Monja en pleno extasis

MONJA EN PLENO EXTASIS



-¡Hermana!- Gritó uno de sus compañeras- ¡Deje eso, hay mucho calor!

-¡No se preocupe, estoy bien!- Exclamó revitalizada por una energía inquietante, sin dejar de quitar las malas hierbas con sus propias manos. La tierra había entrado por entre sus uñas provocándole un suave e intenso dolor en sus níveos y cortos dedos.

Sí, hacía mucho calor. El sudor se escapaba por entre su coronilla y el velo azul, que gracias a Dios (bendito sea su nombre) era liviano y dejaba entrar la austera brisa de verano. Bajo los habitos, su cuerpo también sudaba copiosamente. Por sus axilas, por la columna de su espalda, por debajo de sus pechos, por entre sus muslos…

No. Todo su cuerpo se encontraba exultante de vitalidad, vitalidad que el Padre le entregaba a despojos a pesar de sus bien avenidos cuarenta y cinco años, aunque ella sabía que ese extraño calor que no la abandonaba no provenía de Él; provenía de algo más oculto, algo más silencioso, que soplaba un viento tibio desde el sur de su cuerpo, y se propagaba a todas sus extremidades.

“Quitando la mala hierba de raíz, no nacerá de nuevo” Se decía, fabricando una conversación consigo misma, “Y aunque la lluvia riegue de nuevo esta tierra, ella permanecerá libre y limpia.” Deseaba ahogar esos pensamientos rebeldes que se le colaban por la mente. Eran extraños, se le aparecían por la noche, entre sueños fugaces que olvidaba en cuanto despertaba, pero que le dejaban el vientre inquieto y pujante, con una vivacidad que sólo podía aplacar con el ayuno y el trabajo duro. Esa era la forma de enseñarle al cuerpo y a la mente la disciplina, y a cambio, el espíritu se fortalecía para gracia del Señor (bendito sea su nombre).

Enjugando la manga con el sudor de su frente, admiraba su labor de días con satisfacción. Solo ella había barrido todos los pastizales del monasterio. El atardecer se estaba colando por el cielo, dejando caer consigo un manto de fino hielo, que avisaba que el día acababa y la noche comenzaba.

-Teresa, ¿Te encuentras bien?- Preguntó la hermana Gloria, con seria preocupación en sus ojos verdes.

-Más que bien hermana.- Respondía en verdad feliz.- Sólo he “estado acarreando el agua”.

-¿Cenarás antes de irte a dormir?

-No, tan sólo me lavaré.- Obsequió una sonrisa tranquilizadora a la anciana monja y se encaminó a los cuartos de baño.

Que tiernas eran las hermanas. Conocedoras de sus baños luego del trabajo, le habían llenado la tinaja de agua caliente, y habían dejado sendos paños blancos para limpiarse la mugre.

Se desvistió sin querer mirar a la pared de enfrente, evitando así la imagen de su cuerpo desnudo. Aunque sabía que el reflejo de la única pared de piedra revestida en alabastro era difuso y oscuro, prefería no aventurarse a adivinar sus formas. Se limpió con parsimonia cada recoveco demorándose inconscientemente en los cosquilleos de su entrepierna.

Despidiéndose de las hermanas, se dirigió a su celda sobria y taciturna, sin ápice de vida, a excepción de la pequeña ventana situada a los pies de su camastro, donde podía regocijarse ante la vista de los pastos sin hierbas malas. Junto a la cabecera de su cama, un pequeño velador roído por los años, cuya única función era sostener la palmatoria y guardar las sandalias de descanso. Colgó sus habitos y se colocó un camisón blanco, que la cubría por debajo del cuello hasta los talones. Amarró su larga cabellera oscura y rizada, que sólo se veía empañada por algunos mechones canos; con una cinta del mismo color que el camisón. Se arrodilló a los pies de la cama y procedió a rezar arduamente.

Le pasaba con facilidad. Era tanto su pasión, que flotaba en éxtasis. Pedía con fervor y se entregaba con fervor. Desde pequeña supo su vocación, sentía en el pecho el llamado de su Señor (bendito sea su nombre). Quería sentir el martirio de los grandes santos. La vida la había premiado con momentos difíciles, poniendo a prueba su fe, pero ella había salido airosa de todo aquello y su espíritu se veía fortalecido y con más fuerza para someterse con devoción a los designios de Dios (bendito sea su nombre).

Cuando comenzó a perder el hilo de sus oraciones, producto de la inconsciencia del sueño, supo que debía dormir. No podía dejar de sentir un resquicio de frustración en su interior cada vez que le ocurría, su cuerpo no era tan joven como su alma, impidiendo que se entregara con más ahínco a sus obligaciones. Su mente y su cuerpo sufrían limitaciones que ya no podía pasar por alto. Antes no dormía por orar, sin embargo, ahora su ser le estaba pasando la cuenta y le exigía el descanso.

A pesar de todo, sintió complacencia. Sabía que dormiría hasta la mañana siguiente, y planificando el día que se le avecinaba, se hundió en un profundo sueño.

Una luz traspasó sus párpados. ¿Una luz? ¿Estaba soñando de nuevo? Apretó sus ojos para seguir conciliando el sueño con tranquilidad, pero no pudo. La luz era resplandeciente y parecía quemarle el rostro. Los abrió de par en par y aguantó la respiración, estupefacta. Su habitación aparecía bañada por una luminiscencia abrumadora. Las paredes grisáceas de su celda fueron reemplazadas por la claridad de un sol divino y cegante. Tras un chispazo de lucidez, trató de incorporarse, pero una mano desconocida se posó en su pecho, impidiéndoselo. Miró a su izquierda y perdiendo toda coherencia y cohesión con su cuerpo, se dejó caer sobre el colchón, pasmada por la visión.

Junto a su camastro, un ser halado de rostro impasible la observaba con una silenciosa determinación. Su cabello dorado le caía hasta los hombros. Su quijada firme y cuadrada no podía esconder la carnosidad de sus labios rosados. Su nariz era recta, perfecta, y sus ojos era de un celeste tan claro como el cielo despejado tras una tormenta. Sus pestañas eran tan largas que ensombrecían un tanto sus mejillas al bajar la vista hacia ella. A pesar de la severidad de su rostro, sus ojos guardaban un rasgo infantil, que se veía reforzado por las ondulaciones de sus cabellos, cayéndole algunos por encima de los ojos.

Su torso pétreo aparecía desnudo, cubierto torpemente por una túnica semitransparente que le atravesaba el pecho, para perderse detrás de su ancho hombro. Sus brazos parecían tener una fuerza hercúlea. Su piel era blanca como la loza y tan tersa como el mármol. Todo él, todo su cuerpo era rodeado por un aura celestial centelleante, que parecía emanar un calor sobrehumano. Era hermoso. La mano que él posaba sobre su pecho parecía arder, pero era tal su desconcertación que ella no emitió quejido.

Teresa se hallaba cono los ojos abiertos, aturdida, incapaz de pensar en algo que no fuera la figura que estaba a su lado. Todo su cuerpo parecía muerto, aunque sus manos se aferraban con fuerza a sus sábanas.

Cuando el ángel pareció asegurarse de la quietud de ella, retiró su mano. La observó durante unos segundos interminables, e inclinándose un poco hacia delante, retiró las colchas que cubrían el cuerpo de Teresa. Las fue doblando con delicadeza y tranquilidad hasta su fin. Ella sólo lo miraba, embobada por su hermosura. El ángel, irguiéndose, dibujó un conato de sonrisa en sus rollizos labios y los dedos de su mano izquierda se deslizaron por el empeine de la monja, subiendo por la su pierna, hasta llegar a su muslo, arrastrando consigo su camisón. Teresa cerró los ojos, paralizada por las sensaciones que le provocaba aquel contacto, el calor inhumano de su entrepierna volvió a aparecer y se sintió húmeda. La piel de aquel ángel era parecida a la seda, resbalaba por su cuerpo anhelante, ¿anhelante de qué?

Su caricia se detuvo en su vientre. Le acarició con ternura sin perder de vista los ojos de la hermana. Posó su mano en su bajo vientre, donde el calor se extendía, tratando de apaciguar el sufrimiento de ella. Su mano era tan grande que parecía cubrir todo su abdomen. Sus dedos se movieron, colándose por su vello púbico, hasta llegar a la cúspide de su entrepierna. Teresa soltó un gemido gutural, sorprendiéndose por su reacción. El ángel volvió a sonreírle con gracia. Levemente, con dos de sus dedos abrió sus labios y con el pulgar acarició su clítoris. La hermana cerró los ojos, absorbiendo la ventisca ardiente que se propagó por su cuerpo y volvió a gemir sin abrir la boca. Él volvió a acariciarle allí y siguió subiendo, rozando con sus yemas la piel de ella.

El pecho de Teresa subía y bajaba, frenético y ansioso cuando el ángel volvió a detenerse, esta vez entre sus pechos desnudos. A pesar de sus años, su cuerpo permanecía limpio e inmaculado, señal de una vida de consagración y claustro. Sus senos pequeños caían hacia los lados, con los pezones duros. Él, movió sus dedos con calma y completa atención en lo que estaba haciendo. Con el dedo índice, recorrió la aureola del seno derecho, como si estuviese dibujándola nuevamente, luego, con firmeza, aprisionó su pezón. Envuelta por una ola de placer, gimió esta voz en voz alta. El ángel se inclinó hacia Teresa, y con su lengua dio un lametón suave y lleno de curiosidad al pezón. Ella respondió arqueando su espalda y agarrotando aún más sus manos a las sábanas. Lo hizo un par de veces más y como si estuviera ansioso, succionó su seno emitiendo pequeños ruiditos que excitaron aún más a la monja. La boca del ángel era tan cálida y delicada. Aplastó el pezón contra su paladar con la lengua, succionó nuevamente para luego liberar el seno de aquel suplicio culpable. Lamiéndolo por última vez, volvió a erguirse y observó maravillado a Teresa.

Colocó una de sus manos entre los muslos y fue abriéndolos sin resistencia por parte de la monja, pero ¿Quién podía resistirse ante tal mimo y amor que ponía aquel ángel en cualquier movimiento o mirada? Giró sobre sí mismo, y al hacerlo, Teresa por fin reparó en sus alas con detenimiento. ¡Qué majestuosas eran! No existía blanco más blanco que el de aquellas alas. Eran simétricas y cada plumas parecía estar contabilizada, las alas eran anchas en su comienzo y se cerraban como un triángulo invertido hasta una restante y solitaria pluma. Cada ala parecía pesar una enormidad, pero el ángel se desenvolvía con naturalidad, como si sólo fueran adorno, que resaltaba su divinidad.

Se situó entre sus piernas y redirigió la mirada a la humedecida entrepierna de la hermana, ella creyó sonrojarse, pero la pasión le impidió sentir el diminuto calor del rubor. Él posó ambas manos sobre sus muslos y fue subiendo hasta su intimidad. Con los pulgares abrió su entrada, empujando contra su clítoris. Teresa soltó un gemido de satisfacción. El ángel doblándose, con una curiosidad renovada, pasó su lengua por su vagina entre abierta, saboreando el fruto de la excitación. La monja alzó la pelvis inconscientemente, tratando de absorber la caricia en su totalidad. Cuando él alzó su cabeza, una sonrisa abierta y sincera cubría su bello rostro. Un rostro que derrochaba gratitud y amor y algo más desconocido por ambos.

Ella quiso acariciarle, pero se percató de una extraña fuerza que le obligaba a estar quieta, aplastada contra la cama. La sonrisa del él se acentuó aún más. Se removió entre sus piernas, acomodándose más arriba y luego, subiéndose la túnica hasta su cintura, dejo ver su poderoso miembro, erectado por encima del ombligo.

Teresa ahogó un grito y cerró los ojos. Uno de sus corazones latió con fuerza, el otro, situado en su entrepierna, palpitaba frenético de expectación. Sin abrir los ojos, sintió como el ángel se cernía sobre ella y posaba ambas manos, una a cada lado de su cabeza. El cuerpo del ángel expedía un extraño aroma, como a tierra húmeda, a lluvia y a flores… a naturaleza. Olisqueando aquel aroma estaba, cuando sintió un intruso en su intimidad, abrió los ojos, alarmada, pero al encontrarse con aquel rostro sereno y complacido, perdió la dirección de todo y se dejo arrastrar por la lanza ardiente del ángel. Su cuerpo aceptó la penetración delicada de ese cuerpo caliente, que parecía arrasar con la cordura de la monja. Introduciéndose al completo dentro del pequeño cuerpo de Teresa, el ángel miró a los cielos y dejó relucir una sonrisa de satisfacción, mientras que ella gemía sin vergüenzas.

Él movió sus caderas con lentitud, desatando otro tipo de frustración que la hermana no conocía. Sí, aquel ángel estaba saboreando ese cuerpo terrenal, estaba disfrutando del placer mundano, al igual que ella. A cada lenta embestida, la monja lo acogía con ardor, deleitándose. De pronto, sin motivo aparente, el ángel bajó su mirada hacia ella y comenzó a penetrarla con fuerza, con rapidez, sin miramientos. Cada vez que se introducía en ella, parecía llegar hasta su propio corazón, tocarlo, atravesarlo y detenerlo todo por un segundo entero, arrastrando todo consigo, hasta que volvía a penetrarla con brío, dejándole todo su interior abrasado por su radiación, por la radiación del ángel. Era tan placentero, que llegaba a ser doloroso. La monja gemía por la liberación.

Él volvió a sonreírle con extrema gratitud. Le dio un dulce beso en su frente sudorosa y volvió a mirar el cielo, sin muestras de cansancio, sin muestras de sudor, sin muestras de ser humano. Teresa cerró los ojos y se desvaneció en torno al ángel, se derritió por dentro y lanzó un quejido profundo y libertador. Ese era el poder de los cielos, era el poder del Señor (¡Oh! ¡¡Bendito sea su Nombre!!).

Él no cesó en sus embestidas, pero cuando llegó a su punto más álgido, cerró sus ojos, hizo desaparecer su sonrisa y su rostro se tornó irrealmente bello, glorioso. Extendió sus alas como si se preparase para el vuelo, y una luz, la misma luz resplandeciente que lo acompañó a su llegada, los envolvió y el ángel, denotando su único punto humano, se desvaneció dentro de ella, provocando un segundo clímax en la hermana. Luego, inexplicablemente el ángel desapareció, llevándose consigo todo rastro de divinidad de aquella habitación.

Teresa despertó con ojos salvajes, con el corazón en la boca. Buscó con frenesí por su pequeña celda rastro de aquel halado intruso… ni rastro. Sólo la luz que se colaba por su ventana, anunciando un nuevo amanecer. ¿Fue un sueño? No podía ser. Se destapó y palpó su cuerpo sudoroso. Se tocó entera, por los mismos sitios en que el ángel la había tocado. Descubrió la humedad de su pierna y supo que fue real, de alguna forma, todo aquello fue real. Su corazón saltó de alegría. Se vistió con rapidez y fue en busca de Pedro Ibáñez a contarle la buena nueva.

1 comentario - Monja en pleno extasis

entrajevas
y cual es ese tipo en un convento??
el que se sopla a las monjas
jajaja
muyalpedo2010
Jajajajaja, gracias por comentar y por los puntos, pero principalmente, gracias por disfrutarlo !!!!