Siete por siete (53): El mundo a tus pies…




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Compendio I


“¡No es justo que empieces así! ¡Tienes que empezar por el principio!” replicó Marisol, al ver la primera entrada e insistió, a pesar que estoy muerto de cansancio, a que ingresara la primera entrada como corresponde.
Han sido días agotadores. Finalmente, me puedo quedar en casa definitivamente, aunque como están las cosas, creo que terminaré más agotado todavía.
Como se sabe todo, se pusieron de acuerdo para compartirme 2 horas cada una.
En teoría, suena como la solución ideal (una jornada laboral para solamente coger). Pero en la práctica, (y siendo el primer día) no es tan efectiva, porque se han puesto viciosas.
“¡Pero amito, solo un poquitito más! ¡Me llena un poquito más la puchita y lo dejo descansar!” me suplica Celeste.
“¡Qué injusto eres, Marco! ¡Antes cogías con mi tía y mis primas y ahora, que quiero que me rompas la cola, me sales con sandeces que quieres descansar!” protesta la “Amazona española”.
“Solo un ratito más…” me pide Lucía, aunque más respetuosa, pero no menos tentadora. “A Pamelita y Celeste las has dejado… y bueno… hace tiempo que no estoy con otro hombre…”
Y para rematar, Marisol…
“¡Es el colmo! ¡Todas te piden más tiempo y yo, que soy tu esposa, salgo perdiendo!” protesta, armando un tremendo puchero.
De la jornada laboral, al final, acabo casi medio día cogiendo y si me he mantenido con mis jugos, se debe exclusivamente al refinado paladar de Lucia y Pamela.
Odio los mariscos y los pescados. Desde pequeño. Los encontraba repulsivos y como vivíamos en la capital, a unos 120 kilómetros de la costa, probar pescado era casi un lujo, por lo que mamá me obligaba a comerlo sí o sí.
Soy de los que piensa que si no respira aire, no vale la pena comerlo.
Y así lo he pasado todo enero en casa: comiendo pescados y mariscos.
Almejas. Ostiones. Camarones. Sushi. Caviar…
Y yo, deseando una hamburguesa con queso y papas fritas o un plato enorme de fideos con salsa.
El desayuno es la única comida que “me salva” (porque la preparación, viene con una follada completa a Celeste). Pero tanto el almuerzo y la cena, son comidas del capitán Nemo.
Y aunque podría escabullirme a comer afuera, tendría que aguantarme toda la verborrea de Pamela, diciéndome que esos alimentos no me hacen bien para la salud, sin olvidar que Marisol me pediría que fuese a comer al restaurant de Liz, como si no tuviese suficientes complicaciones.
Porque aunque estoy “de vacaciones”, debo trabajar desde casa, reportando cómo dejé las cosas a mi reemplazo y más encima, Marisol me pide que actualice la bitácora.
Mi esposa no me perdona y le encuentro en parte razón: han pasado tantas cosas placenteras en estas 2 semanas, que me cuesta un poco recordar el principio.
Cuando volví del turno (2 semanas atrás), luego de saludar a todas, cambiarme de ropa y jugar un poco con las pequeñas, noté cierto nerviosismo en Pamela.
Era cierto lo que había dicho, esa noche en las tumbonas del patio. Al parecer, me extrañaba bastante y trataba de no mirarme. Mi ruiseñor, siempre pendiente de la necesidad de sus invitadas, fue la que hizo la sugerencia.
“Amor, sé que estás cansado del viaje… pero Pamela ha estado muy tensa estos días… y quería pedirte si la puedes llevar a tomar aire fresco.” Luego añadió con una sonrisa. “Yo iría, pero alguien tiene que cuidar a las pequeñas… y tampoco sé manejar… aparte que quiere conversar algo muy serio contigo.”
“¡Marisol!” protestó su prima, roja de vergüenza.
Pero le tranquilice, tomando su mano... lo que la puso más nerviosa y colorada.
“¡Está bien! Puedo dedicarle un par de horas a Pamela…” respondí.
Mientras arreglábamos nuestras cosas, tanto Celeste como Lucia me sonreían, sabiendo lo que haría con ella.
Pero me sentía cansado. El viaje entre la faena y mi hogar tarda alrededor de 3 horas y media y aunque ahora manejar no me molesta tanto, igual me agota.
Sin embargo, Pamela se veía preocupada y no precisamente por mí.
“¡Esa tía!” protestaba, mientras se abrochaba el cinturón. “¡No ve a su marido en una semana y lo manda a pasear con otra el mismo día!”
Le di un beso suave y dulce, que aparte de tranquilizarla y ponerla roja como tomate, la dejó en silencio.
“¡No me molesta!” le dije. “Además, ella sabe que eres especial para mí.”
Quería tomar aire. Aunque mi trabajo en faena no toma necesariamente lugar dentro de la mina, el aire está enrarecido, el calor es insoportable y es un desierto.
El día estaba algo nublado y un poco frio, pero perfecto para mí.
Decidí llevarla al mirador que lleve a su prima, en Black Hill y nos sentamos en una banca, mientras yo me recuperaba con la brisa marina.
Pamela, por su parte, estaba un poco decepcionada de ver tanta foresta.
“Pensé que iríamos a un motel…” dijo ella, haciendo un leve puchero.
Le sonreí.
“Cualquiera diría que prefieres coger conmigo a pasar el rato…”
Se puso roja, nuevamente.
“¡No es solo eso!” dijo ella, bastante complicada. “Me gusta mucho cómo coges… pero siempre me haces sentir rara…”
“¿En qué sentido?”
Dio un suspiro, complicada con sus sentimientos.
“Como si me quisieras de verdad…”
“¿Y eso no puede ser?” pregunté desganado.
“¡Por supuesto que no!” exclamó ella, sonriendo como si lo que dije fuese muy gracioso. “Ya estás casado… y eres un papá…”
“Sigo sin entenderte…”
Ella se rió.
“¡No es que no me entiendas! Lo que pasa es que eres un tío que se pasa de listillo…” dijo, acariciando mi mejilla, con su sonsonete encantador. “¿Qué me queda entonces? ¿Ser tu amante? ¿Ser “la otra”?”
“Cada vez, te entiendo menos…” dije muy confundido. “¿Quieres que me case contigo?”
“¡Claro que no!” dijo, colorada como un rubí al pensar en la idea. “¡Ya tienes hijas!... y está Marisol…”
Lo encontraba muy gracioso…
“¿Preferirías que mis hijas fueran tuyas?” pregunté.
“Pues… si… ¡Es decir, no!... ¡Claro que no!... ¿Cómo piensas eso?... ¡Carajos!”
Y mi ofuscada “Amazona española” escondía sus ojos, contemplando la ciudad.
Me coloqué al lado de la baranda, apoyando mi mano sobre su hombro, mientras que ella seguía ignorándome.
“¡Pamela, yo te amo y no lo digo por tu cuerpo!” Le confesé, por enésima vez.
Se estremeció con mis palabras…
“Pienso que en otras circunstancias, la que llevaría el anillo del delfín pudiste ser tú… por lo que no te veo como un polvo o una amante…”
“¿Cómo me dices eso?” se volteó ella, contemplándome con algunas lágrimas.
Le di la más cálida de mis sonrisas…
“Es que eres perfecta: celestialmente hermosa, muy inteligente… y me encantaría poner el mundo a tus pies…”
Ella sonreía, restregándose las lágrimas.
“¿El mundo a mis pies?” preguntó, entre divertida y con mucha timidez.
“¡Así es!” le respondí. “Y sé que no es mucho, pero lo único que puedo hacer es llevarte al lugar más alto que conozco en la ciudad…”
Y claro, el escenario resaltaba por si solo mi punto de vista. Bajo nosotros, millardos de personas trabajaban, descansaban o vivían sus vidas, mientras que nosotros, como si fuésemos miembros del panteón olímpico, contemplábamos la ciudad.
Bastaron esas palabras para que olvidara sus preocupaciones.
Creo que es por eso que la amo tanto. Me encantaría que Marisol pensara como ella, porque también le resulta incómodo que tenga más de un amor, además de estar casado.
Es curioso, porque cuando conocí a Pamela por primera vez, le daba lo mismo entregarse a cada tipo y sin embargo, conmigo aprendió a ser dueña del corazón de un hombre, como a su vez, aprendió a entregar su corazón a él.
“¡Házmelo aquí!” me pidió ella, levantando su menuda minifalda celeste y exponiendo una delgada tanguita, mientras me abrazaba e intoxicaba con su delicioso aroma, apoyándose en la baranda para que quedara a la misma altura.
“¿Ahora?” pregunté, al sentir como me desabrochaba el pantalón.
Ella se rió.
“¡Si, ahora! ¡Pánfilo!” me respondió, dándome un delicioso beso. “¿No ves que estoy mojada por ti?”
Sabía que se iba a enojar…
“Es que tengo que orinar…” le confesé.
Y por supuesto, maté toda pasión. Pamela se enojó, sentándose en la banca y cruzándose tanto de brazos como de piernas, con una cara que no tranzaba amistades.
“¡Discúlpame, Pamela!... pero el viaje es demasiado largo y apenas tuve tiempo…” me excusé, mientras me aliviaba.
“¡Siempre me haces las mismas sandeces!” protestó, muy ofuscada. “¡Siempre que me tenéis con más ganas, haces una pendejada como esa!”
Le incomodaba que la contemplara con tanta dulzura…
“Aun me sorprende que alguien como yo te excite tanto…”
“¡No es que me excites, pendejo!” protestó la “Amazona española”, muy acholada. “Solo es… que te pones romántico… dices tus palabras… y me ilusionas.”
La besé con ternura. No se resistió.
“Por eso, te digo que me sorprende que alguien como yo pueda ilusionarte.” Le dije, acariciando su carita suavemente. “¡Eres tan bonita, inteligente e inalcanzable, Pamela, que cuando estoy contigo, me cuesta creer que estoy despierto!”
“¡No seas majo, Marco!” dijo ella, riéndose nuevamente, con mucha coquetería. “Solamente soy una chica… que le gusta mucho el marido de su prima…”
Y retomamos las caricias de antes. Usaba un peto negro que dejaba ver su cintura y su sensual ombligo.
“¡Marco, te deseo! ¡Te deseo… tanto!” me decía, ciñéndose con mucha fuerza a mi cintura, mientras no paraba de besarme e intoxicarme con esa deliciosa mezcolanza de su perfume francés, su respiración, su propio aroma y su deliciosa saliva.
Yo apretaba sus nalgas, con el mismo énfasis que uno abrazaría a una amiga que no ve en años y ella suspiraba, al sentir mis manos sobre ella.
“¡Pamela, quiero hacerlo contigo!” le dije y su cara se puso tan radiante, como si le hubiese regalado un ramo de flores.
Trotamos, tomados de la mano, hacia el estacionamiento. No quería que nadie nos viera, porque ella es mía y no quiero compartirla.
Aun me cuesta creer que le guste tanto yo, si ella es una verdadera diosa y se dejaba mimar.
En el asiento trasero de la camioneta, tanto mis labios como mis oídos disfrutaban de los juguitos de su monte del placer, al igual que sus gemidos, como si fuese miel para ambos sentidos.
Ella se aferraba a la manija de la puerta, intentando contener su avalancha interminable de orgasmos, que profusamente rellenaban mis labios, mientras que su respiración se volvía cada vez más agitada y el calor entre sus piernas lo volvía irresistible.
“¡Marco!... ¡Olvide lo rico… que chupabas!... ¡Ahhh!... ¡Tu lengua entra tan adentro!... ¡Uhhhmm!... ¡Me encanta!... ¡Por favor!... ¡Si paras, te voy a odiar… tanto!... ¡Uhnnn!...”
Pero no iba a parar. Extrañaba también su aroma a orina, el olor a su piel y el sabor de sus propios jugos.
Aún recuerdo esa primera vez que la chupe, en el baño de la casa vieja, con su camisón rosado y su brazo y pierna enyesada y me preguntaba, al igual que en esos momentos, qué habría hecho para poder disfrutar de esos manjares.
Luego de casi una hora de intensas lamidas, con una cara deliciosa y sonriente, me acosté a su lado y me besó, de una forma enardecida.
“¡Pamela, quiero hacerte el amor!” le dije.
Ella se rió.
“¿Por qué no eres más normal?” preguntó, mientras me besaba. “¿Por qué que no dices que me quieres coger?”
Y entré en ella, afirmándome a su cintura.
Estaba estrecha, húmeda y ardiente.
Es otra cosa hacerle el amor a ella, porque un fuerte orgasmo recibió la entrada de mi glande.
“¡Eres el que me hace sentir más rico!” dijo ella, con un rostro hermosamente iluminado por el placer. “Contigo… siento que disfruto más el momento… será por eso que te amo…”
Como les digo, nuestra relación estuvo siempre tan plagada de mentiras, que decirnos que nos amábamos nos daba un placer adicional.
Empezaba a bombearla con más fuerza, aprisionando su cintura con el respaldo del sillón.
“¡Vamos, Marco!” me decía ella, disfrutando de mis movimientos y como la contemplaba a los ojos. “Puede que mis tetas… no tengan leche como las de Marisol… pero deberías besarlas un poco…”
“Pamela, ¿Hasta cuándo les dirás tetas?” pregunté, besando el contorno de sus pezones, sintiendo los fuertes orgasmos productos de mis palabras.
“¡Marco… quiero tenerte… siempre!” me decía, con algunas lágrimas de placer, mientras arremetía de una manera incesante y sabrosa dentro de ella.
Y me corrí en ella, ahogando sus alaridos de placer con mis labios.
Y no contento con eso, intenté estrujar más mis jugos en su apretada fuente del placer.
“¡No, Marco!... ¡No te muevas así!...” me pidió ella, aguantando la sensación. “¡Si sigues, me volverás loca!”
Y nos quedamos besándonos, acariciándonos y mirándonos, como si fuéramos novios o estuviésemos casados, por un buen rato.
Volvimos a eso de las 7 y era evidente los motivos de nuestra tardanza.
“Imagino que debes sentirte mejor…” le preguntó mi esposa, mientras preparaban la mesa para la cena.
“¡Así es!” respondió Pamela, algo avergonzada y con rubor en las mejillas. “Marco siempre se las arregla, para hacerme sentir que el mundo está a mis pies…”


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