Siete por siete (102): Mi primera “anécdota”




Post anterior
Post siguiente
Compendio I


Siento haberme tomado un descanso tan largo para escribir. El titulo indica la razón de mis “vacaciones escritas”, por llamarle de alguna manera y que me ha hecho cambiar mi manera de pensar en este último tiempo.
En realidad, debería haberle puesto “Mi primera historia mala de minero”, pero es demasiado largo y se puede dar para malos entendidos.
Hace un tiempo atrás, les mencioné que los mineros tenemos 3 tipos de historias: las anécdotas, que son cosas medianamente graves que le ocurrieron al que la cuenta y que generalmente, tratan de cómo esquivaron la muerte.
Las malas, que siempre tratan de compañeros que la mala suerte les acompañó y sobrevivieron, pero con una extremidad menos e incapacitados para trabajar. Son ideales cuando llegan operarios jóvenes y temerarios, que no tienen el respeto apropiado a la mina ni a las maquinas con las que trabajan.
Y las feas, que hablan de la memoria de compañeros. Son trágicas, cortas y dejan ese mal sabor en la boca de impotencia.
Pero volviendo a mi título, es mi primera anécdota, porque la viví en persona (a pesar que trabajo fuera de la mina) y porque el involucrado volverá a trabajar en un par de semanas.
Todo esto sucedió alrededor de un mes atrás.
Recuerdo que fue un lunes y a las primeras horas de empezar a trabajar.
“¡Marco… ven!” escuchamos todos en la oficina, a través del radio.
No necesité aclaraciones, porque soy uno de los pocos latinoamericanos en la faena y era claramente la triste voz de Hannah quien me llamaba.
En 2 tiempos, salí volando hacía la camioneta.
En mis prisas, olvidé traer el radio y ponerme el casco, pero poco me importaba, porque sabía dónde estaba trabajando.
Durante un par de segundos, sonó la sirena de alarma, pero se apagó casi al instante, lo que me daba cada vez más mala espina.
Encendí la baliza de la camioneta e ingresé con las luces altas, a gran velocidad. Pensé que se trataba de un derrumbe y Hannah había quedado atrapada, por lo que derrapaba al girar.
Con tantas inspecciones, sabía manejarme perfectamente dentro de la mina, casi sin necesidad de mirar y no tardé mucho en llegar a la zona donde estaban trabajando.
Era la ampliación de un túnel nuevo. Durante los informes que entregaron al personal de mantenimiento, se reportó la condición de la bóveda como “inestable” y se recomendaba “trabajar con precaución y equipo de seguridad todo el tiempo”, ante riesgos de derrumbes.
Incluso el equipo paralizado al lado del grupo era una perforadora, instalando los primeros remaches para sustentar la red metálica, que protege a los operarios y las máquinas de los desprendimientos.
Finalmente, llegué hasta la zona de operaciones y un montón de cascos iluminaron hacia la camioneta.
“¡Marco!” exclamó Hannah al verme, besándome y abrazándome, con lágrimas en los ojos. “¡Es Tom! ¡Tienes que ayudarle!”
Me alegré al ver que estaba sana, pero me preocupé por el viejo minero.
Me abrieron paso ante la multitud. Pude divisar a Tom en el piso, con una pierna rota.
“¡Saquen a Hannah de aquí!” vociferaba el viejo minero, pero ella se resistía a abandonar a su lado.
Debía ser grave, porque siempre le llama “Cargo”.
“¿Qué te pasó, viejo?” le pregunté.
“¡Son todos una bola de maricas!” me dijo, gritando a medio mundo. “¡Ni siquiera cayó en mi pierna y ya quieren llamar a la ambulancia!”
“¡Marco, mírala! ¡Es muy grave!” señalaba Hannah, muy nerviosa.
“¡Les he dicho que la saquen! ¿Qué esperan?”
Pero Hannah se resistía. En efecto, el viejo la había esquivado con suerte, pero le había fracturado la pierna. Había sido un pedazo de unos 200 kilos, que se desprendió del techo donde estaba la perforadora y se veía bastante mal.
El personal estaba confundido. Sus 2 líderes estaban incapacitados y se miraban unos a otros, sin saber qué hacer.
Habían sonado la sirena de accidente, pero probablemente el tozudo viejo ordenó que la apagaran por orgullo.
“¡No te voy a mentir, viejo, pero tienes la pierna fracturada!”
Él estaba más preocupado de Hannah.
“¡Estás loco! ¡Ni siquiera me duele!” protestó, tratando de alejarla.
Hannah me miraba, buscando una explicación.
“¡Es por el golpe de adrenalina!” le expliqué. “Por ahora, no te duele. Pero es temporal.”
“¡Muy bien, señor sabiondo (mr. wiseguy, en idioma original)! ¿Qué debo hacer?”
“Marco, ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos?” me insistía Hannah, sin dejarme razonar.
Me miraban todos, buscando respuestas. Yo estaba sobrepasado, porque Tom es un amigo y también estaba asustado y el incesante cuestionamiento me ponía más y más nervioso.
Traté de apartarme, pero necesitaban una solución y también yo lo sabía, porque debía actuar rápido.
Hasta que me abofeteé la mejilla, con una cachetada seca.
Todos guardaron silencio, incluso el herido, al verme hacer eso. Pero realmente, había surtido efecto.
Lo había visto en un animé, acompañado por Marisol: uno de los personajes principales estaba paralizado por el miedo, en un momento donde estaban atacando a su grupo. Para romper la parálisis, se enterró un Kunai en el muslo derecho y el dolor le hizo reaccionar.
El cerebro es simple en ese aspecto. Es capaz de olvidar una fuente de dolor, si otra es atacada con mayor intensidad y era lo que necesitaba.
“¡Hannah, necesito una barra metálica larga! ¡Tú, necesito que me traigas cinta para pegar! ¡Alguien, que me consiga una correa o un cinturón!”
Me saqué el overol y lo rompí por la mitad.
“¿Qué haces?” preguntó el viejo necio, al ver que enrollaba las tiras en su pierna.
“¡Hago un torniquete, para que no te desangres!”
Le apreté fuerte y sintió dolor.
No tardaron mucho en traer las cosas que necesitaba.
“¡Bien! ¡Hannah, pon la correa en su boca y asegúrate que no se muerda la lengua! ¡Viejo, me vas a odiar, pero tengo que poner el hueso en su lugar!”
Era una operación delicada y dolorosa. Transpiraba bastante y el viejo gimoteaba de dolor, pero lo pude hacer encajar.
Hannah seguía llorando desconsolada.
“Bien. Ahora, trataré de inmovilizar la pierna. ¡Tendrás que aguantar, viejo!”
Le pedí a uno que levantara el muslo, mientras que otro sujetara el pie. Al viejo le dolía horriblemente, pero apoyé la barra y la sujeté con la cinta adhesiva.
Me saqué el sudor de la frente y pensé en el paso siguiente.
“¡Necesito una plancha metálica, para usarla como camilla! ¡Tenemos que subirlo a la camioneta!” ordené.
El dolor se hizo tan fuerte que Tom se desmayó. Hannah seguía llorando.
“¡Necesito que te vayas cuidándolo! ¡No te preocupes! ¡Estará bien! ¡Alguien, suene la sirena de emergencia!” le pedí a Hannah, que tomaba la lacia mano de Tom, mientras que los otros 2 cargaban al viejo minero a la parte trasera de la camioneta.
“¡Contacta a la enfermería y que me limpien el paso!” ordené, antes de echar a andar la camioneta.
Salí bastante acelerado de la mina y logré llegar a la estación de primeros auxilios. Afuera, nos esperaba la enfermera.
“¿Dónde está la camilla?” pregunté, pensando que podríamos hacer la transferencia de inmediato al vehículo de emergencia.
“¡Calma, vaquero! ¿Cuál es el escandalo? ¡Debo evaluarlo antes de autorizar un despacho!” respondió la enfermera, con mucha calma.
“¡Por favor, Ruth! ¡Has algo!” le pidió Hannah, sin soltar la mano de Tom.
“¡Vaya, vaya! ¡Debe ser grave, si la misma Cargo ha venido en persona!” exclamó la enfermera con desprecio, al ver a Hannah. “¡Es Tom! ¿Qué le ha pasado?”
Ruth tomó una actitud más preocupada tras reconocer al herido.
“¡Le cayó una roca en la pierna y le destrozó el hueso! ¡Se lo coloqué en su lugar, pero se desmayó del dolor!”
“¿Quién eres? ¿Fuiste tú el que inmovilizó su pierna?” preguntó, al ver el cabestrillo improvisado, mientras solicitaban recién a la ambulancia.
“¡Sí! ¡Soy el Jefe de Extracción!” Le respondí.
Me miró impresionada.
“¡Finalmente, nos conocemos!” me dijo, gritoneando al tipo de la ambulancia.
“¿Va a estar bien? ¿Puedes hacer algo por él?” preguntó Hannah a la enfermera, llorando desconsolada.
“¡No se puede hacer mucho por él aquí, salvo suministrarle calmantes!” le respondí, con una voz más serena. “¡Se ha roto el hueso y a pesar que lo puse en su lugar, necesita ir a un hospital, para revisar que no se formen coágulos de sangre y que reciba el tratamiento apropiado!”
“¡Iré con él!” dijo, con la determinación de una hija.
“¡No, no puedes!” le respondí.
Su mirada me preguntaba cómo podía ser tan cruel.
“Es el segundo accidente que tu equipo ha tenido en el año. Roland los tiene en la mira y como Jefa del Departamento de Mantención, es tu labor quedarte acá.”
Hannah cubrió su linda nariz con sus manos, tratando de recuperar sus desparramados sentidos.
“¿Y qué… puedo hacer, Marco? ¡Tom es mi apoyo y sin él, no puedo trabajar!” me preguntó completamente desconsolada.
La abracé y la dejé que llorara en mi pecho, tratando que se calmara, mientras que transferían al enfermo a la ambulancia.
“¡Tranquila! ¡Estará bien! Por ahora, sólo vuelve con tu equipo y cuéntales lo que pasó.” Le sugerí y le pasé las llaves de la camioneta, mientras que uno de los chicos de su equipo se la llevaba y el otro, acompañaba al herido a Broken Hill en la ambulancia.
Volví caminando y nervioso a la oficina y les expliqué a mis hombres lo sucedido. Aparte de darme palabras de aliento, me dieron mi espacio para que me tranquilizara, reteniendo los reportes que debía procesar.
Fue entonces que decidí contactar a la mujer que más amo en este mundo, a través de Skype, para compartir mi desabrida experiencia.
Pero ella estaba tan radiante con que la hubiese llamado al mediodía (incluso ella lo escribió en una de sus entregas, recordando nuestras primeras veces como pareja y ni siquiera se dio cuenta), que no quise contárselo y me he mantenido el secreto hasta ahora.
La verdad, Marisol (y estas palabras las dedico exclusivamente para ti), es que eres mi manantial de la vida. Descanso mucho en ti, mi querido y atolondrado ruiseñor, que no deseaba abrumarte con algo que ni siquiera me afectó.
Conociéndote, sé que te enojaras y armaras un tremendo alboroto por haberte mentido. Pero tú vives un mundo muchísimo más lindo que el mío, cuidando a las pequeñas y acompañada con Liz y verte así, a la distancia, me tranquiliza.
Me preocupo por ti todo el día y sufro al no poder estar a tu lado, porque sin negarte lo que siento por Hannah, sigo prefiriéndote a ti, porque eres la que mejor me comprende, por mucho que te menosprecies por tu juventud, tu astucia o tu físico.
Sigues siendo la mujer a quien me quise entregar en matrimonio, porque me complementas y me haces reír y pienso que tienes muchísimas más virtudes de las que tú te estimas.
Leo lo que escribes y resuena en mi corazón, porque lo entiendo perfectamente, ya que yo también lo siento y es por eso que me encanta hacer el amor contigo, porque nuestra conexión espiritual sobrepasa todo lo demás.
Volviendo a esa tarde agotadora, ni Hannah ni yo teníamos ganas de cocinar, por lo que cenamos en la casa de huéspedes.
Al regresar, se dio una ducha bien larga, para botar sus tensiones con el agua y tras salir envuelta en una delgadísima toalla, cosa de quedar lista para acostarse, se sentó en la mesa y le contó a Douglas lo ocurrido en su trabajo.
“¡Qué terrible, cariño! ¿Hay algo que pueda hacer por ti?” Preguntó su marido, sin poder apreciar a través de la pantalla del portátil la belleza y sensualidad de su mujer, como podía hacerlo yo.
Ella le sonrió, muchísimo más serena.
“¡No! ¡No tienes que preocuparte! Solamente, no tengo ganas de conversar contigo hoy…”
“¡Te entiendo, preciosa! ¡Estaré aquí si me necesitas! ¡Te amo!” le respondió su marido, muy desanimado.
“¡Gracias!” respondió Hannah, cerrando su portátil casi con impaciencia.
Y esbozando una preciosa sonrisa y dándome una mirada seductora con sus celestes ojos…
“¡Necesito distraerme! ¿Quieres acostarte conmigo?” exclamó, abriendo sugerentemente sus piernas.


Post siguiente

1 comentario - Siete por siete (102): Mi primera “anécdota”