Tiempos duros 3

VII
Y ahora, encerrado en el calabozo donde espero mi triste destino, mi alma se acongoja al recordar aquellos tristes hechos y se empequeñece hasta el tamaño de un guisante, mientras escribo en estos arrugados papeles lo sucedido.
Aquella infausta noche, larga y dolorosa para Julia y para mi, la pasé despierto, sentado a veces junto a lo hoguera y casi siempre afuera, mirando las frías y distantes estrellas.
Mientras, Elías desnudó a Julia con la brusquedad que siempre acompañaba a sus actos y la besó babosamente. Ella era como una pequeña muñeca en sus gigantescas manos.
La puso sobre la cama, arrodillada e inclinándola hacia adelante, ató sus manos al cabezal metálico de esta. Se quitó el cinturón después, diciéndole:
-A las esclavas hay que domarlas, haga o no haga falta.
Tomó el grasiento y mal oliente pañuelo que llevaba alrededor de su enorme cuello y la amordazó con este, añadiendo:
-No queremos molestar a mi amigo, ¿verdad, esclava?
Y comenzó a azotarla con su cinto. Los glúteos de Julia se tornaron rojos, mientras ella intentaba desesperadamente llamarme.
Elías se quitó después el enorme pantalón, semejante a la carpa de los circos ambulantes que pululan por estos tiempos y su enorme calzón cayó, maloliente, al suelo. Julia vio, aterrorizada, aquel enorme pene, enarbolado cual flamígera espada.
El gigante agarró la cintura de la esclava y su miembro penetró, imparable y doloroso, el ano del aquel delicioso cuerpo.
Yo seguía ajeno a todo aquello, pensando que mi amigo la trataría con delicadeza y amor. ¡Iluso de mí!
Le dio Elías la vuelta a mi Julia, colocándola tumbada sobre su espalda, sin desatarla y le quitó la mordaza. Ella intentó gritar entonces, pero aquel grueso miembro la calló, cegándole la garganta. A punto estuvo ese bruto de ahogarla, pero aún no satisfecho, volvió a amordazarla, para dedicarse entonces a sobar sus hermosos pechos. Las babas del gigante caían sobre el cuerpo de la triste esclava, llenándola de asco, mientras su monstruoso pene entraba, destrozaba y hería al sensible sexo de mi amada. Por fin, le llegó el dorado éxtasis al hombre, dejándose caer sobre ella, impidiéndole casi respirar.
Agotado, se durmió así, mientras Julia lloraba y deseaba que yo la librase de aquel tormento. No fue de ese modo, pues un rato después, Elías despertó y lleno de renovadas fuerzas, prosiguió con el ataque a la belleza sometida, repitiéndolo innumerables veces en aquella triste noche.
Ya de mañana, con el sol ya muy alto sobre el horizonte, la puerta del cuarto se abrió, saliendo de esta un exultante y feliz Elías.
Entré como rayo a la habitación, encontrando a Julia llorando, atada de pies y manos y amordazada. Su cuerpo estaba de lleno de moratones y marcas de azotes y golpes.
La desaté y furioso, le grité a mi ya ex amigo.
-¡Maldito seas, Elías! Eres un animal.
-Lobo. No seas tonto. ¡Solo es una esclava!


Durante un par de días más, Elías siguió invitado en mi casa, a pesar de Julia y de mi mismo. No quise tirarlo de nuestra casa, por la ley de la hospitalidad. Él, insolente, solicitó de nuevo usar a Julia, negándome yo en redondo a ello. Lo aceptó en una tensa situación, con una cínica sonrisa.
La última jornada que siguió en nuestra casa, me pidió que le acompañase a un lugar entre las ruinas, donde aseguraba haber encontrado algo interesente para mi. Quería, decía, reparar de algún modo lo que le había hecho a Julia. Lo acompañé, confiado en que Elías hubiese superado la idea de poseerla de nuevo. De camino, me preguntó:
-Dime, Lobo, ¿cuanto pides por esa esclava?
-¿Por Julia? Olvida esa idea.
-Ya se que es una chica especial, pero, ¡solo es una esclava! ¡Venga! Seguro que tiene un precio.
-Ni lo sueñes. Espero envejecer junto a ella. Me casaría con ella si fuese libre. No sabes como la amo
-Eso parece. Si, tristemente. En fin, sigamos.
Llegamos por fin a una inquietante ruina, donde penetramos. Nos acercamos al borde de una sima situada en el centro mismo del destrozado edificio y me preguntó de nuevo.
-¿Seguro que no me la vendes?
-¡Maldita sea, Elías! Deja eso ya.
-Está bien. Solo quería intentarlo de nuevo. Mira entonces la máquina que hay en el fondo.
Me asomé a la sima, sin divisar nada.
-¿Donde, Elías?, -pregunté girándome.
Entonces vi aquel enorme cuchillo en su mano.
-Lo siento, Lobo. No es nada personal, pero tu esclava me ha vuelto loco.
Agarró con una de sus enormes manazas mi nuca, acercándome a su corpachón y clavó el puñal en mi vientre.
Yo, aún incrédulo, me quedé mirando sus fieros ojos.
-Adiós, Lobo, -dijo Elías sonriente.
Y dándome un empujón, me lanzó al fondo de la profunda sima.

VIII
Es curioso lo lento que transcurre el tiempo, en situaciones semejantes. Como si fuese a cámara lenta, yo caía en la sima, viendo el enorme corpachón de Elías haciéndose cada vez más pequeño. Sentí entonces un golpe en uno de mis costados, al chocar con los restos de una viga que sobresalía y recuerdo como intenté, desesperadamente, agarrarme a esta, sin poder conseguirlo. Continué cayendo con lentitud y de repente, llegué al fondo de la sima. Alguien, no se por qué motivo ni por qué razón, había amontonado unos cuantos viejos colchones allí y gracias a eso, salvé la vida. Elías no me veía en la oscuridad de la sima y me dio por muerto.
Entonces toqué la herida en mi vientre e introduje mis dedos en esta, sacándolos llenos de sangre. Me sentí cada vez más débil y todo se hizo oscuro. Noté el miedo en mi ánima y una profunda tristeza por Julia fue lo último que recuerdo.
Luego, pasó no se cuanto tiempo, hasta que escuché una voz conocida.
-¡Lobo, Lobo! ¿me dejas follarme a tu esclava?
Me desperté definitivamente y abrí los ojos. Los rayos de sol entraban entonces en la sima y aprecié iluminada la cabeza calva y huesuda de Pancho, allá arriba. Saqué fuerzas de no se donde y grité.
-¡Si, Pancho!¡ Podrás fallártela, si llamas a Ferrer!
Aquella vieja cabeza, sonrió alocadamente y partió de inmediato.
Pancho nos había visto entrar juntos en las ruinas y al ver salir solo a Elías, se sorprendió. Merodeó por estas y me encontró horas después. Tras pedírselo yo, regresó con Ferrer, con Noa y con su marido. El médico bajó con una cuerda y me hizo una primera cura. Consiguieron sacarme de allí entre los cuatro y me condujeron a la casa de Ferrer. Yo quería partir de inmediato, pero este me lo impidió.
-Lobo, ¡no estas muerto de milagro! Tienes tres costillas rotas y golpes por todo el cuerpo, además de la herida en el vientre. Sí vas en búsqueda de Elías, no duras ni una hora. Además, ¿que posibilidades tienes tú así contra él?, -me dijo este.
Estuve una semana en su casa, reponiéndome. En cuanto me sentí fuerte, salí de allí de inmediato. Petrus, el alcalde, me aconsejó:
-Lobo. Si vas a matar a alguien, que sea en la zona prohibida y que nadie se entere. ¡Puedes tener problemas!
-Los problemas los tendrá Elías, me temo, -aseguré.
Unos vecinos habían visto como se llevó atada a Julia, montada en mi caballo. Se apropió también del dinero que encontró y algunas de mis armas. Cogí parte del dinero que Julia había escondido, compré otro caballo y tomé otro viejo fusil de asalto que poseía, así como una pistola Astra de nueve milímetros. Estas armas las encontré junto a los cadáveres de unos militares en la zona prohibida. Las revisé apresuradamente y partí de inmediato. Tenía un objetivo claro, la casa de Elías en el borde mismo de la frontera de la zona prohibida
Dos jornadas después, en la oscuridad de la noche, tras atar el caballo a un árbol lejos de esa casa, entré en esta como un vendaval.
No había nadie, aunque la ceniza aún estaba caliente. Pensé que quizás me había visto venir o que tal vez me intuyó. Luego supe que Matías el cojo le había avisado y salió de allí huyendo, llevándose a mi mujer. Eso aumentó mi ira.
Seguí su rastro, temiendo que él, al verse acorralado, le hiciese algo a Julia. Eso provocó que yo me comportase más sigiloso, más cauto, pero sin cesar la persecución.
Pero sucedía que siempre llegaba adonde habían acampado, cuando ya habían partido. Por poco tiempo, pero tarde. La búsqueda empezó a alargarse, afectando a mi cabeza. Mi aspecto cambió del hombre civilizado que Julia me había convertido y volví a ser aquel bárbaro asilvestrado que antes de conocerla era. Mi mirada se enfrió, dejando ya de ser la de una persona, convirtiéndose en la de una fiera salvaje, llena de ira y odio.
Pasaban los meses y no daba con ellos. Estaban cerca, lo sabía, pero no conseguía nunca alcanzarlos. Entonces cambié de estrategia, no les seguí más. Esperé, como una araña en su tela, a que volviesen a pasar cerca de mi. Fui paciente como un gato en un lugar por donde estaba seguro que aparecerían alguna vez. Solo era cuestión de tiempo.
Y ese tiempo llegó.
Por fin, en un frió atardecer, divise con los prismáticos desde lo alto de una montaña a dos caballos con dos personas montando en estos. Una de estas era enorme. Conforme se acercaban a una fuente en el fondo del valle, comprobé que eran ellos.
En medio de la noche, bajé de la montaña y me acerqué sigilosamente, como una serpiente. Mis ojos se llenaron de lágrimas al ver a Julia, preparando la cena para aquella bestia. Me contuve. Sabía que la paciencia siempre me había ayudado bien y decidí esperar a que se durmiesen. Tras comer Elías lo que ella le preparó, este le dio la sobras, como si fuese una perra. Mientras ella malcomía, él, riendo, tomó una rama de uno de los árboles que habían junto a la fuente y le arrancó todas las hojas. No le dio mucho tiempo a Julia para descansar, se levantó del suelo y la agitó como si fuese una muñeca. La arrastró hasta un árbol y ató las manos de mi esclava en una de sus ramas. Le bajó el vestido hasta la cintura, en medio de una estruendosa carcajada y tomó la vara que había confeccionado, azotándola con esta salvajemente. Se puso después frente a ella y comenzó a tocar groseramente sus pechos, intentando besarla. Julia apartaba su cara, pero al final Elías lo consiguió. Después, la desató y tras sentarse junto a un tronco, se bajó los pantalones y la obligo a ponerse entre sus enormes piernas, forzándola a que usase su boca en el monstruoso miembro. Vi como le llegaba el orgasmo y el odio creció más aún en mi.
Por fin, le ató las manos y los pies, dejándola tumbada no muy lejos de él. A Elías le costó dormirse. Quizás me intuía y por eso dejó las armas a su lado.
Pero al final, se durmió. Me acerqué lentamente a él, dejando mi fusil en el suelo y sacando la pistola. Apunté a su frente, accioné el percutor y le di una leve patada en uno de sus costados. Se despertó y sus ojos, al verme en pie junto a él y apuntándole con el arma, se abrieron con terror.
-Adiós, Elías, -dije y apreté el gatillo.
¡Clic!
No hubo disparo. Quizás el percutor falló o el fulminante de la bala estaba en mal estado, pero lo cierto es que el arma no funcionó.
-Eso es lo malo de usar estos malditos trastos viejos, -dijo Elías riendo-. ¡Nunca sabes cuando te van a fallar!
Julia se despertó al escuchar la voz de Elías y comenzó a gritar.
-¡Lobo, ten cuidado!
Este , de repente, me dio un golpe con uno de sus enormes y fuertes brazos, haciéndome caer y poniéndose él a la vez en pie. Sacó una pistola que reconocí como la que me robó de su cinto y me apuntó con ella. Yo, con una patada en su mano, hice que se le cayese. Busqué con la mirada mi fusil, pero estaba fuera de mi alcance y empuñe mi cuchillo.
-¡No, Lobo, te matará!, -seguía gritando desesperada Julia.
Yo reía, enloquecido. La ira y el odio no me dejaban razonar bien y ofuscado por la idea de recuperarla, me hacía solo desear matar a aquella bestia. Elías sacó también su puñal, el mismo que me clavó en la sima y me atacó. Lo esquivé, más ágil y lo herí en su brazo. Entonces tomó uno de los troncos que ardían en la hoguera, intentando darme con él. Esquivé de nuevo su primer embiste, pero no el segundo, golpeándome en la cabeza. Soltó entonces el tronco, para agarrar mi cuello con sus dos enormes manos, estrangulándome.
Vi como Julia se agitaba y se arrastraba, pero me centré de nuevo en mi enemigo. Empezaba a faltarme el aire ya peligrosamente. Él reía enloquecido, diciendo.
-¡Adiós, Lobo! Esta vez lo haré mejor.
Pensé en algo que me había funcionado bien otras veces en esta situación, contra bandidos y diversos enemigos y me eché hacía atrás, para voltearlo y hacerlo caer. Pero yo no estaba lo suficientemente fuerte, con tres costillas rotas mal curadas y él pesaba demasiado para mi. Mis brazos flaquearon y su enorme cuerpo cayó sobre mi. Elías apretó más fuerte aún mi cuello, ya seguro de la victoria.
Supe que era mi fin y dirigí mi última mirada hacia mi pobre Julia.
Entonces vi como tenia el cañón de mi fusil sobre sus pies atados y con la manos, también atadas, buscaba el gatillo. Estaba apuntando con dificultad el arma. Escuché la ráfaga de disparos y el monstruo, sorprendido, giró su fea cara para mirar a mi amada y decirle:
-¡Maldita esclava!
Y murió. Los disparos le habían acertado y la enorme masa de su cuerpo, sin vida, cayó sobre mí. Me costó una barbaridad salir de debajo de este y cuando lo conseguí, tomé el cuchillo, corte las cuerdas que ataban a mi esclava y le dije, falto de aire:
-¡Por favor, Julia! ¡Casi me matas!
-¡Lobo! ¡Estúpido y loco Lobo!,- decía esta, llorando de alegría.
Nos besamos y abrazamos, hasta que agotados, nos dormimos juntos, cerca de aquel enorme cadáver.

Al día siguiente, cuando regresamos por fin a las ruinas de la ciudad, Julia me informó de que Elías pretendía venderla a alguien, pero que no sabía quien. Solo estaba segura que era un vecino de la ciudad ruinosa. Ella , alegre, comentaba que por fin estaría a mi lado, sin que otras manos la tocasen. Entonces se lo dije:
-Lo siento, Julia. Debo cederte, de nuevo.
-¡Lobo, no!¿Otra vez?
-Si. Alguien volvió a salvar mi vida.
-¡Yo misma lo hice anoche! ¿ y así me lo agradeces?
-Si. Se que no te gusta lo que hago. Yo también odio hacerlo, pero, ¡no pudo negarme ahora tampoco!
-Maldita sea, Lobo. Si me hubiese comprado el dueño de un lupanar, habría pasado por menos manos.
-Lo siento. Te aseguro que será la ultima vez. Si algún hombre más te pone un dedo encima, lo mataré.
-Y ¿quién es el agraciado ahora?, -preguntó Julia con triste cinismo.
-Pancho.
-¿Pancho? ¿Ese bicho?
-Si.
-¿Y su mujer?, ¿sus hijos?
-Esta como una cabra. Es mentira. Nunca ha tenido mujer.
-¡Maldito Lobo! ¡Ahora con un loco!
Al llegar a casa, vimos que esta había sido saqueada. Por suerte, el dinero seguía escondido, pero había mucho trabajo que hacer. Lo peor fue que tuve que ofrecer a Julia.
Esta se aseó y se preparó para la entrega y llorosa, bajó por las escaleras, gimiendo.
-¡Mira, Lobo! Ya no tengo si quiera mi collar de esclava. Aquel monstruo lo lanzó tras arrebatármelo al fondo de un barranco.
-Se ve que le gustaba tirar cosas a sitios profundos, -añadí.
Pancho llegó mas tarde, nervioso y frotándose las manos. Se disponía a cobrar su deuda.
-¿Ya esta Lobo? ¿Ya esta?
-Si, Tómala. Trátala bien.
Este tomó de la mano a Julia y corriendo, casi arrastrándola, la llevó a su lamentable vivienda. Al entrar en esta, se desnudó en menos de diez segundos.
-¡Quítate la ropa, esclava!, -gritó. Por fin lo había conseguido.
Julia, asqueada, se subió el vestido, sacándolo por su cabeza.
-¡Aggggg!, -gritó de nuevo Pancho.
Julia, sorprendida, miró a la parte baja de su cuerpo, preguntando.
-¿Qué pasa?
-¡Dios!, -volvió a gritar Pancho-, ¡estas enferma!
-¿Quien?¿Yo?
-Si. Mira. No tienes pelos en el coño.
A mi me agradaba que Julia se rasurase el sexo y esa misma tarde, ella lo había hecho. Es costumbre que los esclavos lleven sus genitales sin vello y se ve que Pancho no conocía eso. Ella entonces supo sacar provecho de esto.
-Mira, Pancho, -le dijo enseñándole sus axilas depiladas.
-¡Cielos!, -exclamó este horrorizado.
-Además, -continuó Julia mintiendo, -mi dentadura es postiza.¿Quieres que me quite también esta y la peluca?
-¿Calva? ¡Santo cielo! ¡Largo de aquí, monstruo del averno!
Julia salió corriendo de la casa de Pancho, desnuda, vistiéndose en la calle.
Yo, triste, la esperaba en la puerta de nuestro hogar. Al verla regresar tan pronto, le pregunté sorprendido que había sucedido.
-Nada. Lo que pasa es que tienes razón, Esta como una cabra. ¡Ni me ha tocado!
¿-Qué?, -pegunté de nuevo contento, -¿no le has gustado?
-No. Piensa que estoy enferma.
Entonces la abracé, la besé y tomándola por la cintura, la elevé en volantas, girando como un loco. Subimos corriendo al dormitorio y ella se desnudó y se tumbó en la cama. Yo saqué entonces de la cómoda un estuche y lo abrí.
-Es para ti, Julia. Es tuyo.
Era un aro de oro, con un colgante en el que estaba grabado que era mi esclava.
-Lobo. Las esclavas no podemos tener nada, -dijo ella, llorando de alegría.
-Legalmente es un collar de esclava. Para mi no lo es. Es una joya, tuya.
Julia se puso de rodillas en la cama y yo ceñí el collar en su cuello. Entonces sacó mi miembro de entre mi bragueta, diciéndome:
-Ahora seré la mejor esclava. Nunca tendrás una queja de mí, - y metió mi pene en su boca. Yo, acariciando sus hermosos cabellos, le contesté:
-No, Julia. Yo quiero que sigas siendo como eres.
Y a los pocos minutos me corrí. Entonces me dediqué a lamer su sexo y darle todo el placer que supe, hasta que sentimos hambre y bajamos a cenar, ya muy de noche.
Más tarde, estando los dos sentados juntos en la hoguera, ella me preguntó, bromeando:
-¿Aun piensas venderme?
-¡Nunca jamás!, -respondí.
Ella se arrimó, junto a mi, sonriendo. Yo proseguí.
-Más aún, quiero volver a subir a hacer el amor y metértela tanto hasta que te deje encinta.
Julia rió, contestándome.
-Lobo, eres un salvaje. Siempre con locuras.
-No es una locura. En todo este tiempo, he pensado mucho en ti y en lo que te podía pasar, si a mi me sucediese algo.
-¿Qué quieres decir? Me asustas.
-Si yo muero, te subastarían, así como a Noa y a las demás propiedades.
-No te entiendo.
-Mañana le pediré a Ferrer información. Yo se que hay días en que las mujeres son mas fértiles.
-¡Lobo! ¿qué pretendes?
-Y también se que el semen esta cada vez peor. Deberemos tomar los dos lo que Ferrer nos prepare.
¿Para qué?
-Para tener un hijo, que será mi heredero y así nunca te podrán subastar.
Pusimos el plan en marcha y un año después, nació nuestro hijo.
Parecía que la felicidad estaba al alcance, cuando, una tarde, unos jinetes lo impidieron.
-Hola, esclava. ¿Es aquí donde vive Lobo de las Ruinas?, -preguntaron a Julia tres guardias armados, al hallarla en la puerta de nuestra casa.
-No, señores. No esta, -respondió esta mintiendo.
Pero yo salía en esos momentos del taller. Me vieron y me preguntaron a mí.
-¿Es Usted Lobo?
-Si. Yo soy.
Entonces los guardias sacaron sus armas, apuntándome con ellas. Dos de ellos bajaron de sus monturas y esposaron mis manos tras mi espalda. El tercero me informó.
-Lobo de las Ruinas, se le acusa de la muerte de Elías el Toro y se nos ha ordenado que lo llevemos hasta Flores, para ser juzgado.
Le grité a Julia que avisase a Petrus, mientras me obligaban a montar en un caballo y vi como esta se alejaba llorando con nuestro hijo entre sus brazos.
Me condujeron ante el juez Frías. Este me comunicó que Matías el Cojo me había denunciado, diciendo que yo había matado a Elías por su caballo. Expliqué lo del secuestro de mi esclava, pero no fui creído. Matías lo había hecho con la intención de apoderarse de mi casa, de Noa y de Julia, pero ignoraba lo de nuestro hijo. La existencia de este impedía todas sus pretensiones
Petrus fue mi abogado. Y lo hizo tan bien, que en dos días fui condenado a muerte
Se me propuso conmutar mi condena por la esclavitud, pero yo soy demasiado orgulloso para eso y ante la desesperación de Julia y amigos, escogí la horca.
Ahora, tras escuchar en los últimos días como unos esclavos montan el patíbulo donde seré colgado mañana, apuro mis minutos escribiendo mi historia, quedando solo ya por decir que solo deseo que Julia guarde un buen recuerdo de mi y que sepa hacer de mi hijo el buen hombre que yo nunca fui.
Firmado
Lobo de las Ruinas



Anexo
Este texto fue hallado varios años después. Se levantó una fuerte polémica sobre su autoría . Se desestimó de inmediato que fuese Lobo de las Ruinas quien escribió este fragmento y durante algún tiempo se pensó que quizás lo había hecho alguno de sus hijos. En la actualidad es por todos aceptado que la autora fue la esclava Julia.
Nota del copista.

Lobo siempre pensó que el día de su muerte sería triste y gris, muy nublado, casi seguro lloviendo, pero se sorprendió mucho cuando lo sacaron del calabozo camino de la horca y vio aquella mañana tan soleada y luminosa. Escuchó numerosas voces cuando salió a la calle y le pareció normal, pues sabía la afición de la gente para acudir a las ejecuciones, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la luz de sol, tras tanto tiempo en el calabozo, se asombró de que fuesen muchos quienes querían verle morir.
-¡Eh!, ¡Lobo! ¿Es cierto que llegaste a la ciudad de la muerte en el centro de la zona prohibida?, -preguntó exaltado un muchacho.
-¿Mataste a tres piratas cuando querían robar tu esclava?, -inquirió una mujer.
Lobo no contestaba a esas preguntas, solo miraba hacía adelante.
-¡Te has hecho famoso, Lobo! Alguien va por ahí cantando tus gestas, -dijo riendo uno de los dos guardias que lo llevaban esposado a la horca.
Llegó hasta la escalera del patíbulo y ascendió por ellas sin detenerse. Le esperaba el juez que lo había condenado y el verdugo. Lobo había pedido a su esclava Julia que no acudiese a su ejecución, pero cuando vio su rostro llorando, sonrió y se alegró, pues le ayudo encontrar algo agradable.
-¿Tienes algo que decir, Lobo?, -preguntó el juez.
-No. Acabemos ya con esto, -respondió este.
El condenado miró finalmente al hermoso rostro de su mujer y el verdugo le puso una capucha. Sintió entonces como le ceñían la cuerda en el cuello y esperó, estoico, el sonido del mecanismo que lo haría caer pendiendo de la soga.
Aquel sofocante sol le estaba haciendo sudar, con aquella agobiante capucha.
-¿Por qué no lo hacen de una vez?, -pensó Lobo.
Entonces escuchó una voz que se acercaba gritando.
-¡Alto!¡Deténgase! ¡Paren la ejecución!
El sonido de unos pasos subiendo por la escalera llegaron hasta sus oídos.
-¿Qué ocurre, secretario Peláez?
-Juez Frías, mire. Uno de los guardias ha encontrado esto entre los efectos personales de este hombre.
-Bien, secretario, veamos que es, aunque la verdad, no creo que sea tan importante como para detener la ejecución.
-Tal vez si, señor. Mire.
Los minutos pasaban para Lobo lentos, agobiantes, con aquella capucha sofocante y la cuerda en el cuello.
-No se, ummm, quizás...., -murmuró el juez.
-¡Maldita sea!, -pensó Lobo, -no me gusta las esperas tontas. Si lo van a hacer, que lo hagan de una vez.
-¿Qué pone ahí, juez?, -gritó un miembro del público.
-Si, ¿que pone?, -añadió una voz femenina.
-Esta bien,-respondió el juez-, es una especie de narración de lo que ha vivido en los últimos años.
-¡Bueno! ¿Y qué?, -gritó otra voz.
-Pues parece , según pone aquí, -continuó el juez, -que él no mató a Elías.
-¡Eso ya lo dijo en el juicio!, Será todo falso -se escuchó por lo lejos.
-Si, pero, ¿quien iba a mentir en ese escrito, estando ya condenado?, -comentó alguien.
-¡Tal vez es una estratagema!, -dijo el juez.
-¡Nooo, no creo!, -sugirió una señora.
-Y ¿no pone nada más?, -preguntó un anciano.
-Bueno, si. Pone mucho más, -contestó el juez-. Entre otras cosas, dice que fue su esclava quien mató a Elías.
Un murmuro generalizado se elevó en la plaza.
-¡Pues colgadla a ella!, -gritó un muchacho, ávido de espectáculo.
-Escuchad. Si es cierto que Elías le robó la esclava y que no fue él quien lo mató, esto cambia radicalmente, –añadió el secretario.
-¡Explíquelo, juez!, -vociferó un borracho.
El juez se acercó al secretario y discutieron durante unos segundos. Llegaron a un acuerdo y este señaló con su dedo a la esclava Julia, preguntándole.
-¿Eres tú propiedad de Lobo?
-Si, señor, -contestó esta.
-¿Y es verdad lo que tu dueño a escrito aquí?
-Si, señor.
El gentío volvió a emitir un murmullo.
-¡No! ¡Fui yo! -gritó Lobo, con la capucha haciendo de sordina a su voz.
-Cállese, Lobo. Usted ya habló en el juicio, -le dijo secretario-, además, nos contó entonces todo lo contrario de lo que pone aquí.
El juez se tocó la cabeza, dubitativo y después se irguió serio y solemne, diciendo:
-Se suspende la ejecución. Se declara inocente al ciudadano Lobo.
Parte del público aplaudió, con algunos gritos de alegría, mientras algunos se quejaban de no poder ver una ejecución. El verdugo le quitó a Lobo la cuerda del cuello, olvidando hacerlo con la capucha, mientras este empezó a gritar de nuevo.
-¡No, no! ¡ Fui yo!
Los guardias apresaron a la esclava, llevándola a los calabozos y el juez volvió a hablar.
-Ahora, el secretario y yo, discutiremos el castigo que se aplicará a la culpable.
Estos se retiraron y el público, ruidosamente, comenzó a dejar la plaza.
-¡Eh, malditos! dejad a mi esclava en paz, cerdos y quitadme esta capucha. ¿Es que queréis matarme ahogado por este calor?, -siguió gritando Lobo, hasta que alguien le destapó la cabeza y liberó sus manos.

No le permitieron a Lobo ver a la prisionera y se encontró destrozado, pues creía que el futuro de Julia estaba decidido, pero Petrus, malísimo abogado y peor alcalde de la ciudad en ruinas, lo tranquilizó, diciéndole:
-No te preocupes. Esto está solucionado.
-¿Tú crees? Estas loco.
-No, Lobo. Confía en mí.
Este lo miró incrédulo, intentando pensar en como sacar de los calabozos a Julia.
Pero un par de horas después, unos guardias le comunicaron que debía ir a salón de audiencias, donde se anunciaría ya el castigo de la esclava. Acudió rápido, lleno de nervios y malos presagios, acompañado por Petrus.
-Bien, señor Lobo, -comenzó el juez-. Teniendo en cuenta que el ciudadano Elías intentó matarlo, robándole después la esclava, un caballo, armas y dinero, hemos tomado ya la decisión.
Lobo temblaba, viendo a Julia sentada y esposada en la silla de los acusados. Ella lo miraba asustada.
-La autora del crimen es una esclava. Por su condición servil, carece de identidad jurídica y por lo tanto no, se le pueden aplicar los mismos castigos que a una persona libre. Además, esta mujer ya fue condenada a esclavitud perpetua por un crimen semejante, que es algo que debemos tener en cuenta.
El juez tomó un vaso de agua y comenzó a beber, agotándolo con un lentitud angustiosa. Después, tras mirar a un nervioso Lobo, continuó.
-El secretario y yo hemos llegado a la conclusión de que si condenamos a muerte a la esclava, infligimos importantes daños económicos al ciudadano Lobo, que al fin de cuentas, no tiene por qué salir damnificado por esto. Se contempló la posibilidad de entregarle otra esclava, de semejantes cualidades, tras ejecutar a la autora del crimen, pero nos pareció esto demasiado caro para las débiles arcas estatales
Mientras Petrus sonreía satisfecho, Lobo no entendía nada.
-Por tanto, decidimos castigar a la esclava por la muerte del ciudadano Elías....
Lobo escuchó con su corazón en un puño-.
....con doscientos azotes, que aplicará el verdugo mañana mismo. No podemos desaprovechar el patíbulo. ¡ Con el dinero que nos a costado!
Julia sonrió tímidamente al escuchar eso, mirando a Lobo y los guardias se la llevaron de inmediato, sin dejar que él se acercase a ella, ni le permitieron luego visitarla en el calabozo.
Al día siguiente, la multitud se congregó de nuevo en la plaza. No era una ejecución, pero una buena tanda de azotes era un espectáculo más que aceptable. A Lobo los guardias le proporcionaron una plaza en primera fila, por ser el dueño de la condenada.
Tras hacerse esperar, salió por fin el juez, seguido del secretario y de Julia, esposada y llevada por dos guardias. Ascendieron al patíbulo, donde les esperaba el verdugo, impaciente y este, tras pronunciar el juez la sentencia, le arrancó el vestido a la esclava, destrozándolo, de una forma un tanto teatral. La cuerda de la que debía haber pendido Lobo, se utilizó al fin para atar las manos a la rea y ya satisfecho, el verdugo empuñó un látigo de dura piel de vaca. Tras mirar al ansioso público, comenzó a azotar la hermosa espalda de la mujer. Pasó después a la zona lumbar, arrancando tristes gritos de dolor a Julia. Lobo sintió cada azote como si lo recibiese él mismo. El verdugo se centró después en los sonrosados glúteos de la esclava, para después recorrer el resto de la parte trasera , desde los tobillos hasta el cuello, dejándola surcada por terribles marcas rojas. El verdugo, agotado, se detuvo unos minutos, tras la primera tanda de cien azotes, que estaban siendo contados elegantemente por el secretario.
Después, bruscamente, le dio media vuelta a la esclava, propinándole los restantes azotes en la parte frontal de su cuerpo, recreándose especialmente en los pechos de Julia, algo que fue muy celebrado por el público.
Cuando al fin, el secretario contó los doscientos latigazos, Lobo subió al patíbulo y le dijo al juez.
-Ya esta bien. Déme ya de una vez mi esclava.
El juez asintió con la cabeza y el verdugo soltó a Julia. Lobo tapó su desnudez con una manta, algo que le reprochó ruidosamente el público y la llevó, terriblemente dolorida, a una habitación que había alquilado.
Mientras un médico curaba los azotes de la esclava Julia, Lobo, casi llorando, le cogía las manos, diciéndole:
-Lo siento mucho, Julia. Yo he tenido la culpa de todo esto.
-No amo. No te preocupes, -contestó esta con lágrimas en los ojos-. Yo no habría soportado que te colgaran. Ahora todo ha terminado.
La esclava no pudo dormir esa noche, a causa del terrible dolor de los azotes y se colocaba de mil maneras en la cama, mientras Lobo mal dormía en una incomoda silla.
Varios días después, cuando Julia se encontró recuperada, salieron de Flores en dirección a las ruinas de la ciudad. En la primera jornada, dejaron el camino, para acercarse a un hermoso paraje que Lobo conocía, en el cual, un río creaba unas pozas donde pudieron bañarse tras comer algo.
Desnudos, se introdujeron en la refrescante agua y se abrazaron y besaron, jugueteando como adolescentes. Al salir, se tumbaron aún sin vestir en una manta sobre la hierba. Lobo se tumbó sobre uno de sus costados, apoyándose en un codo La esclava Julia, sonriente, se colocó a gatas y tras recoger su hermoso pelo en uno de los lados de su finísimo cuello, tomó el miembro de Lobo y lo introdujo en su boca.
-No Julia, -le dijo Lobo.
-¿Por qué, amo? Me gusta darte placer. Me encanta ver como gozas de mi y me siento orgullosa de ello.
Lobo se colocó de rodillas y puso a Julia en la misma posición. Vio, entristecido, los marcas patentes de los latigazos y sonriendo después, le quitó el collar de esclava.
-¿Qué haces, Lobo?
-Yo soy un bastardo, Julia. Siempre me he alegrado de que seas una esclava, porque sino, nunca te abría conocido y eso es algo despreciable.
Julia, un tanto avergonzada, contestó:
-No Amo. Eres un buen hombre y yo me alegro también mucho de haberte podido conocerte, aunque tu seas mi amo y yo tu esclava.
-Para mi eres una mujer libre, y como tal te trataré el resto de mi vida.
-No amo, yo......
Lobo la besó, haciéndola callar, para continuar él.
-Por eso te he quitado el collar, para que te sientas libre, aunque solo sea un rato y luego tengas que seguir llevándolo por que nos obliga la ley.
Volvió a besarla y acaricio los hermosos pechos. Con cuidado, para no lastimar sus heridas, la tumbó en la manta boca arriba y con suavidad le separó las piernas Sonriente, Lobo se puso a gatas y acercó su rostro al sexo de su esclava. Esta acarició su rizados cabellos y cerró los ojos, al sentir su lengua penetrando entre los labios de su vagina. Lobo deseaba darle placer y pronto sintió como su esclava gemía y se agitaba, vibrando de gozo, hasta que él sintió los flujos vaginales de Julia en su rostro. Entonces él se colocó sobre su amada, con extremado cuidado para no hacerle daño y la abrazó. La penetró con su miembro y al rato la inundó de semen, mientas las piernas de la mujer se cruzaban sobre sus riñones.
Al rato, Lobo se durmió, apoyando la cabeza sobre el vientre de Julia, que miraba como este descansaba, satisfecha. Sabía que estaba enamorada de ese hombre. Entonces tocó su cuello, al notarse extraña. Recordó que él le había quitado el collar de esclava. Lo tomó y se lo ciñó en su cuello, satisfecha.
Pensó, alegre, que quizás a su amo le apetecería poseerla de nuevo, cuando despertase y eso la excitó.
Entonces lo despertó. No podía esperar tanto.


Fin

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