La luna de miel comenzó con una atmósfera cargada de anticipación. El cuarto estaba envuelto en una luz tenue, las velas parpadeaban proyectando sombras suaves en las paredes, y los espejos estratégicamente colocados reflejaban cada rincón del espacio. Karina estaba frente a mí, su figura delineada por un vestido blanco que abrazaba sus curvas de una manera que nunca antes había visto. Era la primera vez que la veía con algo tan entallado, y mi corazón latía con una mezcla de nervios y deseo. Sus 1.68 metros de estatura, su piel aperlada y su cabello castaño cayendo en ondas suaves sobre sus hombros me tenían hipnotizado. Los anteojos que siempre llevaba estaban sobre la mesita, y sus ojos brillaban con una mezcla de timidez y curiosidad.
Me acerqué por detrás, mis manos temblorosas mientras la ayudaba a desabrochar el vestido. El cierre bajó lentamente, revelando la piel suave de su espalda. Deslicé mis manos desde sus hombros hacia abajo, buscando sus pechos, pero sus manos interceptaron las mías. Por un instante, pensé que me detendría como siempre, pero esta vez fue diferente. Sus manos guiaron las mías hacia sus pechos, pequeños pero firmes, coronados por pezones que se endurecieron al contacto. Sentí su piel erizarse bajo mis dedos, y un escalofrío recorrió mi cuerpo, haciendo que mi erección palpitara contra el boxer y el pantalón, rozando su trasero redondo y generoso.
La ayudé a quitarse el vestido por completo, dejándolo caer al suelo. Allí estaba ella, de pie, con una tanga blanca que apenas cubría su intimidad. La tela era fina, casi translúcida, y dejaba entrever la silueta de su vagina virgen. Me arrodillé frente a ella, mis manos acariciando sus muslos gruesos y firmes, mientras mi rostro se acercaba a su entrepierna. Deslicé la tanga hacia abajo lentamente, dejando al descubierto una vagina perfectamente formada, con labios pequeños y rosados, ligeramente húmedos por la anticipación. El aroma de su excitación era dulce, y no pude resistirme. Acerqué mi lengua, explorando con suavidad al principio, lamiendo los bordes de sus labios antes de centrarme en su clítoris. Ella jadeó, sus manos aferrándose a mi cabello mientras yo lamía con movimientos largos y lentos, saboreando cada reacción de su cuerpo. Sus gemidos eran suaves, casi tímidos, pero cada vez que mi lengua presionaba su clítoris, su cuerpo temblaba y sus muslos se apretaban contra mi rostro.
Le pedí que me diera un oral, y aunque era inexperta, aceptó con una mezcla de nervios y curiosidad. Se arrodilló frente a mí, sus manos torpes desabrocharon mi pantalón y liberaron mi erección. Su mirada era una mezcla de asombro y timidez al ver mi verga dura frente a ella. Tomó mi miembro con manos temblorosas, acariciándolo lentamente antes de acercar sus labios. Su boca era cálida, insegura al principio, pero se esforzaba por complacerme. Lamió la punta con cuidado, explorando con su lengua, y luego intentó tomar más de mí, moviéndose despacio, aprendiendo con cada movimiento. A pesar de su inexperiencia, la sensación de su boca cálida y húmeda me llevaba al borde, y tuve que contenerme para no terminar demasiado pronto.
La llevé a la cama, acostándola suavemente de espaldas para penetrarla en posición de misionero. Sus piernas se abrieron lentamente, revelando nuevamente su vagina virgen, rosada y húmeda, lista pero vulnerable. Me posicioné entre sus muslos, mi erección rozando su entrada. La penetré con cuidado, sintiendo la resistencia inicial de su himen. Ella dejó escapar un gemido entre dolor y placer, sus manos apretando las sábanas. Avancé lentamente, dejando que su cuerpo se acostumbrara a mí, hasta que estuve completamente dentro de ella. Su vagina era apretada, cálida, envolviéndome con una presión que me hizo gruñir de placer. Comencé a moverme, primero con suavidad, luego con un ritmo más firme, mientras sus gemidos se volvían más intensos. Sus pechos temblaban con cada embestida, y sus ojos se cerraban mientras se entregaba al momento. Eyaculé dentro de ella, mi cuerpo temblando mientras la llenaba, pero mi erección no cedió.
La giré con cuidado, poniéndola en posición de perrito. Su trasero grande y redondo estaba frente a mí, una visión que me hizo gruñir de deseo. Acaricié sus nalgas, separándolas ligeramente para ver su vagina aún húmeda por nuestros fluidos. La penetré nuevamente, esta vez con más confianza, sintiendo cómo su cuerpo se adaptaba a mí. Cada embestida hacía que sus nalgas temblaran, y sus gemidos se volvieron más fuertes, más desesperados. "Llámalo mi panocha", susurró entre jadeos, su voz cargada de una lujuria que nunca había oído en ella. "Rellénala, por favor". La obedecí, follándola con fuerza mientras ella pedía más, hasta que eyaculé nuevamente, llenándola una vez más.
Luego, la puse en reverse cowgirl, ayudándola a sentarse sobre mí. Su inexperiencia era evidente, pero su entusiasmo lo compensaba. Le guié las caderas, enseñándole a moverse, a sentirme dentro de ella. Mientras se movía, tomé su mano y la llevé a su clítoris, mostrándole cómo tocarse. Sus dedos eran torpes al principio, pero pronto encontró un ritmo, gimiendo mientras se estimulaba y yo la penetraba desde abajo. Su cuerpo temblaba con cada orgasmo, y yo no podía dejar de admirar su trasero rebotando contra mí. Eyaculé otra vez, mi semen mezclándose con su humedad, mientras ella gritaba mi nombre y me pedía que la llamara "puta".
Pasamos toda la noche follando, explorando cada rincón de nuestros cuerpos. Cambiamos de posiciones, volviendo a misionero, perrito, y cualquier otra que se nos ocurría. Cada vez que eyaculaba dentro de su "panocha virgen", ella parecía querer más, su voz ronca pidiéndome que la rellenara hasta que no pudiera más. Finalmente, exhaustos, nos derrumbamos en la cama, mi cuerpo seco, mis bolas vacías, y ella con una sonrisa satisfecha, su piel brillando por el sudor y la pasión.
Me acerqué por detrás, mis manos temblorosas mientras la ayudaba a desabrochar el vestido. El cierre bajó lentamente, revelando la piel suave de su espalda. Deslicé mis manos desde sus hombros hacia abajo, buscando sus pechos, pero sus manos interceptaron las mías. Por un instante, pensé que me detendría como siempre, pero esta vez fue diferente. Sus manos guiaron las mías hacia sus pechos, pequeños pero firmes, coronados por pezones que se endurecieron al contacto. Sentí su piel erizarse bajo mis dedos, y un escalofrío recorrió mi cuerpo, haciendo que mi erección palpitara contra el boxer y el pantalón, rozando su trasero redondo y generoso.
La ayudé a quitarse el vestido por completo, dejándolo caer al suelo. Allí estaba ella, de pie, con una tanga blanca que apenas cubría su intimidad. La tela era fina, casi translúcida, y dejaba entrever la silueta de su vagina virgen. Me arrodillé frente a ella, mis manos acariciando sus muslos gruesos y firmes, mientras mi rostro se acercaba a su entrepierna. Deslicé la tanga hacia abajo lentamente, dejando al descubierto una vagina perfectamente formada, con labios pequeños y rosados, ligeramente húmedos por la anticipación. El aroma de su excitación era dulce, y no pude resistirme. Acerqué mi lengua, explorando con suavidad al principio, lamiendo los bordes de sus labios antes de centrarme en su clítoris. Ella jadeó, sus manos aferrándose a mi cabello mientras yo lamía con movimientos largos y lentos, saboreando cada reacción de su cuerpo. Sus gemidos eran suaves, casi tímidos, pero cada vez que mi lengua presionaba su clítoris, su cuerpo temblaba y sus muslos se apretaban contra mi rostro.
Le pedí que me diera un oral, y aunque era inexperta, aceptó con una mezcla de nervios y curiosidad. Se arrodilló frente a mí, sus manos torpes desabrocharon mi pantalón y liberaron mi erección. Su mirada era una mezcla de asombro y timidez al ver mi verga dura frente a ella. Tomó mi miembro con manos temblorosas, acariciándolo lentamente antes de acercar sus labios. Su boca era cálida, insegura al principio, pero se esforzaba por complacerme. Lamió la punta con cuidado, explorando con su lengua, y luego intentó tomar más de mí, moviéndose despacio, aprendiendo con cada movimiento. A pesar de su inexperiencia, la sensación de su boca cálida y húmeda me llevaba al borde, y tuve que contenerme para no terminar demasiado pronto.
La llevé a la cama, acostándola suavemente de espaldas para penetrarla en posición de misionero. Sus piernas se abrieron lentamente, revelando nuevamente su vagina virgen, rosada y húmeda, lista pero vulnerable. Me posicioné entre sus muslos, mi erección rozando su entrada. La penetré con cuidado, sintiendo la resistencia inicial de su himen. Ella dejó escapar un gemido entre dolor y placer, sus manos apretando las sábanas. Avancé lentamente, dejando que su cuerpo se acostumbrara a mí, hasta que estuve completamente dentro de ella. Su vagina era apretada, cálida, envolviéndome con una presión que me hizo gruñir de placer. Comencé a moverme, primero con suavidad, luego con un ritmo más firme, mientras sus gemidos se volvían más intensos. Sus pechos temblaban con cada embestida, y sus ojos se cerraban mientras se entregaba al momento. Eyaculé dentro de ella, mi cuerpo temblando mientras la llenaba, pero mi erección no cedió.
La giré con cuidado, poniéndola en posición de perrito. Su trasero grande y redondo estaba frente a mí, una visión que me hizo gruñir de deseo. Acaricié sus nalgas, separándolas ligeramente para ver su vagina aún húmeda por nuestros fluidos. La penetré nuevamente, esta vez con más confianza, sintiendo cómo su cuerpo se adaptaba a mí. Cada embestida hacía que sus nalgas temblaran, y sus gemidos se volvieron más fuertes, más desesperados. "Llámalo mi panocha", susurró entre jadeos, su voz cargada de una lujuria que nunca había oído en ella. "Rellénala, por favor". La obedecí, follándola con fuerza mientras ella pedía más, hasta que eyaculé nuevamente, llenándola una vez más.
Luego, la puse en reverse cowgirl, ayudándola a sentarse sobre mí. Su inexperiencia era evidente, pero su entusiasmo lo compensaba. Le guié las caderas, enseñándole a moverse, a sentirme dentro de ella. Mientras se movía, tomé su mano y la llevé a su clítoris, mostrándole cómo tocarse. Sus dedos eran torpes al principio, pero pronto encontró un ritmo, gimiendo mientras se estimulaba y yo la penetraba desde abajo. Su cuerpo temblaba con cada orgasmo, y yo no podía dejar de admirar su trasero rebotando contra mí. Eyaculé otra vez, mi semen mezclándose con su humedad, mientras ella gritaba mi nombre y me pedía que la llamara "puta".
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