El grito de Paula resonó en la habitación, un sonido crudo y primitivo como si la estuvieran partiendo en dos. Arqueó la espalda y sus dedos se aferraron a las fibras ásperas de la alfombra. La gruesa y peluda panza de Don Julio golpeaba contra su trasero con cada brutal embestida, y el sonido húmedo y seco de sus cuerpos chocando resonaba en las paredes.
«¡Aaaahhhh! ¡Me dueleeeee! ¡Por favor, déme suaveeee...!», gimió, sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Las lágrimas corrían por sus mejillas enrojecidas.
Yo solo miraba, con mi propio coño palpitando con un calor traicionero y húmedo. Se la está dando de verdad. Su puro poderío, la forma en que sus pesados testículos la golpeaban con cada embestida, era hipnótica.
Don Julio ignoró sus súplicas, con una concentración absoluta. Le agarró un puñado de pelo castaño y le echó la cabeza hacia atrás. «¡Cállate, puta! Querías el dinero, ahora te llevas la polla. ¿Crees que la pollita de tu novio te prepara para un hombre de verdad?».
Sus palabras eran un oscuro rugido que alimentaba su propio ritmo salvaje. Los ojos de Paula, muy abiertos por una mezcla de terror y sensación vertiginosa, se clavaron en los míos. «¡Lucía! ¡Haz algo! ¡Ayúdame!», sollozó con la voz quebrada.
Me arrodillé a su lado, lo suficientemente cerca como para sentir el calor que irradiaban sus cuerpos unidos. «Shhh, amiga», le susurré, mi voz en marcado contraste con la violencia de la follada. «Respira. Ya es demasiado tarde para parar. Déjalo pasar. Puedes soportarlo». Mi mano encontró su hombro, no para apartarlo, sino para mantenerla firme para su siguiente embestida.
Mi caricia pareció romper algo en ella. Su cuerpo, tan rígido por la resistencia, de repente se volvió flexible. Un gemido quebrado escapó de sus labios, esta vez sin palabras, pura sensación. Don Julio sintió el cambio inmediatamente. Una risa ronca se le escapó.
«Ahí está. La putita por fin encuentra su lugar». Le soltó el pelo y sus grandes y ásperas manos encontraron sus caderas, hundiéndose en la suave carne para penetrarla mejor. Su ritmo se volvió aún más castigador, una perforación implacable y profunda que hizo que todo su cuerpo se estremeciera.
Bajé la mirada, fascinada. Sus pechos, esas magníficas y llenas tetas que había envidiado durante años, se balanceaban salvajemente debajo de ella. Con cada embestida de sus caderas, rebotaban y se sacudían, pesadas e incontroladas. La visión era hipnótica. Las pálidas y lisas esferas, rematadas por duros y oscuros pezones, contrastaban de forma cruda y hermosa con el animal canoso y sudoroso que la tomaba sin piedad por detrás.
«Míralas», murmuré, más para mí misma que para ella. «Mira lo hermosa que eres».
Don Julio siguió mi mirada. Una sonrisa lasciva se extendió por su rostro. Una de sus manos dejó su cadera y se deslizó alrededor de su torso, sus dedos gruesos manoseando bruscamente un pecho, apretando la suave carne, pellizcando con fuerza el pezón.
Paula gritó, pero ahora era diferente: un sonido agudo y estridente de placer-dolor inesperado. Sus ojos se voltearon hacia atrás y su boca se abrió en una «O» silenciosa. Él había encontrado un botón que ella no sabía que tenía.
«¿Te gusta eso, eh, niñita?», gruñó él, mientras sus embestidas se volvían más cortas, más fuertes, más concentradas. « ¿Te gusta que te toquen las tetas tiernas mientras te destrozan el coñito apretado?».
Ella no podía responder. Solo podía gemir, un flujo continuo y estremecedor de sonidos que parecía alimentar su frenesí. La conmoción inicial se estaba disipando, sustituida por una marea creciente y abrumadora de sensaciones crudas. Podía verlo en su rostro, en la forma en que sus dedos ahora agarraban la alfombra, no por dolor, sino por una necesidad desesperada de un ancla.
Su respiración se volvió entrecortada, como una tormenta a punto de estallar. «Voy a llenar este condón, puta. Lo voy a llenar por ti».
Su cuerpo se tensó, la espalda arqueada. Un rugido gutural brotó de su pecho mientras se hundía hasta el fondo dentro de ella, pulsando una y otra y otra vez. Observé, hipnotizada, cómo la base de su pene palpitaba visiblemente incluso a través del látex, cada chorro de su eyaculación era un evento sísmico que hacía que todo el cuerpo de Paula temblara en respuesta. Ella dejó escapar un grito ahogado, su propio clímax arrancado por la fuerza bruta del de él, sus músculos internos ordeñándolo a través de las intensas réplicas.
Permaneció allí durante un largo rato, desplomado sobre ella, ambos empapados en sudor y jadeando como animales. La habitación apestaba a sexo, sal y esfuerzo.
Lentamente, con cuidado, se retiró. El condón usado, hinchado y pesado, fue anudado y tirado a un lado. Él no se alejó. En cambio, la giró sobre su espalda en la alfombra. Ella estaba flácida, sin fuerzas, con los ojos vidriosos, y un gemido silencioso escapaba de sus labios.
Sus piernas se abrieron, revelando su coño bien usado, brillante e hinchado, completamente expuesto. Los ojos de Don Julio, oscuros y con renovado deseo, se fijaron en él. Luego recorrieron su cuerpo, sobre la planura de su vientre, y aterrizaron en sus pechos. Estos subían y bajaban con sus rápidas respiraciones, los pezones aún endurecidos y pidiendo atención.
Él no dijo una palabra. Solo bajó la cabeza entre sus piernas. Paula se estremeció. «No... no más... está sensible...», murmuró con voz ronca.
Él la ignoró, y con su lengua gruesa y experta lamió sus pliegues hinchados, limpiando su propio semen de ella. Su protesta murió en su garganta, transformándose en un gemido débil y tembloroso. Sus manos, que habían estado flácidas a los lados, se crisparon. Entonces una se movió, enredándose vacilante en su cabello grisáceo, sin empujarlo, sino sujetándolo.
Él chupó y lamió, prolongando los últimos ecos de su orgasmo, haciendo que sus caderas se levantaran débilmente del suelo. Después de un minuto, subió por su cuerpo, dejando un rastro húmedo en su piel con la boca. Tomó uno de sus pezones en la boca, chupándolo con fuerza y mordisqueándolo suavemente con los dientes.
Paula arqueó la espalda, dejando escapar un gemido gutural que no se parecía en nada al de la chica asustada de antes. «Ayy, dios...».
Pasó al otro pecho, dándole el mismo trato rudo y adorador. Su mano se deslizó por su tembloroso vientre, y sus dedos volvieron a encontrar su clítoris, rodeándolo con un toque experto y posesivo.
Ahora ella gemía, completamente perdida, su terror anterior era un recuerdo lejano quemado por un fuego que lo consumía todo. Sus ojos se encontraron con los míos por encima del hombro de él. Estaban nublados por un placer tan profundo que parecía confusión. Un único y claro pensamiento pasó entre nosotros: ella ya estaba lista para él otra vez.
Don Julio levantó la cabeza de su pecho, con un hilo de saliva conectando sus labios al pezón de ella. Me miró con un brillo malicioso y cómplice en los ojos. Sus dedos seguían trabajando entre las piernas de ella, y el sonido húmedo y rítmico que producían era el único ruido en la habitación, además de las respiraciones entrecortadas y agudas de Paula.
«Parece que a tu amiguita le gusta la verga después de todo», dijo con voz grave y gutural. Sus ojos permanecieron fijos en los míos. «Lucía... tráeme otro condón».
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«¡Aaaahhhh! ¡Me dueleeeee! ¡Por favor, déme suaveeee...!», gimió, sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Las lágrimas corrían por sus mejillas enrojecidas.
Yo solo miraba, con mi propio coño palpitando con un calor traicionero y húmedo. Se la está dando de verdad. Su puro poderío, la forma en que sus pesados testículos la golpeaban con cada embestida, era hipnótica.
Don Julio ignoró sus súplicas, con una concentración absoluta. Le agarró un puñado de pelo castaño y le echó la cabeza hacia atrás. «¡Cállate, puta! Querías el dinero, ahora te llevas la polla. ¿Crees que la pollita de tu novio te prepara para un hombre de verdad?».
Sus palabras eran un oscuro rugido que alimentaba su propio ritmo salvaje. Los ojos de Paula, muy abiertos por una mezcla de terror y sensación vertiginosa, se clavaron en los míos. «¡Lucía! ¡Haz algo! ¡Ayúdame!», sollozó con la voz quebrada.
Me arrodillé a su lado, lo suficientemente cerca como para sentir el calor que irradiaban sus cuerpos unidos. «Shhh, amiga», le susurré, mi voz en marcado contraste con la violencia de la follada. «Respira. Ya es demasiado tarde para parar. Déjalo pasar. Puedes soportarlo». Mi mano encontró su hombro, no para apartarlo, sino para mantenerla firme para su siguiente embestida.
Mi caricia pareció romper algo en ella. Su cuerpo, tan rígido por la resistencia, de repente se volvió flexible. Un gemido quebrado escapó de sus labios, esta vez sin palabras, pura sensación. Don Julio sintió el cambio inmediatamente. Una risa ronca se le escapó.
«Ahí está. La putita por fin encuentra su lugar». Le soltó el pelo y sus grandes y ásperas manos encontraron sus caderas, hundiéndose en la suave carne para penetrarla mejor. Su ritmo se volvió aún más castigador, una perforación implacable y profunda que hizo que todo su cuerpo se estremeciera.
Bajé la mirada, fascinada. Sus pechos, esas magníficas y llenas tetas que había envidiado durante años, se balanceaban salvajemente debajo de ella. Con cada embestida de sus caderas, rebotaban y se sacudían, pesadas e incontroladas. La visión era hipnótica. Las pálidas y lisas esferas, rematadas por duros y oscuros pezones, contrastaban de forma cruda y hermosa con el animal canoso y sudoroso que la tomaba sin piedad por detrás.
«Míralas», murmuré, más para mí misma que para ella. «Mira lo hermosa que eres».
Don Julio siguió mi mirada. Una sonrisa lasciva se extendió por su rostro. Una de sus manos dejó su cadera y se deslizó alrededor de su torso, sus dedos gruesos manoseando bruscamente un pecho, apretando la suave carne, pellizcando con fuerza el pezón.
Paula gritó, pero ahora era diferente: un sonido agudo y estridente de placer-dolor inesperado. Sus ojos se voltearon hacia atrás y su boca se abrió en una «O» silenciosa. Él había encontrado un botón que ella no sabía que tenía.
«¿Te gusta eso, eh, niñita?», gruñó él, mientras sus embestidas se volvían más cortas, más fuertes, más concentradas. « ¿Te gusta que te toquen las tetas tiernas mientras te destrozan el coñito apretado?».
Ella no podía responder. Solo podía gemir, un flujo continuo y estremecedor de sonidos que parecía alimentar su frenesí. La conmoción inicial se estaba disipando, sustituida por una marea creciente y abrumadora de sensaciones crudas. Podía verlo en su rostro, en la forma en que sus dedos ahora agarraban la alfombra, no por dolor, sino por una necesidad desesperada de un ancla.
Su respiración se volvió entrecortada, como una tormenta a punto de estallar. «Voy a llenar este condón, puta. Lo voy a llenar por ti».
Su cuerpo se tensó, la espalda arqueada. Un rugido gutural brotó de su pecho mientras se hundía hasta el fondo dentro de ella, pulsando una y otra y otra vez. Observé, hipnotizada, cómo la base de su pene palpitaba visiblemente incluso a través del látex, cada chorro de su eyaculación era un evento sísmico que hacía que todo el cuerpo de Paula temblara en respuesta. Ella dejó escapar un grito ahogado, su propio clímax arrancado por la fuerza bruta del de él, sus músculos internos ordeñándolo a través de las intensas réplicas.
Permaneció allí durante un largo rato, desplomado sobre ella, ambos empapados en sudor y jadeando como animales. La habitación apestaba a sexo, sal y esfuerzo.
Lentamente, con cuidado, se retiró. El condón usado, hinchado y pesado, fue anudado y tirado a un lado. Él no se alejó. En cambio, la giró sobre su espalda en la alfombra. Ella estaba flácida, sin fuerzas, con los ojos vidriosos, y un gemido silencioso escapaba de sus labios.
Sus piernas se abrieron, revelando su coño bien usado, brillante e hinchado, completamente expuesto. Los ojos de Don Julio, oscuros y con renovado deseo, se fijaron en él. Luego recorrieron su cuerpo, sobre la planura de su vientre, y aterrizaron en sus pechos. Estos subían y bajaban con sus rápidas respiraciones, los pezones aún endurecidos y pidiendo atención.
Él no dijo una palabra. Solo bajó la cabeza entre sus piernas. Paula se estremeció. «No... no más... está sensible...», murmuró con voz ronca.
Él la ignoró, y con su lengua gruesa y experta lamió sus pliegues hinchados, limpiando su propio semen de ella. Su protesta murió en su garganta, transformándose en un gemido débil y tembloroso. Sus manos, que habían estado flácidas a los lados, se crisparon. Entonces una se movió, enredándose vacilante en su cabello grisáceo, sin empujarlo, sino sujetándolo.
Él chupó y lamió, prolongando los últimos ecos de su orgasmo, haciendo que sus caderas se levantaran débilmente del suelo. Después de un minuto, subió por su cuerpo, dejando un rastro húmedo en su piel con la boca. Tomó uno de sus pezones en la boca, chupándolo con fuerza y mordisqueándolo suavemente con los dientes.
Paula arqueó la espalda, dejando escapar un gemido gutural que no se parecía en nada al de la chica asustada de antes. «Ayy, dios...».
Pasó al otro pecho, dándole el mismo trato rudo y adorador. Su mano se deslizó por su tembloroso vientre, y sus dedos volvieron a encontrar su clítoris, rodeándolo con un toque experto y posesivo.
Ahora ella gemía, completamente perdida, su terror anterior era un recuerdo lejano quemado por un fuego que lo consumía todo. Sus ojos se encontraron con los míos por encima del hombro de él. Estaban nublados por un placer tan profundo que parecía confusión. Un único y claro pensamiento pasó entre nosotros: ella ya estaba lista para él otra vez.
Don Julio levantó la cabeza de su pecho, con un hilo de saliva conectando sus labios al pezón de ella. Me miró con un brillo malicioso y cómplice en los ojos. Sus dedos seguían trabajando entre las piernas de ella, y el sonido húmedo y rítmico que producían era el único ruido en la habitación, además de las respiraciones entrecortadas y agudas de Paula.
«Parece que a tu amiguita le gusta la verga después de todo», dijo con voz grave y gutural. Sus ojos permanecieron fijos en los míos. «Lucía... tráeme otro condón».
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