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Cornudo voyeur

Juan siempre había sido un pinche enfermo de los celos… pero también un enfermo del morbo.Desde que se casaron, Cecilia se había vuelto más guapa que nunca: 32 años, cuerpo de gym, culo parado, tetas firmes que rebotaban cuando caminaba en shorts por la casa. Juan se la pasaba oliendo sus tangas cuando ella salía, revisando su celular cuando se metía a bañar, buscando cualquier pista que le confirmara lo que ya sospechaba: que su mujer estaba cogiendo con alguien más.
Y un jueves por la tarde, la encontró.
Cecilia le había dicho que iba a “tomar café con una amiga”. Juan fingió creerle, la besó en la boca y hasta le dijo “pásala chido, mi reina”. Pero en cuanto vio el Uber irse, agarró su carro y la siguió desde lejos. La vio bajarse en un motel de la Juárez, de esos que rentan por horas, con las cortinas negras y el neón medio fundido.
Juan estacionó dos calles más allá, se puso una gorra y entró caminando como si nada. Pagó en recepción por la habitación de al lado (la 108, justo pegada a la 107 donde entró Cecilia). El cuarto olía a cloro y cigarro viejo, pero la pared era tan delgada que se oía todo.
Primero risas. Después el sonido de besos mojados.Juan pegó la oreja a la pared y sintió que se le iba a salir el corazón.
—Ay, cabrón… desde la primera vez que te vi en el gym supe que me ibas a romper la madre —se oyó la voz de Cecilia, ronca, cachonda.
Un vato con voz gruesa le contestó:—Y tú desde que te vi en leggins marcando todo ese culo supe que te iba a preñar, Cecy.
Juan sintió que se le ponía dura al instante. Se bajó el cierre en silencio y empezó a jalársela despacio mientras escuchaba.
Se oyeron ropa cayendo al piso. Después la cama rechinando.—¡Sí, métemela toda, no como mi marido que nomás me da besitos y ya se viene!
Un golpe seco. Otro. Otro más fuerte. Cecilia gritaba como nunca lo había hecho con él:—¡Así, papi! ¡Rómpeme el coño! ¡Juan nunca me coge así!
Juan se mordió el labio hasta sangrar. Estaba furioso… y más excitado que nunca en su pinche vida.Se imaginó la escena: su mujer boca arriba, las piernas bien abiertas, el vato ese clavándosela hasta el fondo, las tetas de Cecilia rebotando con cada embestida.
De repente la voz de Cecilia, entre gemidos:—Grábame… quiero que mi marido vea algún día cómo me cojen de verdad.
Juan casi se corre en ese momento. Se acercó al ojo de la cerradura que daba al patio trasero del motel y, por pura suerte cabrona, vio una ventana entreabierta de la 107. Se subió a una silla vieja y desde ahí… la vio.
Cecilia estaba en cuatro, el culo en alto, el vato detrás agarrándola de las caderas como si fuera su juguete. La verga del cabrón era enorme, gruesa, brillosa de los jugos de su mujer. Entraba y salía sin piedad, abriendo el coño de Cecilia que ya estaba todo rojo e hinchado. Ella volteaba al celular que grababa, mordiéndose el labio, diciendo puras cochinadas:
—Mira, Juan… mira cómo me estira una verga de hombre de verdad… tú nunca vas a poder hacerme gritar así, pinche débil.
Juan se vino en la mano sin tocarse más, viendo cómo el vato le daba una nalgada que dejó la nalga de Cecilia roja. Sintió la leche caliente chorreándole los dedos mientras su mujer se corría gritando, chorros que salpicaban las sábanas del motel.
El vato se sacó la verga, se la jaló dos veces y le bañó la espalda y el culo a Cecilia de leche espesa, blanca, que le chorreaba hasta el coño abierto.
—Marca tu territorio, bebé —dijo Cecilia riéndose, toda sudada y satisfecha.
Juan se limpió rápido con una sábana mugrosa, salió del motel sin que nadie lo viera y manejó a casa temblando de la calentura.
Esa noche Cecilia llegó como si nada, oliendo a perfume barato y sexo. Lo abrazó por detrás mientras él veía tele.
—¿Qué tal tu café, amor? —preguntó Juan con voz tranquila.
—Riquísimo, cielo. Me dejaron bien… satisfecha —dijo ella con doble sentido, besándole el cuello.
Juan sonrió en secreto. Su verga ya se estaba poniendo dura otra vez.
Desde ese día, Juan nunca dijo nada.Pero instaló cámaras chiquitas en la recámara, en el baño, hasta en el carro de Cecilia.Y cada vez que ella “salía con las amigas”, él se encerraba en su estudio, se ponía los audífonos y veía en vivo cómo su mujer se dejaba romper por quien sea… mientras se jalaba la verga como loco, corriéndose en silencio, sabiendo que su Cecilia nunca iba a enterarse de que su cornudo favorito ya lo sabía todo.
Y así seguían: ella creyéndose la más viva, él disfrutando como el más cabrón de los voyeurs.


Juan ya no podía vivir sin eso.Era como una droga cabrona: saber que su dulce Cecilia, la misma que le preparaba los huevos revueltos por las mañanas y le decía “te amo, gordito” con esa carita de ángel, se convertía en la puta más sucia del mundo cuando él no estaba… o cuando creía que él no estaba.

Instaló cámaras en todos lados: en el techo de la recámara (ángulo perfecto para ver la cama completa), en el clóset, en el baño, hasta una en la sala escondida dentro del jarrón feo que le regaló su suegra. Todo en 4K, con audio, grabando 24/7 en la nube.Y cada noche, después de que Cecilia se dormía abrazadita a él, Juan se levantaba “al baño” y se encerraba en el estudio a ver el material del día como si fuera su porn privado.

Una vez la vio llegar con el entrenador personal, un moreno llamado Diego que medía casi dos metros y tenía los brazos como troncos. Cecilia ni cerró bien la puerta de la casa cuando ya estaba de rodillas en la entrada, sacándole la verga al cabrón como si estuviera hambrienta.

—Ay, Diego, qué rico huele tu verga sudada del gym… dame, dame —le decía mientras se la tragaba hasta las lágrimas, haciendo arcadas bien putas.

Juan miraba la pantalla con los ojos bien abiertos, la verga en la mano, viendo cómo su esposa, la misma que le pedía “suave, amor, me duele” cuando cogían, ahora se dejaba follar la garganta como muñeca inflable.

Diego la cargó como si no pesara nada, la empaló contra la pared de la sala y se la clavó de un solo vergazo. Cecilia chillaba como loca:

—¡Sí, rómpeme, cabrón! ¡Mi marido tiene verga de lápiz, tú sí eres hombre!

La cogió parada, después en el sillón donde Juan veía el fútbol los domingos. Le metió los dedos en el culo mientras la penetraba, y Cecilia se volvió loca:

—¡Métemela por el culo también! ¡Juan nunca se ha atrevido, dice que es pecado!

Y el moreno no se hizo del rogar: le escupió el ano, le metió la cabezota y Cecilia gritó tan fuerte que Juan pensó que hasta los vecinos iban a escuchar. La sodomizaron sin condón, sin piedad, hasta que Diego le llenó el culo de leche caliente que le chorreaba por las piernas cuando se sacó.

Cecilia se tiró al piso, jadeando, y le lamió la verga limpia al vato, tragándose todo el sabor de su propio culo.

Otra vez fue con dos compas del trabajo, unos ingenieros bien cachondos que Cecilia invitó “a tomar unas chelas” mientras Juan estaba “en una junta nocturna” (o eso le dijo ella).

Juan los vio llegar desde la cámara del patio. Cecilia los recibió en baby doll transparente, sin nada abajo, las tetas al aire y el coño depiladito brillando.

En menos de cinco minutos ya estaba en medio de los dos en la cama matrimonial: uno se la cogía por el coño y el otro por la boca. Después la pusieron en sándwich: uno en el culo, otro en el coño, doble penetración bien cabrona. Cecilia lloraba de placer, gritando:

—¡Sí, destrócenme, pinches cabrones! ¡Llévenme de su puta! ¡Quiero que me dejen el coño y el culo hechos mierda!

Los vatos se turnaban, la bañaban de leche: uno en la cara, otro en las tetas, otro adentro del coño. Cecilia se revolcaba en el semen como puerca feliz, se metía los dedos y se los chupaba, diciendo:

—Esto sí es leche de hombre… no la agüita clarita que me da Juan cada quince días.

Y lo peor (o lo más rico para Juan) era que después de cada cogida, Cecilia se bañaba, se ponía su pijamita de ositos y se acostaba a su lado como si nada, oliendo a jabón y a sexo ajeno, dándole besitos en la frente y diciéndole:

—Te extrañé tanto hoy, mi amor…

Juan la abrazaba fuerte, oliendo el perfume barato del otro cabrón todavía en su cuello, y se venía en silencio solo de pensar en todo lo que había visto.

Una noche, la más cabrona de todas, Cecilia organizó una “reunión de excompañeros de la prepa”. Juan fingió que se iba a casa de su hermano a ver el partido. Pero se quedó escondido en el clóset de la recámara, con la puerta entreabierta apenas unos centímetros, viendo todo en vivo y en directo.

Llegaron cuatro cabrones. Cuatro.Cecilia los recibió en lencería roja de puta profesional, con ligueros y todo.

Empezaron con unas chelas… y terminaron con Cecilia en el centro de la cama, abierta de piernas, mientras los cuatro se turnaban para cogérsela como les diera la gana. Uno en la boca, otro en el coño, otro en el culo, y el cuarto grabando con el celular.

—¡Usen a su puta como quieran, muchachos! —gritaba Cecilia, perdida de placer—. ¡Échenme toda la leche encima, quiero quedar bañada!

Y así fue: la llenaron por todos lados, la hicieron tragar verga tras verga, le metieron dos en el coño al mismo tiempo, la hicieron squirtear tantas veces que las sábanas quedaron empapadas. Al final los cuatro se pararon alrededor de ella y le dieron una facial tan abundante que Cecilia parecía muñeca de crema, la cara, el pelo, las tetas… todo chorreando semen espeso.

Cuando se fueron, Cecilia se quedó tirada en la cama, temblando de tanto correrse, y se masturbó otra vez viendo los videos que le mandaron, gimiendo bajito:

—Ay, Juan nunca va a saber lo puta que soy… mi pobre cornudito…

Juan salió del clóset cuando ella se quedó dormida, todavía con la cara pegajosa de leche ajena. Se acostó a su lado, la abrazó fuerte y se vino en los boxers solo con olerla, sin tocarse.

Desde entonces, cada vez que Cecilia le dice “voy con las chicas” o “tengo junta tarde”, Juan sonríe, le da un beso y le contesta:

—Diviértete mucho, mi reina.

Y se va directo a su estudio… a ver cómo su dulce y angelical esposa se convierte en la zorra más sucia de todo el pinche barrio.

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