Capítulo 4: El precio del silencio
El camino de regreso al rancho fue eterno. Caminábamos en silencio, la tensión de lo no dicho era una barrera tangible entre nosotros. Yo sentía la mirada del abuelo como una quemadura en la piel, y el eco de su chantaje resonaba en mi cabeza. "Es esto, o tu papá recibe una llamada..."
—¿En qué estás pensando? —preguntó León, rompiendo el silencio. Su mano buscó la mía, pero yo la retiré con un movimiento brusco, fingiendo ajustar la tela húmeda de mi vestido.
—En nada —respondí, demasiado rápido—. Solo estoy cansada. Y fría.
Él no insistió, pero noté su mandíbula apretarse. Al llegar, murmuré una excusa sobre necesitar una ducha caliente y me encerré en la cabaña. Me dejé caer en la cama, el cuerpo pesado, la mente en un torbellino de miedo, asco... y una punzada de excitación que me repugnaba.
Estaba ahí acostada, repasando cada palabra, cada mirada, cuando las voces llegaron desde afuera, filtradas por la ventana entreabierta. Eran dos de los trabajadores de la hacienda, tomando un descanso a la sombra de un árbol cercano.
—...ése culo de la nieta del patrón está para partirlo en cuatro —dijo una voz áspera y llena de morbo—. Cada vez que se agacha se le asoma la tanga a la putita.
—¡Y esas tetas, cabrón! —agregó la otra voz, más joven—. Se le marcan los pezones a través de sus vestidos. Ha de tenerlos rosaditos y duritos... para chuparlos hasta que se venga.
—Me la imagino montándola, rebotando esas nalgas en mi verga —siguió el primero, bajando aún más la voz—. Ha de gemir como perra en celo. Apuesto a que le encanta que le echen la leche adentro, que se la dejen escurriendo...
—Yo se la dejaría chorreando —rio el otro—. En esa carita de santa y en esas tetas. Para que sepa lo que es un hombre de verdad, no como los maricas de la ciudad.
Sus risas gruesas y cargadas de lujuria deberían haberme dado rabia, asco. Debería haber salido a gritarles, a ponerlos en su lugar. Pero no lo hice.
Me quedé quieta, escuchando. Y de repente, la sensación de vulnerabilidad que había sentido con el abuelo comenzó a transformarse. Aquí, detrás de la ventana, yo tenía el control. Yo era el objeto de un deseo que ellos no podían tocar. Sus palabras grotescas no eran una amenaza, eran un tributo. Un reconocimiento crudo y animal de mi poder.
Una sonrisa lenta y perversa se dibujó en mis labios. Mientras ellos seguían fantaseando en voz baja sobre cómo me pondría de perrito o me haría tragarme sus vergas, mi mano deslizó dentro de mi ropa. El miedo y la confusión se convirtieron en un calor familiar que se acumulaba en mi vientre. Ellos hablaban de llenarme el culo de leche, y yo, en la intimidad de mi cuarto, me metía dos dedos, excitada no por ellos, sino por el poder de mi propio cuerpo, por el deseo brutal que podía despertar, por el control que, a pesar de todo, aún podía reclamar. El eco de sus voces obscenas, describiendo con lujo de crudeza lo que querían hacerme, era la banda sonora de mi propia reconquista. Me corrí en silencio, mordiendo mi labio para no gemir, mientras sus palabras sucias me llovían como una bendición pervertida.
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Consciente de mi poder, de la sensualidad que emanaba y que tanto alteraba a los hombres de esta casa, me vestí para la cena con una intención clara. Me puse un bra negro tan fino y translúcido que a través de la tela se adivinaban perfectamente mis pezones oscuros y erectos, y un short de mezclilla tan corto y ajustado que si me agachaba un mínimo, deja al descubierto las redondas y firmes nalgas que tanto deseo provocaban. No llevaba nada debajo. Quería ver sus reacciones. Necesitaba reafirmar mi control.

Al entrar al comedor, el efecto fue instantáneo. Mi tío Carlos, al verme, se atragantó con su cerveza y una sonrisa lujuriosa y cómplice se dibujó en su rostro mientras sus ojos recorrían cada centímetro de mi cuerpo casi al descubierto. León, sentado frente a mí, clavó su mirada en mis pezones visibles a través de la tela, y pude ver cómo apretaba el tenedor con fuerza, sus nudillos blanqueando. Pero la mirada más intensa, más cargada de un deseo mezclado con posesión, fue la de mi abuelo Agustín. Sus ojos, oscuros y hambrientos, no se despegaban de mí, y una sombra de una sonrisa triunfal jugueteaba en sus labios. Él sabía que esto, de alguna manera, era para él.
—Zoé, mija —dijo mi madre con voz de preocupación—, ¿no crees que esa ropa es un poco... inapropiada para la cena familiar?
—Hace mucho calor, mamá —respondí con una dulzura falsa, pasándome una mano por el abdomen desnudo—. Además, es ropa cómoda.
Fue entonces cuando mi abuelo intervino, su voz era una caricia grave y peligrosa. —Déjala, Diana. La niña es joven y está en su derecho de sentirse linda. Que use lo que le plazca. —Su mirada se encontró con la mía, y en ella no había protección familiar, sino la aprobación de un cómplice.
La cena transcurrió en una tensión eléctrica. Sentía el peso de sus miradas como manos sobre mi piel. Cada vez que me inclinaba un poco para tomar algo, sabía que el escote del bra o el borde del short revelaban más de lo debido, y la respiración de alguno de ellos se cortaba. Era un juego peligroso y me encantaba.
Al terminar, sin decir mucho, me levanté. —Me retiro, tengo sueño —anuncié, y salí del comedor sintiendo seis ojos clavados en el contoneo deliberado de mis caderas.
Una vez en mi cabaña, me quité el short y el bra, quedando completamente desnuda. El aire fresco de la noche acariciaba mi piel todavía sensible. No había pasado ni diez minutos cuando escuché unos golpes suaves en la puerta.
—¿Quién es? —pregunté, aunque ya lo sabía.
—Soy yo, mija. Tu abuelo —respondió la voz de Agustín, un poco tensa—. Quería hablar contigo. ¿Puedo pasar?
Una sonrisa se dibujó en mis labios. El juego continuaba. —Sí, pase —dije, sin molestarme en cubrirme.

La puerta se abrió y él entró. Pero no estaba solo. Detrás de él, otro hombre, mayor también, de rostro curtido y mirada igual de lasciva, entró cerrando la puerta a sus espaldas. Mi sonrisa se congeló por un segundo. Esto no me lo esperaba.
—Zoé, este es mi amigo, Ramiro —dijo Agustín, y su voz ya no era la del abuelo respetable, sino la de un hombre negociando un deseo—. Es de confianza.
Ramiro me miró de pies a cabeza sin disimulo, sus ojos se detuvieron en mis senos y luego en el triángulo oscuro entre mis piernas. —Es toda una diosa, Agustín —murmuró con admiración.
—Mira, niña —continuó mi abuelo, acercándose un paso. Su respiración era agitada—. Lo de esta tarde... se me quedó grabado. Quiero más. —Su mirada era suplicante, pero también había un ultimátum en ella. Sabía que podía chantajearme—. Quiero que me chupes la verga otra vez. Aquí, ahora. Y quiero que Ramiro vea. Él... entenderá nuestro secreto. Será un testigo de lo calladitos que podemos ser... o de lo que podría pasar si no cooperas.
La propuesta era aún más vulgar, más degradante de lo que había imaginado. No solo era satisfacer el deseo de mi abuelo, sino hacerlo frente a un extraño, convertirme en un espectáculo para dos viejos. El miedo me heló la sangre por un instante, pero luego, como una llama, surgió esa parte retorcida y excitada por lo prohibido. El poder había cambiado de manos de nuevo, pero la lujuria... esa seguía siendo mía. Los miré a los dos, a sus caras expectantes y llenas de deseo, y me pregunté, con un nudo de miedo y excitación en el estómago, hasta dónde estaba dispuesta a llegar para mantener mi falso control.
El aire en la cabaña era pesado, cargado con el olor a tierra seca y la tensión de un deseo prohibido que estaba a punto de estallar. Yo estaba de pie, enfrentando a mi abuelo Agustín, cuyo rostro ya no mostraba rastro del hombre respetable que todos conocían. Sus ojos, oscuros y llenos de una lujuria voraz, me desnudaban más de lo que ya estaba.
Sin mediar palabra, sus dedos temblorosos desabrocharon el cinturón y bajaron la cremallera de sus pantalones de trabajo. La tela gruesa cayó a sus tobillos, y allí, emergiendo entre la tela de sus boxers grises, estaba su verga, ya completamente dura y con el glande oscuro y húmedo. Un suspiro involuntario escapó de mis labios. Era repulsiva y fascinante al mismo tiempo.
—Tienes suerte, mija —murmuró Agustín, su voz ronca—. Podría contarle a tu papá cómo te gusta follar con tu primo aquí mismo. O podría callarme... —Hizo una pausa, dejando que la amenaza flotara en el aire—. Depende de ti. De lo buena que seas conmigo.
La mirada de su amigo Ramiro, fija en mí, ardía como carbón. Sin decir nada, él también se desabrochó los pantalones y sacó su propia verga. Era igual de gruesa que la de mi abuelo, aunque más corta, una masa densa y poderosa en su mano callosa. Comenzó a masturbarse con movimientos lentos y expertos, sin dejar de observarnos.
Mi corazón latía con tanta fuerza que sentía que iba a salirse de mi pecho. El miedo y el asco luchaban contra una excitación retorcida y enfermiza que brotaba de lo más profundo de mi ser. Sabía que esto estaba mal, que cada segundo que pasaba me hundía más en un pozo del que no habría salida. Pero la amenaza del escándalo, la imagen de la decepción en los ojos de mis padres... y ese deseo oscuro que se alimentaba de la transgresión, eran más fuertes.
Lentamente, sintiendo el peso de sus miradas como una losa, me arrodillé en el suelo de madera áspera frente a mi abuelo. El olor a sudor viril y a tierra me inundó. Con una mano temblorosa, agarré la base de su verga, sintiendo la piel caliente y las venas marcadas. Era tan gruesa que mis dedos apenas la rodeaban.

Cerré los ojos un instante, pero la imagen de Ramiro masturbándose a mi lado me obligó a abrirlos. Miré hacia arriba, hacia el rostro contraído de placer de mi abuelo, y abrí la boca.
Al principio, solo la punta. Sabía a sal y a piel, un sabor primitivo y masculino. Un gemido gutural salió de la garganta de Agustín. —Así, mija... así... —alentó, mientras sus manos se posaban en mi cabeza, no con fuerza, pero sí guiándome.
Empecé a mover la boca, intentando acomodar su grosor, sintiendo cómo me abría la garganta. Mis propias ganas, traicioneras, comenzaron a crecer, un calor húmedo e inconfundible entre mis piernas. Con mi otra mano, casi sin pensarlo, extendí el brazo y agarré la verga de Ramiro. Era un pedernal, duro y caliente. Él gruñó de sorpresa y placer, y comenzó a moverse en sincronía con mis embestidas, mientras yo, arrodillada entre los dos hombres, chupaba la verga de mi abuelo con una sumisión que me aterraba y me excitaba por igual, y con la mano trabajaba la verga gruesa y corta de su amigo, sellando mi silencio con la boca y las manos, hundiéndome en la perversión más profunda.
Así estuve un rato, arrodillada en el suelo áspero, con la boca llena de la verga de mi abuelo y la mano bombeando la de Ramiro. El sonido de sus gemidos y jadeos llenaba la cabaña, mezclándose con el ruido húmedo de mi boca y el roce de mi puño.
—Joder, Agustín... tu nieta es una puta de primera —gruñó Ramiro, su respiración entrecortada—. Sabe usar esa boquita... y estas manitas...
—Te lo dije —respondió mi abuelo con voz jadeante, sus dedos enredándose con más fuerza en mi cabello—. Es una zorra nata. Está en la sangre.
Sus palabras, en lugar de indignarme, alimentaron el fuego retorcido en mi vientre. Me degradaban y, sin embargo, me excitaban más.
—¿Y si le doy un poco más? —preguntó Ramiro, su voz cargada de lujuria—. Un culo como ese está pidiendo una buena cogida. ¿Cuánto me costaría?
Mi abuelo soltó una risa baja y corrupta. —Eso, amigo, ya sería un lujo... y los lujos tienen un precio más alto. Tendrías que ayudarme mucho con la próxima cosecha... o con algún otro favor.
La insinuación era clara. Mi propio abuelo no solo estaba chantajeándome, sino que ahora estaba cobrando por mí. Estaba vendiendo el acceso a mi cuerpo. La revelación debería haberme hecho vomitar, pero en cambio, una oleada de excitación tan intensa y perversa que casi me aturdió, recorrió todo mi cuerpo. Con un gemido ahogado alrededor de la verga en mi boca, apreté los dedos con más fuerza alrededor de la de Ramiro y aumenté el ritmo de mi boca en la de mi abuelo, tomándola más profundo, desesperada por ese sentimiento de poder a través de la sumisión más absoluta.
—¡Mierda, la perrita se puso más caliente cuando oyó eso! —exclamó Ramiro, sorprendido.
—Le gusta que la traten como lo que es —afirmó Agustín, y pude sentir cómo su verga palpitaba con más fuerza en mi lengua—. ¡Se va a correr, zorra! ¡Abre bien esa boca!
No hubo tiempo para más. Con dos gruñidos guturales y casi simultáneos, sentí la explosión caliente y espesa de mi abuelo en mi garganta, mientras la mano que tenía en Ramiro se llenó de su semen, que siguió chorreando sobre mis senos y mi estómago.
Tragué automáticamente, el sabor salado y amargo del pecado llenándome la boca mientras me bañaban en su semen, marcándome como su posesión, su secreto viviente y su puta personal. Jadeando, me quedé allí, arrodillada y cubierta de su vergüenza, sintiendo cómo el poder que creía tener se disolvía en el aire, reemplazado por la escalofriante certeza de que esto era solo el comienzo y que el precio por mi silencio acababa de subir.

El gruñido final de Ramiro fue un sonido gutural, animal, seguido de un chorro caliente y espeso que salpicó el suelo de madera frente a mí. Él jadeó, se ajustó los pantalones con manos temblorosas, y con una última mirada llena de lujuria y complicidad hacia mi abuelo, salió de la cabaña sin decir una palabra, dejando un silencio pesado y cargado de vergüenza.
Yo seguía arrodillada, el sabor salado y amargo del semen de mi abuelo aún en mi lengua, la garganta irritada. Agustín, con una expresión de triunfo sombrío, se ajustó lentamente los pantalones. Luego, buscó en el bolsillo de su camisa y sacó un pañuelo de tela arrugado. No me lo ofreció para limpiarme la cara, sino que lo dejó caer despectivamente frente a mis rodillas.
—Límpiate —ordenó, su voz ahora fría, como la de un capataz dando una instrucción. Mientras yo, con movimientos torpes, limpiaba las babas y el semen de mi mentón y mis labios, él habló de nuevo—. Ramiro no es solo un amigo. Es un prestamista. Y yo le debo una buena suma de dinero.
Una pesada losa de entendimiento se posó sobre mis hombros, más fría que cualquier amenaza anterior.
—Tú... —susurré, sin poder terminar la frase.
—Tú vas a ser mi manera de pagarle —confirmó, y en sus ojos no había rastro de culpa, solo un cálculo frío—. Le gustaste. Le gustó mucho. Y a sus otros amigos también les gustará conocer a la nietita fresca de la ciudad. No puedes negarte, Zoé. —Se acercó, y su aliento, que aún olía a su propio sexo, me golpeó el rostro—. Porque si lo haces, no solo le diré a todos lo puta que eres con tu primo, sino que les mostraré dónde te gusta que te metan la verga los viejos. Tu familia te va a odiar, mija.
El chantaje ya no era una sugerencia, era una cadena. Mi cuerpo, mi boca, mi silencio, se habían convertido en la moneda para pagar sus deudas. Una oleada de pánico y asco me recorrió, pero, como un veneno que se filtra en la sangre, esa excitación retorcida y profunda surgió de nuevo, alimentada por la degradación total, por la pérdida absoluta de control.
—Está bien —logré decir, con una voz que no reconocía como mía, cargada de una resignación que sabía era falsa, porque en el fondo, en un lugar oscuro y secreto, una parte de mí anhelaba ver hasta dónde llegaba este abismo—. Lo haré.
Una sonrisa fea y satisfecha se dibujó en los labios de mi abuelo. —Sabía que eras una chica lista. —Dio media vuelta y salió de la cabaña, dejándome sola con el pañuelo sucio en la mano y el sabor de su semen aún impregnado en mi boca.
Me arrastré hasta la cama, sintiéndome vacía y usada, pero extrañamente viva. Cada nervio de mi cuerpo parecía estar en llamas. Me acosté, sin fuerzas ni siquiera para limpiarme por completo, y dejé que el agotamiento me venciera. Mientras me hundía en un sueño intranquilo, el sabor salado en mis labios era un recordatorio amargo y perverso del precio de mi silencio y del oscuro placer que, a pesar de todo, había encontrado en la sumisión.
Muchas gracias por llegar hasta aqui, cualquier cosa relacionada con esta historia no duden en en mandarme mensaje, cualquier idea, comentario, apoyo será bienvenido, dejen sus puntos compartan para traer las siguientes partes
Gracias por leer
El camino de regreso al rancho fue eterno. Caminábamos en silencio, la tensión de lo no dicho era una barrera tangible entre nosotros. Yo sentía la mirada del abuelo como una quemadura en la piel, y el eco de su chantaje resonaba en mi cabeza. "Es esto, o tu papá recibe una llamada..."
—¿En qué estás pensando? —preguntó León, rompiendo el silencio. Su mano buscó la mía, pero yo la retiré con un movimiento brusco, fingiendo ajustar la tela húmeda de mi vestido.
—En nada —respondí, demasiado rápido—. Solo estoy cansada. Y fría.
Él no insistió, pero noté su mandíbula apretarse. Al llegar, murmuré una excusa sobre necesitar una ducha caliente y me encerré en la cabaña. Me dejé caer en la cama, el cuerpo pesado, la mente en un torbellino de miedo, asco... y una punzada de excitación que me repugnaba.
Estaba ahí acostada, repasando cada palabra, cada mirada, cuando las voces llegaron desde afuera, filtradas por la ventana entreabierta. Eran dos de los trabajadores de la hacienda, tomando un descanso a la sombra de un árbol cercano.
—...ése culo de la nieta del patrón está para partirlo en cuatro —dijo una voz áspera y llena de morbo—. Cada vez que se agacha se le asoma la tanga a la putita.
—¡Y esas tetas, cabrón! —agregó la otra voz, más joven—. Se le marcan los pezones a través de sus vestidos. Ha de tenerlos rosaditos y duritos... para chuparlos hasta que se venga.
—Me la imagino montándola, rebotando esas nalgas en mi verga —siguió el primero, bajando aún más la voz—. Ha de gemir como perra en celo. Apuesto a que le encanta que le echen la leche adentro, que se la dejen escurriendo...
—Yo se la dejaría chorreando —rio el otro—. En esa carita de santa y en esas tetas. Para que sepa lo que es un hombre de verdad, no como los maricas de la ciudad.
Sus risas gruesas y cargadas de lujuria deberían haberme dado rabia, asco. Debería haber salido a gritarles, a ponerlos en su lugar. Pero no lo hice.
Me quedé quieta, escuchando. Y de repente, la sensación de vulnerabilidad que había sentido con el abuelo comenzó a transformarse. Aquí, detrás de la ventana, yo tenía el control. Yo era el objeto de un deseo que ellos no podían tocar. Sus palabras grotescas no eran una amenaza, eran un tributo. Un reconocimiento crudo y animal de mi poder.
Una sonrisa lenta y perversa se dibujó en mis labios. Mientras ellos seguían fantaseando en voz baja sobre cómo me pondría de perrito o me haría tragarme sus vergas, mi mano deslizó dentro de mi ropa. El miedo y la confusión se convirtieron en un calor familiar que se acumulaba en mi vientre. Ellos hablaban de llenarme el culo de leche, y yo, en la intimidad de mi cuarto, me metía dos dedos, excitada no por ellos, sino por el poder de mi propio cuerpo, por el deseo brutal que podía despertar, por el control que, a pesar de todo, aún podía reclamar. El eco de sus voces obscenas, describiendo con lujo de crudeza lo que querían hacerme, era la banda sonora de mi propia reconquista. Me corrí en silencio, mordiendo mi labio para no gemir, mientras sus palabras sucias me llovían como una bendición pervertida.
redimensionar imagen para avatarConsciente de mi poder, de la sensualidad que emanaba y que tanto alteraba a los hombres de esta casa, me vestí para la cena con una intención clara. Me puse un bra negro tan fino y translúcido que a través de la tela se adivinaban perfectamente mis pezones oscuros y erectos, y un short de mezclilla tan corto y ajustado que si me agachaba un mínimo, deja al descubierto las redondas y firmes nalgas que tanto deseo provocaban. No llevaba nada debajo. Quería ver sus reacciones. Necesitaba reafirmar mi control.

Al entrar al comedor, el efecto fue instantáneo. Mi tío Carlos, al verme, se atragantó con su cerveza y una sonrisa lujuriosa y cómplice se dibujó en su rostro mientras sus ojos recorrían cada centímetro de mi cuerpo casi al descubierto. León, sentado frente a mí, clavó su mirada en mis pezones visibles a través de la tela, y pude ver cómo apretaba el tenedor con fuerza, sus nudillos blanqueando. Pero la mirada más intensa, más cargada de un deseo mezclado con posesión, fue la de mi abuelo Agustín. Sus ojos, oscuros y hambrientos, no se despegaban de mí, y una sombra de una sonrisa triunfal jugueteaba en sus labios. Él sabía que esto, de alguna manera, era para él.
—Zoé, mija —dijo mi madre con voz de preocupación—, ¿no crees que esa ropa es un poco... inapropiada para la cena familiar?
—Hace mucho calor, mamá —respondí con una dulzura falsa, pasándome una mano por el abdomen desnudo—. Además, es ropa cómoda.
Fue entonces cuando mi abuelo intervino, su voz era una caricia grave y peligrosa. —Déjala, Diana. La niña es joven y está en su derecho de sentirse linda. Que use lo que le plazca. —Su mirada se encontró con la mía, y en ella no había protección familiar, sino la aprobación de un cómplice.
La cena transcurrió en una tensión eléctrica. Sentía el peso de sus miradas como manos sobre mi piel. Cada vez que me inclinaba un poco para tomar algo, sabía que el escote del bra o el borde del short revelaban más de lo debido, y la respiración de alguno de ellos se cortaba. Era un juego peligroso y me encantaba.
Al terminar, sin decir mucho, me levanté. —Me retiro, tengo sueño —anuncié, y salí del comedor sintiendo seis ojos clavados en el contoneo deliberado de mis caderas.
Una vez en mi cabaña, me quité el short y el bra, quedando completamente desnuda. El aire fresco de la noche acariciaba mi piel todavía sensible. No había pasado ni diez minutos cuando escuché unos golpes suaves en la puerta.
—¿Quién es? —pregunté, aunque ya lo sabía.
—Soy yo, mija. Tu abuelo —respondió la voz de Agustín, un poco tensa—. Quería hablar contigo. ¿Puedo pasar?
Una sonrisa se dibujó en mis labios. El juego continuaba. —Sí, pase —dije, sin molestarme en cubrirme.

La puerta se abrió y él entró. Pero no estaba solo. Detrás de él, otro hombre, mayor también, de rostro curtido y mirada igual de lasciva, entró cerrando la puerta a sus espaldas. Mi sonrisa se congeló por un segundo. Esto no me lo esperaba.
—Zoé, este es mi amigo, Ramiro —dijo Agustín, y su voz ya no era la del abuelo respetable, sino la de un hombre negociando un deseo—. Es de confianza.
Ramiro me miró de pies a cabeza sin disimulo, sus ojos se detuvieron en mis senos y luego en el triángulo oscuro entre mis piernas. —Es toda una diosa, Agustín —murmuró con admiración.
—Mira, niña —continuó mi abuelo, acercándose un paso. Su respiración era agitada—. Lo de esta tarde... se me quedó grabado. Quiero más. —Su mirada era suplicante, pero también había un ultimátum en ella. Sabía que podía chantajearme—. Quiero que me chupes la verga otra vez. Aquí, ahora. Y quiero que Ramiro vea. Él... entenderá nuestro secreto. Será un testigo de lo calladitos que podemos ser... o de lo que podría pasar si no cooperas.
La propuesta era aún más vulgar, más degradante de lo que había imaginado. No solo era satisfacer el deseo de mi abuelo, sino hacerlo frente a un extraño, convertirme en un espectáculo para dos viejos. El miedo me heló la sangre por un instante, pero luego, como una llama, surgió esa parte retorcida y excitada por lo prohibido. El poder había cambiado de manos de nuevo, pero la lujuria... esa seguía siendo mía. Los miré a los dos, a sus caras expectantes y llenas de deseo, y me pregunté, con un nudo de miedo y excitación en el estómago, hasta dónde estaba dispuesta a llegar para mantener mi falso control.
El aire en la cabaña era pesado, cargado con el olor a tierra seca y la tensión de un deseo prohibido que estaba a punto de estallar. Yo estaba de pie, enfrentando a mi abuelo Agustín, cuyo rostro ya no mostraba rastro del hombre respetable que todos conocían. Sus ojos, oscuros y llenos de una lujuria voraz, me desnudaban más de lo que ya estaba.
Sin mediar palabra, sus dedos temblorosos desabrocharon el cinturón y bajaron la cremallera de sus pantalones de trabajo. La tela gruesa cayó a sus tobillos, y allí, emergiendo entre la tela de sus boxers grises, estaba su verga, ya completamente dura y con el glande oscuro y húmedo. Un suspiro involuntario escapó de mis labios. Era repulsiva y fascinante al mismo tiempo.
—Tienes suerte, mija —murmuró Agustín, su voz ronca—. Podría contarle a tu papá cómo te gusta follar con tu primo aquí mismo. O podría callarme... —Hizo una pausa, dejando que la amenaza flotara en el aire—. Depende de ti. De lo buena que seas conmigo.
La mirada de su amigo Ramiro, fija en mí, ardía como carbón. Sin decir nada, él también se desabrochó los pantalones y sacó su propia verga. Era igual de gruesa que la de mi abuelo, aunque más corta, una masa densa y poderosa en su mano callosa. Comenzó a masturbarse con movimientos lentos y expertos, sin dejar de observarnos.
Mi corazón latía con tanta fuerza que sentía que iba a salirse de mi pecho. El miedo y el asco luchaban contra una excitación retorcida y enfermiza que brotaba de lo más profundo de mi ser. Sabía que esto estaba mal, que cada segundo que pasaba me hundía más en un pozo del que no habría salida. Pero la amenaza del escándalo, la imagen de la decepción en los ojos de mis padres... y ese deseo oscuro que se alimentaba de la transgresión, eran más fuertes.
Lentamente, sintiendo el peso de sus miradas como una losa, me arrodillé en el suelo de madera áspera frente a mi abuelo. El olor a sudor viril y a tierra me inundó. Con una mano temblorosa, agarré la base de su verga, sintiendo la piel caliente y las venas marcadas. Era tan gruesa que mis dedos apenas la rodeaban.

Cerré los ojos un instante, pero la imagen de Ramiro masturbándose a mi lado me obligó a abrirlos. Miré hacia arriba, hacia el rostro contraído de placer de mi abuelo, y abrí la boca.
Al principio, solo la punta. Sabía a sal y a piel, un sabor primitivo y masculino. Un gemido gutural salió de la garganta de Agustín. —Así, mija... así... —alentó, mientras sus manos se posaban en mi cabeza, no con fuerza, pero sí guiándome.
Empecé a mover la boca, intentando acomodar su grosor, sintiendo cómo me abría la garganta. Mis propias ganas, traicioneras, comenzaron a crecer, un calor húmedo e inconfundible entre mis piernas. Con mi otra mano, casi sin pensarlo, extendí el brazo y agarré la verga de Ramiro. Era un pedernal, duro y caliente. Él gruñó de sorpresa y placer, y comenzó a moverse en sincronía con mis embestidas, mientras yo, arrodillada entre los dos hombres, chupaba la verga de mi abuelo con una sumisión que me aterraba y me excitaba por igual, y con la mano trabajaba la verga gruesa y corta de su amigo, sellando mi silencio con la boca y las manos, hundiéndome en la perversión más profunda.
Así estuve un rato, arrodillada en el suelo áspero, con la boca llena de la verga de mi abuelo y la mano bombeando la de Ramiro. El sonido de sus gemidos y jadeos llenaba la cabaña, mezclándose con el ruido húmedo de mi boca y el roce de mi puño.
—Joder, Agustín... tu nieta es una puta de primera —gruñó Ramiro, su respiración entrecortada—. Sabe usar esa boquita... y estas manitas...
—Te lo dije —respondió mi abuelo con voz jadeante, sus dedos enredándose con más fuerza en mi cabello—. Es una zorra nata. Está en la sangre.
Sus palabras, en lugar de indignarme, alimentaron el fuego retorcido en mi vientre. Me degradaban y, sin embargo, me excitaban más.
—¿Y si le doy un poco más? —preguntó Ramiro, su voz cargada de lujuria—. Un culo como ese está pidiendo una buena cogida. ¿Cuánto me costaría?
Mi abuelo soltó una risa baja y corrupta. —Eso, amigo, ya sería un lujo... y los lujos tienen un precio más alto. Tendrías que ayudarme mucho con la próxima cosecha... o con algún otro favor.
La insinuación era clara. Mi propio abuelo no solo estaba chantajeándome, sino que ahora estaba cobrando por mí. Estaba vendiendo el acceso a mi cuerpo. La revelación debería haberme hecho vomitar, pero en cambio, una oleada de excitación tan intensa y perversa que casi me aturdió, recorrió todo mi cuerpo. Con un gemido ahogado alrededor de la verga en mi boca, apreté los dedos con más fuerza alrededor de la de Ramiro y aumenté el ritmo de mi boca en la de mi abuelo, tomándola más profundo, desesperada por ese sentimiento de poder a través de la sumisión más absoluta.
—¡Mierda, la perrita se puso más caliente cuando oyó eso! —exclamó Ramiro, sorprendido.
—Le gusta que la traten como lo que es —afirmó Agustín, y pude sentir cómo su verga palpitaba con más fuerza en mi lengua—. ¡Se va a correr, zorra! ¡Abre bien esa boca!
No hubo tiempo para más. Con dos gruñidos guturales y casi simultáneos, sentí la explosión caliente y espesa de mi abuelo en mi garganta, mientras la mano que tenía en Ramiro se llenó de su semen, que siguió chorreando sobre mis senos y mi estómago.
Tragué automáticamente, el sabor salado y amargo del pecado llenándome la boca mientras me bañaban en su semen, marcándome como su posesión, su secreto viviente y su puta personal. Jadeando, me quedé allí, arrodillada y cubierta de su vergüenza, sintiendo cómo el poder que creía tener se disolvía en el aire, reemplazado por la escalofriante certeza de que esto era solo el comienzo y que el precio por mi silencio acababa de subir.

El gruñido final de Ramiro fue un sonido gutural, animal, seguido de un chorro caliente y espeso que salpicó el suelo de madera frente a mí. Él jadeó, se ajustó los pantalones con manos temblorosas, y con una última mirada llena de lujuria y complicidad hacia mi abuelo, salió de la cabaña sin decir una palabra, dejando un silencio pesado y cargado de vergüenza.
Yo seguía arrodillada, el sabor salado y amargo del semen de mi abuelo aún en mi lengua, la garganta irritada. Agustín, con una expresión de triunfo sombrío, se ajustó lentamente los pantalones. Luego, buscó en el bolsillo de su camisa y sacó un pañuelo de tela arrugado. No me lo ofreció para limpiarme la cara, sino que lo dejó caer despectivamente frente a mis rodillas.
—Límpiate —ordenó, su voz ahora fría, como la de un capataz dando una instrucción. Mientras yo, con movimientos torpes, limpiaba las babas y el semen de mi mentón y mis labios, él habló de nuevo—. Ramiro no es solo un amigo. Es un prestamista. Y yo le debo una buena suma de dinero.
Una pesada losa de entendimiento se posó sobre mis hombros, más fría que cualquier amenaza anterior.
—Tú... —susurré, sin poder terminar la frase.
—Tú vas a ser mi manera de pagarle —confirmó, y en sus ojos no había rastro de culpa, solo un cálculo frío—. Le gustaste. Le gustó mucho. Y a sus otros amigos también les gustará conocer a la nietita fresca de la ciudad. No puedes negarte, Zoé. —Se acercó, y su aliento, que aún olía a su propio sexo, me golpeó el rostro—. Porque si lo haces, no solo le diré a todos lo puta que eres con tu primo, sino que les mostraré dónde te gusta que te metan la verga los viejos. Tu familia te va a odiar, mija.
El chantaje ya no era una sugerencia, era una cadena. Mi cuerpo, mi boca, mi silencio, se habían convertido en la moneda para pagar sus deudas. Una oleada de pánico y asco me recorrió, pero, como un veneno que se filtra en la sangre, esa excitación retorcida y profunda surgió de nuevo, alimentada por la degradación total, por la pérdida absoluta de control.
—Está bien —logré decir, con una voz que no reconocía como mía, cargada de una resignación que sabía era falsa, porque en el fondo, en un lugar oscuro y secreto, una parte de mí anhelaba ver hasta dónde llegaba este abismo—. Lo haré.
Una sonrisa fea y satisfecha se dibujó en los labios de mi abuelo. —Sabía que eras una chica lista. —Dio media vuelta y salió de la cabaña, dejándome sola con el pañuelo sucio en la mano y el sabor de su semen aún impregnado en mi boca.
Me arrastré hasta la cama, sintiéndome vacía y usada, pero extrañamente viva. Cada nervio de mi cuerpo parecía estar en llamas. Me acosté, sin fuerzas ni siquiera para limpiarme por completo, y dejé que el agotamiento me venciera. Mientras me hundía en un sueño intranquilo, el sabor salado en mis labios era un recordatorio amargo y perverso del precio de mi silencio y del oscuro placer que, a pesar de todo, había encontrado en la sumisión.
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