Marta llevaba semanas sin dormir bien.Desde que Laura le contó, con pelos y señales, lo del callejón, no podía sacárselo de la cabeza. Laura había vuelto tres viernes seguidos y cada vez llegaba a casa más destrozada y más feliz: moratones en las caderas, el coño hinchado, el culo que no cerraba en dos días… y una sonrisa idiota que duraba hasta el miércoles.
«Tú hablaste de ellos primero», le decía Laura, riéndose, «ahora te toca apechugar».
Y Marta era más tímida, más recatada… o eso creía todo el mundo. Treinta y tres años, divorciada, secretaria en una gestoría, falditas de tubo y blusas abotonadas hasta arriba. Pero por dentro se moría de ganas. Se masturbaba cada noche imaginando lo mismo que Laura vivía en carne propia.
Hasta que un jueves, a las once de la noche, se plantó delante del espejo, se quitó todo menos unas medias negras hasta medio muslo y un abrigo cortito de cuero. Debajo: nada. Ni bragas, ni sujetador, ni vergüenza ya. Se pintó los labios de rojo puta, se puso tacones de aguja y salió sola.
Llegó al callejón a medianoche. El corazón le latía tan fuerte que creía que lo oirían antes de verla. Los cinco estaban allí, como siempre, fumando, bebiendo. Cuando la vieron aparecer, se quedaron mudos un segundo.
Dre fue el primero en hablar.
—¿Y esta preciosidad? ¿Otra blanca perdida?
Marta tragó saliva, abrió el abrigo muy despacio y lo dejó caer. Se quedó plantada, desnuda salvo por las medias y los tacones, temblando de frío y de deseo.
—No estoy perdida —dijo con voz firme—. Me llamo Marta. Y vengo a que me hagáis lo mismo que a Laura… pero yo sola.
Se hizo un silencio denso. Luego estallaron en risas graves, aprobadoras.
—Joder, otra valiente —dijo uno.
Dre se acercó, le agarró la barbilla y la miró a los ojos.
—¿Sola y sin avisar? Eso es tener cojones, preciosa.
Marta sonrió, se arrodilló despacio en el suelo sucio y abrió la boca todo lo que pudo.
—Pues usadme hasta que no pueda ni andar.
No hicieron falta más palabras.
El primero en sacar la polla fue Dre. Marta abrió los ojos como platos: era aún más grande de lo que Laura había descrito. La agarró por el pelo y se la metió hasta el fondo de una estocada. Marta se atragantó, lloró, pero empujó la cabeza hacia delante para tragarla más.
En menos de un minuto ya tenía una en la boca, otra clavada en el coño y una tercera abriéndose paso en su culo virgen. Gritó, pero no se apartó; al contrario, empujó hacia atrás para sentir cómo la partían. Le dolía deliciosamente.
La levantaron entre dos como si no pesara nada. Uno la follaba de frente, el otro por detrás, y los otros tres se turnaban metiéndole los dedos o la polla en la boca. Marta se corrió la primera vez antes de los cinco minutos, temblando entera, chorros que le bajaban por las piernas.
Después la pusieron a cuatro patas y empezó el verdadero festival. Uno tras otro, sin pausa. Le metían dos pollas en el coño a la vez (imposible, pensaba ella, pero entraban, la estiraban hasta el límite). Otro le follaba la boca mientras un cuarto le azotaba el culo hasta dejarlo rojo.
Cuando creyeron que ya no podía más, la tumbaron boca arriba sobre una caja vieja y le abrieron las piernas en V. Dre se puso encima y le metió la polla entera en el culo de una sola embestida brutal. Marta gritó tan fuerte que se quedó sin voz. Otro se subió a horcajadas sobre su cara y le folló la garganta hasta que le salió la polla por la nariz (o eso le pareció).
Se corrieron dentro, fuera, encima. Le llenaron el coño hasta que rebosaba, le pintaron la cara de blanco, le dejaron el culo abierto y palpitante. Cuando el último terminó, Marta estaba tirada en el suelo, jadeando, cubierta de semen, las medias rotas, los tacones perdidos.
Dre se agachó, le pasó un cigarro encendido. Ella lo tomó con dedos temblorosos, dio una calada y soltó el humo con una sonrisa rota.
—Decidle a Laura… que la próxima venimos las dos.
Los cinco se miraron, sonriendo.
—Trato hecho, preciosa.
Marta se levantó como pudo, recogió el abrigo (no se lo puso) y se fue caminando desnuda y chorreando por el callejón, dejando huellas húmedas en el suelo.
Ya no había decidido: el viernes que viene traería a Laura…y esta vez no se conformarían con cinco.
«Tú hablaste de ellos primero», le decía Laura, riéndose, «ahora te toca apechugar».
Y Marta era más tímida, más recatada… o eso creía todo el mundo. Treinta y tres años, divorciada, secretaria en una gestoría, falditas de tubo y blusas abotonadas hasta arriba. Pero por dentro se moría de ganas. Se masturbaba cada noche imaginando lo mismo que Laura vivía en carne propia.
Hasta que un jueves, a las once de la noche, se plantó delante del espejo, se quitó todo menos unas medias negras hasta medio muslo y un abrigo cortito de cuero. Debajo: nada. Ni bragas, ni sujetador, ni vergüenza ya. Se pintó los labios de rojo puta, se puso tacones de aguja y salió sola.
Llegó al callejón a medianoche. El corazón le latía tan fuerte que creía que lo oirían antes de verla. Los cinco estaban allí, como siempre, fumando, bebiendo. Cuando la vieron aparecer, se quedaron mudos un segundo.
Dre fue el primero en hablar.
—¿Y esta preciosidad? ¿Otra blanca perdida?
Marta tragó saliva, abrió el abrigo muy despacio y lo dejó caer. Se quedó plantada, desnuda salvo por las medias y los tacones, temblando de frío y de deseo.
—No estoy perdida —dijo con voz firme—. Me llamo Marta. Y vengo a que me hagáis lo mismo que a Laura… pero yo sola.
Se hizo un silencio denso. Luego estallaron en risas graves, aprobadoras.
—Joder, otra valiente —dijo uno.
Dre se acercó, le agarró la barbilla y la miró a los ojos.
—¿Sola y sin avisar? Eso es tener cojones, preciosa.
Marta sonrió, se arrodilló despacio en el suelo sucio y abrió la boca todo lo que pudo.
—Pues usadme hasta que no pueda ni andar.
No hicieron falta más palabras.
El primero en sacar la polla fue Dre. Marta abrió los ojos como platos: era aún más grande de lo que Laura había descrito. La agarró por el pelo y se la metió hasta el fondo de una estocada. Marta se atragantó, lloró, pero empujó la cabeza hacia delante para tragarla más.
En menos de un minuto ya tenía una en la boca, otra clavada en el coño y una tercera abriéndose paso en su culo virgen. Gritó, pero no se apartó; al contrario, empujó hacia atrás para sentir cómo la partían. Le dolía deliciosamente.
La levantaron entre dos como si no pesara nada. Uno la follaba de frente, el otro por detrás, y los otros tres se turnaban metiéndole los dedos o la polla en la boca. Marta se corrió la primera vez antes de los cinco minutos, temblando entera, chorros que le bajaban por las piernas.
Después la pusieron a cuatro patas y empezó el verdadero festival. Uno tras otro, sin pausa. Le metían dos pollas en el coño a la vez (imposible, pensaba ella, pero entraban, la estiraban hasta el límite). Otro le follaba la boca mientras un cuarto le azotaba el culo hasta dejarlo rojo.
Cuando creyeron que ya no podía más, la tumbaron boca arriba sobre una caja vieja y le abrieron las piernas en V. Dre se puso encima y le metió la polla entera en el culo de una sola embestida brutal. Marta gritó tan fuerte que se quedó sin voz. Otro se subió a horcajadas sobre su cara y le folló la garganta hasta que le salió la polla por la nariz (o eso le pareció).
Se corrieron dentro, fuera, encima. Le llenaron el coño hasta que rebosaba, le pintaron la cara de blanco, le dejaron el culo abierto y palpitante. Cuando el último terminó, Marta estaba tirada en el suelo, jadeando, cubierta de semen, las medias rotas, los tacones perdidos.
Dre se agachó, le pasó un cigarro encendido. Ella lo tomó con dedos temblorosos, dio una calada y soltó el humo con una sonrisa rota.
—Decidle a Laura… que la próxima venimos las dos.
Los cinco se miraron, sonriendo.
—Trato hecho, preciosa.
Marta se levantó como pudo, recogió el abrigo (no se lo puso) y se fue caminando desnuda y chorreando por el callejón, dejando huellas húmedas en el suelo.
Ya no había decidido: el viernes que viene traería a Laura…y esta vez no se conformarían con cinco.
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