Nadia tenía 24 años, piel dorada, pelo castaño claro y una risa que se te quedaba. Veraneaba sola por primera vez en una casita frente al mar. Lo último que quería era enamorarse. Pero entonces conoció a Tomás.
Surfer, dueño del barcito de la playa. Musculoso, sonrisa torcida y esa forma de mirar que desarma. Desde el primer día la trató con picardía. Y desde el segundo, ya se escribían por las noches.
Una tarde de calor brutal, Nadia bajó en bikini. Tomás la vio venir y se mordió el labio.
—Si bajás así, no puedo concentrarme —le dijo, sirviéndole un trago.
—Entonces no lo hagas. Mejor… distraete conmigo.
El deseo ya venía acumulado. Pero esa tarde se realizo.
Nadia se metió detrás de la barra cuando el bar quedó vacío. Lo empujó contra el mesón, le bajó la bermuda y le agarró el pene grueso y empezó a mamársela sin decir una palabra. Su boca húmeda, sus gemidos suaves, su lengua girando… Tomás apenas podía respirar.
—Pará —le dijo, jadeando—. Ahora te toca a vos.
La subió de un tirón, le arrancó el bikini,y se lo metió en la concha de una. Nadia se agarró de los estantes, mientras él la cogía con fuerza, parado, embistiéndola hasta que los hielos de las bebidas se derretían del calor que largaban.
—Más fuerte, Tomás… ¡así! ¡Dame toda la pija!
Le chupó los pezones, le mordió el cuello, la puso de espaldas sobre el mesón y la abrió con las manos. Su lengua entró, y la lamió mientras dos dedos la hacían vibrar.
La llevó a la trastienda, la puso boca abajo sobre una silla, y se le metio la pija por el culo con fuerza mientras ella se tocaba la concha, húmeda, caliente, desesperada.
Acabaron juntos, gritando, ella cabalgándolo con el sol filtrándose por las rendijas.
Y esa noche, en silencio, durmieron abrazados en una hamaca, bajo las estrellas.
Porque el verano a veces no es solo sexo… también es amor. Salvaje, sucio y real.
La noche era cálida, el aire olía a mar y la luna llenaba el cielo de un brillo suave. Nadia y Tomás estaban desnudos, balanceándose lentamente en la hamaca que colgaba entre dos palmeras.
Ella, recostada sobre su pecho, jugaba con los dedos en su abdomen. Sentía su pija crecer, dura, caliente, entre sus muslos.
—¿Otra vez? —susurró, con una sonrisa pícara.
—Con vos, siempre —respondió él, deslizándole la mano por la espalda, hasta agarrarle una nalga.
Nadia se giró sobre él, y sin romper el ritmo del vaivén. Lo miró con deseo puro, se acomodó su pija entre los labios mojados de su concha y se dejó caer lenta, saboreando cada centímetro.
—Mmm... así —gemía, moviéndose suave, con el vaivén de la hamaca, las tetas bamboleando con cada subida y bajada.
Tomás la sujetó por la cintura, le apreto las tetas, chupó los pezones, y luego le mordió el cuello mientras ella lo cabalgaba su pene con fuerza creciente.
—¡Cógeme así, en el aire...! —jadeó ella, apretando los dientes, entregada por completo.
Él se sentó, se la pegó al cuerpo, y con la hamaca oscilando, empezó a embestirla desde abajo, profundo, rudo, salvaje. Los sonidos de sus cuerpos chocando se mezclaban con el crujido de las cuerdas y el murmullo del mar.
Ella acabó primero, gritando, con la cabeza echada hacia atrás, temblando. Y cuando él estuvo a punto, la bajó suavemente, la puso de rodillas sobre la lona, y le acabó en la espalda, caliente, espeso, mientras la luna los miraba en silencio.
Quedaron allí, abrazados, el sudor secándose sobre la piel, la hamaca aún balanceándose.
—Si esto es un amor de verano… que no se acabe nunca —susurró ella.
El verano se terminaba. Nadia tenía la valija hecha. Él bus pasaría al amanecer. El bar cerraba esa noche, y Tomás no dijo nada, pero sus ojos hablaban. No querían soltarla. No todavía.
—¿Venís? —le preguntó ella, tomándole la mano.
Caminaron en silencio hasta la playa, descalzos. El mar estaba calmo, tibio, como si supiera que era la última vez. Se tiraron sobre una manta, bajo el cielo claro. Ella se acostó encima de él y lo besó largo, profundo, con deseo contenido.
—No quiero irme —susurró.
—Entonces… quedate esta noche. Pero toda tuya —le dijo él, bajándole el short.
Nadia se acomodó encima, ya mojada solo con sentirlo. Se lo metió despacio, saboreando el momento. Y empezó a cabalgar ese pene duro con una mezcla de hambre y tristeza. El mar de fondo, las estrellas arriba, y sus cuerpos ardiendo.
—Fijate lo que me vas a extrañar —jadeó ella, moviendo las caderas en círculos, mientras él le lamía los pezones y le agarraba el culo con fuerza.
La giró, la puso en cuatro sobre la manta, y la tomó de nuevo, esta vez con toda su potencia. La pija directo en su culo, Ella se empujaba sus nalgas contra él, gimiendo, llorando de placer.
—Rompeme, Tomás. No te guardes nada —le dijo entre jadeos.
la cogió de lado, de espaldas, la hizo acabar dos veces, la llenó de besos y saliva. Y al final, cuando estuvo por venirse, ella se arrodilló, lo masturbo sobre sus tetas y le sacó hasta la última gota en la lengua, tragando con los ojos húmedos, pero encendidos.
Se abrazaron en silencio, desnudos, con la arena pegada a la piel.
—¿Esto fue solo un amor de verano? —preguntó ella.
Tomás le acarició el pelo, mirándola como si ya la extrañara.

Es amor, pero no solo de verano
Surfer, dueño del barcito de la playa. Musculoso, sonrisa torcida y esa forma de mirar que desarma. Desde el primer día la trató con picardía. Y desde el segundo, ya se escribían por las noches.
Una tarde de calor brutal, Nadia bajó en bikini. Tomás la vio venir y se mordió el labio.
—Si bajás así, no puedo concentrarme —le dijo, sirviéndole un trago.
—Entonces no lo hagas. Mejor… distraete conmigo.
El deseo ya venía acumulado. Pero esa tarde se realizo.
Nadia se metió detrás de la barra cuando el bar quedó vacío. Lo empujó contra el mesón, le bajó la bermuda y le agarró el pene grueso y empezó a mamársela sin decir una palabra. Su boca húmeda, sus gemidos suaves, su lengua girando… Tomás apenas podía respirar.
—Pará —le dijo, jadeando—. Ahora te toca a vos.
La subió de un tirón, le arrancó el bikini,y se lo metió en la concha de una. Nadia se agarró de los estantes, mientras él la cogía con fuerza, parado, embistiéndola hasta que los hielos de las bebidas se derretían del calor que largaban.
—Más fuerte, Tomás… ¡así! ¡Dame toda la pija!
Le chupó los pezones, le mordió el cuello, la puso de espaldas sobre el mesón y la abrió con las manos. Su lengua entró, y la lamió mientras dos dedos la hacían vibrar.
La llevó a la trastienda, la puso boca abajo sobre una silla, y se le metio la pija por el culo con fuerza mientras ella se tocaba la concha, húmeda, caliente, desesperada.
Acabaron juntos, gritando, ella cabalgándolo con el sol filtrándose por las rendijas.
Y esa noche, en silencio, durmieron abrazados en una hamaca, bajo las estrellas.
Porque el verano a veces no es solo sexo… también es amor. Salvaje, sucio y real.
La noche era cálida, el aire olía a mar y la luna llenaba el cielo de un brillo suave. Nadia y Tomás estaban desnudos, balanceándose lentamente en la hamaca que colgaba entre dos palmeras.
Ella, recostada sobre su pecho, jugaba con los dedos en su abdomen. Sentía su pija crecer, dura, caliente, entre sus muslos.
—¿Otra vez? —susurró, con una sonrisa pícara.
—Con vos, siempre —respondió él, deslizándole la mano por la espalda, hasta agarrarle una nalga.
Nadia se giró sobre él, y sin romper el ritmo del vaivén. Lo miró con deseo puro, se acomodó su pija entre los labios mojados de su concha y se dejó caer lenta, saboreando cada centímetro.
—Mmm... así —gemía, moviéndose suave, con el vaivén de la hamaca, las tetas bamboleando con cada subida y bajada.
Tomás la sujetó por la cintura, le apreto las tetas, chupó los pezones, y luego le mordió el cuello mientras ella lo cabalgaba su pene con fuerza creciente.
—¡Cógeme así, en el aire...! —jadeó ella, apretando los dientes, entregada por completo.
Él se sentó, se la pegó al cuerpo, y con la hamaca oscilando, empezó a embestirla desde abajo, profundo, rudo, salvaje. Los sonidos de sus cuerpos chocando se mezclaban con el crujido de las cuerdas y el murmullo del mar.
Ella acabó primero, gritando, con la cabeza echada hacia atrás, temblando. Y cuando él estuvo a punto, la bajó suavemente, la puso de rodillas sobre la lona, y le acabó en la espalda, caliente, espeso, mientras la luna los miraba en silencio.
Quedaron allí, abrazados, el sudor secándose sobre la piel, la hamaca aún balanceándose.
—Si esto es un amor de verano… que no se acabe nunca —susurró ella.
El verano se terminaba. Nadia tenía la valija hecha. Él bus pasaría al amanecer. El bar cerraba esa noche, y Tomás no dijo nada, pero sus ojos hablaban. No querían soltarla. No todavía.
—¿Venís? —le preguntó ella, tomándole la mano.
Caminaron en silencio hasta la playa, descalzos. El mar estaba calmo, tibio, como si supiera que era la última vez. Se tiraron sobre una manta, bajo el cielo claro. Ella se acostó encima de él y lo besó largo, profundo, con deseo contenido.
—No quiero irme —susurró.
—Entonces… quedate esta noche. Pero toda tuya —le dijo él, bajándole el short.
Nadia se acomodó encima, ya mojada solo con sentirlo. Se lo metió despacio, saboreando el momento. Y empezó a cabalgar ese pene duro con una mezcla de hambre y tristeza. El mar de fondo, las estrellas arriba, y sus cuerpos ardiendo.
—Fijate lo que me vas a extrañar —jadeó ella, moviendo las caderas en círculos, mientras él le lamía los pezones y le agarraba el culo con fuerza.
La giró, la puso en cuatro sobre la manta, y la tomó de nuevo, esta vez con toda su potencia. La pija directo en su culo, Ella se empujaba sus nalgas contra él, gimiendo, llorando de placer.
—Rompeme, Tomás. No te guardes nada —le dijo entre jadeos.
la cogió de lado, de espaldas, la hizo acabar dos veces, la llenó de besos y saliva. Y al final, cuando estuvo por venirse, ella se arrodilló, lo masturbo sobre sus tetas y le sacó hasta la última gota en la lengua, tragando con los ojos húmedos, pero encendidos.
Se abrazaron en silencio, desnudos, con la arena pegada a la piel.
—¿Esto fue solo un amor de verano? —preguntó ella.
Tomás le acarició el pelo, mirándola como si ya la extrañara.

Es amor, pero no solo de verano
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