
Claudia, 42 años, vivía en su casa amplia con su hija Camila, de 18 años, delgada, de cabello oscuro, sonrisa tímida y un cuerpo que llamaba la atención aunque ella pareciera no notarlo.
El giro vino cuando Claudia conoció a Martín, un hombre de 41, atractivo y seguro de sí mismo. En poco tiempo la relación se volvió seria, y Claudia decidió traerlo a vivir con ella.
Al principio fue todo correcto: saludos amables, convivencia sin roces, cenas compartidas en la mesa. Pero pronto Martín empezó a mirar demasiado a la hija. Notaba cómo Camila caminaba por la casa en shorts diminutos, el cabello húmedo recién salido de la ducha, o esas camisetas holgadas que dejaban entrever su silueta.
Martín comenzó a obsesionarse. Soñaba con ella en las noches mientras tenía a Claudia a su lado. La imaginaba jadeando en su cama, gimiendo con cada embestida. Cada gesto inocente de la chica era para él una provocación.
Una tarde, mientras Claudia aún no regresaba del trabajo, Martín se cruzó con Camila en la cocina. Ella estaba inclinada sobre la mesa, revisando unos apuntes, con un short demasiado corto. Él se quedó observándola, y cuando ella levantó la vista, notó la intensidad de su mirada.
—¿Te ayudo en algo? —preguntó Camila, algo nerviosa.
—Sí… —respondió Martín, acercándose con descaro—. Déjame ayudarte a distraerte un poco.
Camila tragó saliva. Sabía que era peligroso, que estaba mal. Pero también sentía cómo sus mejillas ardían con esa atención prohibida.
Martín se inclinó, rozó su cuello con los labios y susurró:
—Desde hace un tiempo no puedo dejar de pensar en ti…
Ella cerró los ojos, temblando, y cuando él deslizó la mano sobre su muslo, no lo detuvo. La tensión de semanas explotaba en ese instante.
Camila respiraba agitada. Sabía que lo que ocurría era una locura, pero el calor del cuerpo de Martín tan cerca la paralizaba.
Él la tomó por la cintura y la giró contra la mesa de la cocina. Su boca buscó la de ella con un beso intenso, hambriento, que arrancó un gemido ahogado de sus labios. Camila quiso apartarse, pero la mano firme de Martín subió por su muslo hasta descubrir que bajo esos shorts no había nada más.
—Dios… —murmuró él, excitado—. Lo sabía, me estabas tentando.
—No… yo… —intentó balbucear, pero su cuerpo la traicionaba, encendiéndose con cada caricia.
Martín bajó la boca a sus pechos, succionando con fuerza sobre la tela de la camiseta, hasta que Camila la levantó sola, dejando al descubierto sus pezones duros. Ella gemía, con los apuntes cayendo al suelo sin importancia.

De pronto él desabrochó su pantalón y le mostró su erección descomunal, palpitante. Camila abrió los ojos, impresionada, pero no retrocedió. Martín guió su cabeza hacia abajo, y ella, temblando, abrió la boca. El miembro la llenó, haciéndola atragantarse al principio, pero luego lo mamó con torpeza y deseo, mientras él tiraba suavemente de su cabello.
—Así, mi niña… —gruñó Martín, mirándola desde arriba—. Traga la pija de papi…
Camila se estremeció al escuchar esas palabras prohibidas. Se apartó jadeando, con la saliva escurriéndole por la barbilla, y él la levantó de golpe, inclinándola sobre la mesa.

El primer empuje la hizo gemir fuerte, llenándola de una manera que jamás había experimentado. Se aferró a la madera, con la cabeza agachada y los ojos cerrados, mientras Martín embestía su concha con furia contenida, sujetándola de la cintura.
—Eres mía, aunque no quieras admitirlo… —le gruñó al oído.
—Oh… Martín… —fue lo único que alcanzó a responder ella, perdida entre placer y culpa.
Él no paró hasta que ella, en un grito, se arqueó entera, temblando bajo sus embestidas. Entonces la giró, la sentó sobre su pija y la hizo cabalgarlo, viéndola rebotar sobre su dureza, con las tetas saltando frente a su cara.
La escena terminó con Camila abrazándolo fuerte, jadeando, mientras él se corría derramándose en su vientre, los dos sabiendo que habían cruzado un límite del que ya no había regreso.

Camila llevaba días intentando evitarlo. Cada vez que coincidían en la cocina, en el pasillo o en la sala, sentía la mirada de Martín clavada en su cuerpo. Ella trataba de convencerse: no está bien, es el hombre de mi madre, esto es un error…
Pero esa tarde, al volver de la universidad, lo encontró esperándola en el sofá. La mirada de Martín estaba encendida.
—Ven acá —ordenó con voz ronca, palmeando el asiento junto a él.
—No, Martín… —dijo ella con firmeza débil—. No está bien, tú tienes a mi madre… a tu mujer…
Él se inclinó hacia adelante, sus ojos ardiendo.
—Shhh, no me hables de ella ahora. —Le agarró la muñeca y la atrajo con fuerza sobre su regazo. Camila intentó levantarse, pero su cuerpo temblaba de deseo.
Martín deslizó la mano bajo su falda y se rió con un susurro sucio:
—Mira nada más… mojada otra vez. ¿Quieres que me crea que esto no es para mí?
—No… —jadeó ella, mordiéndose el labio.
—Sí, eres una puta. —Él le bajo la tanga y le abrió las piernas sin permiso, frotando su erección contra su concha húmeda.
Camila cerró los ojos, resistiendo, hasta que las palabras le escaparon en un suspiro tembloroso:
—¿Qué diría tu mujer si te viera así…?
Martín ni siquiera parpadeó. Le mordió el cuello con fuerza y contestó al oído, sucio y seguro:
—Diría que mi pija puede con dos putas al mismo tiempo.
La frase la quebró. Camila gimió y lo besó con furia, entregándose. Martín la levantó, la sentó sobre el sofá y se bajó el pantalón. Su pija, dura, descomunal saltó libre y la rozó.
—Bésalo —le ordenó, sujetándole el cabello.
Camila bajó la cabeza, lo tomó en la boca y lo mamó desesperada, mientras él la animaba con palabras sucias, llamándola su juguetito, su puta caliente.
Después la levantó, le metió la pija en la concha y la montó sobre él. Cada embestida hacía temblar el sofá, y ella lo cabalgaba con gemidos rotos, ya sin rastro de resistencia.
Martín la giró y la tomó en cuatro, sujetándola de la cintura y dándole nalgadas que resonaban en la sala. Ella se mordía la mano para no gritar demasiado alto, sintiendo cómo la llenaba entera.
El final llegó cuando él, jadeando, la tumbó boca arriba y terminó derramándose sobre sus tetas, marcándola con su leche caliente.
Camila, agotada, lo miró con los ojos húmedos y la respiración agitada. Sabía que había caído del todo… y que ya no podría escapar.

La noche había caído sobre la casa y todo parecía tranquilo. Después de cenar, Camila se retiró a su cuarto, mientras Martín regresó al suyo con su mujer, Claudia. Ambos fingían normalidad, pero la tensión en el aire era casi palpable.
En plena madrugada, Camila sintió que alguien se acercaba a su puerta. Al instante entendió que no podía huir: era Martín. Se hizo la dormida, apoyando la cabeza sobre la almohada, conteniendo la respiración.
Martín abrió la puerta con cuidado, descalzo y completamente desnudo. Se acercó a su cama y bajó con decisión, la tanga y los shorts de Camila.
Antes de que pudiera reaccionar, la penetró en la concha desde atrás. Camila sintió cómo su pija la llenaba por completo, su cuerpo temblando con cada embestida. Intentó moverse, pero él la sujetó con firmeza, apretándole la cintura.
—¿Qué estás haciendo? —susurró ella, jadeando—.
—Shhh… silencio… —le respondió él, con la voz ronca—. Nadie puede saber… solo disfruta.
El dormitorio estaba en silencio, salvo por los jadeos y el roce de sus cuerpos. Martín aumentaba el ritmo lentamente, disfrutando de cada gemido que lograba arrancarle. Camila apenas podía contener los suyos, mientras él la poseía con deseo salvaje pero controlado, cada embestida más profunda que la anterior.
—Más… —jadeó ella, entregándose—. No puedo… más…
—Sí…putita… —susurró él, acercándose a su oído—. Así… así eres mía.
El clímax los alcanzó casi al mismo tiempo, y Camila se desplomó sobre la cama, respirando con fuerza. Martín permaneció detrás de ella, acariciándole la espalda y susurrándole palabras prohibidas mientras ambos recuperaban el aliento.
Ella, temblando y excitada, solo pudo pensar: esto es un juego peligroso… y no quiero detenerme.

Camila caminaba por el pasillo en busca de agua, aún con la emoción de la madrugada reciente en su piel. Al doblar la esquina, se topó con una escena que la dejó sin aliento: su padrastro, estaba montando a su madre , Claudia, sobre la cama con intensidad.
Los cuerpos se movían con urgencia, y los gemidos llenaban el dormitorio. Martín la vio, pero en lugar de detenerse, le hizo un gesto de shh con el dedo, indicándole que pasara de lado. El corazón de Camila latía con fuerza, mezclando deseo y culpa mientras intentaba mantenerse en silencio y no mirar.
Retrocedió lentamente, tratando de contener la excitación que le subía por todo el cuerpo. Su respiración era agitada, y un calor intenso se había instalado entre sus piernas.
Más tarde, cuando encontró a Martín solo en la sala, él la miró con esa intensidad que la hacía temblar:
—No te pongas celosa, putita… —dijo, acercándose con la voz ronca—. De vez en cuando le tengo que cumplir a ella también… pero ahora… te toca a ti.
Antes de que Camila pudiera reaccionar, él la tomó por la cintura y la atrajo contra su cuerpo. Su erección presionaba su vientre, y su aliento caliente rozaba su oído.
Camila apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que Martín la empujara suavemente contra la pared de la sala. Su cuerpo estaba ardiendo, la excitación acumulada de ver la escena con su madre explotando de pronto.
—Vas a ver, putita… —susurró él con voz ronca—. Esto es solo para ti.
Deslizó sus manos por la cintura de Camila, rozando sus caderas, mientras sus labios se encontraron en un beso ardiente, lleno de urgencia y deseo. Ella gimió, perdiendo toda resistencia, mientras él la levantaba y la sentaba sobre la mesa cercana.
Martín la penetró con fuerza, guiando sus caderas con precisión, cada embestida más profunda que la anterior. Camila jadeaba, aferrándose a su hombro mientras lo cabalgaba con intensidad, sintiendo el contacto de su pija en su interior con cada movimiento.
Cuando ella parecía estar por alcanzar el clímax, él la giró con suavidad y la apoyó en cuatro sobre la mesa. Le dio un par de nalgadas firmes que hicieron que sus gemidos se escaparan sin control y penetró su concha por atrás, sujetándola de las tetas, llevándola a un éxtasis salvaje.
El clímax llegó con ambos temblando, y Martín se derramó dentro de ella, mientras Camila se aferraba a la mesa, jadeando y exhausta. Luego de un momento, él la abrazó, dejando que su respiración se calmara mientras acariciaba su cabello.

Camila, entre gemidos y lágrimas de emoción, sintió cómo la culpa comenzaba a instalarse:
—No tenes vergüenza… ¿cómo puedes ser tan infiel? —susurró, con la voz quebrada.
Martín la sostuvo cerca, con una sonrisa traviesa y segura:
—Claro que no… —contestó, besándole la cabeza—. Si tengo una cómplice como vos, esto es solo nuestro secreto.
Camila suspiró, un temblor recorriendo su cuerpo, mientras entendía que la pasión que compartían era más fuerte que cualquier límite moral, y que su relación con Martín apenas empezaba a explorar horizontes prohibidos.
Camila estaba en su cuarto, aún con el recuerdo fresco de lo ocurrido la noche anterior. Su cuerpo lo deseaba, pero su mente luchaba con la culpa. No sabía cuánto tiempo más podría seguir escondiendo lo que pasaba.
Martín apareció en la puerta con esa sonrisa segura que la desarmaba. Se acercó despacio, cerró la puerta con llave y la arrinconó contra la pared.
—Anoche no pude sacarte de la cabeza —le dijo, rozándole el cuello con los labios—. Y hoy quiero más… pero no como siempre.
—¿Qué más? —susurró Camila, temblando.
Martín le mordió suavemente la oreja y le habló con ese tono dominante que la hacía estremecer.
—Quiero que esta vez seas vos la que venga a mi cuarto… mientras ella duerme. Vas a entrar calladita, como una ladrona. Y vas a dejarme usarte en mi propia cama.
Camila lo miró con los ojos abiertos, entre excitación y miedo.
—¿Estás loco?… ¿y si se despierta?
Él sonrió, rozándole los labios con los suyos.
—Eso es lo que lo hace más rico, putita. El riesgo. Te quiero montada en mí a centímetros de ella… quiero ver si podés aguantar sin gemir demasiado fuerte.
Camila tragó saliva, el corazón golpeándole el pecho. Sabía que estaba mal, que cruzar ese límite la haría sentir peor después. Pero el deseo la dominaba, y la idea prohibida la mojaba más de lo que quería admitir.
Martín deslizó su mano bajo su short, encontrándola húmeda.
—Ya estás lista —rió con voz baja y sucia—. Esta noche, después de las dos… vení. Si no, voy yo a buscarte.
La besó con furia, la levantó contra la pared y la penetró rápido, como para sellar el pacto. Camila lo abrazó, perdida en el éxtasis, sabiendo que esa misma madrugada, el plan de Martín pondría a prueba todos sus límites.

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