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Costura, medidas y tentaciones

No era la primera vez que iba a casa de Maritza. Desde pelado la conocía porque le había hecho arreglos a mi mamá, a mi hermana, a una tía… y ahora que yo vivía solo, también me ayudaba con algunas camisas y pantalones que me quedaban flojos o muy apretados. Maritza era de esas mujeres gordibuenas, con sus carnes bien puestas, una mujer madura, morena, siempre con un delantal encima y ese olor a talco y a suavizante que me parecía entre tierno y tentador. Vivía sola, sin marido, sin hijos, pero con esa actitud de mujer que sabe más de lo que aparenta.

Ese día llegué con un par de jeans que me quedaban justitos, sobre todo en la parte de adelante. Ella me abrió con una sonrisa como siempre, con su voz calmada y ese acento paisa suavecito que a mí me encantaba.

—¡Ay, Andrés! —me dijo—. Siempre llegás con los pantalones apretados, ¿o es que estás engordando, pues?

—No, Maritza, yo creo que los pantalones son los que se están encogiendo —le respondí riéndome mientras entraba.

—Mostrame esos, a ver. Vení pa’ revisarte bien esas medidas.

Me hizo pasar al cuartico del fondo, donde tenía la máquina de coser y todos sus tiliches. Me bajé el cierre del pantalón para mostrarle cómo me apretaba en la cintura, pero era obvio que el problema era más abajo. Ella me miró seria al principio, con esa mezcla de “mamá que regaña” y “mujer que sospecha”.

—¿Y cómo querés que mida si ni siquiera te los podés subir del todo? —me dijo medio entre risa y picardía.

—Yo te ayudo, tranquila, mira que aquí se siente más apretado —le dije señalando con la mano justo por encima del bulto.

Ella me miró ahí... y se quedó callada un momentico. Me pasó la cinta métrica, pero sus dedos rozaron sin querer mi abdomen. Yo sentí un calambre.

—¿Y eso? —me preguntó—. ¿Te pusiste nervioso o es que andás muy contento hoy?

—Yo creo que son las dos cosas… —le dije sonriendo, sintiendo ya el pipí medio parado.

Maritza se mordió los labios y bajó la mirada. Se notaba que no sabía si seguir el juego o ignorarlo. Pero ahí estaba… con sus senos grandes, su piel morena, y ese delantal que se le subía un poquito cada vez que se agachaba.

—Ay, Andrés... vos sí sos tremendo —me dijo al fin—. Mejor vení, quitate el pantalón, así revisamos bien las medidas.

Yo no dije nada. Me lo bajé, quedando en boxer. Ella tragó saliva, me pidió que me quedara quieto y empezó a medirme desde la cintura, bajando con lentitud… hasta que el dorso de su mano rozó de nuevo el bulto, que ya estaba más que notorio.

—¿Y vos siempre andás así de animado cuando venís a verme? —me dijo entre seria y burlona.

—Contigo sí. Siempre. Pero es que vos tenés algo, Maritza… no sé qué es, pero cada vez que te veo me dan ganas de portarme mal.

Ella soltó una risa suave, nerviosa… pero no se apartó.

—Ay, no digás eso que yo soy una señora seria… —me dijo, pero sin dejar de mirarme ahí.

Me senté en la sillita, con el pantalón a los tobillos y el boxer marcándome bien. Ella se quedó de pie, al frente, con la cinta en la mano… y yo la miraba, saboreándome esos brazos llenitos, esa cintura ancha, esas piernas firmes. Tenía algo que me volvía loco: ese tipo de mujer real, natural, que sin maquillaje ni poses, me calentaba más que cualquier otra.

—¿Y si te muestro algo que quiero que veás? —le pregunté bajito, con voz seria.

—¿Qué será? —dijo ella, dando un paso más cerca.

Me bajé el boxer despacito, dejando al aire el pipí, que ya estaba duro, palpitando.

Ella soltó un suspiro y abrió los ojos grande.

—¡Andrés! Pero ve vos… qué cosa tan... —no terminó de hablar, pero se me quedó mirando como si le hubieran puesto un imán en los ojos.

—¿Y qué opinás? —le dije bajito, con tono morboso.

Ella no respondió de una. Se acercó más, me tomó del mentón y me miró directo a los ojos.

—Opino que sos un atrevido… y que me dan ganas de hacer algo que no debería.

—Pues hacelo, Maritza —le dije—. Nadie va a saberlo. Y no te voy a juzgar…

Hubo un silencio que duró apenas segundos, pero que se sintió eterno. Luego ella bajó la mirada de nuevo… y sin más, se puso en cuclillas, me acarició el muslo… y ahí supe que ya no había marcha atrás.

Maritza se quedó un ratico ahí, en cuclillas, respirando cerca, tan cerca que sentí su aliento cálido rozándome la piel. Me miraba con esa mezcla de susto y deseo, como si estuviera haciendo algo que llevaba años guardándose pero que por fin se atrevía a tocar.

—Ay, Andrés… —susurró—. Qué cosa tan provocadora tenés aquí...

Pasó sus dedos por mi muslo, despacio, y luego uno de ellos rozó suavemente el tronco del pipí. Yo sentí que se me iba a salir el alma por la punta. Ella se quedó mirándolo unos segundos más, se mojó los labios y, sin dejar de tocarme, preguntó con tono pícaro:

—¿Y desde cuándo te dan esas ganas conmigo, ah?

—Desde hace rato… pero no sabía si vos lo veías igual —le dije, medio jadeando—. Siempre que te veo moviéndote por ahí en tu casa… con esos senos tuyos rebotando debajo del delantal, o cuando te agachás… me daban ganas de tocarte.

Ella se rió bajito, con esa risa traviesa y madura que me puso peor.

—¿Y si yo te digo que también te he mirado más de la cuenta? —dijo ella—. Que más de una vez, cuando venías con ese pantalón pegado, me quedaba con ganas de pellizcarte las nalgas...

Yo le agarré la cara con ambas manos y la miré serio.

—Hacelo ahora.

Ella sonrió… y lo hizo. Me agarró las nalgas con fuerza mientras me daba un besito en el glande. Yo me estremecí.

—Ufff… estás temblando —me dijo—. ¿Te gusta que te traten con cariño, cierto?

—Me gusta que seas vos la que lo haga…

Y ahí fue que se entregó. Me la mamó lento, con esa boca caliente y suave, sin prisas, saboreándome como si estuviera degustando un postre. Me miraba desde abajo mientras lo hacía, con esa mirada que mezcla ternura y deseo puro. Yo no sabía si aguantar o dejarme ir, pero quería disfrutar cada segundo. Le acaricié el pelo, le decía lo rica que estaba, lo buena que me parecía desde siempre.

Cuando se detuvo, se puso de pie despacio, y se quitó el delantal. Debajo tenía una blusa de algodón ajustada y un pantaloncito corto que le marcaba todo. Se desabrochó la blusa, y yo quedé viendo esos senos grandes, suaves, con los pezones duros marcando la tela del brasier.

—¿Te gusta lo que ves, Andrés?

—Me encanta. Estás hermosa, Maritza…

—Hace rato nadie me decía eso —dijo con una voz bajita, como si le removiera algo por dentro.

Se me montó encima en la silla, me abrazó con las piernas, y empezó a rozarse conmigo. Mi pipí quedaba entre medio de su pantaloncito, y ambos jadeábamos. Nos besamos por primera vez ahí: lento, húmedo, lleno de deseo y ternura acumulada. Me agarraba el cuello con fuerza, como si no quisiera soltarme nunca.

—Vení, vamos a mi cama… —me dijo al oído, con voz ronca.

La seguí, sin decir nada. Entramos a su cuarto, con cortinas cerradas y la luz bajita. Ella se quitó toda la ropa sin apuro, y yo quedé viéndola, saboreándomela. Era una mujer real, de carnes firmes, piel morena brillante, cuca completamente depilada y humedecida, con ese olor mezclado entre jabón y excitación.

—Hace tanto no me tocan así… —me dijo mientras se acostaba abriendo las piernas.

Me acosté encima, la besé desde el cuello hasta el ombligo, le lamí las teticas con cuidado, le mordí los pezones. Ella gemía bajito, con la boca abierta, moviéndose despacio.

Le abrí las piernas más y empecé a comérsela. Ella se aferró a las sábanas, murmurando cosas sucias entre suspiros:

—¡Ay, Andrés… sííí… así! Qué rico, mijito, ¡qué lengua tenés!

Me la mamé completa, lento, sintiendo cómo se mojaba más y más. Hasta que no aguantó y se vino temblando, apretándome la cabeza entre sus muslos. Luego me jaló hacia ella.

—Ahora entrámelo… necesito sentirte adentro…

La penetré suave al principio, con lentitud, y ella soltó un gemido largo, profundo. Me agarró fuerte la espalda y empezó a mover las caderas en círculos. Hicimos el amor como dos personas que se han deseado por años, con intensidad, sudor, cariño y pura necesidad.

Cambiamos de posiciones, la puse en cuatro, la halé del pelo mientras le metía fuerte, y ella me decía cosas calientes con su voz paisa:

—¡Dame duro, Andrés! ¡Esooo, así, que me encanta tu vergaaa!

Terminamos empapados de sudor, con los cuerpos agotados y el alma liviana. Me abrazó, me dio un beso en la frente y me dijo entre risas:

—La próxima vez que se te aprieten los pantalones… traételos todos.

Despertamos al día siguiente todavía enredados en las sábanas, con el cuarto lleno de ese olor rico a sexo, sudor y piel. Maritza tenía la cabeza sobre mi pecho, respirando bajito, como si no quisiera que se acabara ese momento. Le acariciaba el cabello, y sentía cómo sus dedos hacían círculos lentos en mi estómago.

—Dormí como un bebé… —me dijo, sin abrir los ojos.

—Yo también. Pero fue por vos —le respondí, dándole un beso en la frente.

Ella se sonrió y se subió un poquito, hasta quedar cara a cara conmigo.

—Ayer me hiciste sentir como hace años no me sentía… deseada, bonita, mujer.

—Porque lo sos, Maritza… completica, deliciosa —le dije mientras le pasaba la mano por la cintura—. Te juro que anoche me marcaste.

Ella me miró fijamente, como si quisiera leerme los pensamientos. Luego me dio un beso suave, lento, que terminó en una mordidita en el labio.

—¿Y ese pipí cómo amaneció?

—Como si no hubiera tenido acción en meses —me reí.

Ella se bajó la cobija y lo miró. Ya se estaba parando otra vez, como con ganas de más. Se lo cogió con una mano y empezó a sobarlo, con esa seguridad que solo da la experiencia.

—Mirá cómo te vuelve a reaccionar… este animalito sí que me agarró cariño.

—Es que ya se encariñó con vos…

Maritza se deslizó hacia abajo y se lo metió en la boca otra vez, lenta, saboreando cada centímetro. Me la mamó con esa paciencia rica de mujer madura que sabe lo que hace, mientras yo le acariciaba la espalda desnuda. Después se montó sobre mí, y se lo metió con sus propias manos, mirándome a los ojos mientras se lo iba tragando con su cuca mojada y caliente.

Cabalgó despacio, gimiendo bajito, con ese ritmo que me volvió loco.

—¡Ufff, Andrés… así, papi… no pares…!

La agarré de la cintura, la empujé más contra mí y empezamos a darle con más fuerza. Sus tetas rebotaban frente a mi cara, y no aguanté: se las lamí, se las chupé, le mordí los pezones mientras ella se movía como una diosa encima de mí.

Volvimos a venírnoslo al tiempo, con los cuerpos empapados, temblando. Se dejó caer sobre mí, jadeando, sudada, contenta.

—Mierda… eso estuvo mejor que ayer —dijo, riéndose.

—Con vos cada rato puede ser mejor —le respondí, dándole un beso en el hombro.

Pasamos la mañana tirados en su cama, sin ropa, hablando de cosas sueltas, riéndonos de bobadas. En un momento, mientras le sobaba las nalgas, le pregunté en tono de broma:

—¿Y ahora cómo me vas a mirar cuando me veás en la calle?

—Como si supiera lo que hay debajo de esos pantalones —me respondió con picardía.

—¿Y si me da otra vez por pasar a dejarte un pantalón apretado?

—Te espero sin calzones y con tijera en mano.

Nos reímos como niños, y luego nos besamos otra vez, lento, con ternura.

Antes de irme, me dio una bolsita con los pantalones ya ajustados y doblados.

—Ahora sí te van a quedar bien pegaditos —dijo guiñándome el ojo—. Cualquier arreglo que necesités, sabés que aquí tenés costurera… y lo que venga.

Salí de su casa con el cuerpo relajado y la mente volando. En la calle, el sol pegaba fuerte, pero por dentro yo iba más encendido que nunca. Había cruzado esa línea con Maritza… y no me arrepentía. Lo que empezó como una visita inocente, terminó siendo uno de los encuentros más ricos de mi vida.

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