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Un amor peligroso: El cornudo voluntario

Un amor peligroso: El cornudo voluntario

CARTA DE MANUEL
Quiero confesarles a todos lo quehice… le entregué a mi esposa a mi mejor amigo.
Siempre supe que se gustaban.Desde el primer momento en que él puso un pie en nuestra casa aquella tarde dedomingo, lo noté. Lo noté en la forma en que la mirada de Iván se aferró aEthel por un segundo más de lo normal cuando ella abrió la puerta, un segundocargado de un reconocimiento instantáneo y voraz. Lo noté en el leve rubor quesubió por el cuello de ella, tan discreto que casi nadie lo vería, pero yoconozco cada centímetro de su piel. Yo, que ya casi no la hago ruborizar.
Él, físicamente, es todo lo queyo no soy. Iván no entra a un lugar, lo ocupa. Su cuerpo erguido, firme, parecesostener el aire a su alrededor. Tiene esa seguridad de los que nunca handudado de su lugar en el mundo. Es musculoso, no con la rudeza de un gimnasio,sino con la elegancia de quien cuida su templo. Guapo, blanco, con ese cabellocastaño corto y lacio que siempre parece perfecto, y una barba que no esdescuido, sino una declaración. Tiene dinero, poder, prestigio. Su solapresencia es un recordatorio de mis fracasos: mi cuerpo gordo y chaparro, misdeudas que cuelgan como una losa, mi vida que parece encogerse cada día más.
Ethel fue perfecta anfitriona,leal y discreta como siempre. Sirvió la comida, sonrió, preguntó por sutrabajo. Pero sus ojos, esos ojos grandes que antes solo me miraban a mí,bailaban. Buscaban los de él en la mesa, se encontraban en un chiste, se desprendíanrápido, como quemados. Iván, por su parte, estaba comedido. Sabía que ella noera cualquiera. Que no se lanzaría con un simple guiño. Y eso, lo vi claro, loexcitaba aún más. La trataba con una atención caballerosa y caliente a la vez,como si ya supiera que cada plato que ella servía, cada vaso que llenaba, eraun privilegio que él ansiaba poseer.
Yo tragué saliva. Tragué vino.Tragué mi orgullo, que ya para entonces era más bien un nudo amargo en lagarganta. No dije nada. ¿Qué iba a decir? ¿Que dejaran de mirarse? La verdadera demasiado evidente y demasiado humillante: ellos dos eran la misma clase depersona. Los que brillan. Y yo… yo era la sombra que los unía en aquel comedor.
Esa tarde no pasó de miradas.Pero fue suficiente para dejar mi autoestima hecha trizas. Me sentí como unmueble viejo en mi propia casa, un testigo incómodo de un cortejo que comenzabacon la electricidad de lo prohibido y la certeza de lo inevitable.
Las semanas que siguieron fueronel lento desplome de todo lo que ya estaba podrido. En nuestra cama, elsilencio era más elocuente que cualquier discusión. Intenté tocar a Ethel,besarla, reclamar lo que aún creía mío. Pero su cuerpo, antes tan receptivo, sehabía vuelto una estatua de cortesía. No se excitaba. Yo lo sabía, lo sabía dela manera más cruel y objetiva: ella no se mojaba. La sequía entre sus piernasera el veredicto final sobre mi hombría.
Fue en esos días que Iván laagregó al Facebook. Ella aceptó. Yo lo vi en la notificación de su teléfono,brillando sobre la mesa de noche como un faro de traición. No dije nada. ¿Paraqué?
Empecé a fingir un sueño profundomucho antes de medianoche. Y en la penumbra, gracias al espejo del armariofrente a nuestra cama, podía verla. Sentada, apoyada en los almohadones, la luzazulada del celular iluminando su rostro concentrado, serio, casi devoto. Sepasaba horas así, en silencio.
Una mañana, me desperté antes queella. Su respiración era tranquila, profunda. El teléfono estaba sobre lamesita, inofensivo. Con un pulso que me sorprendió por lo firme, lo tomé.Conocía su contraseña, la misma de siempre: la fecha de nuestro aniversario.Una ironía más.
Desbloqueé el aparato. No revisésus mensajes; no hizo falta. Fui directo al historial del navegador.
Y allí estaba. La crónica de miderrota, línea por línea, búsqueda por búsqueda.
“Iván R LinkedIn”.
“Iván R perfil profesional”.
“Iván R fotos vacaciones Tulum”.

No eran búsquedas casuales. Eraun estudio. Una obsesión meticulosa. Había entrado en su perfil de Facebook,sí, pero también en Instagram, en Twitter, en cualquier rincón de internetdonde él hubiera dejado una imagen. Y las había visto todas. Todas. Las de laplaya, donde su torso desnudo y cincelado brillaba bajo el sol. Las de eventosformales, donde su elegancia natural lo hacía parecer un príncipe. Las selfiescasuales, donde su sonrisa blanca y segura era un imán.
Me senté al borde de la cama, conel teléfono helado en mi mano, mirando su perfil dormido. No sentí rabia. Nosentí dolor agudo. Sentí un vacío enorme, un reconocimiento glacial. Ella ya noestaba aquí. Su mente, sus deseos, sus noches en vela, pertenecían a ese otrohombre. A ese espejo donde ella veía reflejado todo lo que yo no era, y todo loque, secretamente, debía anhelar.
Esa fue la confirmación. Laprueba final. Y en lugar de despertarla y enfrentarla, en lugar de reclamar ollorar, hice algo peor. Lo acepté. Y en esa aceptación, nació la idearetorcida, la única solución que mi amor propio, ya tan malherido, pudo concebir.
Si no podía ser su deseo, almenos sería el arquitecto de su cumplimiento. Si no podía vencer a Iván, ledaría lo que ambos querían, pero bajo mis términos. O eso me dije a mí mismo,para poder respirar.
Porque esa noche, después deverla dormir plácidamente, como si no hubiera estado devorando con los ojos lavida de otro hombre, decidí invitarlo de nuevo a cenar. Pero esta vez, yotendría que salir “urgentemente” por un problema de trabajo.
Les dejaría la casa solos. Aella, con su deseo ya imposible de ocultar. A él, con el permiso tácito que miausencia gritaría.
Iba a entregarles, en bandeja deplata, la oportunidad.
Decidí que, si iba a entregarlesen bandeja de plata la oportunidad, al menos tendría un asiento en primerafila. No por morbo, o eso me juré a mí mismo, sino por… control. Por verificarlo que ya sabía. Por castigarme con los detalles. Así que, dos días antes de lacena, mientras Ethel estaba en el trabajo, instalé cámaras. Pequeñas,discretas, compradas con el dinero que le pedí prestado a un conocido, otradeuda más a mi larga lista. Una en la cornisa del librero del salón, con vistaal sofá y la mesa baja. Otra en el pasillo, apuntando hacia la entrada y lacocina. Y una tercera, la más oculta, en el marco de la puerta del dormitoriode invitados –un acto de fe, o de cinismo, que aún no sé definir–. Las conectéa una aplicación de mi teléfono. Todo quedó listo para el espectáculo.
El día llegó. Ethel pasó la tardearreglándose. No fue el arreglo habitual de los viernes conmigo. Se bañó conese aceite de vainilla que usa solo en ocasiones especiales. Se puso el vestidonegro, el sencillo pero que se le ciñe a las curvas de un modo que parece unaccidente elegante. Se maquilló con cuidado, resaltando esos ojos que sabendecir tanto sin palabras. Estaba espectacularmente bella, y esa belleza teníaun destinatario claro: Iván. Yo, mientras me anudaba la misma corbata desiempre, era el director de escena que nadie quería ver.
Él llegó a la hora exacta.Impecable. Varónil en ese traje informal que cuesta lo que gano en un mes.Traía una botella de vino tinto, algo fino y francés, cuyo nombre no podríapronunciar. Olía a seguridad y a bosque caro.
Brindamos los tres. Los cristalessonaron con un ting hueco. “Por la amistad”, dije yo. “Por losbuenos momentos”, añadió Iván, pero sus ojos no se despegaban de Ethel. Ella,tomando su copa, me miró a mí por un instante, leal, pero luego su mirada,rápida como un pajarillo, rozó la de él. El aire en la sala se espesó con elhumo de lo no dicho.
La cena fue un tormento decortesías. Yo hablaba de cosas banales, del trabajo, del tráfico. Ellosasentían, pero sus cuerpos, aunque separados por la mesa, parecían conversar enuna frecuencia distinta. A los postres, miré mi reloj y solté mi línea ensayada.
—Tengo una pena enorme, pero meacaba de llegar un mensaje —dije, mostrando la pantalla de mi teléfono enblanco— Será rápido, una hora quizás dos...
—Ay, no, Manuel, ¿en viernes? Noes necesario que vayas ahora —protestó Ethel, pero su voz carecía de la fuerzaconvincente de quien realmente quiere impedirlo. Era un guión. Una formalidad.
—Sí, hombre, quédate, ya loarreglarás mañana —dijo Iván, poniendo una mano sobre mi hombro. Su gesto erade solidaridad, pero sus ojos brillaban con una anticipación que apenas podíacontener.
—No puedo, es urgente. Lo siento.Disfruten, por favor. Iván, quédate, termina la botella con Ethel —dije, y salícasi corriendo, antes de que el nudo en la garganta me traicionara.
Me metí en el coche, estacionadoa media calle, y encendí el motor sin arrancar. Con manos temblorosas, abrí laaplicación de las cámaras en mi teléfono. La pantalla se dividió en tres. Allíestaban.
Al principio, solo se veíansentados en el sofá, un poco rígidos. Se oía el runrún de la televisión, puestade fondo. Él le rellenó la copa. Ella dijo “gracias” con una sonrisa pequeña.Charlaron un poco más de lo que había pasado en sus trabajos, cosas triviales.Luego, Iván se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas,acortando la distancia.
—Oye, Ethel… siempre he queridopreguntarte. Tú estudiaste Arte, ¿verdad? ¿Cómo fue que terminaste enadministración?
Ella se rio, un sonido suave ygenuino que hacía tiempo no escuchaba.
—La vida, Iván. Mis papás… bueno,ya sabes, lo práctico primero. Pero a veces extraño los lienzos. ¿Y tú? Toda lapinta de abogado exitoso, pero en la universidad, me contó Manuel que eras undesastre para los horarios.
Él soltó una carcajada, amplia,que hizo que ella se riera también.
—¡Un desastre! Era un caos. Perome gustaba. La adrenalina de llegar tarde, de estudiar toda la noche… y de lasfiestas, no voy a negarlo. —Su tono era confesional, íntimo. —¿Y tú? ¿Eras delas aplicadas o de las rebeldes?
—Un poco de ambas —confesó ella,jugando con el borde de su copa—. Aplicada en clase, rebelde en mispensamientos.
Así pasó una hora. Una horaentera en la que hablaron de universidad, de viajes soñados, de libros, demúsica. Preguntas como “¿cuántas novias has tenido en serio?” salieron, conrisas y respuestas evasivas pero coquetas. En un momento, Ethel mencionó minombre: “A Manuel le encanta ese director de cine también”. Fue un guiño rápidoa su rol de esposa fiel, un amago de lealtad que se evaporó en el aire tanpronto como fue pronunciado. Después de eso, no volvieron a hablar de mí. Yohabía desaparecido de mi propia sala.
Entonces, sonó su teléfono. Erayo, llamando desde el coche. La vi excusarse, levantarse y contestar con su vozde esposa preocupada.
—¿Sí, cariño?… Ah, ¿muchotráfico?… No te preocupes, está bien. Nosotros estamos bien aquí, platicando…Sí, ten cuidado. Nos vemos luego.
Al colgar, no regresóinmediatamente al sofá. Se quedó un segundo de pie, mirando el teléfono. Luegoalzó la vista hacia Iván. Y en esa mirada, captada por la cámara con unaclaridad brutal, no había preocupación por mi tardanza. Había un destello deemoción pura, de expectativa liberada. Una chispa que prendió algo en el pechode Iván, porque él se levantó también.
—Se fue a poner pesado el tráfico—dijo ella, casi en un susurro.
Hubo un silencio cargado. Luego,Iván sonrió.
—Oye, Ethel… ¿tú sabes bailar?
Ella parpadeó, sorprendida por elgiro.
—Bueno… sí. En la universidadbailaba bastante. Pero Manuel no baila, ya sabes. Se me han olvidado los pasos,y la música de ahora ni la conozco.
—La buena música nunca pasa demoda —dijo él, sacando su celular—. ¿Tienes alguna bocina por ahí? De lasinalámbricas.
Ella fingió pensar, pero en susojos había un juego. Sabía perfectamente dónde estaba la bocina.
—Sí, creo que hay una en eldormitorio de invitados.
—¿La conectamos?
Ella asintió, con una sonrisatímida que no alcanzaba a ocultar su nerviosismo excitado. Él fue por labocina, la conectó a su teléfono, y después de buscar un momento, el salón sellenó con los primeros acordes sensuales y lentos de una bachata. No era lamúsica estridente de una discoteca, era una versión íntima, hecha para cuerposcercanos.
Iván extendió la mano hacia ella,con una elegancia natural.
—¿Me concedes este baile, señora?
Ethel rio, un sonido nervioso ygenuino.
—Iván, no sé… hace tanto…
—Yo te guío. Confía.
Ella vaciló solo un segundo más.Luego, puso su mano en la de él. Y se levantó.
Desde mi coche, con el corazónmartilleándome los oídos, los vi.
Él la atrajo con suavidad haciael centro de la sala. Al principio, mantuvieron una distancia educada. Susmanos se encontraron: la de él en su espalda baja, la de ella sobre su hombro.Los otros brazos se entrelazaron en el aire. Comenzaron a moverse, lentamente,siguiendo el compás. Ethel miraba al frente, concentrada en sus pies, peropronto la música y la guía firme de Iván la hicieron relajarse.
Él no fue brusco. Fuecaballeroso, con estilo. Su mano en su espalda bajó un centímetro, dibujando uncírculo casi imperceptible sobre la tela del vestido. Ella no se apartó. Alcontrario, su cuerpo pareció arquearse levemente hacia ese contacto. Cuando giraron,él la atrajo un poco más cerca, reduciendo la distancia hasta que sus cuerposse rozaban con cada movimiento. La mano de ella en su hombro se aferró un pocomás. Sus mejillas estaban cerca. Él le susurró algo al oído y ella sonrió,bajando la vista con un rubor que la cámara captó perfectamente.
Era un baile, sí. Pero era laceremonia lenta y deliberada de una seducción que ya no tenía barreras. Cadaroce de sus muslos, cada vez que su aliento se mezclaba, cada vez que susmiradas se encontraban y se sostenían un segundo más de lo debido, era un clavomás en el ataúd de mi matrimonio.
Y yo lo veía todo, congelado enmi asiento del conductor, siendo testigo de cómo le entregaba no solo laoportunidad, sino el escenario perfecto, y cómo ellos, con una bachata defondo, empezaban a aceptar el regalo.
De pronto, la canción cambió. Elritmo suave de la bachata se transformó en algo más urbano, más directo, más…desafiante. Reconocí la voz de Karol G, una canción que Ethel a veces tarareabaen la ducha. La letra, ahora, sonaba como un manifiesto en tiempo real, unaburla cósmica dirigida a mí desde mis propias paredes.
¿Qué e' lo que? Estamos rulay…Empezó el verano, fuego… ¿Qué hubiera sido? Si antes te hubiera conocido…Seguramente, estarías bailando esta conmigo. No como amigos, sino como otracosa…
Iván y Ethel reían, pero su risaera distinta ahora. Ya no eran nerviosas carcajadas, sino algo más húmedo, máscompartido. Sus cuerpos, que antes bailaban con una cortesía caliente, ahoraestaban soldados. Él la tenía completamente pegada a él, sus caderas moviéndoseen un contrapunto descarado contra las de ella. Vi cómo sus rostros seacercaban hasta casi tocarse, separándose un instante para susurrarse algo aloído, y luego volviendo a reír, con esa risa nerviosa y excitada de quienessaben que están cruzando una línea de la que no habrá retorno.
La letra de la canción era uncuchillo que me torcían en las costillas: “Usted cerca me ponepeligrosa… Por un besito hago cualquier cosa… La novia suya me pone celosa… Note va a tratar como yo, no te va a besar como yo…”
La canción terminó. En el brevesilencio que siguió, sólo se escuchó su respiración agitada. Iván hizo elademán de buscar otra canción en su teléfono, pero entonces Ethel puso una manosobre su brazo. Su voz, captada por el micrófono de la cámara, sonó ronca,cargada de un deseo que ya no podía nombrar de otra forma.
—Repítela… por favor. Me gustamucho la letra.
Él la miró, y en su sonrisa nohubo sorpresa, sólo triunfo. Asintió. Y cuando los primeros acordes volvieron allenar la sala, algo se rompió.
Esta vez no hubo pretexto delbaile. Él la atrajo hacia sí con una fuerza que no era violenta, sino posesiva,decisiva. La pegó completamente a su cuerpo, y desde mi ángulo, a través de lacámara, era obvio, dolorosamente obvio, lo que ocurría: él le estabarestregando su erección contra el vientre, contra el bajo vientre, con unmovimiento lento y deliberado. Y ella… ella no se apartó. Al contrario, rodeósu cuello con ambos brazos, enterrando los dedos en su cabello corto, y apoyóla frente en su hombro, como si no pudiera soportar mirarlo a los ojos ante laevidencia física de lo que estaba pasando. No dijeron más. Las palabras ya noimportaban.
Entonces vi la mano de Iván. Esamano grande, de dedos largos, que antes sostenía la copa de vino con tantadistinción. Bajó. Se posó, al principio, con una palmadita casi casual en lacurva de su trasero, sobre la tela negra del vestido. Un sondeo. Un “¿sí?”mudo. Ella no se inmutó; su cuerpo, de hecho, pareció arquearse hacia esa mano,ofreciendo más.
Esa fue la señal. La mano dejó deser casual. Se cerró, con una firmeza que hizo que a mí, en el coche, se mecortara la respiración. Le amasó la nalga, apretando con dedos que sabíanexactamente lo que hacían, poseyendo esa redondez a través de la tela. Fue ungesto tan íntimo, tan sexualmente explícito, que no dejó lugar a dudas.
En ese instante supe, con unacerteza que me heló la sangre y me incendió las entrañas al mismo tiempo, queEthel había cedido. No sólo cedido: se había rendido.
Y entonces, sucedió. Sus cabezasse separaron lo justo para que sus miradas se encontraran, cargadas de un fuegoque la cámara en baja resolución no pudo ocultar. Y se besaron.
No fue un beso tímido, deexploración. Fue un beso con hambre, con pasión devoradora. Los vi abrirse laboca el uno al otro casi de inmediato, sus lenguas encontrándose en un combatehúmedo y urgente. Las manos de Ethel se aferraron a su cabeza, a sus hombros,como si temiera que se fuera a esfumar. Las de Iván recorrieron su espalda, sucintura, sus nalgas, apretando, moldeándola contra él. Rodaron, tropezando,hasta caer sobre el amplio sillón. Él cayó sentado y ella, casi sin interrumpirel beso, fue a parar sobre su regazo, montándolo de lado. Continuaron besándosecomo locos, como si llevaran años esperando ese momento. Yo, desde mi celular,podía oír los jadeos entrecortados, los gemidos ahogados que ella dejabaescapar.
En un momento, Iván, sin apartarla boca de la de ella, alargó un brazo y, a tientas, encontró el teléfono. Conun dedo, repitió la canción por tercera vez. Ya nadie lo había pedido. La letravolvió a sonar, ahora como banda sonora de su propio acto: “Yo me casocontigo, mi nombre suena bien con tu apellido… ‘Toy esperando el primerdescuido, pa’ presentarte como mi marido…”
Una oleada de náusea y excitaciónperversa me recorrió. No sabía qué hacer. Un grito se ahogaba en mi garganta.Una parte de mí quería arrancar el coche, volver a toda velocidad, abrir lapuerta y gritar. Pero otra parte, más fuerte, más oscura, me tenía clavado alasiento, con los ojos pegados a la pantalla. Y entonces, Iván hizo algo que meparalizó por completo.
Con un movimiento fluido, seseparó de ella lo justo, se agarró de la parte trasera de su camisa y, en uninstante, se la quitó por encima de la cabeza, lanzándola a un lado.
Allí estaba. Su torso.Exactamente como en todas las fotos que Ethel había devorado en secreto, peroahora vivo, real, a centímetros de ella. Musculoso, definido, blanco y luminosobajo la luz de la lámpara del salón. La “V” que se marcaba en su abdomen bajoel ombligo, el pecho ancho, los bíceps que se tensaban al mover los brazos. Erala encarnación física de todo lo que yo no era ni sería nunca.
¿Cómo iba a compararme con eso?¿Cómo iba a competir? Fue en ese momento que cualquier impulso de ir adetenerlos murió en mí, aplastado por el peso de esa evidencia anatómica.
Ethel, como hipnotizada, dejó debesarlo por un segundo. Sus ojos recorrieron su torso con una mezcla de asombroy voracidad. Luego, con una urgencia que me partió el alma, sus manos seabalanzaron sobre él. Comenzó a acariciar esa espalda ancha, sus dedosrecorriendo la columna, los hombros, los bíceps duros como roca. Tocó su pecho,palpó los pectorales, se detuvo en los pezones. Lo hacía enloquecida, sin pararde besarlo en el cuello, en los hombros, en la boca otra vez. Era unaexploración táctil, hambrienta, la materialización de todas esas noches demirar fotos en su celular.
Y él, mientras era acariciadocomo un dios, no se quedó quieto. Sus manos se aferraron a las nalgas de Ethelsobre su regazo, apretándolas, separándolas a través del vestido, llevándola afrotarse contra la evidente dureza que ahora deformaba su pantalón. Sus bocasse encontraban y separaban, jadeando, murmurando palabras que el micrófono yano podía captar, pero que no necesitaba captar. El lenguaje de sus cuerpos erael único que importaba ahora.
Y yo, Manuel, el marido, elarquitecto de esta escena, me quedé ahí, inmóvil en la oscuridad de mi coche,viendo cómo la mujer que amaba se entregaba al hombre que era mi mejor amigo, ycómo, en el fondo más podrido de mi ser, una parte de mí no podía dejar demirar.
No pude despegar los ojos. Vicómo Iván, sin dejar de besarla, se desabrochó el cinturón y el pantalón conuna mano experta. Se liberó, y entonces… Ethel no esperó. No hubo coquetería,no hubo timidez. Fue un movimiento descendente, hambriento, animal. Bajó de suregazo y se arrodilló entre sus piernas, y con ambas manos lo tomó. No era un“se lo chupó”. Fue para devorarlo. Metió en su boca ese miembro enorme, gruesoy palpitante, y después, como si no fuera suficiente, inclinó la cabeza y tomótambién sus huevos, llenándoselos en la boca con una avidez que me hizocontener la respiración. La verga de Iván, imponente, obscena en su tamaño yerección, aplastaba no solo a Ethel con su deseo, sino lo que quedaba de mí.Cualquier ilusión, cualquier comparación posible, se hizo añicos en eseinstante.
Un sollozo se escapó de migarganta. Comencé a llorar ahí, en la oscuridad de mi coche, las lágrimascalientes surcando mis mejillas. Pero en medio del dolor, de la humillacióndesgarradora, surgió otra cosa. Una excitación perversa, punzante, que me prendióla sangre y me tensó el estómago. Sin poder evitarlo, desabroché mi propiopantalón. Saqué mi miembro, flácido y pequeño comparado con el monstruo queella devoraba, y comencé a masturbarme, con los ojos clavados en la pantalla,las lágrimas mezclándose con el jadeo.
“Dale, Iván”, susurré entredientes, con voz rota. “Dale de comer a esa putita lo que tanto le gusta. Porzorra. Por puta hambrienta.” Y entonces, el pensamiento más retorcido: “Cómodesearía ser él. Cómo me gustaría tener ese cuerpo, esa seguridad, ese poder… yverla así, a ella, rendida ante mí.”
Mi excitación creció al verlo.Con una facilidad insultante, Iván levantó a Ethel de la alfombra como sipesara nada. La puso de pie y, en medio de besos voraces, le quitó el vestido.Se lo arrancó literalmente, los botones saltaron. Quedó en ropa interior, yluego, en nada. Su cuerpo, que yo conocía tan bien, ahora estaba expuesto bajootra luz, la luz del deseo de otro hombre. Él se inclinó y le comió las tetas,chupó sus pezones con una avidez que la hizo arquear la espalda y gritar. Nogritó “ay”, o “sí”. Gritó su nombre. “¡Iván!” Una y otra vez, como un exorcismoque expulsaba mi fantasma de su piel.
Luego, ya desnudos los dos,cuerpos perfectos entrelazados, él la levantó de nuevo y la sentó sobre él,ahora acostado en el sofá. La guió sobre su verga, enorme, amenazante. Alprincipio, Ethel batalló. Se le veía el gesto de dolor en el rostro. “Está muygrande… Iván, espera…”, murmuró, pero su voz era de petición, no de rechazo.
Él la sujetó por las caderas,mirándola fijamente. “Tú puedes con esto, Ethel. Estás hecha para mí. Paraesto. Demuéstrame que esta verga te pertenece.”
Esa frase, “demuéstrame”, laencendió. Vi cómo una determinación feroz cruzaba su rostro. Asintió, cerró losojos y, tomando aire, bajó. Lentamente, tragándoselo entero. Y entonces, empezóa moverse. No fue un movimiento tímido. Fue una cabalgada. Salvaje, implacable,subiendo y bajando sobre él con una fuerza que yo nunca le había visto, con unaentrega absoluta. Sus músculos, su piel, todo ella se convertía en uninstrumento para exprimirle el placer. Iván gemía, gruñía, sus manos aferradasa sus nalgas, guiándola, pidiéndole más. Y ella daba más. Hasta que finalmente,con un grito ronco de él, la inundó por dentro. Ella se dejó caer sobre supecho, jadeante, empapada de sudor y de él.
En ese momento, yo también mechorreé. Un espasmo mezquino y sucio que manchó mi mano y el asiento del coche.La humillación y el placer se fundieron en una náusea dulzona.
En la pantalla, Iván la besaba,suavemente ahora, en la frente, en los labios. Se quedaron así, enredados,besándose por lo que pareció una eternidad. Entonces, tomé mi teléfono. Marquésu número.
La vi separarse de él, buscar sucelular entre la ropa desparramada. Contestó, intentando controlar larespiración. “¿Sí, amor?”
“Ya voy cerca de casa, cariño. Eltráfico aflojó.”
“Ah, qué bien. Te extrañamos.” Suvoz sonaba ronca, usada. Colgó y se lo dijo a Iván. “Ahí viene mi marido.”
Se besaron. Y se rieron. Una risadivertida, cómplice, como dos adolescentes que han burlado a un guardián.
Se vistieron a toda prisa, perono paraban de besarse. “Dios, soy adicto a tus labios”, le dijo Iván,mordisqueándoselos una y otra vez.
Ella rió, coqueta, y en un gestode una intimidad que me detuvo el corazón, bajó la mano y le tomó la verga, aúnsemierecta, a través del pantalón. “Y yo soy adicta a esto. ¿Te espero mañanatemprano, cuando Manuel se vaya a trabajar?”
Iván rió, divertido, y la besó denuevo. “No faltaba más.”
Llegué a casa minutos después. Elescenario era perfecto. Ethel en la cocina, “lavando” los pocos trastes quehabíamos usado, el agua corriendo fuerte. Iván en el sofá, mirando su celularcon cara de “aburrido”. Ambos me saludaron con una calidez exagerada, como sihubieran estado contando los minutos. Iván se despidió rápido, con una palmadaen mi hombro que ahora sentí como la marca de un dueño.
Ethel lo “acompañó” a la puertacon el pretexto de sacar la basura. Los seguí con la cámara de la entrada. Vicómo, una vez fuera, miraron a todos lados y, creyéndose solos, se fundieron enun beso largo, profundo, de esos que parten labios. Luego, Iván hizo una broma.La levantó en brazos, la subió a su deportivo y arrancó. Mi corazón se detuvo.¿Se la llevaba? Pero no. Dio la vuelta a la manzana y volvió a parar frente ala casa. Bajó a Ethel, que venía riendo, emocionada, el pelo al viento. Él bajótambién y le propinó otro beso apasionado, del que ella no quiso separarse.Parecían imanes. Ella le susurró algo al oído y él asintió, sonriendo conmalicia.
Cuando Ethel volvió,interpretando su papel de esposa solícita, yo ya había olido el complot. Ledije que me dormiría temprano por el trabajo. Ella fingió preocupación, inclusome ofreció cenar. “No, gracias, amor”, dije, y me encerré en la habitación.
Desde una rendija, la vi. Sentadaen el sofá, con el celular en la mano, escribía con una sonrisa de adolescenteenamorada, esos mensajes que hacen que el corazón dé un vuelco. Fingí dormirmeprofundamente. Respiré lento, profundo. Y cuando estuvo segura de que yo dormía,la vi levantarse en puntillas, ir a la puerta principal y abrirla con suavidad.
Él estaba allí. Esperando. Entróen silencio, y ella, tomándolo de la mano, lo guió directamente al cuarto deinvitados. Donde yo tenía la tercera cámara.
Desde mi celular, ahora en lacama matrimonial, a unos metros de distancia, vi y escuché todo. Los diálogoseran jadeos, susurros perversos que mi micrófono captó entre el ruido de losgolpes, de los gemidos.
“Esta noche no duermo, te voy a comer enterita”, gruñó él.
“Prométemelo… quiero sentirte hasta mañana.”
“Esta concha ya es mía, ¿verdad? Dime.”
“Sí… es tuya… sólo tuya… ah, Dios, Iván, ahí….”
“Grita mi nombre otra vez. Que lo escuche todo el vecindario.”
Y ella gritaba. Gemía. Lollamaba. Durante dos horas interminables, follaron como animales en celo, conuna energía que nunca, en todos nuestros años, ella había mostrado conmigo.
Esa noche, Ethel durmió con Ivánen el cuarto de invitados. Y antes de que sonara mi alarma, mucho antes delamanecer, la cámara los captó saliendo. Se despidieron en la sala, junto a lapuerta, con otro beso sonoro, apasionado. Luego, Iván se escurrió y Ethel,despeinada, oliendo a sexo y a él, se deslizó en la cama a mi lado, fingiendoun sueño profundo.
Y yo, Manuel, el marido, elcornudo, el arquitecto de mi propia desgracia, permanecí con los ojos cerrados,sintiendo el calor de su cuerpo que venía de otra cama, de otro hombre, ysabiendo que mi vida, como la conocía, había terminado anoche, devorada por lamisma hambre que yo ayudé a desatar.
Esta es mi confesión. No sé si esuna carta de despedida o un grito ahogado. Sólo sé que ya nada volverá a serigual.
Firmado: Manuel.
 
 

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