Siete por siete (123): Empezó con un beso…




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Compendio I


Retomando la historia (porque al lado de Marisol y tras 3 noches placenteras, todo fluye con facilidad), le pedí a mis padres esa misma noche si me prestaban un auto y las llaves de la casa en la playa.
Para Marisol y para mí, ese balneario era una parada obligatoria en nuestra estadía. Durante ese cortísimo verano, cimentamos nuestra relación actual y fue el lugar donde decidí pasar el resto de mi vida a su lado.
No obstante, mi padre me pidió que no me excediera. Recorrimos la ciudad los días anteriores y según él, mi cansancio empezaba a manifestarse. Por otra parte, a mi madre le preocupaba que trasnochara demasiado en el computador, creyendo la excusa que le había dado mi esposa.
Logré convencerlos cuando les expliqué mis verdaderos motivos: que necesitaba un tiempo a solas para pololear con Marisol, con un poco de privacidad e intimidad y que la distancia en viaje no es nada comparada con la que tengo que recorrer los lunes.
El martes, a primera hora nos despertamos para el viaje.
Le pregunté a Violetita si deseaba acompañarnos para jugar en la playa, pero le preocupaba algunos de sus pasos de baile y ese día harían el último ensayo.
Lo que si me pidió es que al día siguiente volviera sin falta, para verle bailar.
Mientras las chicas (Marisol y Lizzie) armaban sus bolsos y el equipaje de las pequeñas, empecé a cargar la cuna en el vehículo de mi madre.
Dio la casualidad que me encontré con Margarita, mi amiga de la infancia. Sigue viéndose bonita: cabello castaño oscuro y largo; unos ojos negros enormes; nariz puntiaguda y amplia (Su único defecto) y unos labios gruesos llamativos.
Y su figura no se queda atrás: su buen par de pechos (no tan grandes como los de mi esposa), unas caderas amplias con cintura de avispa y un trasero decente, llamativo pero plano, mientras que el de Marisol está más parado y redondo.
Estaba sacando su propio Jeep, porque iba a trabajar y le saludé, dado que no nos veíamos en varios años. Me contó que estaba viviendo con un tipo, en la misma casa de su madre (la vereda opuesta a donde vivía Marisol), pero que todavía no se habían casado y que estaba trabajando como Gerente de Ventas en un supermercado.
Me alegré por ella y me dio una mirada altiva y condescendiente. Pero cuando le conté que estaba felizmente casado con Marisol, que tengo un par de mellizas y que estamos viviendo en Adelaide, su semblante se amargó radicalmente y recordé bien por qué fue mi primera polola Marisol y no ella.
El gran defecto de Margarita es su vanidad. Es de esas chicas que se sienten irresistibles por su belleza física y que el resto de la humanidad llora porque no está soltera.
No es como Pamela, cuyo mal carácter te hace sentir indigno y le da un aire leve de misandria (odio a los hombres). Margarita es consentida y el mundo funciona exclusivamente para complacerla y halagarla.
Por ese motivo, si es que la intenté cortejar, nunca me devolvió el cariño y solamente era un admirador más.
De manera oportuna, apareció mi ruiseñor para salvarme. En raras ocasiones, la he visto celosa por mí y esta fue una de ellas.
Primeramente, me dio un sonoro beso en la mejilla y me tomó por la otra, para asegurarme que la viera a los ojos, pidiéndome que trajera a las pequeñas en sus sillitas de bebe.
Recién ahí saludó escuetamente a su antigua vecina, que al verme ocupado y que no tenía temas de conversación con mi esposa, decidió marcharse a su trabajo.
A mis padres les preocupaba que fuese de copiloto con Lizzie, pero Marisol quería encargarse de las pequeñas.
Tardamos 2 horas en llegar al balneario, pasando por diversos poblados campestres y como me lo esperaba, la primera impresión de Lizzie sobre la cabaña no fue satisfactoria.
Es una cabaña de madera de unos 7X10 metros, que ha sido renovada, ya que mis hermanos también la ocupan como casa de veraneo.
Cuando Marisol y yo fuimos, tenía 3 dormitorios: 2 para visitas y uno matrimonial, una cocina pequeña, un solo baño y un living-comedor.
Ahora tiene una amplia cocina americana, un living con ventanal, un dormitorio pequeño, el dormitorio matrimonial y 2 baños.
Sin embargo, el mayor encanto sigue siendo la vista de la bahía: aunque al frente se puede apreciar una refinería, en el mar atracan diversas embarcaciones y el terreno posee una amplia terraza, rodeada por diversos árboles y plantas, que deja ver la pequeña y bonita playa que hay 30 metros más abajo.
Mientras que Lizzie se recreaba con el paisaje y cuidaba a las pequeñas, Marisol y yo ventilábamos la casa de la humedad, barríamos los restos de aserrín y armábamos la cuna con bastante dificultad en la habitación de las visitas.
Posteriormente, bajamos al puerto y almorzamos en un restaurant. Las chicas ordenaron encantadas pescados y mariscos, mientras que yo pedí una porción grande de papas fritas.
Durante la tarde, recorrimos el sendero costero que atraviesa las playas hasta el rompeolas y en el trayecto, le fuimos contando a Lizzie cómo fue nuestro romance, desde el principio hasta nuestro matrimonio (por supuesto, descontando lo ocurrido con la familia de Marisol).
A los 3 nos costaba creer que un par de años atrás viviéramos en condiciones tan austeras, donde comprar una caja de preservativos e incluso hacer el amor fuera un lujo tan escaso, si ahora podemos hacerlo todos los días.
Cuando volvimos a la cabaña, tras comprar algunos bocadillos y mudar, acostar y dar leche a las pequeñas, bajamos a la terraza para mirar las embarcaciones iluminadas.
“¿Cómo pudieron ser tan felices?” nos preguntó Lizzie, bastante perpleja. “Digo, ustedes tenían incluso menos que lo que Fred y yo teníamos y se siguen queriendo tanto.”
Marisol sonrió, enrojecida, sin saber qué responder.
“Bueno, yo creo que simplemente nos queríamos.” Le respondí, tomando las manos de mi amada y perdiéndome en sus ojos. “A mí no me importaba ser pobre, porque la amaba y era feliz estando con ella.”
No quería dar una respuesta cursi y trillada, pero ellas sabían que lo decía honestamente.
Entonces, subimos a la casa a comer. Compramos galletitas, aceitunas, queso, jugo y otras golosinas para merendar.
Nos sentamos en el sillón, a ver un poco de televisión. Me senté entre ellas y me serví un vaso de jugo de durazno, que me fue relajando.
Quedé tan cómodo y me embargó una rica pereza, que a los pocos minutos, empecé a cabecear.
Y todo empezó con un beso en la mejilla…
“¡Vamos, amor! ¡No te duermas! ¡Queremos estar contigo un poquito!” dijo mi ruiseñor, sonriéndome.
Intenté resistirme al hechizo de Morfeo, pero el cansancio me había acorralado.
Nuevamente, cabeceé y otro beso en la mejilla me llegó.
Luego otro. Luego otro más, pero en la otra mejilla.
Escuchaba a mis ninfas reírse, al ver mi falta de cooperación y no pasó demasiado tiempo para que un osado beso introdujera su maravillosa lengua con sabor a limón entre mis labios.
Luego de otro par de intentos, una lengua más dulce y juguetona se metió también dentro de mi boca.
Yo quería cooperar y despertarme, pero sentía el delicioso calorcito previo a quedarse dormido.
Entonces, no se conformaron con mis labios y pude sentir cómo me fueron desvistiendo, rozando con sus suaves y delicadas lenguas las costillas, mi pecho y mi estómago.
Completamente indefenso, sentí finalmente desnudaban mi pantalón y mientras los dulces labios de mi esposa me daban un maravilloso beso, los ansiosos labios de Lizzie empezaban a succionar mi alzada verga.
Al verme abrir los ojos de manera definitiva, Marisol sonrío.
“¡Menos mal! Queríamos darte las gracias por el paseo.” Y mi esposa también se agachó para lamerla.
Las 2 se miraban muy entretenidas, mientras lamían mi falo como si fuese un helado al mismo tiempo.
No contentas con eso, se turnaban para darme sacudidas frenéticas, para posteriormente meterse el glande suavemente entre sus labios y cederle el turno a su compañera.
Cuando vieron que me empezaba a estremecer, las 2 se agolparon cara a cara, extendiendo sus lenguas hasta la punta de mi glande, abriendo sus viciosas bocas esperando mi inminente corrida.
No obstante, mi chorro fue tan potente que les impactó de lleno en la cara y agiles como el relámpago, se deslizaban sobre mi glande para tragar y lamer los remanentes.
Me limpiaron y nuevamente, me volvieron a alzar cuando empezaron a lamerse mutuamente los restos de sus rostros.
Contentas, al verme que no me iba a dormir, me ordenaron que esperara en la cama matrimonial, mientras que ellas iban al baño a cambiarse.
Apagué el televisor y fue entonces cuando entendí la obstinación de Marisol para armar la cuna en el dormitorio de las visitas: desde el principio, consideró que Lizzie dormiría con nosotros.
El espectáculo que me esperaba a continuación me dejó boquiabierto: las chicas habían comprado conjuntos especiales.
Lizzie vestía un babydoll de 2 piezas, de un rojo ardiente e infartante, con delgadas tiras que envolvían sugerentemente sus copas, pero que translucían sus enormes pezones y la oscuridad de su triangulo inferior.
Marisol, más conservadora, usaba sostén y calzón de encaje verde jade, que no transparenta tanto, pero realzaba su ya generoso busto, dando la impresión que sus pechos se darían prontamente a la fuga y el calzón dejaba manifiesto el trasero maravilloso de mi mujer.
Las chicas, al ver que me las devoraba con los ojos, no dudaron acostarse una a cada lado, besándome ardientemente una y otra vez, tomándose sus turnos.
Lamian mi pecho y mis tetillas y sus manos se agolpaban por masajear mi vara ardiente en lujuria.
Era tal la tensión sexual, que podía sentir claramente la humedad de mi esposa sobre mi muslo, mientras se restregaba rítmicamente con intenciones de masturbarse.
Fue en esos momentos que se coordinaron, casi con precisión militar, para armar un delta, con Marisol entre mis piernas.
Mientras yo lamía la fluyente rajita de la niñera, Marisol lanzaba unos gemidos intensos con completa libertad, ya que no había vecinos en 300 metros a la redonda, las pequeñas dormían en otra habitación y porque Lizzie se encargaba de liberar la tensión de sus pechos, bebiendo de la leche materna de mi ruiseñor.
Las caderas de Marisol subían y bajaban sin cesar, reciprocando las atenciones de Lizzie, que enterraba más y más su rajita sobre mi cara y mi nariz, la cual fluía sin parar.
Mis 2 ninfas lloraban sus orgasmos, enfrascándose en sensualísimos besos y abrazos, que apegaban más sus opulentos pechos y alcanzaban la gloria con el repentino vigor de mis humildes arremetidas, hasta el irreversible momento donde no pude aguantar más y solté mis descargas.
Marisol tocó las estrellas, estrujando mi pene de todo fluido, mientras que sus caderas se seguían moviendo por su propia cuenta. Lizzie, en cambio, colapsó silenciosamente a las rodillas de mi amada, con el corazón acelerado y dejándome ver nuevamente la solitaria lámpara del dormitorio.
Sus miradas brillaban en satisfacción y me sentía gratamente amado, mientras esperábamos el acostumbrado despegue.
Para ninguno fue sorpresa que luego de sacarla, siguiera apuntando el techo, pero entonces, con una voz tierna y suplicante, Lizzie preguntó:
“¿Puedes hacerme feliz ahora?”
Anonadado, consulté a Marisol, que me dio un gesto de aprobación. Y fue en esos momentos, durante la mirada expectante de mi mujer, que empecé a hacerle el amor a la niñera.
Mientras la besaba y penetraba lentamente, reflexionaba cómo había cambiado su vida. Hace casi un año atrás, ella trabajaba en un restaurant y ahora, es la segunda mujer que más quieren mis pequeñas.
Disfrutaba de sus tiernos gemidos y del sudor de sus pecosas mejillas, mientras que su coqueta boquita se contraía deliciosamente en placer, recibiendo mis besos.
Sus manos, alzadas, se sujetaban con firmeza del marco de la cama, mientras que yo la iba taladrando con mayor intensidad.
Entonces, divisé la mirada de Marisol, que parecía entre conmovida y orgullosa y sentí un leve ardor de vergüenza sobre mi rostro.
Es mi esposa. La mujer que había decidido entregarme para toda la vida y la madre de mis hijas y ahí estaba, presente, mientras le hacía el amor a otra mujer.
No podía detenerme ni tampoco lo deseaba, porque le estaba cediendo a Lizzie parte del amor que Marisol y yo compartimos.
Y mientras sentía los turgentes pechos de quien, en otros tiempos fuera mi mesera, leía en los labios de Marisol un susurro.
“¡Te amo!” en español, y con su sonrisa traviesa y cautivante.
El creciente vigor que sintió Lizzie no se debió a que lo estuviese disfrutando, sino que a los deseos de desflorar a la que por derecho sigue siendo mi esposa.
Sentía el abrazo de Lizzie y lo mucho que estaba avanzando en ella, pero no quería mirarla. Mis ojos, una vez más, eran exclusivamente para Marisol y me cuestionaba cómo era posible que un par de horas atrás, mi esposa estuviese tan celosa de una antigua amiga de la infancia y en esos momentos, no tuviese objeciones que estuviera con otra mujer.
Entonces, miré nuevamente a Lizzie. Estaba gozando y por su sonrisa, mucho más que lo que su Fred algún momento le dio.
Pensaba en lo afortunado que fui por encontrar a Marisol. No por el hecho que me dejara estar con una mujer como Lizzie, pero porque cuando la encontré, me sentí completo.
A ella acudiría cuando me sintiera triste; me pediría que me relajara cuando mis pensamientos se volvieran obsesivos; me haría reír con su forma de ser y me apoyaría cuando lo necesitara.
Me fue inevitable dar un beso apasionado a Lizzie, pero lo hice por misericordia. Porque ella, a diferencia mía, no había encontrado a ese alguien que la comprendiera bien, que la apoyara en todos sus proyectos, que pudiera defenderla o animarla cuando decaída y que le hiciera el amor de la manera apropiada, como ella se lo merece.
Tenía que conformarse conmigo, y se deleitaba con mi lengua, la cual recibía revolucionada con sus labios.
Y llegué adentro, bastante adentro en su interior. Sus suspiros se volvieron intensos y su cuerpo se erguía maravillosamente.
Pobre Lizzie. ¿Cuándo encontrara a alguien que la haga feliz como ella necesita? ¿Qué le haga el amor hasta desfallecer? ¿Qué no pueda aguantar tan solo un día sin estar a su lado?
Eyaculé bien profundo, rellenándola espesamente. Lamí su mejilla, sabiendo lo mucho que le encanta y ella trataba de resistirse, como si yo fuera un cachorro.
Me miró profundamente a los ojos y la noté tranquila. Al menos, Fred ya no abusaba de ella. Tenía su casa, su cama y su vida, con nosotros.
“¡Gracias!” me dijo, cediéndome un tierno besito.
Y mientras me abrazaba, esperando a que me despegara, miré a mi tierna Marisol.
Estaba cansado, pero con solo verla ruborizada, mis ánimos volvían. La amo profundamente y no puedo vivir sin ella y fue por eso que estos días, le pedí que me complaciera.
Que me dejara hacerle el amor hasta sentirme satisfecho. Por supuesto, no pude hacerlo durante una sola noche, porque tenía que cumplir con sus clases en la universidad. Pero si me dejó 2 y la tercera, fue para hacer el amor de la manera que estamos más acostumbrados.
Pero esa noche, no me costó mucho convencerla.
“¿Y no estabas tan cansado?” me preguntó en español, con su sonrisa maliciosa.
“Es que con ese despertar, es difícil volverse a dormir.” Respondí, buscándola bajo las sabanas.
“Bueno… te diré que fue un poquito excitante…” me mentía, mientras le besaba sistemáticamente su cuello y palpaba la prominente humedad entre sus piernas.
“¡Qué bueno!” le dije, introduciendo mi glande dentro de su rajita. “Porque quería hacerte el amor una vez…”
“¿Y no te cansas… de mí?” preguntó, disfrutando de la sacudida.
“¡Por supuesto que no! ¡Eres mi esposa! ¡La más rica!” le respondí.
Y continuamos amándonos, hasta morir, desfallecer y renacer en el orgasmo de la persona que amas. Al final, de descansar, dormí cerca de 6 horas.
A la mañana siguiente, a las 11 estábamos listos para regresar y poder asistir a la ceremonia de Violetita.
Mis padres no se sorprendieron cuando les dije que traje las sabanas para lavarlas en casa. Pero no creo que esperaran que Lizzie también las hubiese manchado.
Y todo empezó con un beso, mientras me estaba quedando dormido.


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1 comentario - Siete por siete (123): Empezó con un beso…

profezonasur
Otro sabroso relato. Un abrazo.
metalchono
Muchísimas gracias y un abrazo para usted también.