Capítulo 2: El Juego Del Incesto
Me desperté con los golpes en la puerta. "¡Zoé! Cena, mija, ya es tarde". Era la voz de mi mamá. Me incorporé, aturdida, y miré por la ventana. El cielo ya era morado. Mierda, me había quedado frita toda la tarde.
Sin pensar, me puse solo el camisón más corto que tenía, uno rosa pálido que si me agachaba un poco se me veía todo. Y abajo, nada. Ni tanga. Así de caliente andaba todavía.

El aroma a pollo guisado con hierbas llenaba la cocina cuando entré. El camisón blanco, tan corto que con cualquier movimiento revelaba más de lo que ocultaba, se pegó a mis piernas por la humedad de la noche. Cuatro pares de ojos se clavaron en mí como cuchillos.
Mi padre tosió incómodo. —Zoé, ¿no trajiste algo más... apropiado para cenar?—
Pero eran las otras miradas las que hicieron arder mi piel. Mi tío Carlos, con sus ojos oscuros idénticos a los de León, bebió un trago largo de su cerveza mientras su mirada recorría cada curva visible. Mi abuelo Agustín tenía los nudillos blancos apretando su vaso de vino, sus ojos fijos en el escote que se movía con cada respiración. Y León... Dios, León. Una sonrisa lenta y peligrosa se dibujó en sus labios mientras sus ojos decían todo lo que su boca no se atrevía.
—Tranquilo, Roberto— dijo mi tío Carlos con voz ronca. —Hace calor, ¿no?—
Me senté junto a León, rozando deliberadamente su brazo al acomodarme. Bajo la mesa, su pierna encontró inmediatamente la mía, presionando con una intimidad que me hizo contener la respiración.
La cena transcurrió entre conversaciones forzadas. Mi abuelo no dejaba de servirse vino, sus ojos vidriosos fijos en mí cada vez que me inclinaba para tomar algo.
—¡Elena!— gritó de repente, golpeando la mesa con tanta fuerza que los platos vibraron. —¡Otra botella! Y no esa porquería aguada que sirves siempre—
Mi abuela apareció en el umbral de la cocina, secándose las manos en el delantal. —Agustín, si te buscas otra botella será mejor que busques otro lugar donde dormir…Yo hace diez años que me rendí contigo—
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier grito. Mi abuelo enrojeció violentamente, su mirada cayendo sobre mí con una intensidad que me erizó la piel. Bajo la mesa, la rodilla de León comenzó un movimiento lento y sensual contra mi muslo.
Para romper la tensión, mi madre encendió la radio. Una canción lenta de boleros llenó la habitación.
—¿Bailamos, primita?— murmuró León en mi oído, su aliento caliente haciéndome estremecer.
Antes de que pudiera responder, sus manos ya me guiaban hacia el centro de la sala. Mis padres y tíos seguían conversando, pero todas mis antenas estaban sintonizadas con el hombre que me sostenía.
Sus manos se posaron en mi cintura, descendiendo lentamente hasta mis caderas. —Este camisón debería ser ilegal—respiró contra mi pelo.
Nuestros cuerpos se encontraron, y esta vez no hubo torpeza ebria, solo una tensión sexual que electrizaba el aire. Sus caderas presionaron contra las mías, y sentí la dura evidencia de su deseo. Un gemido escapó de mis labios.
—León...— protesté débilmente, pero mis brazos se enredaron más alrededor de su cuello.
—¿Qué pasa, primita?— susurró, sus manos apretando mis nalgas a través de la fina tela. —¿Te asusta lo que sientes?—
Su erección se movía contra mí con cada compás de la música, un ritmo obsceno que me tenía mareada. Una de sus manos se deslizó por mi espalda, bajando hasta donde el camisón se abría.
—Todos nos están mirando— respiré, sintiendo cómo mis pezones se endurecían contra su pecho.
—Deja que miren— respondió, enterrando su rostro en mi cuello. —Deja que vean lo que es desear algo que nunca podrán tener—
Cuando la música terminó, mi abuelo se levantó tan bruscamente que su silla cayó al suelo. —¡Me voy a dormir! ¡Antes de que esta... — No terminó su frase pero su mirada ardiente se clavó en mí por un instante eterno antes de salir tambaleándose.
Poco después, mi abuela se retiró con un suspiro de cansancio. Cuando intenté hacer lo mismo, mi tía Silvia intervino —León, acompaña a tu prima a su cabaña. Con lo que ha bebido, no vaya a tropezar en la oscuridad—.
La noche nos envolvió como un terciopelo húmedo. Sus brazos me rodearon con una excusa de protección que ambos sabíamos falsa.
—¿Recuerdas?— dijo señalando el viejo granero que se alzaba como una silueta oscura contra el cielo estrellado. —Allí fue donde todo comenzó—
—Nuestro primer beso— sonreí, dejando que mi mano rozara la suya. —Éramos solo niños—.
—Yo ya sabía entonces— confesó, deteniéndose de repente. —Sabía que algún día te tendría así—
Su empuje contra la pared del granero no fue violento, pero sí irrevocable. La madera áspera me rasgó la espalda a través del camisón, pero apenas sentí el dolor. Su boca encontró la mía con una urgencia que me dejó sin aliento.

No fue un beso de primos. Fue el beso de un hombre que ha esperado demasiado. Nuestras lenguas se enredaron en una danza húmeda y desesperada mientras sus manos recorrían mi cuerpo como si lo estuvieran reclamando.
Una mano se deslizó bajo mi camisón, acariciando la piel desnuda de mis nalgas antes de descender hacia el calor entre mis piernas. Gemí en su boca, mis uñas estaban clavándose en sus hombros.
—León...— jadeé cuando sus labios se desplazaron a mi cuello, —debemos parar...—
—¿De verdad quieres que pare?— retó, mientras sus dedos encontraban mi clitoris ya hinchado
Mi respuesta fue arquearme contra su mano, una invitación muda que él aceptó con un gruñido de triunfo. Su otra mano subió para tomar mi pecho, el pulgar rozando mi pezón endurecido a través de la tela.
—Esta noche— murmuró contra mi piel, —vas a ser mía de una manera que nunca olvidarás—
De repente, una luz se encendió en la casa principal. Nos separamos jadeantes, con los labios hinchados y la evidencia de nuestro deseo escrita en cada jadeo.
—Tu cuarto— dijo tomando mi mano con una determinación que hizo temblar mis rodillas. —Ahora!—
La puerta de la cabaña se cerró de un golpe seco, aislándonos del mundo. En la penumbra, sólo se escuchaban nuestros jadeos entrecortados. León me empujó contra la madera rugosa de la puerta, y su boca encontró la mía con una urgencia animal. No era un beso, era una devoración.
—Esta noche vas a gritar mi nombre hasta quedarte ronca, putita —gruñó contra mis labios mientras sus manos desgarraban el fino camisón.
La tela rosa cedió con un sonido crujiente, dejando mis tetas al aire. El aire fresco de la noche me erizó los pezones al instante.

—¿Sí, primo? ¿Y qué más vas a hacerme? —reté, desafiante, aunque mis piernas ya temblaban.
Sus manos ásperas, curtidas por el trabajo en el campo, me apretaron los pechos con fuerza, sus dedos jugueteando con mis pezones hasta que gemí.
—Te voy a dar tan duro que mañana no vas a poder caminar —prometió, y su boca descendió a mi cuello, mordisqueando la piel con un dolor delicioso que me hizo mojar al instante.
Caminamos hacia la cama en un torbellino de ropa que volaba por los aires. Sus jeans cayeron al suelo con un ruido metálico de la hebilla. Su boxer siguió el mismo camino. Y ahí estaba, completamente desnudo frente a mí. Su verga era imponente, gruesa y venosa, ya completamente erecta, con el glande oscuro y brillante de su propia humedad.
Me empujó sobre la cama y se situó entre mis piernas, frotando el glande hinchado contra mis labios vaginales, ya empapados.
—Mírame —ordenó, y su voz era áspera, cargada de deseo—. Quiero que veas cómo me como todo este coño jugoso.—
No hubo más preliminares. Con un empuje brutal, me penetró de una sola embestida. Un grito gutural se escapó de mi garganta cuando su grosor estiró mis paredes vaginales hasta el límite, llenándome por completo.
—¡Mierda, qué apretada estás! —jadeó él, con los ojos vidriosos por el placer—. Como un puto guante.—
Comenzó a moverse con un ritmo salvaje, primitivo. Cada embestida era más profunda, más posesiva. Las patas de la cama de madera golpeaban la pared con un ritmo obsceno, marcando el compás de nuestra fornicación. Yo gemía como una animal, mis uñas se encontraban clavándose en sus fuertes hombros, marcando rasguños rojos en su piel sudorosa.

—¿Te gusta? —gruñó, cambiando el ángulo para penetrarme aún más profundo—. ¿Te gusta que tu primo te folle como a una perra en celo?—
—¡Sí, papi, sí! —grité, completamente perdida en la sensación—. ¡Dame más duro!—
Él me dio una vuelta brusca, poniéndome a cuatro patas. La nueva posición le permitió entrar aún más profundo. Una de sus manos se enredó en mi pelo, tirando de él hacia atrás, mientras la otra mano me nalgueaba con fuerza, dejando marcas rojas en mis nalgas.

—Este culo es mío —repetía entre jadeos, marcando cada palabra con una embestida—. De nadie más. ¿Me oíste? ¡De nadie más!—
Sentía el orgasmo acercándose, un tsunami que crecía en mi bajo vientre. Me llevé una mano a mi clítoris y me frofé frenéticamente, buscando ese último estímulo.
—¡Me voy a venir! —gritó, con la voz quebrada por los gemidos.
—¡Adentro! —le ordené a lo que el respondió, acelerando su ritmo hasta ser casi violento—. Quiero sentir cómo te corres en mi verga. ¡Quiero sentir mi coñito apretándose!
Y así fue. Un espasmo intenso me recorrió de la cabeza a los pies, haciendo que mi vagina se contrajera alrededor de su miembro en oleadas interminables de placer. Grité su nombre, una y otra vez, mientras el éxtasis me sacudía. Sintiendo mis contracciones, él soltó un gruñido gutural, bestial, y su cuerpo se puso rígido. Sentí su semen caliente llenándome en chorros potentes, mezclándose con mis propios fluidos
.

Nos derrumbamos uno al lado del otro en el colchón, jadeantes, cubiertos de sudor, con el olor a sexo impregnando la habitación. Su verga, todavía semi-erecta, se deslizó fuera de mí, dejando escapar un hilo de nuestros fluidos mezclados sobre la sábana.
Sin una palabra, me rodeó con su brazo, pegando mi espalda sudorosa a su pecho. En la quietud de la noche, sólo se escuchaba nuestra respiración agitada recuperando la normalidad. El silencio de la noche en el campo nos envolvió, solo roto por el suave zumbido de los insectos fuera de la cabaña. Sus dedos trazaban círculos perezosos en mi espalda, un contacto que ya no era urgente, sino tierno. Poco a poco, el peso del agotamiento y la placidez nos vencieron. Mis párpados se cerraron, y el último pensamiento consciente que tuve fue la sensación de su piel caliente contra la mía, su olor a sexo y a tierra impregnando mis sentidos, y la certeza de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba exactamente donde quería estar.
La madrugada nos encontró aún entrelazados, dormitando en un agotamiento plácido y sudoroso. Fue el canto de los gallos lo que nos despertó por completo. Sin decir una palabra, nos vestimos con la ropa del día anterior, esparcida por el suelo. Cada prenda que recogía olía a él, a nosotros, a la noche feroz que habíamos compartido. Él se puso sus jeans y la misma camisa a cuadros, ahora arrugada. Yo me puse un vestido sencillo de algodón, uno que sabía que se ceñía a mis caderas con una inocencia que ahora era una farsa.
Al cruzar el umbral de la cocina, el cálido aroma a café y tortillas frescas chocó contra un muro de silencio tenso. Mi abuelo Agustín estaba sentado a la cabecera, su mirada fija en la taza de café que sostenía con ambas manos, como si estuviera en una profunda meditación. No alzó la vista cuando entramos.
Mi madre, de pie frente a la estufa, se volvió y nos sonrió, pero sus ojos, esos ojos que todo lo ven, se posaron un instante de más en el desaliño de nuestro cabello, en la arruga evidente de la ropa.
—Buenos días —cantó, pero su tono era ligeramente más agudo de lo normal—. ¿Durmieron bien? —Su mirada se deslizó hacia mí—. Zoé, juré haber oído ruidos hacia la madrugada, como... golpes sordos. ¿Todo bien en la cabaña?
—Deben ser las maderas, mamá —respondí demasiado rápido, tomando asiento—. Con el calor, la cabaña cruje toda la noche.
Fue entonces cuando noté la presencia de mi tío Carlos, apoyado en el marco de la puerta que daba al patio, observando la escena con una taza de café en la mano. Su sonrisa era cordial, pero sus ojos, tan verdes y penetrantes como los de su hijo, hicieron un recorrido lento y analítico desde mis pies descalzos hasta mi rostro. No fue una mirada lasciva, sino... calculadora.
—El campo está lleno de sonidos, Diana —dijo, y su voz serena cortó la tensión—. A veces son las maderas... —Su mirada se encontró con la de León por una fracción de segundo, y una ceja se le levantó casi imperceptiblemente—. Y a veces son los animales. Es la temporada. Se ponen... inquietos.
Sus palabras eran perfectamente normales, pero la pausa antes de "inquietos" y la forma en que su mirada viajó desde el cuello de León (donde yo sabía que había un pequeño arañazo) hasta mis manos sobre la mesa, lo cargó todo de un significado oculto. No era una acusación, era un reconocimiento. Un "sé lo que hicieron" envuelto en una observación climática.
—Sí —apoyó León, sirviéndome café antes que a él—. Inquietos. Por eso pensaba llevar a Zoé al río hoy, a nuestro viejo lugar. Un poco de sol y aire fresco le sentarán bien después de una noche tan... movediza.
Mi tío Carlos asintió lentamente, una sonrisa casi orgullosa en sus labios.
—Buena idea, hijo. Un día en el río siempre calma los ánimos —dijo, y su mirada, por un instante, se posó en la pequeña marca color lila que asomaba en mi clavícula, justo donde el escote del vestido se abría.
Después de ayudar a levantar los platos del desayuno, me levanté con una sonrisa inocente. "Voy a ponerme algo más fresco para el río, hace mucho calor".
Entré en mi cabaña y en lugar de un traje de baño normal, busqué en el cajón el microbikini que había traído. Era dos triángulos diminutos de tela y un hilo. Me lo puse, sabiendo que bajo el vestido de algodón ligero se transparentaría. Un pequeño detalle solo para nosotros.

Salí y encontramos a León esperando. Caminamos juntos por el sendero de tierra, fingiendo una normalidad que sentía falsa. Hablamos de la cosecha, del calor, de cualquier cosa menos de lo que había pasado la noche anterior. Éramos dos primos recordando viejos tiempos, pero cada roce de su brazo contra el mío, cada risa que compartíamos, cargaba el peso de nuestro secreto.
Cuando llegamos al río, el lugar estaba desierto, bañado por el sol del mediodía. La tranquilidad era absoluta.
—¡Por fin un poco de paz! —exclamé, y sin más preámbulos, me quité el vestido de un solo movimiento.
Quedé expuesta solo con el microbikini. La tela negra contrastaba brutalmente con mi piel, cubriendo lo justo y necesario para no estar completamente desnuda. Sus ojos se oscurecieron de inmediato, devorando cada centímetro de mi cuerpo.
—Joder, Zoé —murmuró, con su voz ronca.
Muchas gracias por llegar hasta aqui, cualquier cosa relacionada con esta historia no duden en en mandarme mensaje, cualquier idea, comentario, apoyo será bienvenido, dejen sus puntos compartan para traer las siguientes partes
Gracias por leer
Me desperté con los golpes en la puerta. "¡Zoé! Cena, mija, ya es tarde". Era la voz de mi mamá. Me incorporé, aturdida, y miré por la ventana. El cielo ya era morado. Mierda, me había quedado frita toda la tarde.
Sin pensar, me puse solo el camisón más corto que tenía, uno rosa pálido que si me agachaba un poco se me veía todo. Y abajo, nada. Ni tanga. Así de caliente andaba todavía.

El aroma a pollo guisado con hierbas llenaba la cocina cuando entré. El camisón blanco, tan corto que con cualquier movimiento revelaba más de lo que ocultaba, se pegó a mis piernas por la humedad de la noche. Cuatro pares de ojos se clavaron en mí como cuchillos.
Mi padre tosió incómodo. —Zoé, ¿no trajiste algo más... apropiado para cenar?—
Pero eran las otras miradas las que hicieron arder mi piel. Mi tío Carlos, con sus ojos oscuros idénticos a los de León, bebió un trago largo de su cerveza mientras su mirada recorría cada curva visible. Mi abuelo Agustín tenía los nudillos blancos apretando su vaso de vino, sus ojos fijos en el escote que se movía con cada respiración. Y León... Dios, León. Una sonrisa lenta y peligrosa se dibujó en sus labios mientras sus ojos decían todo lo que su boca no se atrevía.
—Tranquilo, Roberto— dijo mi tío Carlos con voz ronca. —Hace calor, ¿no?—
Me senté junto a León, rozando deliberadamente su brazo al acomodarme. Bajo la mesa, su pierna encontró inmediatamente la mía, presionando con una intimidad que me hizo contener la respiración.
La cena transcurrió entre conversaciones forzadas. Mi abuelo no dejaba de servirse vino, sus ojos vidriosos fijos en mí cada vez que me inclinaba para tomar algo.
—¡Elena!— gritó de repente, golpeando la mesa con tanta fuerza que los platos vibraron. —¡Otra botella! Y no esa porquería aguada que sirves siempre—
Mi abuela apareció en el umbral de la cocina, secándose las manos en el delantal. —Agustín, si te buscas otra botella será mejor que busques otro lugar donde dormir…Yo hace diez años que me rendí contigo—
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier grito. Mi abuelo enrojeció violentamente, su mirada cayendo sobre mí con una intensidad que me erizó la piel. Bajo la mesa, la rodilla de León comenzó un movimiento lento y sensual contra mi muslo.
Para romper la tensión, mi madre encendió la radio. Una canción lenta de boleros llenó la habitación.
—¿Bailamos, primita?— murmuró León en mi oído, su aliento caliente haciéndome estremecer.
Antes de que pudiera responder, sus manos ya me guiaban hacia el centro de la sala. Mis padres y tíos seguían conversando, pero todas mis antenas estaban sintonizadas con el hombre que me sostenía.
Sus manos se posaron en mi cintura, descendiendo lentamente hasta mis caderas. —Este camisón debería ser ilegal—respiró contra mi pelo.
Nuestros cuerpos se encontraron, y esta vez no hubo torpeza ebria, solo una tensión sexual que electrizaba el aire. Sus caderas presionaron contra las mías, y sentí la dura evidencia de su deseo. Un gemido escapó de mis labios.
—León...— protesté débilmente, pero mis brazos se enredaron más alrededor de su cuello.
—¿Qué pasa, primita?— susurró, sus manos apretando mis nalgas a través de la fina tela. —¿Te asusta lo que sientes?—
Su erección se movía contra mí con cada compás de la música, un ritmo obsceno que me tenía mareada. Una de sus manos se deslizó por mi espalda, bajando hasta donde el camisón se abría.
—Todos nos están mirando— respiré, sintiendo cómo mis pezones se endurecían contra su pecho.
—Deja que miren— respondió, enterrando su rostro en mi cuello. —Deja que vean lo que es desear algo que nunca podrán tener—
Cuando la música terminó, mi abuelo se levantó tan bruscamente que su silla cayó al suelo. —¡Me voy a dormir! ¡Antes de que esta... — No terminó su frase pero su mirada ardiente se clavó en mí por un instante eterno antes de salir tambaleándose.
Poco después, mi abuela se retiró con un suspiro de cansancio. Cuando intenté hacer lo mismo, mi tía Silvia intervino —León, acompaña a tu prima a su cabaña. Con lo que ha bebido, no vaya a tropezar en la oscuridad—.
La noche nos envolvió como un terciopelo húmedo. Sus brazos me rodearon con una excusa de protección que ambos sabíamos falsa.
—¿Recuerdas?— dijo señalando el viejo granero que se alzaba como una silueta oscura contra el cielo estrellado. —Allí fue donde todo comenzó—
—Nuestro primer beso— sonreí, dejando que mi mano rozara la suya. —Éramos solo niños—.
—Yo ya sabía entonces— confesó, deteniéndose de repente. —Sabía que algún día te tendría así—
Su empuje contra la pared del granero no fue violento, pero sí irrevocable. La madera áspera me rasgó la espalda a través del camisón, pero apenas sentí el dolor. Su boca encontró la mía con una urgencia que me dejó sin aliento.

No fue un beso de primos. Fue el beso de un hombre que ha esperado demasiado. Nuestras lenguas se enredaron en una danza húmeda y desesperada mientras sus manos recorrían mi cuerpo como si lo estuvieran reclamando.
Una mano se deslizó bajo mi camisón, acariciando la piel desnuda de mis nalgas antes de descender hacia el calor entre mis piernas. Gemí en su boca, mis uñas estaban clavándose en sus hombros.
—León...— jadeé cuando sus labios se desplazaron a mi cuello, —debemos parar...—
—¿De verdad quieres que pare?— retó, mientras sus dedos encontraban mi clitoris ya hinchado
Mi respuesta fue arquearme contra su mano, una invitación muda que él aceptó con un gruñido de triunfo. Su otra mano subió para tomar mi pecho, el pulgar rozando mi pezón endurecido a través de la tela.
—Esta noche— murmuró contra mi piel, —vas a ser mía de una manera que nunca olvidarás—
De repente, una luz se encendió en la casa principal. Nos separamos jadeantes, con los labios hinchados y la evidencia de nuestro deseo escrita en cada jadeo.
—Tu cuarto— dijo tomando mi mano con una determinación que hizo temblar mis rodillas. —Ahora!—
La puerta de la cabaña se cerró de un golpe seco, aislándonos del mundo. En la penumbra, sólo se escuchaban nuestros jadeos entrecortados. León me empujó contra la madera rugosa de la puerta, y su boca encontró la mía con una urgencia animal. No era un beso, era una devoración.
—Esta noche vas a gritar mi nombre hasta quedarte ronca, putita —gruñó contra mis labios mientras sus manos desgarraban el fino camisón.
La tela rosa cedió con un sonido crujiente, dejando mis tetas al aire. El aire fresco de la noche me erizó los pezones al instante.

—¿Sí, primo? ¿Y qué más vas a hacerme? —reté, desafiante, aunque mis piernas ya temblaban.
Sus manos ásperas, curtidas por el trabajo en el campo, me apretaron los pechos con fuerza, sus dedos jugueteando con mis pezones hasta que gemí.
—Te voy a dar tan duro que mañana no vas a poder caminar —prometió, y su boca descendió a mi cuello, mordisqueando la piel con un dolor delicioso que me hizo mojar al instante.
Caminamos hacia la cama en un torbellino de ropa que volaba por los aires. Sus jeans cayeron al suelo con un ruido metálico de la hebilla. Su boxer siguió el mismo camino. Y ahí estaba, completamente desnudo frente a mí. Su verga era imponente, gruesa y venosa, ya completamente erecta, con el glande oscuro y brillante de su propia humedad.
Me empujó sobre la cama y se situó entre mis piernas, frotando el glande hinchado contra mis labios vaginales, ya empapados.
—Mírame —ordenó, y su voz era áspera, cargada de deseo—. Quiero que veas cómo me como todo este coño jugoso.—
No hubo más preliminares. Con un empuje brutal, me penetró de una sola embestida. Un grito gutural se escapó de mi garganta cuando su grosor estiró mis paredes vaginales hasta el límite, llenándome por completo.
—¡Mierda, qué apretada estás! —jadeó él, con los ojos vidriosos por el placer—. Como un puto guante.—
Comenzó a moverse con un ritmo salvaje, primitivo. Cada embestida era más profunda, más posesiva. Las patas de la cama de madera golpeaban la pared con un ritmo obsceno, marcando el compás de nuestra fornicación. Yo gemía como una animal, mis uñas se encontraban clavándose en sus fuertes hombros, marcando rasguños rojos en su piel sudorosa.

—¿Te gusta? —gruñó, cambiando el ángulo para penetrarme aún más profundo—. ¿Te gusta que tu primo te folle como a una perra en celo?—
—¡Sí, papi, sí! —grité, completamente perdida en la sensación—. ¡Dame más duro!—
Él me dio una vuelta brusca, poniéndome a cuatro patas. La nueva posición le permitió entrar aún más profundo. Una de sus manos se enredó en mi pelo, tirando de él hacia atrás, mientras la otra mano me nalgueaba con fuerza, dejando marcas rojas en mis nalgas.

—Este culo es mío —repetía entre jadeos, marcando cada palabra con una embestida—. De nadie más. ¿Me oíste? ¡De nadie más!—
Sentía el orgasmo acercándose, un tsunami que crecía en mi bajo vientre. Me llevé una mano a mi clítoris y me frofé frenéticamente, buscando ese último estímulo.
—¡Me voy a venir! —gritó, con la voz quebrada por los gemidos.
—¡Adentro! —le ordené a lo que el respondió, acelerando su ritmo hasta ser casi violento—. Quiero sentir cómo te corres en mi verga. ¡Quiero sentir mi coñito apretándose!
Y así fue. Un espasmo intenso me recorrió de la cabeza a los pies, haciendo que mi vagina se contrajera alrededor de su miembro en oleadas interminables de placer. Grité su nombre, una y otra vez, mientras el éxtasis me sacudía. Sintiendo mis contracciones, él soltó un gruñido gutural, bestial, y su cuerpo se puso rígido. Sentí su semen caliente llenándome en chorros potentes, mezclándose con mis propios fluidos
.

Nos derrumbamos uno al lado del otro en el colchón, jadeantes, cubiertos de sudor, con el olor a sexo impregnando la habitación. Su verga, todavía semi-erecta, se deslizó fuera de mí, dejando escapar un hilo de nuestros fluidos mezclados sobre la sábana.
Sin una palabra, me rodeó con su brazo, pegando mi espalda sudorosa a su pecho. En la quietud de la noche, sólo se escuchaba nuestra respiración agitada recuperando la normalidad. El silencio de la noche en el campo nos envolvió, solo roto por el suave zumbido de los insectos fuera de la cabaña. Sus dedos trazaban círculos perezosos en mi espalda, un contacto que ya no era urgente, sino tierno. Poco a poco, el peso del agotamiento y la placidez nos vencieron. Mis párpados se cerraron, y el último pensamiento consciente que tuve fue la sensación de su piel caliente contra la mía, su olor a sexo y a tierra impregnando mis sentidos, y la certeza de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba exactamente donde quería estar.
La madrugada nos encontró aún entrelazados, dormitando en un agotamiento plácido y sudoroso. Fue el canto de los gallos lo que nos despertó por completo. Sin decir una palabra, nos vestimos con la ropa del día anterior, esparcida por el suelo. Cada prenda que recogía olía a él, a nosotros, a la noche feroz que habíamos compartido. Él se puso sus jeans y la misma camisa a cuadros, ahora arrugada. Yo me puse un vestido sencillo de algodón, uno que sabía que se ceñía a mis caderas con una inocencia que ahora era una farsa.
Al cruzar el umbral de la cocina, el cálido aroma a café y tortillas frescas chocó contra un muro de silencio tenso. Mi abuelo Agustín estaba sentado a la cabecera, su mirada fija en la taza de café que sostenía con ambas manos, como si estuviera en una profunda meditación. No alzó la vista cuando entramos.
Mi madre, de pie frente a la estufa, se volvió y nos sonrió, pero sus ojos, esos ojos que todo lo ven, se posaron un instante de más en el desaliño de nuestro cabello, en la arruga evidente de la ropa.
—Buenos días —cantó, pero su tono era ligeramente más agudo de lo normal—. ¿Durmieron bien? —Su mirada se deslizó hacia mí—. Zoé, juré haber oído ruidos hacia la madrugada, como... golpes sordos. ¿Todo bien en la cabaña?
—Deben ser las maderas, mamá —respondí demasiado rápido, tomando asiento—. Con el calor, la cabaña cruje toda la noche.
Fue entonces cuando noté la presencia de mi tío Carlos, apoyado en el marco de la puerta que daba al patio, observando la escena con una taza de café en la mano. Su sonrisa era cordial, pero sus ojos, tan verdes y penetrantes como los de su hijo, hicieron un recorrido lento y analítico desde mis pies descalzos hasta mi rostro. No fue una mirada lasciva, sino... calculadora.
—El campo está lleno de sonidos, Diana —dijo, y su voz serena cortó la tensión—. A veces son las maderas... —Su mirada se encontró con la de León por una fracción de segundo, y una ceja se le levantó casi imperceptiblemente—. Y a veces son los animales. Es la temporada. Se ponen... inquietos.
Sus palabras eran perfectamente normales, pero la pausa antes de "inquietos" y la forma en que su mirada viajó desde el cuello de León (donde yo sabía que había un pequeño arañazo) hasta mis manos sobre la mesa, lo cargó todo de un significado oculto. No era una acusación, era un reconocimiento. Un "sé lo que hicieron" envuelto en una observación climática.
—Sí —apoyó León, sirviéndome café antes que a él—. Inquietos. Por eso pensaba llevar a Zoé al río hoy, a nuestro viejo lugar. Un poco de sol y aire fresco le sentarán bien después de una noche tan... movediza.
Mi tío Carlos asintió lentamente, una sonrisa casi orgullosa en sus labios.
—Buena idea, hijo. Un día en el río siempre calma los ánimos —dijo, y su mirada, por un instante, se posó en la pequeña marca color lila que asomaba en mi clavícula, justo donde el escote del vestido se abría.
Después de ayudar a levantar los platos del desayuno, me levanté con una sonrisa inocente. "Voy a ponerme algo más fresco para el río, hace mucho calor".
Entré en mi cabaña y en lugar de un traje de baño normal, busqué en el cajón el microbikini que había traído. Era dos triángulos diminutos de tela y un hilo. Me lo puse, sabiendo que bajo el vestido de algodón ligero se transparentaría. Un pequeño detalle solo para nosotros.

Salí y encontramos a León esperando. Caminamos juntos por el sendero de tierra, fingiendo una normalidad que sentía falsa. Hablamos de la cosecha, del calor, de cualquier cosa menos de lo que había pasado la noche anterior. Éramos dos primos recordando viejos tiempos, pero cada roce de su brazo contra el mío, cada risa que compartíamos, cargaba el peso de nuestro secreto.
Cuando llegamos al río, el lugar estaba desierto, bañado por el sol del mediodía. La tranquilidad era absoluta.
—¡Por fin un poco de paz! —exclamé, y sin más preámbulos, me quité el vestido de un solo movimiento.
Quedé expuesta solo con el microbikini. La tela negra contrastaba brutalmente con mi piel, cubriendo lo justo y necesario para no estar completamente desnuda. Sus ojos se oscurecieron de inmediato, devorando cada centímetro de mi cuerpo.
—Joder, Zoé —murmuró, con su voz ronca.
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