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La puta de la ruta

El ronquido de Martín era el metrónomo de la noche de Carla. Un sonido profundo, regular y, sobre todo, confiable. Mientras él dormía el sueño de los justos, exhausto por su turno en la fábrica, Carla se vestía en la penumbra del baño. No se ponía la ropa de dormir de algodón que Martín le compraba, sino una malla negra que se le pegaba a las curvas, una minifalda de cuero sintético y un top que apenas contenía sus pechos. Sus zapatos de tacón alto yacían escondidos bajo una pila de toallas en el armario, listos para transformarla.

Salía de la casa como un fantasma, cerrando la puerta con un cuidado casi reverencial. La calle estaba desierta, salvo por el zumbido de las farolas y el lejano murmullo de la autopista. Ese era su destino. La parada de camiones a las afueras de la ciudad, un universo de neón, diesel y soledad masculina.

El primer camión ya la esperaba. Un Scania rojo y enorme, con las luces de posición encendidas como ojos vigilantes. Carla subió los tres peldaños de la cabina con una agilidad que le había costado meses de práctica. El conductor era un hombre corpulento, con barba y ojos cansados que se iluminaron al verla.

"Vaya, si es la musa de la noche", dijo con una voz ronca.

Carla no respondió. Su trabajo no era la conversación. Se arrodilló en el suelo estrecho de la cabina, que olía a sudor, tabaco y ese olor acre y particular a hombre. El conductor ya se había desabrochado el pantalón, sacando un miembro grueso y semi-erecto. Carla lo tomó con su mano, sintiendo el peso y el calor en su palma. Sin previo aviso, se inclinó y se lo llevó a la boca, trabajando con una técnica perfeccionada a base de noches y clientes. Su cabeza se movía con un ritmo lento y profundo, usando la lengua, los labios, la garganta. El hombre gemía, apoyando una mano pesada en su cabeza, empujándola suavemente para que se tragara hasta el fondo. Carla no se resistió, dejando que él la usara, sintiendo cómo se endurecía aún más en su boca hasta que, con un gruñido, eyaculó. Ella se tragó todo, como siempre, y se limpió la comisura de los labios con el dorso de la mano.

"Valió cada centavo, chica", jadeó el hombre, dándole un par de billetes arrugados.

Carla los guardó sin contarlos y bajó de la cabina. El aire de la noche le pareció frío en la piel.

La segunda parada fue un Volvo blanco. Este conductor era más joven, nervioso. No quería sexo oral. "Quiero cogerte", dijo, casi como una disculpa. Carla asintió. Se quitó la malla y el top, quedando solo con la minifalda subida a la cintura. Se acostó de espaldas sobre la litera estrecha, levantando las piernas. El joven se metió entre ellas con torpeza, entrando en ella de un solo golpe que la hizo gritar. "Calla, que nos oyen", susurró él, empezando a moverse con un ritmo frenético. Carla lo abrazó con las piernas, empujando su cadera contra la de él para que penetrara más hondo. Sus pechos rebotaban con cada embestida. El joven duró poco; con un espasmo y un grito ahogado en el hombro de Carla, se vació dentro de ella. Se quedó encima un momento, jadeando, antes de retirarse. Carla sintió el semen caliente resbalar por sus muslos mientras se vestía. Le pagó con un billete de veinte y una moneda de cinco. "Gracias", dijo él, sin mirarla a los ojos.

La última cliente de la noche fue una mujer. Una conductora de un camión repartidor, con el pelo corto y una mirada desafiante. "No quiero que me toques", dijo, sentándose en el asiento del conductor. "Quiero verte". Carla se sentó en la litera de enfrente, se abrió de piernas y comenzó a tocarse. Primero despacio, acariciando sus labios, luego más deprisa, introduciendo dos dedos dentro de sí misma mientras frotaba su clítoris con el pulgar. La mujer la observaba con la respiración agitada, una mano metida dentro de su propio pantalón, masturbándose al ritmo de Carla. El orgasmo de Carla fue genuino, una explosión de tensión que la recorrió de pies a cabeza. La mujer casi al mismo tiempo se estremeció en su asiento. Le arrojó un billete de cincuenta. "Eres la mejor, cariño", dijo, y arrancó el motor.

De vuelta en casa, el amanecer teñía el cielo de un gris pálido. Carla se duchó, lavando el olor a diesel, a sudor ajeno y a semen de su piel. Se puso el pijama de algodón, se deshizo del maquillaje y se metió en la cama.

Martín se despertó con el movimiento. "¿Qué tal, amor?", preguntó, sonriendo somnoliento.

"Todo bien", respondió Carla, acercándose para darle un beso en la mejilla. "Duerme un poco más".

Él la abrazó, sin sospechar nunca que el dinero para las vacaciones del verano siguiente, para el nuevo televisor, para el futuro que ambos soñaban, lo ganaba su esposa en la oscuridad de las cabinas de camiones, una noche tras otra.

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