
CAPÍTULO 7: NOCHE DE PELICULAS
La noche era una bestia fría que golpeaba los ventanales, pero dentro, el calor era casi sofocante, una mezcla de calefacción y tensión no resuelta. Estaban los tres en el sofá gigante, un triángulo isósceles de traición en ciernes. Jack en un extremo, un exiliado voluntario. Kennen en el otro, felizmente ignorante, bebiendo su cerveza. Y Sophia en el medio, el premio, el detonador. Llevaba un pijama de algodón ligero, unos shorts que eran una invitación y una camiseta de tirantes que apenas contenía la promesa de sus pechos. Estaba acurrucada contra Kennen, pero era una pose, una actuación para el público de un solo hombre que la devoraba con los ojos.
La película era un torbellino de explosiones y ruido, una cortina de humo perfecta para la guerra silenciosa que se libraba bajo la manta.
Comenzó con un roce.
La pierna de Sophia, desnuda y suave, se deslizó contra la de Jack. Un contacto fugaz, eléctrico, que envió una onda de choque directamente a su entrepierna. Él se quedó inmóvil, un hombre de piedra, pero su piel ardía. Ella se tensó por un instante, un reconocimiento silencioso, antes de relajarse con una rapidez que era, en sí misma, una confesión.
Minutos después, volvió a ocurrir. Su brazo, también desnudo, rozó su mano. Y esta vez, se detuvo. Una pausa de un segundo, cargada de intención, antes de retirarse lentamente. Era un juego, una prueba. «¿Vas a hacer algo, Jack? ¿O vas a seguir siendo el perrito leal de tu amigo?».
Kennen reía, ajeno a todo, su brazo posesivo alrededor de los hombros de ella. Pero bajo la manta, la verdadera acción se desarrollaba. El pie de Sophia encontró el de Jack, un toque deliberado, un mensaje en código. Él no se movió, fingiendo una concentración que no sentía.
Entonces, ella se estremeció, un temblor fingido. Se frotó los brazos. Era la señal.
Jack recordó su culo, una obra de arte que había tenido el privilegio de profanar con sus manos. La bestia en su interior, esa que la lealtad y la culpa habían mantenido encadenada, rompió sus ataduras. Con una lentitud tortuosa, su mano temblorosa se deslizó bajo la manta. Sus dedos rozaron la parte exterior de su muslo, sintiendo la piel cálida y suave. Su erección era una roca dolorosa en sus pantalones. Miró a Sophia. Ella seguía con la vista al frente, impávida. La ausencia de rechazo era una invitación a gritos.
Su mano continuó su ascenso, centímetro a centímetro, hasta que alcanzó su objetivo. Sus dedos rozaron la curva de su nalga, explorando el contorno a través de la fina tela del pijama. Ella no se movió. No dijo nada. Su silencio era un permiso.
La mano de Jack se envalentonó. Abierta, se apoderó de su culo, amasando la carne firme, apretando, sintiendo la densidad del músculo. Estaba en el cielo y en el infierno, manoseando a la novia de su mejor amigo delante de sus narices. Con una audacia que lo sorprendió a sí mismo, separó ligeramente una de sus nalgas, sus dedos buscando el camino hacia el centro húmedo y caliente que intuía debajo.
Fue demasiado. A ella se le escapó un gemido. Claro. Fuerte. Inconfundible.
Kennen se giró.
—¿Estás bien, amor?
Sophia, una actriz consumada, carraspeó.
—Sí, sí, solo... me duele un poco la cabeza. Demasiado ruido.
Aprovechó para acercarse más a Kennen, pero fue una maniobra estratégica. Al acurrucarse contra él, giró su cuerpo de tal manera que su culo quedó completamente en bandeja para Jack. Y él, sin dudarlo, continuó el asalto, ahora con más libertad, con más fruición. Con una lujuria desbocada, intentó bajarle los pantalones.
Fue su límite, al menos por ahora. La mano de ella se deslizó bajo la manta y detuvo la suya con una firmeza sorprendente.
Kennen bostezó.
—Oye, ¿por qué no seguimos viendo la peli en mi cuarto? La cama es más cómoda.
El dormitorio era un nuevo campo de batalla. Amplio, elegante, con una cama king-size que era una invitación al pecado. Kennen se sentó a los pies, absorto de nuevo en la película. Sophia se tumbó boca abajo en el centro, cerca de las almohadas. Y Jack se sentó a su lado, sin la barrera de la manta, la tensión ahora desnuda, expuesta.
—Ay, el cuello otra vez... —murmuró ella, girando la cabeza hacia él—. Jack, ¿tus masajes mágicos? Por favor.
Antes de que pudiera negarse, Kennen, el bendito idiota, intervino.
—¡Sí, tío! Sophia me ha dicho que eres la hostia. Gracias, hermano. Eres un crack.
La bendición de Kennen fue una sentencia. Jack se acomodó a su lado, la sonrisa forzada un rictus en su rostro. Sophia ya se había colocado, boca abajo, ofreciéndole su espalda como un altar de sacrificio. Sus manos, ahora expertas en la geografía de su cuerpo, comenzaron a trabajar en su nuca, sus movimientos medidos, conscientes de la presencia de su amigo. Pero la memoria de sus dedos sobre su culo era un fuego que no podía extinguir.
Ella suspiraba con cada movimiento, sonidos de puro placer que eran una tortura para Jack. Su pijama se deslizaba, exponiendo más piel de la que era decente. La atmósfera en la cama era una burbuja de erotismo a punto de estallar, a escasos metros de un hombre que reía a carcajadas con las explosiones de la pantalla.
—Ufff… tienes manos de santo… o de demonio… —murmuró Sophia, su voz ronca de deseo.
Cuando sus dedos descendieron por su espalda, ella arqueó el cuerpo, un movimiento instintivo, empujando su pelvis contra el colchón, un eco del contacto que habían compartido en el sofá. Entonces, levantó la cabeza. Miró a Kennen, absorto a los pies de la cama, incapaz de ver nada. Y luego lo miró a él.
Con una audacia que le robó el aliento, Sophia levantó su culo monumental, arqueando la espalda en una curva obscena, un ofrecimiento directo, inequívoco. Meneó las caderas lentamente, una invitación silenciosa y lasciva. Se había quedado con ganas. Y él también.
La última pizca de razón de Jack se evaporó. Se abalanzó. Con la desesperación de un hombre ahogándose, sus manos amasaron su culo, apretando, palpando, explorando cada centímetro de esa carne perfecta. Ella gimoteaba contra la almohada, empujando su culo más y más contra él, entregada al placer prohibido.
De repente, Kennen se levantó.
Pánico. El corazón de Jack amenazaba con reventar su caja torácica. Sophia se quedó inmóvil bajo sus manos.
—Voy a la cocina por agua —dijo Kennen, estirándose perezosamente—. Ya vuelvo, no os mováis.
Y se fue.
El momento en que sus pasos se perdieron por el pasillo, Jack se convirtió en un animal. Se bajó los pantalones y los calzoncillos con una furia temblorosa, su polla dura y palpitante saltando libre. Con la misma urgencia, le arrancó los shorts a Sophia. Estaban empapados. La prueba húmeda y caliente de su excitación.
Acomodó la punta de su verga en la entrada de su coño, que goteaba, resbaladizo y acogedor. Y sin más preámbulos, la embistió.
La penetración fue brutal, salvaje. Se hundió en ella hasta el fondo, llenándola, reclamándola. Un gemido desgarrador brotó de la garganta de Sophia, una mezcla de dolor y éxtasis puro. Rápido como un rayo, Jack le hundió la cara en la almohada, ahogando sus gritos, mientras seguía clavándola con una furia frenética. El único sonido era el chapoteo húmedo de sus cuerpos chocando, una sinfonía obscena en el lujoso dormitorio de su amigo. Ella solo podía arquear su culo hacia él, recibiendo cada embestida, su cuerpo convulsionando alrededor de su polla.
Fueron apenas unos segundos de éxtasis animal, de olvido total. Los pasos de Kennen regresando por el pasillo fueron la señal. Se separaron con la misma urgencia con la que se habían unido, sus cuerpos sudorosos y temblorosos. Se subieron los pantalones, se recompusieron como pudieron, el corazón a punto de estallar, el sabor del pecado en los labios.
—Creo que después de esto me voy a dormir. Estoy muerto —dijo Kennen al entrar, bebiendo su agua, ajeno a la tormenta que acababa de desatarse a sus espaldas.
El hechizo se rompió. Jack retiró sus manos. Sophia se acomodó, fingiendo estar adormilada, como si no acabara de ser follada salvajemente por el mejor amigo de su novio en su propia cama. Kennen seguía sin sospechar nada, o al menos, eso parecía. Pero Jack y Sophia, ahora unidos por un secreto inconfesable y un deseo insaciable, tenían ganas de mucho, muchísimo más.
El aire en la habitación era un veneno espeso. Cada segundo que pasaba con Kennen allí, sonriente e ignorante, era una tortura. Jack sentía los fluidos de ella, o el suyo propio, o una mezcla de ambos, enfriándose en su piel bajo los pantalones. El olor de su coito, almizclado y crudo, le parecía tan fuerte que le sorprendía que Kennen no lo oliera, que no cayera de rodillas, ahogado por el hedor de la traición.
—Bueno, yo me piro a mi cuarto —dijo Jack, su voz sonando extrañamente calmada, una proeza de autocontrol—. Estoy reventado.
Se puso de pie, cada músculo protestando, su cuerpo pesado por el sexo y la adrenalina. Evitó mirar a Sophia, pero sintió sus ojos sobre él, una quemadura física.
—Descansa, hermano —dijo Kennen, dándole una palmada en la espalda que casi hizo que Jack se estremeciera de culpa. O de placer. Ya no estaba seguro—. Mañana hablamos.
Jack asintió, mudo. Al girarse para salir, su mirada se cruzó con la de Sophia. Fue solo un instante, pero en ese segundo, no hubo culpa ni miedo en los ojos de ella. Había posesión. Una afirmación de propiedad. Un brillo oscuro que decía: Ahora me perteneces.
Cerró la puerta de su habitación y se apoyó en ella, su cuerpo temblando sin control. El silencio de su cuarto era ensordecedor. Se desnudó lentamente, dejando caer la ropa al suelo como si estuviera contaminada. Se miró en el espejo. El hombre que le devolvía la mirada era un extraño, con los ojos febriles y los labios hinchados. Se llevó los dedos a la boca y pudo saborearla a ella. El sabor del pecado.
Fue a la ducha, no para limpiarse, sino para revivirlo. Bajo el agua caliente, cerró los ojos y la sintió de nuevo: el calor de su coño apretado alrededor de su polla, la forma en que su culo se amoldaba a sus manos, sus gemidos ahogados contra la almohada. No sentía remordimiento. Sentía hambre. Una adicción que acababa de nacer y ya lo estaba consumiendo. Se masturbó con una furia desesperada, imaginando que era ella quien lo tocaba, que era en su boca donde se corría.
Salió de la ducha y se tiró en la cama, desnudo, escuchando. Intentando oír a través de las paredes. ¿Qué estaba pasando en esa otra habitación? ¿Kennen la estaría tocando ahora? ¿La estaría besando? ¿Estaría intentando follarla? La idea le provocó una oleada de rabia celosa tan intensa que le revolvió el estómago. Ella era suya. La había marcado. Ningún otro hombre tenía derecho a tocarla. La idea de la polla de Kennen, su amigo, dentro del coño que él acababa de reventar, lo volvía loco.
Se quedó allí, en la oscuridad, torturándose con las imágenes, su polla volviendo a endurecerse de pura rabia y deseo. El tren no solo había descarrilado; había explotado, llevándose consigo cualquier vestigio de su antigua vida. Ya no era el amigo de Kennen. Era el hombre que se follaba a su novia. Y eso lo definía todo.
Justo cuando pensaba que la locura lo consumiría, su teléfono, abandonado en la mesita de noche, vibró. Un resplandor solitario en la oscuridad. Lo cogió con una mano temblorosa. Era un mensaje. De ella.
Su corazón se detuvo. Lo abrió. No había un "hola", ni un "¿estás bien?". Solo una palabra. Una orden. Una promesa.
De nuevo.
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