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El regalo navideño

El regalo navideño




La hacienda resplandecía bajo lanoche estrellada. Guirnaldas de luces blancas envolvían las arcadas coloniales,y el aroma a ponche de frutas y canela flotaba sobre el murmullo de voces yrisas. Iván, con una camisa negra que se tensaba sobre su torso musculoso,observaba desde el balcón superior. Su mirada, intensa y calculadora, nobuscaba a los empleados ni las decoraciones exquisitas por las que no habíaescatimado. Buscaba solo una silueta dorada en la multitud.
Allí estaba Ethel. Su vestidoverde esmeralda, sencillo pero cortado de una manera que besaba cada curva,brillaba bajo las luces. Su melena dorada ondeaba con suavidad mientrasconversaba, sonriendo con esa calma que a Iván le parecía el mayor de los misterios.Sentía una obsesión que le quemaba por dentro; no era solo deseo, era lanecesidad de poseer esa armonía, de romper esa lealtad que ella le profesaba aXavier y probar su esencia.
Se giró hacia los tres hombresreunidos discretamente en la sombra del balcón: Leo, el ingeniero de sistemas,un tipo delgado y de ojos alertas; Marcos, el contador, meticuloso y tranquilo;y Raúl, el jefe de logística, robusto y práctico.
“¿Está listo?” La voz de Iván erabaja, pero cargada de una autoridad que no admitía fallos.
Leo asintió, jugueteando con suteléfono. “Las cámaras están desviadas en el pasillo este. Solo grabamosbasura. El celular de Xavier está en su bolsillo trasero, como siempre.”
“La dosis,” preguntó Iván, sinapartar los ojos de Ethel.
Raúl sacó un pequeño vial. “En elponche especial que le llevará el mesero. Actúa en diez minutos, somnolencia yluego desplome. Indistinguible de un mareo por alcohol.”
Marcos ajustó sus lentes. “Lalogística está cubierta. El ‘accidente’ será cerca de la bodega dedecoraciones. Lo llevaremos ‘a tomar aire’ y lo dejaremos… cómodo.”
Iván asintió, una sombra desonrisa en sus labios. Sabía el detalle crucial. Gracias a la vigilanciadiscreta en la red de la empresa, Leo había interceptado un intercambio demensajes. Xavier, designado para ser Santa Claus en el intercambio de regalos,había recibido un mensaje de Ethel: “Y si cuando traigas puesto eltraje de Santa nos escabullimos en uno de los cuartos… y me cumples mifantasía.” La respuesta temblorosa de Xavier había sido: “Sí,pero con cautela, mi amor.”
Esa fantasía era la llave. Y élsería quien la cumpliría.
“Hagan su trabajo,” ordenó Iván.“Recuerden, discreción absoluta. El bono es jugoso, pero el costo de un errorlo pagan con la carrera.” No era una amenaza vacía. Era una promesa.
La posada fluía. La músicasonaba, la gente bailaba. Iván circuló con el aplomo de un anfitrión, pero sussentidos estaban afinados como los de un depredador. Vio al mesero acercarse aXavier, quien ya estaba nervioso, ajustándose la gorra de elfo que le habíanpuesto de broma. Vio cómo Xavier bebía el ponche. Diez minutos después, elhombre palidecía. Se llevó una mano a la frente.
Raúl apareció a su lado, con carade preocupación. “Oye, Xavier, ¿te sientes bien? Vamos, te ayudo a tomar aire.”Con la ayuda de Marcos, lo guiaron entre la multitud, lejos de miradascuriosas. Ethel, en la otra punta de la pista, distraída por una conversación,no lo vio partir.
Poco después, Leo se acercó aIván y deslizó el celular de Xavier en su mano. “Ya está. Desbloqueado.”
Iván se escabulló hacia unestudio privado. Abrió la conversación con Ethel. Su pulso, por primera vez enla noche, se aceleró. Escribió con precisión quirúrgica, imitando el tonotímido de Xavier:
La hacienda resplandecía bajo lanoche estrellada. Guirnaldas de luces blancas envolvían las arcadas coloniales,y el aroma a ponche de frutas y canela flotaba sobre el murmullo de voces yrisas. Iván, con una camisa negra que se tensaba sobre su torso musculoso,observaba desde el balcón superior. Su mirada, intensa y calculadora, nobuscaba a los empleados ni las decoraciones exquisitas por las que no habíaescatimado. Buscaba solo una silueta dorada en la multitud.
 
Allí estaba Ethel. Su vestidoverde esmeralda, sencillo pero cortado de una manera que besaba cada curva,brillaba bajo las luces. Su melena dorada ondeaba con suavidad mientrasconversaba, sonriendo con esa calma que a Iván le parecía el mayor de los misterios.Sentía una obsesión que le quemaba por dentro; no era solo deseo, era lanecesidad de poseer esa armonía, de romper esa lealtad que ella le profesaba aXavier y probar su esencia.
 
Se giró hacia los tres hombresreunidos discretamente en la sombra del balcón: Leo, el ingeniero de sistemas,un tipo delgado y de ojos alertas; Marcos, el contador, meticuloso y tranquilo;y Raúl, el jefe de logística, robusto y práctico.
 
“¿Está listo?” La voz de Iván erabaja, pero cargada de una autoridad que no admitía fallos.
 
Leo asintió, jugueteando con suteléfono. “Las cámaras están desviadas en el pasillo este. Solo grabamosbasura. El celular de Xavier está en su bolsillo trasero, como siempre.”
 
“La dosis,” preguntó Iván, sinapartar los ojos de Ethel.
 
Raúl sacó un pequeño vial. “En elponche especial que le llevará el mesero. Actúa en diez minutos, somnolencia yluego desplome. Indistinguible de un mareo por alcohol.”
 
Marcos ajustó sus lentes. “Lalogística está cubierta. El ‘accidente’ será cerca de la bodega dedecoraciones. Lo llevaremos ‘a tomar aire’ y lo dejaremos… cómodo.”
 
Iván asintió, una sombra desonrisa en sus labios. Sabía el detalle crucial. Gracias a la vigilanciadiscreta en la red de la empresa, Leo había interceptado un intercambio demensajes. Xavier, designado para ser Santa Claus en el intercambio de regalos,había recibido un mensaje de Ethel: “Y si cuando traigas puesto el traje deSanta nos escabullimos en uno de los cuartos… y me cumples mi fantasía.” Larespuesta temblorosa de Xavier había sido: “Sí, pero con cautela, mi amor.”
 
Esa fantasía era la llave. Y élsería quien la cumpliría.
 
“Hagan su trabajo,” ordenó Iván.“Recuerden, discreción absoluta. El bono es jugoso, pero el costo de un errorlo pagan con la carrera.” No era una amenaza vacía. Era una promesa.
 
La posada fluía. La músicasonaba, la gente bailaba. Iván circuló con el aplomo de un anfitrión, pero sussentidos estaban afinados como los de un depredador. Vio al mesero acercarse aXavier, quien ya estaba nervioso, ajustándose la gorra de elfo que le habíanpuesto de broma. Vio cómo Xavier bebía el ponche. Diez minutos después, elhombre palidecía. Se llevó una mano a la frente.
 
Raúl apareció a su lado, con carade preocupación. “Oye, Xavier, ¿te sientes bien? Vamos, te ayudo a tomar aire.”Con la ayuda de Marcos, lo guiaron entre la multitud, lejos de miradascuriosas. Ethel, en la otra punta de la pista, distraída por una conversación,no lo vio partir.
 
Poco después, Leo se acercó aIván y deslizó el celular de Xavier en su mano. “Ya está. Desbloqueado.”
 
Iván se escabulló hacia unestudio privado. Abrió la conversación con Ethel. Su pulso, por primera vez enla noche, se aceleró. Escribió con precisión quirúrgica, imitando el tonotímido de Xavier:
 
"Todo listo amor, ya tengoel traje, me lo pongo, hago el show que me pidió Iván y apenas termine nosvamos a la habitación 69, del ala este. La última del pasillo. Es un número desuerte para nosotros esta noche, ¿no?"
 
La respuesta de Ethel llegó casial instante, cargada de esa calidez y emoción que lo enloquecían: "Ay, miamor, qué emoción. Me muero de ganas. Gracias por ser tú, por querer cumplireste sueño conmigo. Te amo."
 
Iván apretó el puño alrededor delteléfono. La inocencia de su mensaje, la confianza absoluta, avivaron su fuego.La estaba traicionando en el momento mismo en que ella le agradecía su amor.Era perfecto.
 
Se dirigió a la bodega dondeXavier ya roncaba suavemente, profundamente dormido en un sofá. Con ayuda deRaúl y Leo, se vistió con el traje de Santa. No era suficiente con soloponérselo; tenía que emular la contextura menos voluminosa de Xavier. Se colocóuna panza postiza de relleno suave bajo el traje rojo, lo que, combinado con elvolumen natural del disfraz, ocultaba por completo su torso atlético y sushombros anchos. La barba blanca tupida y las gafas de pasta oscura terminabande borrar sus rasgos. Era un Santa Claus un poco más alto y ancho de loesperado, pero en medio de la fiesta y la emoción, nadie lo notaría. Sobre todoEthel, que ya estaba siendo atendida.
 
Mientras él se preparaba, sualiada en el campo, Rocío, una asistente de confianza de vivaz conversación ysonrisa fácil, se acercaba a Ethel con una copa en la mano.
 
“¡Ethel! Qué hermosa te ves conese color,” exclamó Rocío, chocando su copa con la de ella. “¿Te estánatendiendo bien? Iván ha insistido en que nada falte.”
 
“Todo está maravilloso, Rocío,gracias,” respondió Ethel, sonriendo con genuina alegría. Se sentía segura,emocionada por la noche que le esperaba con su esposo.
 
Rocío, siguiendo instrucciones,comenzó a pasarle tragos fuertes, disimulados entre cócteles dulces. “Coctel dela casa, hecho especialmente para las invitadas más especiales,” decía con unguiño. Ethel, con la guardia baja y el corazón ligero por la expectativa,bebía. Un trago, luego otro. Una cálida euforia comenzó a extenderse por susvenas.
 
La charla de Rocío, hábilmente,giró hacia el anfitrión. “¿No es increíble Iván? Organizar todo esto… y con esefísico de dios griego. Es el soltero más codiciado de la ciudad, te lo juro. Nofalta quien se desmaya cuando lo ve pasar sin camisa por el gimnasio de laempresa.”
 
Ethel rió, un poco incómoda perojuguetona. “Ay, Rocío, exageras.”
 
“¡Para nada! Es pura dedicación.Y es buenísima persona, un líder nato.” Rocío bajó un poco la voz. “Y entrenos… ese rumor de que anda soltero es porque es muy exigente. Busca una mujerque valga la pena, una que sea… especial. Como tú.”
 
Ethel abrió los ojos ligeramente,atragantándose un poco con su trago. “Yo soy una mujer casada, Rocío,” dijo,pero su protesta sonó débil, ahogada por el alcohol y por un pensamientointrusivo que repentinamente cruzó su mente.
 
En ese momento, el Santa Claus(Iván, disfrazado) tomó el micrófono con una voz algo grave que intentaba sonarjovial. “¡Vamos, muchachos! Una dinámica. Aquí tienen dos papeles. En uno, consu nombre, escriben un deseo real, algo que quieran de verdad. Lo rifaremos yel ganador se lo llevará. ¡Puede ser un día libre pagado!” La multitud celebró.“En el otro papel, anónimo, escriban una fantasía… algo travieso, un deseoperverso. Los leeré por diversión, ¡y nadie sabrá de quién es!”
 
La propuesta fue recibida conrisas cómplices y excitación. Ethel, ya con un par de copas de más y el ánimocaldeado, dudó. Su verdadero deseo era estar ya en la habitación 69 con Xavier.Pero el ejercicio anónimo… Rocío la instigó suavemente. “Vamos, Ethel,diviértete. Es anónimo, nadie lo sabrá. ¿O es que tienes miedo de confesartealgo a ti misma?”
 
Picada por el comentario y por elalcohol, Ethel tomó el papel. Mientras todos escribían entre risas, ella, conlos labios apretados en una sonrisa nerviosa, garabateó algo rápido y lo dobló.Rocío, con la destreza de una carterista, recogió el papelito doblado al mismotiempo que el suyo y, en un movimiento fluido, se separó diciendo que iría pormás bebida. En su camino, deslizó el papel de Ethel en la mano de Leo, quien asu vez se lo pasó a Raúl, y este lo colocó en el bolsillo del traje de Santa Clauscuando pasó junto al escenario para ajustar un cable.
 
Iván, desde su puesto, sintió elpapel en su bolsillo. En un momento en que la atención estaba en la genteescribiendo, lo extrajo y lo abrió lo suficiente para leerlo. La letra erafemenina, elegante, y las palabras le hicieron latir la sangre con fuerza: "Meencantaría probar una verga grande y gruesa… que me haga sentir llena ydominada."
 
Una sonrisa salvaje se dibujóbajo la barba blanca. Así que eso es lo que quiere la dulce esposa fiel, pensó,devorando las palabras con la mirada. Justo lo que yo tengo. Y hoy, preciosa,te voy a cumplir ese deseo yo mismo.
 
Mientras tanto, Rocío regresó conEthel, que ya estaba visiblemente más alegre y desinhibida. “¿Qué crees queescriben la mayoría?” preguntó Rocío, inocente.
 
“¿Hmm? No sé, ¿qué?” dijo Ethel,bebiendo otro sorbo.
 
“Pues que quieren a Iván denovio, que se las folle sin contemplaciones… o que les dé un buen uso a esogrande y grueso que le cuelga entre las piernas,” dijo Rocío con una risita.Ethel tosió, tratando de mantener una expresión prudente, pero no pudo evitarque un escalofrío de curiosidad malsana la recorriera. El alcohol emborronabalos límites de lo que consideraba apropiado pensar.
 
Fue entonces cuando Rocío,fingiendo buscar una foto en su teléfono, “tropezó” y mostró la pantalla aEthel. “Mira, esta fiesta del año pasado…”
 
Pero la foto que apareció no erade una fiesta. Era una imagen explícita de Iván, completamente desnudo,saliendo de una ducha. Su físico era una obra de arte anatómica: músculosdefinidos, abdominales marcados, y entre sus piernas, colgando con una pesadezimpresionante, exactamente lo que su fantasía anónima pedía: una verga grande,gruesa, viril.
 
Ethel abrió los ojos como platos.Un sonido ahogado escapó de su garganta y casi deja caer su copa. Su mirada seclavó en la imagen por un segundo que se sintió eterno antes de que Rocío,riendo, retirara el teléfono. “¡Uy, perdón! Se me filtró esa, es de hace comoun mes, hubo un hackeo en la oficina y circularon unas fotos…”
 
“Dios mío,” murmuró Ethel,llevándose una mano al pecho. Su rostro estaba encendido. Trataba de actuar conrecato, de decir algo como “qué barbaridad” o “pobrecillo”, pero su mente solorepetía a gritos: ¡Por Dios, qué verga! Y qué cuerpo… el condenado es unaescultura. Se obligó a mirar hacia otro lado, pero la imagen estaba ya quemadaen su retina, mezclándose peligrosamente con la anticipación de su cita conXavier.
 
En el escenario, Santa Clausaceleró el ritmo. Leyó deseos reales (una laptop nueva, un viaje, un ascenso) yfue entregando premios. Su mirada, tras las gafas oscuras, no se apartaba deEthel, que ahora, más mareada y desinhibida por el alcohol y la sacudida de esafoto, se había unido a un grupo pequeño que bailaba reguetón cerca de la pista.Sus movimientos eran tímidos al principio, pero la música y la euforia lafueron soltando. Su cadera se mecía con un ritmo sensual, inconsciente, suvestido esmeralda ondeando alrededor de sus piernas. Cada contoneo era unabofetada de tentación para Iván, que pensaba, conteniéndose: Qué buena está… Meurge follarla. Ya casi es hora.
 
Terminó la dinámica rápidamente,repartiendo el último premio. La gente volvió a dispersarse, muchos hacia lapista de baile. En ese momento, el teléfono de Ethel vibró en su pequeño bolsode mano. Lo sacó con dedos un poco torpes. Era un mensaje de Xavier:
 
"Mi amor, el show terminó.En la habitación 69, del ala este, en 5 minutos. Toma el pasillo de laizquierda del árbol gigante, sube la escalera de servicio y es la última puertaa la derecha. Te espero."
 
Ethel sonrió, una sonrisa ampliay llena de deseo. Le respondió rápidamente: "Voy para allá. Prepárate, miSanta."
 
Cerró su teléfono y, tras unabrazo y un “ya me voy” a Rocío, que le contestó con una mirada cómplice queella no supo interpretar, se dirigió con paso decidido pero un poco tambaleantehacia el árbol gigante señalado.
Iván, mientras tanto, había sidoel primero en llegar. Había pasado junto al cuerpo dormido de Xavier y unimpulso perverso lo detuvo. Se agachó y, con desprecio, le bajó los pantalonesy el bóxer. Lo que apareció ante su vista fue una verga diminuta, flácida ypequeña, ni la quinta parte de la suya, que ya se tensaba con solo pensar enEthel. Una sonrisa de suprema satisfacción se dibujó en su rostro. Soltó unarisa baja, gutural. No habrá punto de comparación... Hoy probarás,ahora sí, a un verdadero hombre, Ethel, pensó, sintiendo cómo su posesiónsobre ella se volvía aún más inevitable.
Ahora, en la habitación 69 delala este, un dormitorio de invitados amplio y lujosamente amueblado, esperaba.Había dado instrucciones claras a Leo: las cámaras de ese pasillo permaneceríanciegas. Y había hecho circular entre su círculo de confianza una advertenciasutil pero clara: el ala este estaba restringida por mantenimiento. Quieninterrumpiera, por cualquier razón, no tendría que preocuparse por el bono,sino por su empleo. Además, había dado una orden nueva y retorcida: vestir alinconsciente Xavier con otro traje de Santa Claus y llevarlo a una habitación69 ficticia en el ala oeste, donde una compañera, una mujer de complexióngruesa a la que habían pagado generosamente, simularía haber pasado la nochecon él. La coartaba era perfecta.
Al entrar a la habitacióncorrecta, Iván, aún con su traje de Santa para cumplir la fantasía, se quedó depie en la penumbra, escuchando. Afuera, la música y las risas de la fiestasonaban lejanas, ahogadas. Solo el suave crujir de la madera vieja de la hacienday el latido de su propio corazón, fuerte y acelerado, llenaban el silencio.Todo estaba listo. La trampa estaba perfectamente tendida. Solo faltaba que lapreciosa presa, mareada de alcohol, excitada por una fantasía y con la imagende su cuerpo prohibido grabada a fuego en la mente, cruzara la puerta.
Un suave golpeteo en la madera,tímido pero decidido, rompió el silencio. Iván contuvo la respiración. Luego,otro golpe, un poco más fuerte. Él, sin hacer ruido, giró el picaporte desdedentro.
La puerta se abrió ligeramente, yla silueta de Ethel se recortó en el marco, bañada por la tenue luz delpasillo. Entró con un paso vacilante, los ojos brillantes por el alcohol y laemoción. Al ver la figura de Santa Claus de pie en la oscuridad, solo iluminadapor la luna que entraba por la ventana, contuvo un pequeño grito ahogado y sellevó una mano al pecho.
«Santa…» murmuró, cerrando lapuerta tras de sí. La habitación quedó en una penumbra azulada. «Al fin puedoconocerte en persona…» Su voz era un hilo de seda cargado de coquetería ynerviosismo. Avanzó un paso, luego otro, jugueteando con los dedos. «¿Quéregalo me has traído esta noche, Santa? He sido… muy buena.»
Iván, desde detrás de la barba ylas gafas, la observaba, bebiendo cada detalle. Adoptó el papel, fingiendo unavoz grave pero amable, ligeramente forzada. «Para las niñas buenas siempre hayregalos especiales, Ethel.» Extendió un brazo, invitándola a acercarse. «Ven.Cuéntame qué es lo que más deseas.»
Ella, mareada y desinhibida,creyendo estar en un juego seguro con su esposo, se acercó con una sonrisapícara. Se sentó en sus piernas, sobre el traje rojo grueso, sintiendo lafirmeza del músculo oculto debajo. La cercanía, el aroma a su perfume mezcladocon alcohol, era embriagador para Iván.
«Hola, Santa,» susurró,jugueteando con un botón de su traje. Estuvo a punto de decirle al oído,arrastrada por la imagen en la mente y el deseo anónimo que habíaescrito: Quiero una verga grande y gruesa como la de Iván… Peroun último vestigio de prudencia la detuvo. Reformuló, bajando la mirada confalsa timidez: «Quiero… un pene, Santa. Uno de verdad. Uno que me haga sentir…»
Iván, sintiendo cómo se letensaba todo el cuerpo, comenzó a acariciarle las piernas con manos grandes quepalparon la suave piel bajo el vestido. ¡Qué delicia! pensó,extasiado. Al fin te toco. Eres aún más perfecta de lo que imaginaba.
«Bueno, pero antes, dime,» dijo,fingiendo la voz de Santa, mientras sus dedos subían por sus muslos. «¿Has sidouna buena esposa este año?»
«Sí, Santa… lo juro,» respondióella, cerrando los ojos y dejándose llevar por las caricias.
«¿Ningún pensamiento pecaminoso?¿Ningún deseo impuro?» insistió él, acercando su rostro barbudo al suyo.
Ethel rió, un sonido nervioso yexcitado. «No… ninguno.»
«Santa todo lo sabe, pequeña. Yno le gustan las mentiras,» dijo, y su mano se posó con firmeza en su nalga,apretándola a través de la tela.
Ethel gimió suavemente. «Estabien… está bien. Tuve… un pensamiento impuro esta noche. Solo uno.»
Iván rió por dentro. «Así megusta más. La honestidad tiene su recompensa. ¿Cuál fue ese pensamiento?»
Ethel, embriagada por el alcohol,la oscuridad y la sensación de anonimato dentro de la fantasía, se inclinó y lesusurró al oído, con una voz ronca y cargada de deseo: «He pensado… en unaverga. Grande. Y gruesa.»
«¿Ah, sí?» preguntó Santa, y susmanos comenzaron a subir el vestido esmeralda, revelando sus muslos morenos.«¿Y a qué se debe ese pensamiento tan… específico?»
Ethel, con la moral diluida en elalcohol y la excitación, confesó al oído, casi sin aliento: «Vi… unafotografía.»
«¿Y qué había en esa foto?»insistió él, sabiendo la respuesta, queriendo oírla de sus labios.
«Un hombre…» murmuró ella,ardiendo de vergüenza y placer. «Muy guapo. Y… con una verga. Como la quequiero.»
Iván sintió un triunfo salvaje.La había llevado exactamente donde quería. «Santa tiene otra pregunta,» dijo,mientras su mano ya acariciaba la seda de sus bragas. «¿Qué harías si tuvierasa ese hombre… aquí, ahora, con el permiso de tu esposo?»
«Hmmm…» gimió Ethel, arqueándosecontra su mano. «No sé…» titubeó, el último fragmento de lealtad luchandocontra la marea de deseo.
«Dime,» insistió Santa, su vozahora una orden disfrazada de juego. Su dedo encontró el calor y la humedad através de la tela de sus bragas, y ella saltó.
Ethel se deshinibió de golpe, elalcohol y la fiebre rompiendo los diques. «Le… le comería la verga muy rico…»susurró, jadeando. «Sus testículos también… los chuparía… y luego… luego me lametería bien adentro, hasta el fondo, que me llene toda…»
Iván no pudo contenerse más. Susmanos ya estaban por todas partes: desabrochando su espalda para liberar suspechos, apretando sus nalgas firmes, acariciando el lugar donde ella más lodeseaba. Ethel, perdida, gemía y se retorcía, creyendo que eran las manos de suesposo las que por fin la tocaban con tanta audacia.
Finalmente, Santa la tomó por lacintura, la giró para sentarla de frente sobre sus piernas y, acercando su bocaa la de ella, le susurró con una voz que ya apenas disimulaba su verdaderotono, cargado de lujuria y promesa: «Hoy es una noche mágica, Ethel… Y tu deseoserá cumplido.»
Antes de que ella pudieraprocesar el matiz extraño en la voz, sus labios se sellaron sobre los de ellacon una pasión devoradora. No fue el beso tierno de Xavier. Fue una invasión,una conquista. Su lengua, grande y experta, abrió su boca sin pedir permiso.Ethel, aturdida, por un instante se quedó rígida. Pero el alcohol, laexcitación acumulada y la creencia de que era su esposo jugando un rol ardientela vencieron. Con un gemido que fue rendición, abrió su boca y dejó que esalengua invasora se enroscara con la suya, respondiendo con una urgencia que lasorprendió a ella misma.
«Santa… sí… así, Santa… sí…»gemía entre besos húmedos y desesperados.
Iván, mientras la besaba con unahambre insaciable, comenzó a desnudarla. El vestido esmeralda, ya levantado,fue arrancado por encima de su cabeza. El sostén cedió ante sus dedosimpacientes. Sus pechos, generosos y firmes, se liberaron, y él los tomó en susmanos, masajeándolos, rodando sus pezones ya duros entre sus dedos. Ethelarqueó la espalda, ofreciéndose, gimiendo sin cesar contra su boca.
«Dime otra vez lo que quieres,»gruñó él contra sus labios.
«Tu verga, Santa… dámela…»suplicó ella, ya fuera de sí, sus manos buscando a tientas el cierre del trajerojo.
Él se levantó, llevándola enbrazos con facilidad, y la depositó sobre la amplia cama. La miró, desnuda yjadeante sobre las sábanas, bajo la luz de la luna. Era la visión más sublimeque había contemplado. Entonces, comenzó a despojarse lentamente del traje deSanta. La barba fue lo primero en caer. Luego las gafas. Después, el gruesotraje rojo, revelando primero su torso poderoso, marcado y sudoroso, y luego,al bajar el pantalón del disfraz y su propio boxer, liberando por fin suerección, grande, gruesa y palpitante, exactamente como ella la había descrito,como la de la foto.
Ethel, en la cama, lo observó conojos vidriosos. El alcohol nublaba su percepción, pero la imagen erainconfundible. Demasiado grande, demasiado… diferente. El cuerpo no era el deXavier. La sombra en el rostro, la forma de los hombros…
«Xavier…?» preguntó, con unavocecita llena de confusión y un miedo que empezaba a abrirse paso a través dela neblina etílica.
Iván se inclinó sobre ella,apoyando sus manos a los lados de su cabeza, encerrándola. La luz de la lunailuminó por fin su rostro, su mirada intensa y triunfante.
«No, preciosa,» dijo, con su vozverdadera, grave y cargada de dominio. «Santa Claus se fue de vacaciones. Yosoy el regalo.»
La confusión en los ojos de Ethelse cristalizó en puro horror.
«¡Iván!» gritó, esta vez conclaridad, un grito que era reconocimiento y rechazo. Trató de empujarlo, deescabullirse por debajo de su cuerpo, sus manos golpeando contra su pecho depiedra. «¡No, por Dios! ¡Esto no puede suceder! ¡Soy casada, con Xavier!¡Suéltame!»
Pero él era una montaña sobreella. Con una mano, inmovilizó sus dos muñecas sobre la almohada. Con la otra,le tomó la barbilla, forzándola a mirarlo.
«Xavier es un estúpido,» dijo, suvoz un susurro ronco y cargado de desprecio y deseo. «Un idiota asustado con unjuguete de hombre que no sabe usar. Yo sí.»
Y antes de que ella pudieragritar de nuevo, su boca capturó la de ella en un beso que no era una pregunta,sino una afirmación brutal. Fue un beso diseñado para sofocar, para dominar,para reclamar. Al principio, los labios de Ethel estuvieron sellados, rígidosen el pánico. Pero Iván era paciente, maestro en esto. Su lengua insistió,trazando la línea de sus labios hasta que, forzada por la falta de aire o porun reflejo traicionero enterrado en lo más hondo de su excitación, ella jadeó.Y en ese jadeo, él entró.
Un gemido, largo y tembloroso,vibró en la garganta de Ethel y se perdió entre sus bocas. No fue un gemido deplacer puro, sino de una rendición forzosa, del cuerpo traicionando a la mente.Sus manos, que empujaban, dejaron de luchar. Sus dedos se crisparon, no paraapartarlo, sino para aferrarse a sus bíceps, como náufragos a una roca.
«No…» murmuró contra sus labios,cuando él le permitió respirar, pero su protesta ya no tenía fuerza. Era un ecode lo que debía decir, no lo que sentía. Y cuando él volvió a besarla, másprofundo, más húmedo, ella respondió. Su lengua se enredó con la suya en unduelo tembloroso, y otro gemido, esta vez más claro, más entregado, escapó deella.
Iván se separó, jadeante, susojos oscuros brillando con triunfo. «Ya ves. Tu cuerpo me quiere. Me desea. Esmás sabio que tu cabeza.»
«Soy leal…» intentó Ethel, perosu voz era un hilillo.
«Y ahora serás mía,» declaró él.Se sentó sobre los talones, su imponente erección frente a su rostro.«Muéstrame cuán leal puedes ser a lo que realmente sientes. Chúpamela.»
Ethel miró el miembro que sealzaba ante ella, grueso, largo, venoso, con una mezcla de terror yfascinación. «No puedo…»
«Puedes. Y lo harás.» No era unaorden gritada. Era una certeza. Tomó su mano y la colocó alrededor de su base.El calor, la firmeza, el peso, hicieron que Ethel tragara saliva.
Avergonzada, perdida, pero con unfuego nuevo encendido en sus entrañas, bajó la mirada. Luego, lentamente, comoen un trance, inclinó la cabeza. Sus labios rosa vivo, los mismos que habíansonreído a Xavier, se abrieron para recibir la punta violácea de Iván. Untemblor la recorrió. Era demasiado grande. Pero él, con una mano en su nuca, laguió suavemente, sin forzar.
«Así… buena niña,» murmuró él,conteniendo un gruñido cuando su lengua lamió la punta.
Alentada por sus palabras y poruna curiosidad malsana que vencía a la culpa, Ethel abrió más la boca,intentando tragar más. Era un esfuerzo. Nunca había sentido algo así, tanllenador, tan… dominante. Un sonido gutural surgió de ella mientras mamaba, alprincipio con torpeza, luego, impulsada por una extraña urgencia, con másahínco.
«Soy casada…» dijo entrechupadas, las palabras casi ininteligibles alrededor de su carne. «No debería…hacer esto…»
Iván rió, un sonido bajo ysatisfecho. «Tus labios dicen una cosa, pero tu boca hace otra. Y lo hace muybien.» Le acarició el pelo dorado, enredándolo en sus dedos. «¿A que no habíastenido una así, verdad?»
Ethel se separó un momento,jadeando, un hilo de saliva conectando sus labios con su punta. «No…» admitióen un susurro, mirando la verga húmeda y palpitante con ojos desorbitados.«Nunca.»
La comparación con la pequeñez deXavier fue instantánea e involuntaria en su mente. No tenía sentido. Este eraun hombre. Él era un hombre.
Durante lo que pareció unaeternidad, quince minutos o más, Ethel se dedicó a él, aprendiendo su ritmo,maravillada de su aguante. Es un semental, pensó, y el pensamientola excitó aún más.
Cuando Iván consideró que ya erasuficiente, la tomó por los hombros y la tumbó de nuevo sobre la cama. Sinmediar palabra, le abrió las piernas y se colocó entre ellas, bajando sucabeza.
«¡Iván, no!» protestó ella, peroera demasiado tarde. Su boca, esa misma boca de comandante, se selló sobre susexo con una voracidad que la hizo gritar.
«¡Santa! ¡Ay, Santa!» gemía,confundiendo aún los roles en su éxtasis, arqueándose sobre la cama, sus manosaferrándose a las sábanas. Perdió el control, moviéndose con fuerza, empujandosu pelvis contra su boca, olvidándose de todo menos de la lengua experta que lallevaba al borde una y otra vez.
Finalmente, él se incorporó,respirando con fuerza, sus ojos encendidos como brasas. «Llegó el momento,Ethel.»
Ella lo miró, viendo el destinoacercarse. Un último destello de lealtad intentó surgir. «Iván, por favor…recapacita. Xavier te ve como un amigo, como un patrón…»
«Xavier es un insignificante,» lointerrumpió él, posicionándose a la entrada de su cuerpo, la punta de sumiembro presionando contra su humedad. «Y tú ya no le perteneces.»
No le dio tiempo a responder.Empujó.
Un grito desgarrado salió de lospulmones de Ethel. No era solo de placer. Era de impacto, de una invasión sinprecedentes. Él era enorme, y ella, a pesar de su excitación, estaba apretada.
«¡Iván!» gritó, esta vez con sunombre clavado en el grito. «¡Me duele! Pero… no pares. Por favor, no pares.»
La súplica, entregada entrelágrimas y gemidos, fue la confirmación final de su conquista. Él la besó,tragándose sus quejidos, y continuó empujando, centímetro a centímetro,desgarrando su resistencia física y moral.
Ethel sintió que la llenaban comonunca antes. Sentía que la partían en dos, que remodelaban su interior. Cuandollevaba la mitad dentro, una oleada de mareo y placer extremo la invadió.«¡IVÁN!» gritó de nuevo, y un orgasmo brutal, nacido de la tensión, del dolor ydel estímulo imposible de ignorar, la sacudió. Su cuerpo convulsionó, susmúsculos internos se apretaron en espasmos violentos.
Iván gruñó, sintiendo cómo suestrecho pasaje se abría y lubricaba con la efusión de su climax. Aprovechandola relajación momentánea y ayudado por las contracciones, embistió con fuerzafinal, enterrándose hasta el fondo, hasta que sus testículos pesados y grandesgolpearon contra ella.
Ethel gimió, una larga queja deplacer absoluto. La sensación de estar completamente penetrada, rellena,poseída por algo tan vasto, era abrumadora. Jamás, en su vida, se había sentidoasí. La culpa, el miedo, todo se disolvió en esa sensación de plenitud brutal.Sin pensarlo, fue ella quien buscó sus labios ahora, besándolo con una urgencianueva. Sus brazos se enroscaron alrededor de su espalda, sus dedos explorandolos surcos de músculo duro que tanto había admirado en secreto.
Iván no podía creer su dicha.«Qué apretada y rica estás…» gruñó entre besos, comenzando a moverse. «Estáshecha para mí. Hecha para esta verga.»
Empezaron a follar entonces conuna pasión animal y perversa. Los golpes de sus caderas contra las suyasretumbaban en la habitación.
«¿Lo sientes?» le preguntó él,clavándosela a fondo. «¿Sientes la diferencia entre un idiota y un hombre?»
«Sí…» gemía ella, perdida. «Sí,la siento… Dios, la siento toda…»
«Olvida a Xavier. Desde esta noche,este cuerpo, es mío.»
«Tuyo…» repitió ella, como un ecohipnotizado. «Solo tuyo ahora…»
El ritmo se hizo más rápido, másdesesperado. Iván sentía la presión acumulándose en su base, un tsunami listopara estallar. «Voy a explotar, Ethel…» anunció con voz ronca, comenzando aretirarse.
Pero ella, en un movimientoinesperado, enroscó sus piernas alrededor de su cintura, clavando los talonesen sus nalgas, atrapándolo.
«No,» dijo, mirándolo a los ojoscon una fogosidad que lo dejó sin aliento. «Hazlo adentro. Quiero sentir… laexplosión de un hombre como tú. Inundarme.»
Iván la miró, atónito y másexcitado que nunca. Una sonrisa perversa se dibujó en sus labios. «¿Estássegura, preciosa?» murmuró, hundiéndose aún más profundamente, si era posible.«Si lo hago adentro… te voy a dejar bien preñada. Mi semilla en tu vientre… eseserá mi verdadero regalo navideño.»
Ethel sostuvo su mirada, eldesafío y la lujuria brillando en sus ojos oscuros, ya sin rastro de la esposaleal. «Hazlo,» susurró, desafiante y entregada. «Préñame. Que ese sea mi regalo,un hijo con tu nombre y apellido!»
Esa fue la invitación que Ivánnecesitaba. Con un rugido ahogado que era puro triunfo animal, se dejó llevar.Su cuerpo se estremeció violentamente, y oleadas tras oleadas de su semillacaliente brotaron en lo más profundo de Ethel, llenándola, marcándola. Ellagritó, otro orgasmo, más profundo y visceral que el primero, arrancándole elalma, mientras sentía cómo la quemadura de su posesión se expandía dentro deella, sellando un pacto perverso bajo la noche navideña.
Al final, el silencio solo fueroto por el jadeo sincronizado de sus cuerpos exhaustos. El aire en lahabitación olía a sexo, a sudor y a una promesa rota. Ethel yacía de espaldas,los ojos fijos en el techo oscuro, sintiendo aún las últimas contracciones ensu interior y el calor residual de Iván pegada a su costado. Él estaba a sulado, un brazo poderoso debajo de su cuello, la otra mano posada con quietudsobre su vientre, como reclamando ya el territorio que acababa de sembrar...

Ethel giró la cabeza lentamente, sus ojos grandes y oscuros encontrando los de él en la penumbra. La neblina del alcohol se había disipado, dejando a su paso una claridad cruda y desconcertante.
«¿Qué… qué significó esto, Iván?» preguntó, su voz era un susurro ronco, cargado de una mezcla de asombro, culpa y una curiosidad profunda.
Él no respondió con palabras de inmediato. En su lugar, se inclinó y posó sus labios sobre los de ella en un beso que, para sorpresa de ambos, no fue de conquista, sino de una ternura inesperada. Fue lento, profundo, casi reverente. Ethel cerró los ojos, un estremecimiento recorriéndola, y le respondió al beso, su mano subiendo para acariciar su mejilla barbuda.
Cuando se separó, sus labios aún rozando los de ella, murmuró: «Significa que eres mía, Ethel. Desde el momento en que te vi.»
Ethel dejó escapar una risa nerviosa, corta, y desvió la mirada hacia la ventana. «Y Xavier…» dijo el nombre, pero ya no era una defensa, era una pregunta flotando en el aire.
Iván la giró suavemente hacia él, obligándola a mirarlo. «Al demonio Xavier,» dijo, sin ira, con la certeza de un hecho consumado. «Mírate. Eres fuego, eres pasión, eres una diosa. ¿Qué puede ofrecerte un ratón asustado? Te esconde, teme tu luz, juega a las fantasías con mensajitos. Yo no. Yo te veo. Te deseo. Te tomo. Te doy lo que necesitas: un hombre, no un pendejo. Un hombre que puede sostenerte, poseerte y darle sentido a toda esta…» su mano hizo un gesto amplio que abarcaba su cuerpo desnudo, «…esta perfección. Mereces ser adorada por un rey, no escondida por un siervo.»
Las palabras, dichas con esa convicción feroz, resonaron en un lugar profundo de Ethel que ella misma había ignorado. La imagen del cuerpo débil de Xavier, de su mirada siempre ansiosa, chocó contra la presencia abrumadora, segura y poderosa de Iván. La comparación era devastadora.
Ethel lo besó entonces, un beso lento y exploratorio. «¿Será que… nos estamos equivocando?» murmuró contra sus labios, la duda última arañando la superficie de su entrega.
Iván tomó su rostro entre sus manos grandes, con una suavidad que contrastaba con su fuerza. La miró a los ojos, buscando hasta el fondo de su alma. «Averigüémoslo,» dijo, y su voz era una promesa y una amenaza a la vez.

No hubo más discusión. La pasión, una vez liberada, no conocía de frenos morales. Él la giró con suavidad pero firmeza, colocándola a gatas sobre la cama. Ella comprendió al instante y, con un gemido anticipatorio, arqueó la espalda, presentándole sus nalgas redondas y su sexo aún hinchado y sensible.
«Dios, qué vista…» gruñó Iván, admirando el panorama antes de posicionarse detrás. No hubo preámbulos. Tomó su cadera con una mano y con la otra guió su miembro, ya de nuevo imponentemente erecto, a su entrada. Y empujó.
Esta vez no hubo dolor, solo una expansión extrema, una sensación de ser reventada por dentro de la manera más gloriosa. Ethel gritó, un sonido gutural que se ahogó en la almohada. «¡Iván!»
Él comenzó a moverse, con embestidas largas y profundas, cada una haciendo que su cuerpo se estremeciera. La penetraba con tal fuerza que Ethel sentía, con cada empuje, que la verga le salía por la boca, que la atravesaba por completo. Era una sensación aterradora e intoxicante.
«¡Así! ¡Más! ¡No pares!» le gritaba, sus palabras entrecortadas por los golpes. «¡Me estás destrozando… y me encanta!»
«¿Lo ves?» jadeó Iván, agarrándola de los hombros para clavar más hondo. «¿Esto es un error? Un error no te haría gritar mi nombre así. Un error no te tendría pidiendo más.»
«¡Eres un SEMENTAL!» gritó ella, riendo y gimiendo al mismo tiempo. «¡Y me vuelves loca!»
«Loca de mi verga,» corrigió él, salvaje. «Di que la extrañarás cuando no esté dentro de ti.»
«¡La extrañaré! ¡Siempre!» admitió Ethel, perdida en la sensación.
Iván no pudo aguantar mucho más. Con un gruñido final, se hundió hasta el fondo y volvió a explotar, inundándola por segunda vez con su semilla caliente. Ethel colapsó sobre la cama, jadeando, sintiendo cómo el líquido comenzaba a escaparse entre sus muslos.
Cuando él se derrumbó a su lado, ella se giró, una sonrisa extraña y deslumbrante en su rostro. «Al paso que vas,» murmuró, arrastrando un dedo por su pecho sudoroso, «me vas a sembrar un heredero este mismo mes.»
Iván la miró, sus ojos oscuros brillando con un fuego posesivo. «Esa es la idea, preciosa. Que lleves mi marca por dentro y por fuera.»
Apenas unos minutos después, cuando la respiración de ambos comenzaba a normalizarse, Iván la miró y vio el deseo aún ardiendo en sus ojos. La atrajo sobre sí, colocándola a horcajadas sobre su cintura. Ella no necesitó instrucciones. Con una confianza nueva, se impuso, tomando su miembro y guiándolo dentro de ella antes de comenzar a cabalgar con un ritmo frenético, salvaje.
«¡Iván! ¡Iván!» gritaba, su melena dorada volando alrededor de su rostro enloquecido de placer. Sus gritos, mezclados con gemidos y palabras sueltas, recorrían el pasillo desierto del ala restringida. «¡Más duro! ¡Quiero que se escuche cómo me follas! ¡Que todos sepan que soy tuya!»
«¡Grita, puta!» la incitó él, embistiendo desde abajo para encontrarse con sus descensos. «¡Grita mi nombre! ¡Diles que esta concha ya no le pertenece a ese imbécil, que es mía!»
«¡Tuya!» aulló ella, los ojos en blanco, al borde del abismo. «¡Solo tuya, mi rey! ¡Mi dueño!»
El clímax final los arrasó como un incendio forestal, simultáneo, brutal, dejándolos nuevamente hechos jirones, pegados por el sudor y los fluidos.
La luz del amanecer comenzó a filtrarse por la ventana, pintando rayas doradas y rosadas sobre sus cuerpos entrelazados. En ese silencio post-coital, entre besos perezosos y caricias de posesión, el futuro se tejía con palabras bajas y perversas.
«¿Y ahora qué, Iván?» preguntó Ethel, dibujando círculos en su pecho.
«Ahora,» dijo él, jugueteando con un rizo de su pelo dorado, «arreglamos el ‘divorcio’ de Xavier. Un pequeño incentivo económico, una transferencia a otra ciudad con promoción… él lo tomará. Es débil.»
Ethel asintió lentamente, sin rastro de duda. «Y yo…»
«Tú te mudas conmigo. A tu nueva casa... Dejas ese empleo insignificante. Tu único trabajo será estar disponible para mí, cuando y como yo quiera.» Su mano bajó y se posó, firme, sobre su bajo vientre. «Y de cuidar lo que crezca aquí dentro.»
Ella sonrió, una sonrisa que ya no era de la esposa dulce, sino de una mujer que había descubierto su propio poder a través de la sumisión a un hombre más fuerte. «Suena a un trabajo muy demandante.»
«El más demandante,» concordó él, besando su hombro. «Pero con beneficios exclusivos. Viajes, joyas, y mi atención… completa.»
«¿Incluyendo esto?» preguntó ella, tomándolo suavemente, sintiendo cómo ya respondía de nuevo a su tacto.
Iván la rodó sobre la cama, cubriéndola con su cuerpo, la luz del amanecer iluminando sus rostros. «Especialmente esto,» murmuró, entrando en ella una vez más, esta vez con una lentitud deliberada y agonizante que la hizo gemir. «Todos los días. Todas las noches. Hasta que estés tan llena de mí que no recuerdes siquiera su nombre.»
«Xavier… quién…» susurró Ethel, entrecerrando los ojos y entregándose al ritmo lento y profundo, al futuro perverso y dorado que acababa de nacer con el sol.

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