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Atrapada sin salida

Atrapada sin salida
Capitulo 49


El aire fresco de la tarde del 18 de diciembre de 2010 envolvía La Ceiba, Honduras, con una brisa inusual para la costa atlántica, donde el clima tropical solía ser cálido incluso en invierno. 

Elisa Heredia, recién declarada esposa de Gerson Moncada en una ceremonia civil en el juzgado, avanzaba ahora en un carro adornado con flores blancas hacia la iglesia Nuestra Señora de Guadalupe, una parroquia modesta pero querida en el corazón de La Ceiba. 

Su vestido de sirena, ajustado y revelador, marcaba su vientre de ocho meses, y el maquillaje extravagante —sombras oscuras y labial rojo carmesí— la hacía sentir más como una figura de espectáculo que como una novia. 

El chongo alto que sostenía su velo ondeaba ligeramente con el aire que entraba por la ventana entreabierta, y el chal blanco que cubría sus hombros apenas aliviaba el frío, tanto externo como interno.
A los ojos del pueblo, era la novia del año.
A los suyos, era una impostora. Una mujer embarazada, excomulgada de la gracia social, caminando con tacones hacia un altar que no había pedido.


Zulema, su cuñada, conducía el carro, lanzando bromas con su acento hondureño cantarín. “¡Mirá, Elisa, todavía tenés esa cara de boba por Gerson! ¡Ese smoking lo hace ver como galán de telenovela!” 

Elisa, en un tono suave, solo murmuró: “Ay, Zulema, ya déjame en paz,” pero su mente estaba en otro lugar. 
Elisa miraba por la ventana el desfile de colores tropicales y casas caribeñas que parecían más festivas que ella misma.
Su mente flotaba lejos, en el tiempo, en Calvillo. A los 18 años también vistió de blanco. Tomás Almada la esperó con una sonrisa que era todo promesa.
Hoy, él ya no estaba ...
No por decisión propia.
Porque sí la buscó, la perdonó, la aceptó embarazada de otro hombre.
Y sin embargo, fue ella quien no regresó.
Porque eligió lo que creía justo.
Porque pensó en Minor.
Porque no podía arrastrar a Tomás a la burla de ser el cornudo resignado de Calvillo.

Pero el precio era este: subir a un altar con el cuerpo inflamado de culpa y de vida, con las manos frías y el corazón dividido.

La iglesia apareció en el horizonte como un monstruo blanco de paredes sencillas y mirada pública. Más de quinientas personas se agolpaban en los alrededores. Elisa se estremeció. Quiso gritar que no quería entrar.
Que eso no era amor, era la penitencia que tenía que pagar.

Doña Caridad, sentada detrás, murmuró un escueto “Amén” como bendición encubierta, mientras ajustaba el velo con rigidez casi militar.

Mientras el carro avanzaba por las calles de La Ceiba, pasando por casas coloridas y palmeras que se mecían con la brisa.

El futuro la asustaba. ¿Cómo sería su vida con Gerson, un hombre al que apenas conocía, más allá de esa noche borrosa orquestada por la traición de Marisa Céspedes? 

Recordó la culpa de aquella infidelidad accidental, cuando Marisa deslizó algo en su bebida, llevándola a los brazos de Gerson y a este embarazo inesperado. Ahora, casada por lo civil y a punto de recibir una bendición religiosa, se preguntaba si podría construir una relación real con él. 

Gerson, con su carisma y su cuerpazo que la había dejado atónita en el juzgado, parecía comprometido, pero ¿sería un buen esposo? ¿Un buen padre para el bebé que venía? Elisa imaginó los próximos meses: el nacimiento de su hijo, las noches sin dormir, las miradas de los vecinos en La Ceiba susurrando sobre la “mexicana recién divorciada que se casó embarazada”. Pero, sobre todo, pensó en sus hijas, Paola, Beatriz y Nina, que no estaban allí, en solidaridad con su padre, Tomás Almada.


El dolor de su ausencia era una herida abierta. Paola, con 21 años, Beatriz con 19, casi la misma edad que Elisa tenía cuando se casó con Tomás, y Nina de 16 ¿la perdonarían alguna vez? 

Las chicas, con sus diferentes matices, ¿entenderían que su madre no quiso traicionar a su padre? 

Acaso sería posible, O ¿crecerían resentidas por este nuevo capítulo? 

Elisa se imaginó intentando hablar con ellas, explicándoles la verdad sobre esa noche, sobre cómo Marisa la manipuló. Pero ¿la creerían? El futuro con sus hijas parecía frágil, como si un solo paso en falso pudiera romper el lazo que aún las unía. Sin embargo, también soñó con un día en que las tres la abrazaran de nuevo, aceptando al bebé y quizás, con el tiempo, a Gerson.


El futuro también traía preguntas prácticas. La boda civil le aseguraba beneficios legales para su bebé: un padre reconocido, derechos de herencia, estabilidad económica. Pero la ceremonia religiosa que estaba por comenzar era un intento de apaciguar los chismes, de mostrar a la comunidad de La Ceiba que, a pesar de todo, buscaba la bendición de Dios. Elisa sabía que los murmullos no se detendrían. En una ciudad pequeña como La Ceiba, donde todos se conocían, su historia —la divorciada mexicana, el embarazo, la boda apresurada— sería el tema de conversación en las esquinas y las iglesias. Pero en su corazón, aún creía que podía redimirse, no ante los demás, sino ante sus hijas y ante sí misma.

Cuando el carro se acercó a la iglesia, Elisa se quedó sin aliento. 

La parroquia Nuestra Señora de Guadalupe, un edificio blanco con un campanario sencillo y bugambilias en el jardín, estaba rodeada por una multitud. Más de 500 personas llenaban los bancos de la iglesia, y afuera, decenas más se agolpaban, incapaces de entrar. El murmullo de las voces con acento hondureño era ensordecedor, una mezcla de curiosidad, celebración y cotilleo. 

Elisa sintió un nudo en el estómago. 

Había esperado una ceremonia íntima, pero esto era un espectáculo. 

Su vestido ajustado, su maquillaje escandaloso y su embarazo visible la hacían sentir vulnerable, como si estuviera desnuda ante los ojos de todos. 

Bajó del carro con piernas temblorosas, aferrando el chal como si pudiera protegerla de las miradas.
Doña Caridad, con su tono severo, intervino: “Ignoralos, Elisa, vos concentrate en la bendición.”
Pero Elisa apenas pudo responder.
Pero era imposible ignorar las miradas, los susurros, la sensación de ser el centro de un escándalo. Pensó en sus hijas, ausentes por su lealtad a Tomás. Si ellas estuvieran aquí, ¿qué pensarían al ver a su madre así, exhibida ante una multitud que parecía más interesada en su cuerpo que en su compromiso?
Los murmullos de la multitud la envolvían, y mientras avanzaba hacia la entrada de la iglesia, escuchó fragmentos que la hicieron sonrojar y estremecerse.
Hombres en la multitud, con voces bajas pero audibles, cuchicheaban sin pudor:
Los comentarios la alcanzaban como puñales disfrazados de piropos:
—“¡Qué buena está la novia, vos!”
—“¡Hasta embarazada se ve sabrosa!”
—“¡Qué nalgas, compa!”
Elisa tragó saliva, sintiéndose sucia, disfrazada de pureza. Su vestido ajustado, sus senos desbordando, las nalgas bien formadas bajo la tela blanca, eran el centro del morbo.

“¡Mirá qué buena está la novia!” “¡Esas nalgas de campeonato, vos!”
“¡Qué cuerpazo, aunque esté preñada!”
Las palabras, crudas y típicas del ambiente relajado de La Ceiba, la golpearon como agujas. Quiso desaparecer, hundirse en el suelo. Su vestido, que marcaba cada curva y su vientre, no ayudaba. Se sentía expuesta, juzgada, reducida a un objeto de deseo en lugar de una novia.

Zulema, notando su rigidez, intentó aligerar el momento. “¡Jajaja, Elisa, no te hagás, que estás causando sensación!” dijo, dándole un codazo. Pero Elisa, con la voz quebrada, murmuró: “No es gracioso, Zulema.” 

—¡Ay, no seás amargada! ¡Gerson está loco por vos!

No era una novia.
Era un espectáculo.

Zulema, ayudándola a ajustar el velo, no perdió la oportunidad. “¡Mirá, Elisa, otra vez con esa cara de enamorada! ¡Jajaja, no te hagás!” Elisa, ruborizándose, respondió: “¡Zulema, por favor!” pero una pequeña parte de ella se preguntaba si, con el tiempo, esa atracción podría convertirse en algo más profundo. 
Gerson la esperaba en la entrada, para acallar los comentarios.
Alto, imponente, con el smoking negro abrazando su torso atlético y la sonrisa brillante bajo el sol caribeño.
—¡Mi reina, estás preciosa! —le dijo.
Y sí, era guapo. Era irresistible. Su mirada hambrienta la quemaba por dentro, y el embarazo no impedía que su cuerpo reaccionara.
Pero Elisa no era solo carne. Era historia, madre, mujer.
Y una parte de ella no dejaba de llorar por Tomás.

Gerson la tomó del brazo, y juntos entraron a la iglesia, el murmullo de los invitados apagándose tras ellos.

Dentro de la iglesia, el ambiente era más cálido, con el olor a incienso y las velas encendidas en el altar. Los bancos, abarrotados, estaban decorados con flores blancas, y la luz suave de las vidrieras creaba un contraste con el frío exterior. Gerson la guio hacia el altar, donde el sacerdote los esperaba. 

Los murmullos continuaron, pero se atenuaron bajo el peso de la solemnidad. Elisa, aún temblando, sintió el apretón de la mano de Gerson. 

Por un momento, su presencia la ancló. Recordó el beso en el juzgado, su smoking impecable, y se preguntó si, en medio de este caos, podría encontrar algo real con él.

El sacerdote abrió los brazos con solemnidad.

Sus ojos recorrieron a la pareja frente al altar, y luego al público expectante que llenaba la iglesia.

El sacerdote comenzó la ceremonia, su voz resonando en la iglesia llena. “Queridos hermanos, estamos reunidos para bendecir la unión de Elisa y Gerson, que hoy han formalizado su matrimonio ante la ley y ahora buscan la bendición de Dios.”
El padre comenzó a dar unas palabras, leyendo las santísimas escrituras.
Elisa cerró los ojos, intentando bloquear las miradas de los 500 asistentes. Pensó en el futuro: en su bebé, en sus hijas, en los chismes que la seguirían en La Ceiba. Pero también imaginó un día en que todo esto sería solo un recuerdo, un capítulo doloroso que la llevó a algo mejor. Con un suspiro, se prometió seguir adelante, por su hijo, por sus hijas, y por la mujer que aún quería ser.


La iglesia del barrio en La Ceiba estaba bañada por la luz que se filtraba a través de los vitrales, proyectando destellos de colores sobre el altar dorado. Elisa, de pie frente al padre Luis, sentía el peso del vestido blanco de corte sirena que Gerson había insistido en que usara. El encaje ajustado abrazaba su vientre de ocho meses, donde Minor se movía inquieto, y el velo largo caía sobre sus hombros, sujeto por una diadema brillante que destellaba bajo las luces. Sus manos, sosteniendo un ramo de flores rosas y blancas, mostraban un anillo dorado que brillaba en su dedo, un símbolo de su nuevo compromiso. 

Gerson, a su lado, medía 1.98 m, su figura imponente en un traje negro con pajarita, una flor blanca en la solapa, y un anillo dorado idéntico en su mano. Elisa, con su 1.50 m, se sentía pequeña a su lado, no solo en estatura, sino en su corazón, donde la culpa y la nostalgia pesaban como una losa.


Cada palabra del padre Luis resonaba como un recordatorio de su fe católica, de las reglas que había roto. Casarse de blanco, estando embarazada, era un escándalo, y lo sabía. Podía sentir las miradas de los presentes —vecinos, algunos curiosos— cargadas de morbo, susurros que imaginaba sobre su vientre abultado, su vestido blanco, su audacia. Pero lo que más la hería eran las miradas lujuriosas de los hombres, que no podían evitar recorrer su cuerpo. El vestido, ajustado como Gerson lo quería, resaltaba sus nalgas, que se veían grandes y definidas, y sus pechos, ahora talla doble F por el embarazo, parecían a punto de desbordar el encaje. “Dios mío, perdóname,” pensó, su rostro ardiendo de vergüenza. A los 40 años, embarazada, se sentía expuesta, lejos de la mujer que había sido a los 18, cuando pesaba 45 kg y se casó con Tomás, radiante de inocencia y sueños.


La memoria de su primera boda la golpeó con fuerza. A los 18, había caminado hacia el altar en Calvillo, delgada, con un vestido blanco sencillo que reflejaba su pureza. Tomás, su primer amor, la había mirado con devoción, y sus hijas —Paola, Beatriz y Nina— aún no existían para complicar su mundo. Ahora, a los 40, embarazada de Minor, el vestido blanco que Gerson había elegido le parecía una mentira. “No soy esa chica,” pensó, su mano apretando el ramo con más fuerza. Anhelaba su cuerpo de entonces, cuando se sentía ligera, libre de las miradas que ahora la desnudaban, libre de la culpa que le apretaba el pecho.
Sus pechos y sus nalgas, todo en ella parecía gritar su estado, su pecado, y el morbo que despertaba la hacía querer desaparecer.


Gerson, ajeno a su tormenta interna, tomó su mano, su anillo dorado rozando el de ella. “Estás hermosa,” susurró, su tono neutro pero sincero, su altura proyectando una sombra protectora sobre ella. 

Elisa forzó una sonrisa, sintiéndose aún más pequeña bajo su mirada. 

Quería creerle, quería sentir que este matrimonio era un nuevo comienzo, pero la culpa y el pasado no la dejaban. Había aceptado todo esto por Minor, para darle un hogar legalmente unido, pero cada decisión —la boda apresurada, el vestido blanco, la ceremonia en la iglesia— la hacía sentir que traicionaba su fe, su historia, a sí misma.

Ahora;
Elisa lucía esplendorosa; su cuerpo, transformado por el embarazo, resaltaba con curvas más pronunciadas. 

Sus nalgas y pechos, más voluptuosos que nunca, atraían la mirada libidinosa de Gerson, quien apenas podía contener su admiración.
En su vestido de novia blanco, de corte sirena que abrazaba su embarazo,  Elisa parecía un ángel. Gerson, vestido con un elegante smoking, no podía apartar los ojos de su rostro redondo, finamente maquillado, ni de su figura, que lo hacía soñar despierto con la luna de miel, ansioso por explorar cada rincón de su amada. Su amor por ella, profundo y apasionado, se intensificaba con cada mirada.


Elisa y Gerson habían decidido casarse antes del nacimiento de su hijo, impulsados por la ilusión de que su pequeño llegara al mundo en el seno de una familia unida, bendecida por Dios.

El día de la boda, Elisa estaba profundamente emocionada, aunque cargaba un peso en el corazón. 

Había roto toda relación con su familia, y el odio de su ex esposo Tomás le dolía inmensamente. 

Sin embargo, cuando escuchó al sacerdote pronunciar sus nombres, sintió un impulso de valentía para dar un paso adelante y construir un nuevo capítulo junto a Gerson.

Dentro del templo, el murmullo se apaciguó. Las flores blancas, el incienso, la voz profunda del padre Luis envolvieron el ambiente de solemnidad.
Elisa avanzó hacia el altar, cada paso una condena.
El peso del vestido.
El sudor en la espalda.
El alma agrietada.

El sacerdote, con voz solemne, comenzó la ceremonia:
El padre abrió los brazos con solemnidad.
Sus ojos recorrieron a la pareja frente al altar, y luego al público expectante que llenaba la iglesia.
El sacerdote alzó la voz, marcando el momento más solemne del rito.


Sacerdote:
—María Elisa y Gerson, ¿vienen a contraer matrimonio sin ser coaccionados, libre y voluntariamente?

—Sí, venimos libremente —respondieron ambos al unísono, sus voces temblando ligeramente.
pero la voz de Elisa tembló como una cuerda tensada a punto de romperse.


Elisa bajó la mirada y, por dentro, una punzada la desgarró.
Un sollozo ahogado le cerró la garganta.
La imagen de Paola, su hija mayor, apareció nítida: brazos cruzados, ceño fruncido, los labios apretados en un gesto de desilusión.

"No me mires así, mi amor… no pude con el peso de regresar derrotada.
Preferí cargar otra cruz."

Gerson entrelazó sus dedos con los de ella, y los apretó con fuerza.
Ese contacto la ancló. La sostuvo.

Sacerdote:
—¿Están decididos a amarse y respetarse mutuamente, siguiendo el modo de vida propio del matrimonio, durante toda la vida?

—Sí… sí… estamos… decididos —contestó Elisa, ahogada en lágrimas, la voz quebrada como su voluntad.

Elisa bajó la mirada, y sus piernas flaquearon.
Por un instante, pensó que se desplomaría.

Gerson soltó su mano solo para colocarla sobre su vientre.
El tacto fue cálido, amoroso, firme.
Minor pateó con fuerza.
Y por un instante, todo el dolor pareció callarse.
Elisa respiró profundo. El altar dejó de girar.

Elisa miró a Gerson. Sus ojos la sostenían con seguridad, con ese deseo terco y confiado que la había arrastrado hasta ahí.
Pero su mente se fue a Beatriz, la del carácter fuerte.
"Mi amor, tú sí me gritaste lo que pensabas. Dijiste que me volvía loca, que estaba destruyendo lo que quedaba de familia.
Y quizás tenías razón… Pero no supe cómo regresar sin convertirme en sombra de mí misma."

Sacerdote:
—¿Están dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?
Elisa se llevó una mano al pecho, como si las palabras fueran cuchillos.
Nina, su niña más pequeña, le vino a la mente con una sonrisa triste.

"¿Y ahora qué te voy a decir, hija? ¿Que me casé lejos? ¿Que lo hice para que no te juzgaran a ti? ¿Para que tu padre no viviera como un mártir por culpa mía?"
Y mírame ahora, casándome lejos de ti

Las lágrimas comenzaron a correr con más fuerza.
Elisa intentó limpiarlas, pero fue inútil.
Temblaba. Jadeaba.

Gerson, serio, la abrazó sin importar la solemnidad del momento.
Le susurró:
—Estoy aquí. Con vos. Lo estamos haciendo bien.

Antes de continuar con los votos, el sacerdote se detuvo. Su rostro se tornó severo, y habló con franqueza:

Sacerdote:
—María Elisa y Gerson, debo recordarles que la Iglesia enseña que los hijos deben ser concebidos dentro del santo matrimonio, como fruto del amor bendecido por Dios.
Ustedes han concebido antes de este sacramento. Es un pecado.

Elisa tragó saliva.
Sintió que todo el templo giraba.
Elisa rompió en un llanto más intenso.
Un par de damas de honor pensaron en acercarse.
Doña Caridad, desde su banca, negó levemente con la cabeza.
Zulema, tragando saliva, murmuró:
—Déjenla. Está naciendo de nuevo.

Sacerdote (continuando):
—Pero nuestro Señor Jesucristo, que perdonó en la cruz, también perdona los pecados nacidos del dolor humano.
Si hay amor verdadero, si hay arrepentimiento, también hay redención.
Dios bendiga a este niño, fruto de un amor que hoy se consagra ante su altar.

Me alegra profundamente que su hijo nacerá como fruto de una unión sellada ante Dios, en el sacramento del matrimonio. 

Que este niño sea una bendición para ustedes y un testimonio de la gracia redentora de nuestro Señor.
Las lágrimas brotaron, imparables.
Y fue entonces cuando el rostro de Tomás apareció en su memoria.
La mirada dolida del hombre que un día la amó sin condiciones.
"Tomás… tú fuiste mi hogar, mi compañero, el padre de mis hijas. Me perdonaste, me esperaste… y aun así, te dejé.
No porque no te amara. Sino porque no pude exigirte cargar con esta cruz.
Tú merecías algo mejor que mi vergüenza. Y yo… no supe cómo volver."

Gerson apretó su mano, notando cómo Elisa temblaba.
El sacerdote prosiguió con la ceremonia:

Sacerdote:
—Así, pues, ya que quieren contraer santo matrimonio, unan vuestras manos y manifiesten su consentimiento ante Dios y su Iglesia.
Gerson le alzó el mentón a Elisa, con ternura.
Ella lo miró, los ojos hinchados, pero presentes.

Gerson tomó sus manos con firmeza.
Elisa cerró los ojos.
Un destello: don Jacobo Heredia, su padre, con su traje de lino en Calvillo, orgulloso el día de su boda con Tomás.
Doña Eloísa, peinándola con esmero, diciéndole “La pureza no está en el vestido, hija. Está en el alma.”

"Perdón, mamá. Perdón, papá. No soy la hija que esperaban."

Gerson:
—Yo, Gerson, te quiero a ti, María Elisa, como esposa, y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida.

Elisa:
—Yo, María Elisa, te quiero a ti, Gerson, como esposo, y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida.
(te amo, Tomás. Perdóname…)
Gerson volvió a acariciar su vientre.
Minor volvió a patear.
Y Elisa, entre lágrimas, volvió a la realidad.


Gerson:
—María Elisa, ¿quieres ser mi mujer?

—Sí, quiero —respondió ella, con la voz entrecortada.

Elisa:
—Gerson, ¿quieres ser mi marido?

—Sí, quiero —afirmó él, con la mirada encendida.

Gerson:
—María Elisa, yo te recibo como esposa y prometo amarte fielmente durante toda mi vida.

Elisa:
—Gerson, yo te recibo como esposo y prometo amarte fielmente durante toda mi vida.

El sacerdote extendió sus manos sobre una pequeña bandeja de terciopelo blanco.

—Bendice, Señor, estas arras y estos anillos, la recibo… y te entrego también estas arras, Elisa. Prometo cuidar de vos, de nuestro hijo… y si Dios lo quiere, de muchos más. Vos me diste más de lo que alguna vez soñé tener: una familia, una mujer valiente… una razón para ser mejor 


Zulema se acercó con pasos seguros, portando la cajita dorada con las trece monedas. A su lado, doña Caridad llevaba los anillos envueltos en una cinta blanca. Ambas los colocaron con delicadeza sobre el altar.

Elisa tomó las arras primero. 
Sus manos temblaban.
Gerson recibe estas arras… son símbolo de los bienes que compartiremos. No tengo mucho para darte, salvo mi corazón, mi cuerpo cambiado, y un hijo en camino. Pero prometo que nunca te faltará amor, aunque a veces me falte el valor.

Gerson la miró, conmovido.

Gerson : Elisa Recibe estas arras como prenda de la bendición de Dios y signo de los bienes que vamos a compartir, en señal del cuidado que tendré de que nada te falte en nuestro hogar''.

Elisa: Yo recibo de ti Gerson estás arras en señal del cuidado que tendré de que todo se aproveche en nuestro hogar''

Se besaron las manos. Un gesto simple, íntimo. Real.

Luego, el sacerdote bendijo los anillos.

Gerson tomó el aro dorado y con voz grave, casi ronca, dijo:

—María Elisa… recibe este anillo como símbolo de mi amor y fidelidad. En la salud y en la enfermedad… en la abundancia y en la escasez… en las ganas y en el cansancio. Sos mi mujer. Mi esposa. La madre de mi hijo. La única.

Se lo colocó en el dedo con firmeza.
Elisa tomó el otro anillo, pero al verlo… vaciló.

Un leve escalofrío le recorrió la espalda.
Durante más de veinte años había llevado otro anillo en esa misma mano. Un anillo delgado, de oro blanco, con una inscripción que solo ella y Tomás conocían.

Lo había dejado en silencio, semanas antes de viajar a Honduras. Lo colocó sobre el buró una madrugada cualquiera, sin ceremonia ni despedida.
Y sin embargo, ahora que tenía uno nuevo frente a ella… la ausencia del anterior le pesaba más que nunca.

No era solo un aro. Era una historia.
Eran sus años de juventud, sus hijas pequeñas, las risas en Calvillo, los sueños de familia.
Eran las veces que lloró sola en la cocina, acariciando ese anillo como si fuera un consuelo mudo.
Era Tomás.
Era su antigua vida.

El nuevo anillo, dorado y brillante, le devolvía el reflejo de una mujer distinta.
Más voluptuosa. Más juzgada. Más culpable.
Pero también… más consciente.

Las manos le temblaron al sostenerlo.

(…una mujer que lloró quitándose el otro, sola en una habitación, sabiendo que esa despedida era irreversible…)

—…mi pasado está lleno de errores… pero este anillo es mi promesa de un presente sincero… y de un futuro que quiero construir a tu lado.

Lo deslizó por su dedo, y sintió un leve escozor.

Como si su piel aún recordara el contorno del otro.

Como si su alma tuviera que hacer espacio para este nuevo símbolo.

Elisa tomó el otro anillo, pero su voz tardó en salir. Trastabilló entre la emoción y la memoria.

—Gerson… recibe este anillo como signo de mi entrega. No llego a ti como una mujer intacta, pero sí como una mujer decidida. Mi pasado está lleno de errores… pero este anillo es mi promesa de un presente sincero… y de un futuro que quiero construir a tu lado.

Lo deslizó por su dedo, y por un instante, ambos se miraron sin hablar.

Ahí estaban. Dos pecadores. Dos corazones rotos. Dos cuerpos heridos por el escándalo, el juicio y la culpa.

Y, sin embargo, casados.

Gerson le tomó el rostro con ambas manos y le murmuró muy quedo:

—Sos mi todo, nena.

Y aunque Elisa aún tenía dentro el eco del nombre de Tomás… y aunque su alma estaba hecha trizas…

…ese día, se dejó amar.

Gerson tomó su rostro con ternura, y sus labios se fundieron en un beso apasionado que selló su amor. 

Sus manos bajaron tocando el vientre de Elisa, 
Te prometo que te haré la mujer más feliz de La Ceiba..
Vos y mi hijo lo seran todo.
Elisa supo, en ese instante, que su hombre hablaba en serio.
En su mente, Gerson ya imaginaba la luna de miel, donde podría entregarse por completo a su deseo por ella. 


El altar, por fin, pareció en paz.
Los vitraux reflejaron una luz suave.
Y las arrugas del rostro de doña Caridad se suavizaron cuando murmuró con los ojos húmedos:

—Ahora sí, ya están completos.


El sacerdote miró a ambos con solemnidad:

Sacerdote:
—Gerson, ¿quieres recibir a María Elisa como tu esposa, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y, así, amarla y respetarla todos los días de tu vida?

—Sí, quiero —respondió Gerson, sin titubear.

Sacerdote:
—María Elisa, ¿quieres recibir a Gerson como tu esposo, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y, así, amarlo y respetarlo todos los días de tu vida?

Elisa lo miró a los ojos.
Quiso decir que sí.
Pero antes, en su mente, murmuró una última disculpa.

"Perdón, Tomás. Perdón, hijas mías."

—Sí, quiero —dijo finalmente, con la voz rota por el llanto.

Sacerdote:
—El Señor confirme con su bondad este consentimiento que han manifestado ante la Iglesia y otorgue su copiosa bendición.
Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
Gerson… puedes besar a la novia.

Gerson tomó su rostro con ambas manos, y la besó con pasión.
El beso final fue intenso. Público. Una fusión de labios, de historia incierta. Gerson la sostuvo con una mano firme en la cintura, y la otra, sin pudor, descansó sobre su vientre, donde Minor se agitó como celebrando.

El aplauso fue tibio. Algunos rezaron. Otros cuchichearon.
Elisa, con el velo cayendo sobre sus hombros y las mejillas húmedas, sabía que no era la novia que había soñado ser.
Pero era madre. Y era fuerte.
Las lágrimas seguían corriendo por las mejillas de Elisa, sin freno.
Elisa no sabía si era consuelo o humillación.
Gerson la miró con ternura, pero sus ojos también delataban la urgencia carnal, la promesa de la noche nupcial.
La iglesia entera estalló en aplausos y murmullos.

Y así, María Elisa Heredia Jouvet se convirtió en la señora de Moncada.
La madre de un hijo por nacer.
La esposa de un hombre deseoso.
Para Gerson:
 El cuerpo de Elisa, ahora voluptuoso, lo tenía hipnotizado.
Y aunque ella lo sentía, su mente estaba lejos.
Estaba en Calvillo. En sus hijas. En todo lo que había perdido.
La mujer que, aún amando a otro, eligió el camino del sacrificio.


Afuera, los niños corrían entre los invitados. Giara, la hija de Gerson, llegó corriendo:
—¡Parecés una reina, Eli!
Wilson y Jerry se acercaron, tímidos. La abrazaron.
Elisa sonrió. Por un momento, su alma se ancló en esa ternura.

Pero luego sintió las miradas otra vez. Lascivas. Crudas. Despiadadas.
Ajustó el velo. Bajó los ojos.
“No soy un espectáculo,” pensó, con el corazón apretado.

Posaron frente al altar. Minor pateó.
Elisa puso la mano sobre su vientre.
—Por vos, mi amor —murmuró.
El anillo dorado brillaba bajo la luz del templo.
Gerson, a su lado, alto y protector, era ahora su esposo.
El camino era incierto, pero ella caminaría por él.

Aunque su cuerpo ardiera de vergüenza.
Aunque su alma aún amara a Tomás.
Aunque su corazón supiera que esto no era el final feliz.
Era solo… el siguiente capítulo.

Cuando salieron de la iglesia, las puertas se abrieron de par en par.
El sol caribeño los envolvió.
Un mar de arroz, pétalos y aplausos los recibió.

Los invitados vitoreaban.
Algunos por convicción.
Otros por chisme.
Pero el júbilo era real.

Zulema, con los ojos rojos de emoción, gritó:
—¡La señora de Moncada, carajo!

Y en ese momento, mientras Gerson la tomaba del brazo y el arroz caía sobre su velo,
Elisa lo supo con certeza:
Ya no era Elisa Heredia de Almada.
Ya no era la esposa caída.
Ya no era la escándalo de Calvillo.

Era la señora de Moncada.
Una mujer nueva. Con un hijo por nacer.
Con un marido que la deseaba.
Con un pasado que dolía…
…y un futuro aún por escribir.

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