María, la hija de mi empleada…

María era la hija de la empleada que trabajaba en mi casa desde hacía años. Durante mucho tiempo su mamá, Gladys, ofició de mucama, ayudante, hasta hizo como de nodriza mía, ayudándome a crecer, llevándome a la escuela, colaborando en las tareas. Cuando llegué a la adolescencia, hubo veces que fantaseé con Gladys, hasta alguna vez me he masturbado en su homenaje. Era robusta, buenas gomas, piernas sólidas, incluso creo que sentía cierto morbo por saber que yo la deseaba, pero nunca pasó a mayores nuestra relación.
Hasta que una vez vino con su hija, que era hermosa, una trigueña cruza de razas, piel morena y cabello casi rubio, y un físico exquisito. Ella se llamaba María, y se quedaría con nosotros una semana, ya que vivía en Santa Fe, donde estudiaba. Los padres eran muy trabajadores, y lograban costearle a María la carrera en el profesorado de Educación Física. La hija no había querido seguir el oficio de su mamá, empleada doméstica, ni el de su padre, chofer de taxi. Así que llegó, revolucionando con su presencia mis hormonas, ya que empecé a desearla de manera casi desesperada. María se daba cuenta de mi excitación, de mi seguirla por los pasillos, de mi tratar infructuoso de sorprenderla en su habitación alguna vez que se estuviera cambiando. El día antes de su partida, yo estaba leyendo un libro en el jardín, y María se acerca a mí, con un pote con aceite en una mano, y una revista en la otra. Se sentó a mi lado en el pasto, dejó la revista, y preguntó por mi madre. “Se fue a la ciudad con la tuya”, le dije, “creo que iban a comprarte algunas cosas para tu viaje”. Estiró un brazo para tomar un vaso del que yo bebía agua, y su remera se estrechó tanto en su cuerpo con ese movimiento, que hizo que su pezón se notara como un timbre, despertando repentinamente mi deseo. Pensé que al otro día se iba, que no iba a tener más chances hasta el verano siguiente, y le tiré la pregunta: ¿Usás corpiño?, aunque ya sabía la respuesta.
No, me dijo, con la inocencia de una criatura.
No puede ser cierto, dije, maravillado.
Entonces ella metió la mano dentro del escote y extrajo un seno enorme, duro, coronado por un pezón morado, dilatado y erecto. Quise hablar pero no me salió la voz. Con la mano contraria María tomó el otro seno y también lo desnudó. Los músculos de sus brazos se tensaban bajo el peso que sostenían.
-Jamás usé corpiño, hundió dos dedos en el pote con untura, la esparció por la palma de las manos y comenzó a frotarse describiendo círculos concéntricos en torno de los pezones. La lenta suavidad con la que ella se ungía el perímetro de los pezones contribuía a prolongar el deleite. Luego, sin que yo lo esperara ni lo pretendiera, s levantó la pollera, volvió a sumergir los dedos en el frasco y con los pechos aún desnudos y brillantes por el aceite, comenzó a frotarse las piernas desde los tobillos hasta la ingle. Desde mi posición podía ver los más mínimos detalles de la piel que se erizaba al contacto con las palmas de las manos. El sol iluminaba a contraluz un vello dorado, casi imperceptible, semejante a un aura que surgiera de los poros. María esparcía el bálsamo sobre cada sector de manera diferente. Era una lección de anatomía femenina, el mapa que conducía al tesoro de un placer que aún desconocía. Cuando terminó de untarse con el aceite, tomó mis manos, las condujo hacia sus muslos, y me enseñó los movimientos para que yo continuara el masaje donde las manos de ella no podían llegar.
Yo estaba encantado de ser su juguete. Me dejaba llevar de aquí para allá sin ofrecer la menor resistencia. Y no avanzaba más de lo que ella me permitía. De pronto me guió mis manos hacia su cintura, se dejó caer de espaldas sobre la hierba, y yo caí sobre ella, su muslo muy cerca de mi boca. Mi cara entonces quedó aprisionado por sus rodillas. Y ahí inició un movimiento lento, acompasado, semejante al ritmo de una cabalgata. Mi cabeza se hundió placenteramente entre sus piernas, más precisamente en su sexo frutal, en esa vagina ansiada, tan rosa que hería, tan perfumada que lastimaba. Mi lengua adoptó un ritmo frenético, entrando y saliendo, mientras sus quejidos no hacían otra cosa que excitarme más. Bebí todos sus jugos, hasta mi nariz pidió permiso y se hundió en el clítoris deseado, y loco ya de desesperación, no atiné a otra cosa que mordisquear sin prisa ni pausas esa conchita tan hermosa, que se abría ante mis ojos, y que yo estaba tan seguro que me iba a llevar a la perdición desde ahí hasta el final de mis días. Lamí hasta quedar seco, lamí hasta que el clítoris enrojeció. Lamí hasta el anochecer. Sabía que al día siguiente debía completar la faena.

14 comentarios - María, la hija de mi empleada…

vaan28
Muy bueno!!!! Q sigaaa!!!
EstradaG24
Muy lindo post che, me encantó cómo lo escribiste, y me quedé imaginando a María levantándose la remera.
luismiguelito78
POST a FAVORITOS...María, la hija de mi empleada…

Me imagino lo roca que debe haber estado esa caliente conchita XD 😉

fantasia_PUNTOS para VOS