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La tentación de Camila

La tentación de Camila


Camila, de 29 años, era la definición de una belleza clásica y terrenal. Con una estatura de 1.62 metros, su figura era el centro de miradas discretas: busto generoso que llenaba sin esfuerzo una copa 100, con pezones que oscilaban entre un rosa pálido y tonos casi traslúcidos. Su cintura esbelta se curvaba hacia unas caderas anchas que sostenían un trasero grande, carnoso y natural, ni duro por el gimnasio ni fofo por la inactividad, sino perfecto en su redondez y suave balance. Su rostro, de tez blanca y luminosa —aunque algo pálida por las largas jornadas bajo luz artificial—, estaba salpicado de pequeños lunares que acentuaban su encanto. Ojos color nuez, profundos y rodeados de unas ojeras leves que añadían un toque de madurez sexy, una nariz recta y bien definida, y labios rosados y voluminosos completaban su semblante. Su cabello, negro azabache y lacio, le caía en una cascada abundante muy por debajo de los hombros.

Sin embargo, su personalidad contrastaba con su físico avasallador. Camila era sobria, metódica y recta. Una mujer sin vicios aparentes, una profesional brillante en una firma de consultoría económica, una amiga leal y una novia dedicada. Llevaba ocho años con Iván, su compañero de la universidad: un hombre delgado, de piel blanca, pelo negro, nariz prominente y ojos azules que destellaban inteligencia. Un "nerd" clásico, cuyo desempeño sexual siempre había dejado mucho que desear, un aspecto que Camila había aprendido a relegar, compensado por el estatus, el desafío intelectual y la complicidad que compartían. Su relación era un bastión de fidelidad impoluta, tan sólida que en su entorno se referían a ella, en tono de broma celosa, como "el robo del siglo", dada la desproporción física que, para los demás, existía entre ellos.

Para Camila, sin embargo, la fidelidad no era una virtud, sino un mandato rígido inculcado desde la cuna: se era fiel hasta el hartazgo o se terminaba la relación con honor. No había puntos intermedios. Hasta que marzo agitó los cimientos de su mundo.

En su sector, trabajaba desde su pasantía a los 23 años con un equipo familiar: Rubí y Milagros, tres y cinco años mayores que ella, respectivamente, y su jefe, un hombre de 57 años que las veía como hijas y les había enseñado todo. Ese marzo, él ascendió al directorio, promoviendo a Milagros como jefa de área. Para llenar el vacío y no resentir el equipo, contrataron a un nuevo analista recién por egresar.

Javier, "el Javi" para toda la oficina, era la antítesis de Iván. Engreído, mujeriego y con una fama de caradura que lo precedía, pero también era, innegablemente, superlativo en su atractivo. Medía 1.87 metros, con una complexión atlética y definida que convertía la camisa blanca ajustada —obligatoria en la consultora— en una provocación. Los músculos de sus brazos, venas marcadas surcando bíceps voluminosos, se tensaban visiblemente cada vez que alcanzaba un archivo en los estantes superiores. Su rostro, una versión masculina y terrenal de la belleza andrógina de Timothée Chalamet, estaba coronado por una melena rubia siempre impecable y unos ojos azules que rivalizaban con el mar en intensidad. A la semana de su llegada, los rumores sobre sus conquistas y su desempeño sexual eran leyenda oficinesca, adornada con cifras exageradas sobre el tamaño de su miembro. "¿Cómo va a tener esa verga y de 23 cm?", pensaba Camila, escéptica y automáticamente etiquetándolo como todo lo que detestaba: pretencioso, superficial y, seguramente, un pelotudo.

Sus interacciones iniciales fueron mínimas y frías. Camila lo evitaba, negándose incluso a mirarlo de frente. Paradójicamente, esa semana intentó con desesperación reavivar la intimidad con Iván, buscando a tientas en su novio el eco de aquellas historias salvajes que orbitaban alrededor de Javi. No encontró nada.

La nueva jefa, Milagros, decidió entonces que Camila sería la tutora de Javier durante sus primeros tres meses. Debían hacer todo juntos. La tensión inicial fue palpable; Camila esperaba un acercamiento, un comentario fuera de lugar, la confirmación de su prejuicio. Pero no llegó. Contra todo pronóstico, Javi era cordial, respetuoso, atento y profesional. Rechazaba insinuaciones de otras colegas con diplomacia, pero con Camila había algo más: una sonrisa genuina que le iluminaba el rostro al verla, una atención discreta que nunca traspasaba los límites de lo laboral.

Con el paso de las semanas, la armadura de Camila comenzó a resquebrajarse. Javier no solo era agradable a la vista; era brillante, un analista perspicaz, un conversador interesante durante los almuerzos y un compañero solidario. La química entre ellos se hizo tan evidente que se convirtió en el comidillo de la oficina. Para colmo, Iván, absorbido por una fusión empresarial en su propia consultora, viajaba constantemente y su vida sexual se había esfumado. Era la tormenta perfecta.

Setenta días después de la llegada de Javi, una charla trivial lo cambió todo.

—Che, eso de los mates ricos solo existe en tus anécdotas, ¿no? —bromeó Camila, señalando el mate que Javier le alcanzaba—. Porque acá, o está frío, o quema, o se inunda.

Javi sonrió, desarmado. —¡Qué mala! Hago lo que puedo. El dispensador saca el agua así, y la yerba que nos dan es horrible. Los mates ricos los hago con mi yerba y calentando el agua en la pava, en casa.

—Bueno, qué conveniente —replicó Camila, jugando a la ofendida—. Queda en la anécdota, entonces, porque de invitar, no invitaste a nadie nunca.

La risa de Javi fue franca. —Jajaja, a vos sí te invito. El sábado podemos ir al río que queda frente a mi depto. Te hago los mejores mates de tu vida. Pero ahora sigamos con los detalles del informe de Pfizer que Mili nos pidió para hoy. Después me confirmás por WhatsApp, si podés.

Camila asintió, el corazón latiéndole con un ritmo nuevo y alarmante. Solo después, en la soledad de su escritorio, cayó en la cuenta: ella había tendido el hilo. Había buscado, quizá inconscientemente, ese acercamiento.

El mensaje de Iván llegó el jueves por la noche, frío y funcional como un informe de gestión: "Amor, reunión de crisis en San Pablo. Me voy esta madrugada y vuelvo el martes a la noche. Perdoná, es ineludible. Te extraño."

Camila leyó el mensaje una, dos, tres veces. La cocina de su departamento, silenciosa y ordenada, de repente le pareció una celda. Ocho años. Ocho años de priorizar la estabilidad, de entender que el trabajo de él era demandante, de aceptar que la pasión no era la moneda de cambio en su relación. Pero esa justificación, que siempre había sido un bálsamo, ahora se le antojaba un epitafio. Un sábado completo por delante. Sola. Pensando en los mates de Javier. En su sonrisa. En la promesa tácita de algo distinto.

La duda se transformó en una certeza incómoda y vibrante. No ir sería condenarse a un fin de semana de melancolía y autoreproche, mirando las cuatro paredes y sintiendo cómo la rutina le cerraba el cuello. Ir... ir era abrir una caja de Pandora. Pero la curiosidad, mezclada con una lujuria que creía adormecida, era un imán más poderoso que el miedo.

El viernes en la oficina fue un ejercicio de tensión contenida. Cada intercambio profesional con Javier —un informe pasado, un dato verificado— estaba cargado de un subtexto eléctrico. Sus miradas se encontraban un segundo más de lo necesario. Él no mencionó la invitación, pero ella sintió la pregunta flotando en el aire entre ellos.

Finalmente, a las 6:02 PM, ya en su casa, con el silencio del departamento como acusación, tomó el teléfono. Sus dedos temblaron ligeramente sobre la pantalla.

"Hola Javi. Si la oferta de mates sigue en pie, me prendo mañana. ¿A qué hora?"

La respuesta fue casi inmediata.
"Los mejores mates de tu vida esperan. ¿A las 5? Te paso mi dirección."

Un compartir ubicación siguió al mensaje. No estaba lejos. Demasiado cerca para su tranquilidad.

El sábado, Camila se vistió con un cuidado que no se dedicaba a sí misma desde hacía años. Hacía calor, así que decidió ir con una bermuda de lino fresca, una remera de algodón blanca que se ceñía a sus curvas de manera provocadora —llevaba sin corpiño por el sofocante calor—, y una camisa abierta por encima color crema para combinar. Quería verse bien, pero no como si se hubiera esforzado. Quería negar, incluso para sí misma, la importancia del encuentro.

Al llegar al edificio de Javier, un nudo de nervios y anticipación le apretaba el estómago. Él la esperaba en la puerta, con una sonrisa fácil y relajada. Iba en bermudas y una remera holgada que, no obstante, no podía ocultar la firmeza de su torso. En su mano, un termo y la mateada.

—Casi no te reconozco sin el traje de oficina —dijo él, con un guiño.

—Igual vos —respondió ella, sintiendo que las mejillas se le sonrojaban.

Caminaron en silencio los cien metros que separaban el edificio de la barranca. El río, ancho y plomizo bajo el cielo de la tarde, fluía con una calma hipnótica. Javier extendió una manta en el pasto y comenzó el ritual del mate con una habilidad que era casi un arte. El agua estaba a la temperatura perfecta, la yerba era amarga y revitalizante, tal como había prometido.

La conversación fluyó tan naturalmente como el agua. Hablaron de libros, de viajes que soñaban hacer, de anécdotas absurdas de la facultad. No hubo insinuaciones, ni dobles sentidos, ni la más mínima referencia a los rumores que lo precedían. Camila se encontró riendo, genuinamente, sintiéndose escuchada y vista de una manera en la que Iván, en su ensimismamiento laboral, hacía tiempo que no la veía.

—Sabés —dijo Javier en un momento, mirando el horizonte—, en la oficina todos te tienen un respeto bárbaro. Dicen que sos la más brillante y la más recta.

Camila bajó la vista al mate que sostenía. "Recta". La palabra le resonó como un golpe sordo. ¿Era eso lo que era? ¿Una persona "recta"? ¿O solo era una persona asustada?

—A veces la rectitud es solo otra palabra para el miedo —murmuró, casi para sí misma.

Javier la miró, y su expresión era seria, comprensiva.
—El miedo a qué?

Ella alzó la vista y se encontró con sus ojos azules. El mundo alrededor pareció detenerse. El sonido del río, el canto de los pájaros, todo se desvaneció. Solo existía la pregunta flotando en el aire y la respuesta honesta y peligrosa que bullía en su garganta.

El miedo a esto, pensó. El miedo a saber lo que se siente.


Fin parte 1, comenten y deen puntos para parte 2

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