Valentín y sus pecados

A veces me pregunto por qué he caído en una familia así. No diré que soy el más normal, que para eso ya está mi hermano Nacho, que cogió a su esposa y se fueron a vivir bien lejos para poder fundar un núcleo familiar como Dios manda. Aunque, sinceramente, Nacho a veces es débil, cuando viene a visitarnos. Y Giorganna, su mujer, igual. Es lo que tiene conocerse en una de las fiestas veraniegas de mis padres. Que así y aquí no se salva nadie… Ni siquiera mi tía la monja, la hermana mayor de mi mamá, que creyó que dejándolo todo y yéndose a un convento del Sur resolvería todos sus pecados. Dejando a su marido e hijos, mi tío Enrique y mis primos Vicente y Manuel, pecando aún más si cabía y ella pecando igualmente cuando viene de visita.
Lo sé. Vivimos en un estado de salvajismo total. En un apocalipsis sexual con tintes de exagerada tragicomedia. Como si nuestro Creador hubiese sido una especie de Demiurgo de mente pervertida que buscase escapar de las hastiadas fantasías de lo normal.
Sea como fuere, yo también tenía mi parte de culpa. Mi parte de pecado en toda aquella dinámica de sexo sin orden ni sentido. Pero muchas veces dejarte llevar por la corriente de tus instintos más bajos es lo mejor e inevitable. Al fin y al cabo, con un modelo como el que tenía en casa... Mi madre era lo que se suele llamar una puta, una ninfómana que dejaba pasar por su vagina a casi cualquier hombre y cualquier mujer. Y algunos que otros miembros del reino animal. Mi padre estaba encantado con que mi madre lo hiciera, y la corte de súbditos sexuales alrededor eran más de lo mismo.
Y yo… Pues yo era el más notorio maricón de todo aquel sin sentido. Y como tal, ejercía mi papel lo mejor que podía. Por eso, aquel mediodía, había montado en el coche a mi compañero de clase Marcos con una suculenta sugestión que sabía que no me iba a rechazar.
Llegamos frente al alto muro del jardín de casa de mis padres. Aparqué en el lateral, en la puerta de acceso que quedaba cubierta por buenos matojos de madreselva y que yo utilizaba para entrar y salir disimuladamente. Al fin y al cabo era la que más cerca quedaba de mi pequeña casa-apartamento. Aquel espacio circular que mis padres llamaban “la casa de la piscina” y que había habilitado para mi total semen dependencia.
Abrí la puerta de metal y atravesamos el jardín por un lateral. Marcos me seguía en silencio, con sus manos en los bolsillos, parecía mucho mayor, con sombra de cerrada barba, moreno y con un cuerpo entre grande y fibroso, bien velludo que debía de estar sintiendo algún que otro remordimiento al recordar lo que iba a hacer y la forma en que iba a poner de nuevo los cuernos a su novia gracias a mi boca. Pues era ya la tercera vez que hacíamos aquello.
Unas risas llegaron hasta nuestros oídos, provenientes de la zona de la piscina.
-¿Quiénes son? –preguntó Marcos.
-No te preocupes. Seguramente sea mi madre con su amiga Paola –respondí. Mi madre me había dicho que Paola, aquella diosa mulata, había regresado a la ciudad durante unos días y que esa misma mañana irían a jugar al paddel, desayunar y de shopping. Y muy posiblemente acabarían intercambiando consejos. Si es que no algunas otras cosas más.
Entramos a mi apartamento, en donde tenía todo lo que un universitario necesita, y señalé a Marco mi cama, con las sábanas revueltas y deshecha. Mikaela, la sirvienta, no había pasado por allí hoy. ¡Mejor! Posiblemente todavía quedara impregnado en las sábanas el sudoroso aroma de Costel, el enorme rumano que trabajaba para mi tío Enrique, al que había estado comiéndole el culo durante tres largos cuartos de hora. Un culo redondo, velludo y enorme.
Aquella era mi mayor debilidad: los besos negros. Me volvía loco practicarlos. Podía hacerlo durante largo tiempo, hasta que la enrojecida piel de mi cara molestaba de tanto roce contra la piel de las nalgas del susodicho. Sobre todo si el susodicho tenía un culo peludo. Me encantaba zamparme los culos de ricos machos. Igualmente podía estar mamando pollas durante horas. Mi récord por el momento estaba en cinco horas, una tarde, en que se la chupe a un niñato chandalero de la ciudad casi sin parar, mientras él fumaba porros, solo habiéndose quitado su pantalón y calzoncillo, pero dejándose la camiseta y la gorra de marca NY.
-¿Empezamos? –pregunté a Marcos, que asintió y rápidamente se llevó la mano al botón del pantalón.
-¿Me vas a comer la polla o el culo? –me preguntó, mientras veía como su pantalón caía hasta sus tobillos, vistiendo un calzoncillo bóxer negro que marcaba su buen bulto, levemente morcillón, según pude apreciar.
-Las dos cosas si quieres –me encogí de hombros.
-¿Por dónde empiezas? –se deshizo de sus zapatillas deportivas y se sacó el pantalón.
-Quítate el calzoncillo, pero déjate los calcetines. Te tumbas en la cama boca arriba y te abres de piernas.
Marcos, serio, asintió y obedeció. Al quitarse el bóxer, un grueso y moreno badajo, con una selva negra de vello púbico en su base, colgó, con el capullo cubierto por un fino pellejo. Sus piernas eran velludas y tenía unos voluminosos muslos.
Se sentó en el borde de la cama, se tumbó hacia atrás y se agarró las piernas por las rodillas, dejándome a la vista su portentoso y redondo culazo cubierto de corto y fino vello negro. Enmarcado en su raja, un apetitoso botoncito rosa, bien apretado, esperaba a mi boca.
Me fui hacia él. Me arrodillé frente a aquel culazo y apoyé mis manos en sus blandas y calientes nalgas, separándolas levemente. Mi respiración chocó contra su transpirada raja, y Marcos soltó un exhalo. Ante mis ojos tenía también sus colgantes y peludas pelotas.
-¿Tienes ganas de que te lo coma? –le pregunté.
-Tengo ganas de que me lamas el ojete –respondió él.
Sin más preámbulos, acerqué mi boca a aquel agujero y lo relamí, recibiendo tan íntimo y sabroso gusto en mi lengua. Marcos soltó varios jadeos y allí comenzó nuestra sesión de rimming.
Cinco minutos después, su ojete estaba abierto de par en par y mi lengua violadora entraba en él, mientras los pliegues de su esfínter eran besados por mis labios. Marcos jadeaba y sudaba a un tiempo.
Veinte minutos después, su gorda polla erecta, cabezona, descapullada y de 18 centímetros, se agitaba a un palmo de mi cara.
Veintidós minutos desde el comienzo, mi boca estaba abierta de par en par, el capullazo rojizo de Marcos estaba apoyado en mi lengua y mientras, él se masturbaba el troncazo de su rabo.
-Me voy a correr ya –me anunció, con respiración agitada.
No dio tiempo a más. Mi compañero de universidad comenzó a disparar un densísimo mejunje blanquecino en toda mi boca, en un cuantioso número de trallazos, que me obligó a tragar compulsivamente.
La sensación cruda del semen arrastrándose por mi garganta me hizo dar una involuntaria arcada de asco. Pero cerré los ojos y tragué, sin dejar de limpiar con mi lengua los restos adheridos a su nabo.
Momentos después, su gorda polla ya estaba menguada, como un gusanito de carne brillante de saliva, bien limpia. Mi mano chorreaba semen. Mi propio semen. Durante la escena, me había sacado el rabo y me había pajeado, corriéndome en mi mano y sobre la alfombra, que tenía tremendas marcas. Tanto mía como de mis amantes.
Marcos cayó de culo sobre la cama, impregnando con mi saliva, sus pelos arrancadas de las nalgas y la raja y su sudor, mis ya mancilladas sábanas. Me gustaba el olor de las sábanas limpias. Pero también de las taciturnas sábanas con olor a sexo, a macho y a virilidad.
Me levanté del suelo, en donde estaba clavado de rodillas, me acerqué a Marcos, me limpié mi pija con su bóxer negro, allí tirado, y nos dimos un breve morreo. Él, todavía no repuesto, abrió los ojos y me miró.
-Tienes una boca increíble –me dijo.
-¿Cuándo me la vas a meter por el culo? –agarré su fláccido pijon.
-Ya te dije que eso tiene que esperar un poco –contestó lo mismo que las veces anteriores. –Una cosa es esto y otra…
-¿Cogeme? –pregunté.
-Eso es –asintió.
En el fondo, Marcos era como el resto de hombres machitos del grupo. Pocos, poquísimos, se habían atrevido a metérmela por el culo. Algo que no entendía. Bien que a sus compartidas mujeres les hacían de todo por casi cualquier orificio…
-Está bien –respondí. Me separé de él y me acerqué a la nevera que tenía allí, junto a la mesa del ordenador. La abrí y descubrí que la botella de agua estaba vacía. –No queda agua. Tengo que ir a la casa –señalé por la ventana la enorme casa de mis padres.
-Te espero aquí –dijo él.
Con las mismas, me guardé la polla en la bragueta y, todavía sudoroso y con sabor a semen en la boca, caminé por el jardín. Alcancé la entrada del porche, que daba a la piscina y entré en la cocina. Allí, mi madre y Paola estaban sentadas, dando buena cuenta de sus ensaladas.
-Hola, Paola –saludé. –Hola, mamá.
-Hola, cariño.
-¡Dios mío, Valentín! –exclamó la mulata Paola. –Xana, tú hijo está grandísimo.
-Ya es todo un hombre –comentó mi madre, distraída, mordisqueando un trozo de lechuga, sosteniéndolo entre sus dedos, con aquellas impecables uñas pintadas de rojo vino.
-Gracias, Paola –comenté con descuido, tomando una botella de agua de la nevera y girándome hacia ellas.
-¿No comes con nosotras? –preguntó mi madre.
-Eh… Tengo un invitado en… la casa de la piscina –comenté.
Las dos se miraron y sonrieron.
-¿De quién se trata? –preguntó mi madre, curiosa.
-Mamá… -dije con cierta resignación.
-¿Es joven? –atacó Paola.
Sabía perfectamente que, si Marcos se ponía a tiro, mi madre acabaría cogiendome.
-Es un compañero de clase. Y no está en vuestro mercado –dije.
-Ohhhhh –dijeron las dos, divertidas.
-No te pongas a la defensiva –me regañó mi madre con una sonrisa burlona.
-Le llevaré de regreso a la ciudad y me quedaré a comer allí –expliqué.
-Perfecto. Porque necesito que me hagas un recado.
Mi madre se puso en pie y pude ver que tan sólo vestía la parte de abajo del bikini. Sus tetas iban al aire, tan sólo cubiertas por aquella especie de ligera bata de transparencias. Descubrí que Paola, la guapísima mulata cuarentona, estaba de las mismas guisas. Mi madre regresó del salón con una especie de estuche con forma cilíndrica.
-Tu tío Enrique me ha pedido que le acercara esto. Yo tengo cosas que hacer esta tarde… -dejó en el aire. ¿Follarse a alguien? ¡Seguro! –Así que podrías acercárselo. Son unos planos que se dejó esta mañana -Sí. Ya sé –recordé donde estaba aquella nueva obra de construcción de la empresa de mi padre.
Mi madre me pasó el cilindro de plástico y lo tomé en la mano que me quedaba libre.
-¿Quién viene esta tarde? –pregunté directamente.
Mi madre miró su pequeño reloj de oro en la muñeca y luego me miró a mí.
-En 45 minutos vendrá Gerry.
Asentí. Gerry era un inglés sesentón que había comprado una casa en la urbanización para disfrutar del buen tiempo y alejarse durante casi todo el año del grisáceo cielo plomizo de las islas británicas. Mi madre adoraba los encuentros semanales con él. El hombre no solo buscaba sexo. Las sesiones amatorias eran de lo más… tántricas. Aunque según mi madre acababa cogiendosela como un toro, con aquella pija corta pero terriblemente cabezona.
-¿Ese es el inglés al que le gusta metértela por el culo y correrse después de hacerte peeting durante horas? –dijo Paola, masticando su ensalada.
-Sí –sonrió mi madre, volviendo a tomar asiento y pinchando con su tenedor un crujiente croutón. –Quizás hoy sea algo más divertido. ¿Te quedarás? –preguntó mi madre a su amiga. –No sé si Damián vendrá temprano, pero se alegrará de verte.
-Y yo a él. Pero tengo cosas que hacer.
-Es una pena.
-Sí…
-Me marcho ya –dije, después de haber escuchado aquel cruce de proposiciones entre ellas. –Primero dejaré a mi amigo en su casa, luego iré a comer y después iré a la obra del tío Enrique.
-Perfecto, cariño –asintió mi madre, sin dejar de mirar su plato.
-Volveré sobre las nueve o algo así.
-Pediré a Mikaela que te deje una bandeja con la cena en tu apartamento –ahora sí me miró, sonriente. –Ya sabes que hoy es viernes. Aunque eres bienvenido si te apetece unirte a nuestra celebración.
La celebración de Venus…, pensé, arrugando la comisura de mis labios.
-Creo que no, mamá. ¡Gracias!
-Como quieras, cariño. Hasta luego –me despidió.
Con las mismas regresé a mi apartamento. Marcos continuaba en pelotas, sentado en la cama, tocándose sus exprimidos cojones. Al entrar, le miré. Él tenía una expresión extraña en el rostro.
-¿Qué? –le pregunté.
-¿Te apetecería repetir lo que hemos hecho hace un rato? –me preguntó.
Una sonrisa se reflejó en mi rostro.
-¿Quieres que te la coma de nuevo?
-Sí. Creo que sí –asintió él. –Pero ahora desnúdate tú también –me pidió.
Tardé nada y menos en soltar el estuche cilíndrico con los planos de mi tío y la botella de agua. Me saqué toda la ropa y Marcos me invitó a acercarme a él. Me tumbé contra su cuerpo desnudo. Noté el calor de su carne contra la mía y su pija poniéndose tiesa de nuevo. Lo mismo que la mía.
Mis labios encontraron los suyos y a través de mi nariz respire su aroma a macho.
-¿Y por qué no me la metes? –le pregunté con cierto tono de ruego.
Nos besamos y separamos nuestras bocas.
-Estás deseoso de que te metan una pija por el culo, eh –se admiró él, divertido.
-Una pija gorda… como la tuya…
-No. Todavía no –negó con la cabeza. –Chúpamela otra vez y cómete mi leche, ¿vale? Pero esta vez cómetela despacio. Quiero ver como la degustas poco a poco.
-Vale –acepté. Aquello era mejor que nada. -¡Eres un cerdo!
-Tú más…
Pasaban las cinco y media de la tarde cuando llegué frente al edificio en construcción con el enorme cartel de la empresa que llevaba mi apellido. Aunque en este caso se debía al tremendo emporio levantado con el esfuerzo y dinero de mi abuelo, y la buena mano para las finanzas del cerdo de mi padre.
La verja que rodeaba el recinto tenía una puerta que en ese momento estaba entreabierta y el terreno de acceso no era más que un lodazal de aspecto grisáceo que parecía papilla de maizena, seguramente a causa de la mezcla de yeso, cemento y demás materiales de construcción.
Dentro de aquel recinto se veía bastante ajetreo y, armándome de balor, con el alargado estuche cilíndrico colgando de mi hombro, respiré hondo y me lancé a mancharme de porquería mis maravillosas de color azul añil. Sabía bien donde encontrar a mi tío Enrique, en aquella caseta prefabricada que era su oficina y cuartel general.
Me crucé con algunos que otros obreros cargando carretillas de ladrillo o haciendo la mezcla, de los cuales algunas caras me resultaban vagamente conocidas. Aunque apostaba que para mi madre eran bien conocidas, pero… preferí no pensar en eso y, llegando a la prefabricada, toqué con mis nudillos en la puerta. Sin esperar respuesta, tomé la manilla, la accioné y me asomé dentro. Me encontré con tres caras curiosas.
Mi tío Enrique estaba de pie, tras su escritorio, vestido con pantalones vaqueros con algunas manchas de la obra aquí y allá, su camisa y su chaleco de obra. Al menos no llevaba puesto el casco, y sostenía en sus manos un fajo de billetes verdes. Frente a él, al otro lado del escritorio, había dos hombres de tez morena y robusta presencia. En un primer momento me dio la sensación de que su aspecto era maorí, lo que era una total estupidez. Me fijé mejor y descubrí que eran gitanos.
-Buenas tardes –comenté timidamente.
-¡Hombre, Valentín! –dijo mi tío efusivo. -¡Pasa, pasa! Y cierra la puerta, que estaba echando cuentas aquí con Gabriel y Ramón. –Los dos hombres gitanos me estudiaron con atención. –Es mi sobrino pequeño, Valentín. El hijo de Damián.
-Ah –dijo uno, el más grandullón, asintiendo con efusividad. –Sí.
-Hola –extendí mi mano, primero a ese y luego al otro. –Creo que no nos conocemos.
-No –negó el otro, que parecía igual de joven que el grandón, pero algo más guapo, a pesar de su poblado entrecejo. –Pero hemos estado en tu casa.
-Sí… Aha –asentí de forma estúpida. –Traía los planos que me ha dicho mi madre, tío –le dije a éste, que concentrado pasaba entre sus gruesos dedos billetes de 100 dolares, contándolos.
-De acuerdo –dijo de forma distraída. Sin dejar de contar. –Seiscientos… Setecientos… y ochocientos –finiquitó, haciendo un apartado con los billetes de su mano izquierda.
-¿Tu madre te ha dicho que trajeras eso? –preguntó el gitano grande, que si mal no había entendido se llamaba Gabriel y era algo mayor que el otro, más delgado pero fortachón y guapo.
-Sí.
-¡Muy servicial tu madre! –comentó divertido, y sabía perfectamente por donde iban los tiros. Los otros dos, el otro gitano y mi tío, sonrieron también.
-Deja al muchacho –les dijo mi tío.
-Sí. Mi madre es muy servicial. Lo mismo que yo –elevé mis cejas con chulería y descaro, lo que los dos gitanos no supieron muy bien cómo encajar. Mi tono había sido totalmente retador.
-Eso lo dice porque es maricón –comentó mi tío así, tan a la ligera, contando otros tantos billetes del grueso montón que ocupaba su mano. –Pero ha sacado lo mejor de su padre.
-¿Te va recibir? –me dijo el gitano guapo.
-Eso me lo guardo para mí –me negué a contestar con suficiencia, y mi tío rió con una pequeña convulsión, terminando de contar.
-Y ochocientos, Ramón. Esto es lo tuyo –dijo separando aquel otro montón y entregándole a cada uno de ellos uno. Pero sabéis que los uniformes es obligatorio que los uses.
-Entendido, jefe –dijo Gabriel, el grandullón, mientras que Ramón, el guapito, iba con pantalones vaqueros y sudadera blanca de Puma.
-Los tenéis en la otra prefabricada. Ire a buscarlos y probároslos –dijo mi tío Enrique, lanzándole unas llaves.
Los dos hombres, obedientes, se dieron la vuelta y salieron por la puerta, dándome tiempo a echar un vistazo a sus redondos culazos. Sobre todo el de Gabriel, grande y gordote como a mí me gustaban. Cuando se cerró la puerta, miré a mi tío.
-¿Y estos dos personajes?
-Son buena gente –respondió él. –Trabajan bien guardando la obra. Tienen sus contactos. Ya sabes. Así se cuidan de robar los que son… conocidos de ellos.
-Ya veo. –No están mal –comenté en voz alta. Siempre me gustaba hacer aquel tipo de comentarios delante de mi tío, el que hasta hace tan poco había sido uno macho alfa hetero en mi familia, algo más convertido y dúctil en los últimos tiempos.
-Valentín… -suspiró él, extendiendo su mano y pidiéndome el cilindro que contenia los planos.
Sin decir nada se lo pasé. Los extrajo con cuidado, los desplegó sobre la mesa y al momento negó con la cabeza.
-Pues no tengo ni puta idea de donde los habré dejado. Estos no son –se cruzó de brazos.
-Son los que me ha dado mi madre.
-Sí, sí. Y te ha dado lo que he pedido, pero no sé dónde he dejado los planos de la instalación eléctrica del parking. Tendré que telefonear al estudio –descolgó el teléfono, pero al momento colgó el auricular de nuevo. –De acuerdo –se decía todo a él mismo. –Primero vamos a ver si acabo con esos dos –se refirió a los potentes y masculinos guardas gitanos. -¿Me acompañas?
Como respuesta simplemente me encogí de hombros.
Mi tío salió de la prefabricada y esperó a que saliera yo para cerrar la puerta con llave. Después echó a caminar delante de mí y pude observar su culazo algo gordito bien embutido en su vaquero. Para estar bien entrado en los cincuenta el macho de mi tío Enrique estaba muy bueno. Era todo un papi. No me extrañaba que mi madre fuera tan devota de él y de su gorda pija. Esa que yo sólo había logrado catar en un par de ocasiones, sin que el muy hijo de perra me hubiera dejado bajar hasta la raja de su culo para zampármelo.
Mi tío se giró y me esperó para ponerme a su altura, sonriendo con picardía.
-Deja de mirarme el culo –comentó.
-No estaba mirando nada –mentí de mala manera.
Entonces llegamos hasta la otra caseta prefabricada, mi tío abrió la puerta y entonces vi maravillado aquel cuadro…
-Hablando de culos –dijo mi tío divertido, subiendo el escalón de entrada y pasando, y yo detrás de él, con el corazón a mil y satisfecho ante la visión de los dos gitanos buenudos quitándose los pantalones, con sus piernas al aire, los calcetines puestos, descalzos, y los calzoncillos. Y las sudaderas todavía en su sitio.
Contemplé el volumen de sus nalgas dentro de sus calzoncillos slip de algodón. Los de Gabriel eran azules y se ajustaban a un redondo culazo, más bien grande, como era todo él. Y los de Ramón eran blancos con líneas horizontales grises y granates.
Mi culo saltó dentro de mi pantalón. Tenían unos muslos con vello negro, sin ser exagerado, y en seguida supe con total consciencia de que aquellos tipos eran unos machos de los buenos.
-¡Jefe, esto no está en el contrato! –comentó Gabriel.
-¿El qué? –preguntó mi tío.
-Hacer un striptease al hijo del dueño –me señaló con un gesto de su cabeza.
-¿Y meter tu pija en el culo de mi madre estaba en tu contrato? –le pregunté con el fuerte carácter que en realidad era más un aguijón que me había servido de defensa durante largos años que mi verdadera forma de ser. Mi tío Enrique y Ramón, el gitano guapo, estallaron en carcajadas, mientras que el otro sonreía, seguramente buscando en su cabeza algo ingenioso que decir. Pero no le di tiempo. –Poca cosa he visto para pagar por ello. Un par de piernas velludas…
-Y es todo lo que vas a ver –cortó mi tío Enrique, acabando con el bardo y la tensión sexual creada con total rapidez. –Probalos los uniformes, apuresen. Tengo mil cosas pendientes.
-Mi madre está entretenida esta tarde si es una de tus tareas pendientes –solté con sarcamo, cruzándome de brazos, viendo como los dos gitanos tomaban sus uniformes de guardas de seguridad de color marrón oscuro. Estos dos rieron al escucharme.
-Tiene carácter el muchacho –dijo el tal Gabriel, subiéndose el pantalón y cerrando la cremallera, que quedó muy justa en la zona de su paquete. O debería decir paquetón.
-Es como su bendita madre –puntualizó mi tío Enrique.
-¿Ya te han dado pija, muchacho? Como a tu madre… -me interrogó el tal Ramón, el guapete, subiéndose también la cremallera de su pantalón.
-No tanta como me gustaría. Pero si te ofreces voluntario…
-Eso tampoco entra en mi contrato –rió el tipo, pero con cierta complicidad y un respeto tolerante hacia mi explícita sexualidad que me dejó bastante sorprendido.
-Está claro que aquí hay poco que hacer –solté resuelto. –Tío, si no me necesitas para nada más…
-Sí –me detuvo, viendo mi intención de marcharme. Sacó de su bolsillo del pantalón un manojo de llaves y me lo entregó. –Espérame en la oficina –se refirió a la otra prefabricada.
Con las mismas, giré sobre mis talones y salí, obedeciéndole. Llegué a la oficina y me senté en la silla que había tras el escritorio. Cinco minutos después apareció mi tío, cerrando la puerta tras de sí.
-¿Para qué querías que esperara?
-Hablaba en serio con lo de que tengo muchas cosas por hacer todavía. Creo que tendré que quedarme hasta bien entrada la tarde –explicó, y yo asentí automáticamente. ¿Y qué me quería decir con aquello?
Y, de repente, mi tío se llevó sus gruesos dedos a la hebilla de su cinturón, desabrochándosela.
-¿Qué haces? –pregunté, sin entender muy bien lo qué pasaba. O sin creérmelo, mejor dicho.
-Tengo la pija llenos de crema, sobrino –O me la sacas y la aprovechas como sé que te gusta o me casco una paja y la desperdiciámos. No sé si tu madre tendrá ganas de que me la coja si llego tarde a casa.
Mi madre siempre tenía ganas de que se la cojan,
Mi tío continuó desabrochándose el botón del pantalón, y después bajando la cremallera y dejándome ver parte de la tela de su holgado bóxer de tela blanca y minúsculos rombos granates. Mientras lo hacía, continuaba acercándose a mí, hasta colocarse frente a mi cara.
-¿Vas a comérmela? –me preguntó, mirando hacia abajo y yo hacia arriba.
-¿Qué otra cosa puedo hacer? –le interrogué con un susurro atragantado por la creciente excitación en mí.
-No lo sé –se encogió el de hombros.
-Siempre podrías darme a comer también de tu culo –propuse.
Mi tío me sonrió y sin más dilación arrastró su pija semi flácida pero ya marcando su equino tamaño hacia fuera, golpeando con su cabeza a medio despellejar en la punta de mi nariz, con un tamizado olor a pija y algo de orina.
-¡Qué hijo de puta resoplé!
-Cómeme la pija y sácame la leche.
-También quieres mi culo.
-Empecemos por lo primero, Valentín –dijo mi tío con paciencia, meneando su pija contra mis labios, los cuales se separaron, dándole acceso a mi boca. Al momento, comencé a succionar con fuerza, recibiendo el auténtico sabor de la pija de un macho de verdad.
Tosí, pero como tenia toda mi boca y mi garganta taponada de carne, densos chorros de saliva escurrían por mi barbilla hacia abajo y a la vez de babas bañaron la desordenada y salvaje cabellera púbica de mi tío Enrique, en la que enterraba toda mi nariz, aspirando el fuerte y profundo aroma de su entrepierna.

Sus bolazas velludas de semental se aplastaban también contra mi barbilla, gordas, chorreantes de las cataratas de salivas que salían despedidas de entre mis labios, cubriéndolas con aquella densa, semitransparente y a la par blanquecina película, lo que las hacía parecer más rotundas.

Mi tío jadeaba como un tremendo oso y yo me amarraba con fuerza a sus grandes muslos, apretándole su blanda carna peluda, dejándole intentar asfixiarme con su durísimo, sin conseguirlo, pues no me entraba más allá de la mitad. Demasiado gordo. Demasiado largo. Y su gigantesco capullazo se atrancaba cuando intentaba acceder más adentro.

Lágrimas recorrían mis mejillas. Me sentía congestionado conforme el hombre de confianza de mi padre y consentido amante favorito de mi madre me reventaba la boca como solo él sabía hacer. Con sus manazas rodeando mi cabeza, usándome. Pero pronto, con cierta piedad por su parte, me liberó de su empuje sin soltarme la nuca. Creí que había sido por piedad. Pero estaba muy equivocado.

Miré hacia arriba y descubrí su camisa todavía puesta. Estaba sentado sobre el borde de su mesa y sonreía en dirección a la puerta. Giré mi cabeza, sorprendido.

-Ya estabas tardando –dijo mi tío.

-¡Joder, jefe! ¡Y esto!

–exclamó Ramón, el atractivo guarda gitano.

Tanto él como el grandote Gabriel volvían a vestir su ropa de calle y nos miraban.

-Entra de una puta y vez y cerra la puerta, y dame las llaves de la prefabricada y largate de aquí –dijo mi tío autoritario. –Mi sobrino me tenía ya a punto de caramelo –explicó, tomándose su chorreante pija y pajeándoselo frente a mi cara.

Los dos gitanos se miraron el uno al otro y, sin decir nada, Gabriel, el grandullón, le lanzó las llaves a mi tío, que las agarro al vuelo.

–dijo mi tío Enrique. –Les ofrezco esta boquita que la van a desperdiciar? –me sujetó de repente por la barbilla y me hizo ofrecer mi boca a los ojos de aquellos dos gitanos.

Los dos volvieron a mirarse el uno al otro con escepticismo, lo que hizo a mi tío reaccionar de inmediato.

-Cien dolares por cabeza y son el regalo para mi sobrino –levantó el culo de la mesa mi tío.

-Doscientos por cabeza –negoció Ramón.

-¡Hecho! Pero le dara lo que yo diga –aceptó rápidamente mi tío.

Los guardas se miraron y entonces asintieron. Miré a mi tío y sonrió antes de hablar, dirigiéndose a mí.

-¿No querías culazos de macho, Valentín? –me dijo él, tomándome totalmente desprevenido. No me esperaba aquel giro de la situación. –Pues aquí tienes dos de los buenos, ¿verdad, muchhachos?

-¿Quiere culo el niñato? –preguntó Ramón.

-Sí, quiero culo –reaccioné al fin, y por el rabillo del ojo descubrí la cabeceante pija de mi tío, que por momentos parecía estar más blanda y encogida.

-¿Cuál quieres primero, sobrino? –me preguntó mi tío. –Puedes aprovechar mi regalito.

-Gracias, tío –le sonreí, para girarme hacia los dos gitanos con mirada retadora. Antes de girarme de nuevo a mi tío, a quien tenía ganas de apretar un poco más. -¿Por cuál crees tú que debería empezar?

-Pues… No lo sé. Depende de a quién le tengas más ganas de los dos –les valoró él con la mirada, mientras los otros dos esperaban expectantes. El gigantesco Gabriel de brazos cruzados y el atractivo Ramón con las manos en la cintura de su pantalón.

-Dímelo tú, tío.

-Pues… Quizás deberías empezar por Gabriel.

-¿Por qué por mí? –preguntó éste.

-Porque tienes el culo más gordo de los dos y llevará más tiempo zampártelo.

-No te creas, tío –valoré con una velada sonrisa en la cara. –Manu también tiene un culo grande y gordete y me lo como en seguida –me referí a mi primo Manuel, el hijo pequeño de mi tío Enrique. Pero mi tío no dijo nada ante aquella provocación, simplemente hizo una seña a Gabriel, que dio varios pasos hasta nosotros y nos dio la espalda, con su culazo a un palmo de mi cara.

-¿Me quito el pantalón o me lo quitas tú? –me preguntó el tipo con su cavernosa voz.

-Lo hago yo –le informé, sujetando la cintura elástica de su pantalón negro de chándal, que ya de por sí embutía su tremendo culazo, y la bajé lentamente.

Apareció ante mis ojos un enorme y redondo culo dentro de aquel slip de algodón azul. Le coloqué el pantalón del chándal casi en sus rodillas y admiré aquellas nalgas en todo su esplendor durante unos minutos. Sin dudarlo, paseé mis manos por los velludos y grandes muslos de aquel búfalo y escalé hasta la delgada cintura de su slip. Tiré de ella y entonces descubrí el tremendo tesoro.

-¡Jode! –mascullé.

-Vas a tener trabajito –bromeó mi tío Enrique, que vi arquear sus cejas cuando las peludísimas nalgas de Gabriel quedaron al aire. -¡Vaya pelambrera!

Gabriel y Ramón rieron.

-Ni que tú no tuvieras pelos en el culo, jefe –se carcajeó el gitano.

-Tengo pelos en el culo, pero no tanto como tú –replicó mi tío Enrique.

-Muéstraselo –le sonreí, animándole a hacerlo.

Gabriel giró levemente su cabeza cuando no escuchó a mi tío decir nada. Éste, con un movimiento rápido se volteó ligeramente, mostrándonos sus velludas nalgas para girarse nuevamente.

-Casi no ha dado tiempo –me quejé.

-Valentín, déjate de perder el tiempo en boludeces y disfruta de mi regalo, que para algo estoy pagando por ello.

-No seas así, tío…

-El gatito ha salido juguetón –participó Ramón, que parecía entretenido con la situación.

-¿Por qué no te colocas junto a Gabriel y comparamos? –propuse.

Mi tío Enrique soltó un suspiro y puso sus ojos en blanco, antes de avanzar con decisión. Al fin y al cabo era su sobrino pequeño, su favorito, y aunque casi siempre me decía que no, a veces… accedía. Así que de repente tuve frente a mí dos enormes y tremendos culazos. Ambos redondos, ambos bastante velludos, más bien gordetes.

Ni que decir tiene que el más velludo era el de Gabriel, con aquel recio vello negro. Mi tío no tenía tanto. Acaricié levemente las nalgas de ambos y entonces mi tío acabó con el jugueteo.

-¡Vamos! Disfruta de ese culo de una puta vez. ¡Venga! –empujó mi cabeza hacia las nalgas de Gabriel, que al notar mi caliente cara entrando en contacto con sus nalgas, empujó ligeramente hacia detrás y mi nariz y mi boca acabaron penetrando en la honda hendidura que formaban sus gordos cachetes. Era como si la punta de mi lengua, sacada levemente, no fuera a llegar nunca a contactar con su ojete. Pero lo hizo. O eso parecía, porque el manglar velludo era denso.

Una bofetada del aroma más íntimo de cualquier hombre, aquel que se oculta entre unas sudadas nalgas, con unos sudados huevos cerca, entró de lleno por mi nariz hasta mi cerebro. Me pareció fuerte, como pocos tan intensos de los que había percibido hasta entonces. Noté un ligero desagrado que apenas fue fuerte en comparación con el morbo que sentí.

Al recoger aquel sabor con mi lengua no logré identificar su gusto. Era intenso, salado, fuerte, embriagador. Y el hijo de puta del gitano puso su culo en pompa.

-¡Jodé, primo! Me está lamiendo el ojo del culo… el cabrón –informó Gabriel en voz alta. –Come así… ¡Come! –me animó.

Fuera de toda predicción, y sin ser consciente de ello, un minuto después tenía junto a Gabriel a Ramón, con sus pantalones y calzoncillos blancos con cenefas bajado hasta los tobillos y esperando a que descubriera su culo.

Al separarme sofocado del culazo del gigantesco gitano me encontré con aquellas otras dos nalgas redondas y tonificadas, sin apenas vello, a no ser aquel que encontré a lo largo de su raja y alrededor del ojete. Un ojete rosado y cerrado que se mostró vergonzoso y tímido cuando mi puntiaguda lengua pujó por colarse dentro. Por eso regresé al grueso botón marrón que tenía por agujero del culo Gabriel, que ante mi húmedo contacto, se abrió perezoso, pero permitiéndome entrar.

-¿Cuál te gusta más? –me preguntó mi tío, y me separé del culazo de Ramón para contestar, pues había vuelto a él para ver si ya, al segundo contacto, su ojete estaba menos reticente. Pero tuve clara la respuesta que debía dar.

-El suyo –señalé a Gabriel, separando sus nalgas y lamiéndole toda la raja. El gitano sonrió mirando a Ramón.

-¡Qué cabrón! –dijo este último.

-Eso me parecía –se mostraba divertido mi tío, acariciándome la cabeza y la nuca. –Pues disfruta. De los dos.

-Eso hago –dije, entre lamida a uno y a otro.

-¿Os gusta cabrones? –les preguntó ahora mi tío Enrique a los dos guardas gitanos. -¿Os gusta lo que os hace mi sobrino?

-Al principio pensamos que le íbamos a dar polla, jefe –señaló Ramón. –Como se la estabas dando tú…

-A mi sobrino le gustan las pollas –se puso mi tío frente a ellos. –Pero con esos gusanos fláccidos que tenéis –observó sus penes blandos- poca cosa podéis ofrecer. Así que dejadle que se harte de culo.

-Sí. Que coma todo lo que quiera –asintió feliz Gabriel. -¡Da un gustito…!

-Nunca os habían comido el ojete, ¿verdad? –les preguntó mi tío, sabiendo que era más una afirmación que una pregunta. –Pues aprovechad.

-¿Tú no vas a acabar, jefe? –señaló Ramón el cipote adormilado de mi tío Enrique.

-No, cabrones. Tengo que dejaros aquí porque debo bajar al sótano. Cuidad de mi sobrino. ¡Hasta que se canse!

-Tío –dije, separándome de aquellos dos morenos culos y poniéndome en pie. -¿Te vas?

-Tengo cosas que hacer, Valentín. Disfruta de los chicos. El tiempo que quieras, ¿de acuerdo? –advirtió.

Los dos gitanos, dándose por aludidos, asintieron.

-Pero no demasiado tampoco, jefe, que se nos va a poner el culo como a un mandril.

-Con lo que chupa esta puta para fuera… -soltó un sonrojado Ramón.

-Tengo que marcharme –se metió el cipote mi tío dentro del pantalón y cerró su bragueta, entristeciéndome enormemente.

-De acuerdo –dije apenado en parte, aunque minutos después, con toda mi cara chorreando de mis babas y frotándola contra las rajas peludas de aquellos dos culazos de gitanos, se me pasaron todas las penas. No tardaría demasiado en correrme en el pantalón y que aquellos dos hijos de perra me dieran un par de cachetes en la cara, largándose de allí con todo tipo de insultos hacia mí y hacia mi ausente madre.



aclaro que es un relato inventado no es real

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