba.
Yo, en cambio, Marisol, le estaba dando con toda la vitalidad que tenía. Quería rompérselo, de la misma manera que lo hago contigo, pero por las infinidades de veces que me tentó cuando te iba a hacer clases.
Mis estocadas eran cada vez más fuertes y profundas, golpeando vertiginosamente sus nalgas con mis glúteos y enterrando mi vara hinchada y venosa completamente hasta los testículos, a través de ese canal ardiente y apretado.
Sendos y profusos quejidos de gozo eran proferidos por tu madre en estos momentos, mientras le acribillaba su maravillosa cola con furiosas embestidas.
Nuevamente, evacué en su preciosa oquedad y quedamos congelados por el éxtasis del momento.
“¡Ahhhh!... ¡Esas niñitas… deben vivir bien contentas… contigo cuidándolas!” me decía ella, suspirando y recuperando sus sentidos. “Lo que menos les falta… aparte de amor y cariño… es verga para darles por la noche…”
Nos reímos de su ocurrencia y entramos al baño. Era casi noche.
Nos duchamos e hicimos una vez más el amor en el agua caliente, pero de manera rápida y expedita.
El administrador había golpeado ya 2 veces, porque las 4 horas se nos pasaron volando. Verónica salió mucho más dichosa y sonriente del motel y mientras esperábamos el taxi, no paraba de conversar.
“¡Nunca la había pasado tan bien en un motel, como esta! ¡Te digo, viviera con ustedes y momento libre que tuviera, te como hasta con limón!” me decía, con una sonrisa de felicidad y soltura, que me recordaban bastante a ti.
Cuando pasé por la casa de mis padres, las luces estaban encendidas. Sinceramente, ya no me importaba si mi madre me había descubierto o no.
Verónica venía apoyada bajo mi mentón, como bien lo podía hacer una novia o una suegra cariñosa y se notaba por la manera de abrazarme que tampoco deseaba que me marchara.
Pero nuestras responsabilidades nos llamaban y debíamos cumplir. Al día siguiente, nos marchamos tal cual como llegamos: Arrendando un vehículo.
Me despedí de mis padres y les entregué el resto de mi dinero. Aunque pensé darle parte a Verónica, sabía que ella estaría más conforme sin recibirlo, puesto que por fin podía mantenerse sola.
Pero lo que me quedó dando vueltas por un par de días fue lo que mi princesita me dijo la noche anterior a nuestro regreso.
“Marco… ¿Te molestaría mucho ser mi nuevo papi?” me preguntó, tras contarle la última historia de dormir.
“¿Por qué?” pregunté, sorprendido.
“Es que mi mami te quiere mucho y yo también… y tú eres un mejor papi que mi papi… que hace tiempo que no veo.”
Sus palabras me conmovieron, porque era la verdad: Siempre la vi como una hijita y muchas de las cosas que he aprendido con las pequeñas ahora, han sido porque las practiqué con ella en un comienzo.
“Pero yo estoy casado con Marisol ahora y vivo lejos…” le expliqué.
“¡No importa!” respondió con la terquedad de sus hermanas. “Te casas con mi mami, te vienes a vivir con nosotras y te quedas con Marisol…”
Me causó risa su reflexión, pero ella aun no entiende (de hecho, creo que ni yo, en estos momentos, lo entiendo completamente) la seriedad del matrimonio.
“¡Uhm! ¿Te parece si te presto a mi papá, mejor?” le ofrecí otra alternativa. “Porque a mi papá le falta un hijo y a ti te falta un papá. Él es un buen papá y necesito que alguien me lo cuide mucho. Si lo necesitas, puedes buscarlo y estará ahí, para lo que tú desees.”
Sus ojitos verdes se iluminaron tremendamente.
“¿De verdad? ¿De verdad me prestas a tu papá?” preguntó emocionada.
“Sí.” Le respondí, limpiándome las lágrimas. “Pero tienes que cuidármelo y devolvérmelo tal cual como te lo presté.”
“¡No, Marco! Si yo te lo cuido. ¡Gracias, gracias!”
Sé que mi papá, al igual que lo hizo conmigo, no la defraudara.


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1 comentario - Siete por siete (128): La arrancada con Verónica

pepeluchelopez
Esas mezclas de sentimientos y emociones son las cosas que hacen de tus relato y experiencias todo un placer al leerlas. Saludos
metalchono
Saludos para ti también, amigo. Espero que te encuentres bien.
pepeluchelopez
@metalchono esta tecnología en vez de responder aplico no me gusta xD. Pues que te digo. Todo bien sólo desearía tener la mitad de esos placeres que tu disfrutas. Tiempos de sequía en mi terreno. Saludos
metalchono
@pepeluchelopez Bueno, amigo. Considera que pasé 28 años sin besar una chiquilla y créeme, también tuve mis raciones de días que cuando creía que las cosas no podían ser peor, empeoraban. Pero lo que descubrí, amigo, fue que uno se tiende a mover en círculos: las mismas rutinas, las mismas decisiones. Si uno no se atreve a cambiar un poquito, es difícil que recibas un resultado diferente al actual. Te lo digo yo, como ingeniero.