Maestra rural y una noche de sexo casero.
Maestra rural observa atentamente como la pareja que le brinda hospedaje tiene una noche de sexo intenso, y quizá está cerca de descubrir que le encanta observar y ser observada.
Maestra rural y una noche de sexo ajeno
Primeramente, una disculpa por la ausencia, han sido días extraños, por decir lo menos, pero he encontrado un tiempo para continuar contando mi historia en este bello lugar en el que aún me encuentro.
Luego del encuentro con David en el río, los días transcurrieron con tensión de la rica y de la terrible, entre trabajo, asuntos sindicales y mi situación laboral incierta, llegando a la segunda semana de mayo, el caluroso mayo en la sierra! las cosas se pusieron muy calientes, si aún más…
Una calurosa noche, cerca de la 1 am, me desperté a causa del estrés, el calor y la sed, dudé en ir a la cocina por agua o intentar dormír, pero mis labios secos, exigieron un esfuerzo por levantarme, y así lo hice, tenía puesto solo un blusón azul, delgado que me llegaba a la mitad de los muslos y que marcaba mi figura, que con un poco de esfuerzo permitía observar como se marcaban mis pezones.
Salí de la cama y me dirigí descalza a la cocina, decidí no ponerme nada más ya que era casi imposible encontrar a alguien despierto.
Caminé por el pasillo, siempre ligeramente iluminado por una tenue luz y al pasar frente a la recamara de Ramiro y su esposa, observé una muy pequeña abertura, por la que jamás debí mirar…o al menos eso pensé durante un momento.
Observé a Ramiro, ese hombre de campo, robusto, pesado, casi un toro viejo con cicatrices y marcas. Alto, con el cuerpo marcado por décadas de surcar la tierra a pico y pala, brazos gruesos como troncos de encino y un vientre que ya empezaba a ceder, pero que aún guardaba fuerza bajo esa camisa de manta sudada que nunca se quitaba. Tenía las manos como piedras, callosas y agrietadas, las mismas que arrancaban cosechas y azotaban burros—y quizá, si los rumores eran ciertos, también habían azotado a varias mujeres del pueblo. Su boca era una línea dura, siempre apretada, como si el mundo le debiera dinero. Pero esa noche, en la oscuridad de su cuarto, esa boca rugía como un muchacho.
Mercedes, su mujer—madre de David, el mismo al que yo había tenido dentro de mi —era una hembra de esas que el tiempo no derrota, solo las curte. Pasaba los cincuenta, con las caderas anchas de parir a dos hijos y unas tetas grandes como sandías maduras, sus nalgas era un monumento, redondo y pesado, de esas que hacen crujir las sillas de madera cuando se sientan. Y yo, la maestra rural—la misma que se había cogido a su hijo contra un árbol junto al río—ahora los espiaba como una p* en celo.
Mercedes, arrodillada en el petate que hacía las veces de cama, ya que de estar sobre ella, seguro no existiría discreción, con las tetas colgando como fruta madura y ese culo enorme levantado, tan grande que casi tapaba a Ramiro, quien, desnudo como Dios lo trajo al mundo, la empujaba desde atrás con la furia de un hombre salvaje.
—"¡Aprieta, vieja!"— gruñó él, sus manos morenas agarrándole las caderas con tanta fuerza que supongo le dejarían moretones.
Ella respondió con un gemido ahogado, metiéndose los dedos en la boca para no gritar, mientras su cuerpo —ese cuerpo que había parido a David— se sacudía como un animal herido.
Yo no pude evitar tocarme, pegada a la pared de adobe, apenas me atrevía a respirar mientras espiaba por la rendija de la puerta. Mis dedos ya estaban hundidos bajo mi camisón, dibujando círculos lentos sobre mi clítoris, tan mojada que el roce del encaje me quemaba.
Ramiro la tenía doblegada sobre el petate, su cuerpo moreno y sudoroso brillando bajo la luz tenue. Sus nalgas, firmes a pesar de los años, se tensaban con cada embestida, sus pelos canosos pegados a su espalda por el sudor.
—"¡Más duro, viejo!"— jadeó ella, clavándole las uñas en los muslos.
Él respondió con un gruñido animal, agarrándole las nalgas con ambas manos y abriéndolas como si partiera un melón, revelando su sexo empapado y rojo, que goteaba sobre los muslos.
Yo no pude resistir. Me bajé el camisón hasta la cintura, mis tetas pequeñas pero firmes al aire, los pezones duros como piedritas. Con una mano me pellizqué uno, mientras con la otra me hundía dos dedos, imaginando que era Ramiro quien me cogía así, con esa furia.
—"Maldición…"— respiré, sintiendo cómo mi jugo me corría por los muslos.
Dentro de la habitación, Mercedes gritó:
—"¡Sí, ahí, ahí! ¡Te voy a sacar toda la leche!"—
Y Ramiro, la embistió una última vez, antes de arder dentro de ella con un gruñido que hizo temblar a Mercedes.
Yo me corrí al mismo tiempo, mordiendo mi propio brazo para no gemir, mi orgasmo tan intenso que me doblé por la cintura.
El último gemido ahogado se escapó de mis labios mientras retiraba los dedos de entre mis piernas, todavía temblorosa, todavía ardiente. El corazón me latía tan fuerte que sentí que iba a romperme las costillas. ¿Lo habrían escuchado?
Por un segundo, me quedé inmóvil, pegada a la pared, escuchando.
Dentro del cuarto, Mercedes jadeaba, su respiración entrecortada mezclándose con el sonido de sus cuerpos separándose. Ramiro gruñó algo ininteligible, y luego el petate crujió bajo su peso.
No había gritado. Nadie había salido. Nadie me había visto. O eso esperaba.
Me ajusté el camisón con manos temblorosas, sintiendo el aire frío de la noche contra mis pechos todavía sensibles. Cada paso que daba por el pasillo oscuro sonaba como un trueno en mis oídos.
El viento sopló fuera, haciendo gemir las tablas de la casa. Cada ruido me hacía saltar.
Llegué a mi habitación y cerré la puerta tras de mí y me apoyé contra ella, sintiendo cómo el sudor frío me corría por la espalda. La habitación olía a mí, a sexo, a culpa.
Me pasé una mano por la cara. ¿Qué demonios había hecho?
Si Ramiro me había escuchado… si Mercedes sospechaba…
David ya era un problema. ¿Y ahora esto?
Me dejé caer en la cama, las piernas todavía débiles, el eco del placer todavía latiendo entre mis muslos.
Y entonces lo escuché.
Un crujido en el pasillo.
Alguien estaba ahí.
Me quedé completamente quieta, contando los latidos de mi corazón.
¿Era David, que me había seguido después de todo?
¿O Ramiro, que había salido a buscar a la curiosa que los espiaba?
¿O peor… Mercedes?
La puerta no tenía cerrojo.
Y entonces… un golpe suave.
—"Profe…" —una voz susurró desde el otro lado.
Reconocí ese tono al instante.
Maestra rural observa atentamente como la pareja que le brinda hospedaje tiene una noche de sexo intenso, y quizá está cerca de descubrir que le encanta observar y ser observada.
Maestra rural y una noche de sexo ajeno
Primeramente, una disculpa por la ausencia, han sido días extraños, por decir lo menos, pero he encontrado un tiempo para continuar contando mi historia en este bello lugar en el que aún me encuentro.
Luego del encuentro con David en el río, los días transcurrieron con tensión de la rica y de la terrible, entre trabajo, asuntos sindicales y mi situación laboral incierta, llegando a la segunda semana de mayo, el caluroso mayo en la sierra! las cosas se pusieron muy calientes, si aún más…
Una calurosa noche, cerca de la 1 am, me desperté a causa del estrés, el calor y la sed, dudé en ir a la cocina por agua o intentar dormír, pero mis labios secos, exigieron un esfuerzo por levantarme, y así lo hice, tenía puesto solo un blusón azul, delgado que me llegaba a la mitad de los muslos y que marcaba mi figura, que con un poco de esfuerzo permitía observar como se marcaban mis pezones.
Salí de la cama y me dirigí descalza a la cocina, decidí no ponerme nada más ya que era casi imposible encontrar a alguien despierto.
Caminé por el pasillo, siempre ligeramente iluminado por una tenue luz y al pasar frente a la recamara de Ramiro y su esposa, observé una muy pequeña abertura, por la que jamás debí mirar…o al menos eso pensé durante un momento.
Observé a Ramiro, ese hombre de campo, robusto, pesado, casi un toro viejo con cicatrices y marcas. Alto, con el cuerpo marcado por décadas de surcar la tierra a pico y pala, brazos gruesos como troncos de encino y un vientre que ya empezaba a ceder, pero que aún guardaba fuerza bajo esa camisa de manta sudada que nunca se quitaba. Tenía las manos como piedras, callosas y agrietadas, las mismas que arrancaban cosechas y azotaban burros—y quizá, si los rumores eran ciertos, también habían azotado a varias mujeres del pueblo. Su boca era una línea dura, siempre apretada, como si el mundo le debiera dinero. Pero esa noche, en la oscuridad de su cuarto, esa boca rugía como un muchacho.
Mercedes, su mujer—madre de David, el mismo al que yo había tenido dentro de mi —era una hembra de esas que el tiempo no derrota, solo las curte. Pasaba los cincuenta, con las caderas anchas de parir a dos hijos y unas tetas grandes como sandías maduras, sus nalgas era un monumento, redondo y pesado, de esas que hacen crujir las sillas de madera cuando se sientan. Y yo, la maestra rural—la misma que se había cogido a su hijo contra un árbol junto al río—ahora los espiaba como una p* en celo.
Mercedes, arrodillada en el petate que hacía las veces de cama, ya que de estar sobre ella, seguro no existiría discreción, con las tetas colgando como fruta madura y ese culo enorme levantado, tan grande que casi tapaba a Ramiro, quien, desnudo como Dios lo trajo al mundo, la empujaba desde atrás con la furia de un hombre salvaje.
—"¡Aprieta, vieja!"— gruñó él, sus manos morenas agarrándole las caderas con tanta fuerza que supongo le dejarían moretones.
Ella respondió con un gemido ahogado, metiéndose los dedos en la boca para no gritar, mientras su cuerpo —ese cuerpo que había parido a David— se sacudía como un animal herido.
Yo no pude evitar tocarme, pegada a la pared de adobe, apenas me atrevía a respirar mientras espiaba por la rendija de la puerta. Mis dedos ya estaban hundidos bajo mi camisón, dibujando círculos lentos sobre mi clítoris, tan mojada que el roce del encaje me quemaba.
Ramiro la tenía doblegada sobre el petate, su cuerpo moreno y sudoroso brillando bajo la luz tenue. Sus nalgas, firmes a pesar de los años, se tensaban con cada embestida, sus pelos canosos pegados a su espalda por el sudor.
—"¡Más duro, viejo!"— jadeó ella, clavándole las uñas en los muslos.
Él respondió con un gruñido animal, agarrándole las nalgas con ambas manos y abriéndolas como si partiera un melón, revelando su sexo empapado y rojo, que goteaba sobre los muslos.
Yo no pude resistir. Me bajé el camisón hasta la cintura, mis tetas pequeñas pero firmes al aire, los pezones duros como piedritas. Con una mano me pellizqué uno, mientras con la otra me hundía dos dedos, imaginando que era Ramiro quien me cogía así, con esa furia.
—"Maldición…"— respiré, sintiendo cómo mi jugo me corría por los muslos.
Dentro de la habitación, Mercedes gritó:
—"¡Sí, ahí, ahí! ¡Te voy a sacar toda la leche!"—
Y Ramiro, la embistió una última vez, antes de arder dentro de ella con un gruñido que hizo temblar a Mercedes.
Yo me corrí al mismo tiempo, mordiendo mi propio brazo para no gemir, mi orgasmo tan intenso que me doblé por la cintura.
El último gemido ahogado se escapó de mis labios mientras retiraba los dedos de entre mis piernas, todavía temblorosa, todavía ardiente. El corazón me latía tan fuerte que sentí que iba a romperme las costillas. ¿Lo habrían escuchado?
Por un segundo, me quedé inmóvil, pegada a la pared, escuchando.
Dentro del cuarto, Mercedes jadeaba, su respiración entrecortada mezclándose con el sonido de sus cuerpos separándose. Ramiro gruñó algo ininteligible, y luego el petate crujió bajo su peso.
No había gritado. Nadie había salido. Nadie me había visto. O eso esperaba.
Me ajusté el camisón con manos temblorosas, sintiendo el aire frío de la noche contra mis pechos todavía sensibles. Cada paso que daba por el pasillo oscuro sonaba como un trueno en mis oídos.
El viento sopló fuera, haciendo gemir las tablas de la casa. Cada ruido me hacía saltar.
Llegué a mi habitación y cerré la puerta tras de mí y me apoyé contra ella, sintiendo cómo el sudor frío me corría por la espalda. La habitación olía a mí, a sexo, a culpa.
Me pasé una mano por la cara. ¿Qué demonios había hecho?
Si Ramiro me había escuchado… si Mercedes sospechaba…
David ya era un problema. ¿Y ahora esto?
Me dejé caer en la cama, las piernas todavía débiles, el eco del placer todavía latiendo entre mis muslos.
Y entonces lo escuché.
Un crujido en el pasillo.
Alguien estaba ahí.
Me quedé completamente quieta, contando los latidos de mi corazón.
¿Era David, que me había seguido después de todo?
¿O Ramiro, que había salido a buscar a la curiosa que los espiaba?
¿O peor… Mercedes?
La puerta no tenía cerrojo.
Y entonces… un golpe suave.
—"Profe…" —una voz susurró desde el otro lado.
Reconocí ese tono al instante.
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