
El aire en Córdoba pesaba como una promesa incumplida. Clara caminaba delante de mí, su remera blanca —demasiado amplia, demasiado transparente bajo el sol— ondeando como una bandera de rendición. El balneario estaba desierto, tal como lo habíamos buscado: aguas termales escondidas entre cerros áridos, donde el eco de nuestros pasos se perdía entre las piedras. Ella se detuvo al borde de la pozón, y por un momento, solo existió el crujido del viento mordiendo la tela de su bikini.
—¿Y si alguien llega? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
Sus dedos juguetearon con el borde de la remera, revelando un fragmento de piel dorada. —Vos siempre con lo mismo, Martín. ¿No era esto lo que querías? Un lugar sin ojos… o con los justos —respondió, y su sonrisa fue un cuchillo sin filo.
Me acerqué, sintiendo el peso de años de insinuaciones convertidas en ritual. El vapor subía desde el agua, enredándose en sus curvas. Clara tenía cuarenta y cinco años y una forma de moverse que convertía cada paso en un desafío. No era belleza, era presencia.
—Podrías quitarte la remera —murmuré, más para mí que para ella.
Ella rió por lo bajo, como si el sonido pudiera atraer a alguien. —¿Para que vos mirés? Ya me mirás demasiado. —Sus ojos se entornaron—. Aunque a veces pienso que te gustaría… compartir la vista.
El corazón me latió en la garganta. Aquel juego nuestro, antiguo y resquebrajado, morboso y prohibido, pero deseado con ansias por los dos siempre terminaba ahí: en el borde de un acantilado sin nombre.
—No es eso —mentí—. Solo pensé que tendrías calor.
Clara se inclinó, dejando que el escote revelara la sombra entre sus grandes tetas. —¿Sabés lo que yo pienso cuando estamos así? —Sus palabras eran gotas de mercurio—. Pienso en cómo me mirarías vos si hubiera alguien más… Alguien que me observara con vos.
El silencio se hizo denso. Quise hablar, pero ella ya se había girado, deslizándose en el agua. La seguí, el calor de la fuente termal nada comparado con el fuego bajo mi piel.
—No somos jóvenes —dije luego, nadando hacia ella—. ¿Qué sentido tiene fantasear con eso?
—¿Con qué? —interrumpió, rozando mi pierna bajo el agua—. ¿Con vivir algo que no nos atrevimos a los veinte? —Su risa era amarga, pero sus ojos brillaban—. Todos envejecemos, Martín. Solo los cobardes le tienen miedo a los espejos.
Fue entonces cuando lo oímos: pisadas sobre grava.
Clara se tensó. Un joven apareció en la cresta del cerro, silueta recortada contra el cielo. Treinta años, tal vez menos. Se detuvo, como si dudara entre avanzar o huir. Pero sus ojos —esa parte sí la vi claramente— ya habían descendido hasta Clara, hasta la tela blanca pegada a su cuerpo, hasta la curva que el agua no lograba ocultar.
—Parece que tenemos público —susurré, sin saber si era advertencia o invitación.
Ella no apartó la mirada del intruso. —¿Y si le ofrecemos un trago? —dijo, y su voz tembló levemente—. El agua está caliente… y la soledad, fría.
El joven dio un paso hacia nosotros. Dos. Luego se detuvo, como atrapado entre la vergüenza y el deseo. Clara me tomó de la mano bajo el agua, sus uñas clavándose en mi palma.
—Decidete, Martín —murmuró—. Las fantasías también tienen fecha de caducidad.
El viento arrastró una hoja seca sobre la superficie. Y allí, en el filo de aquel balneario abandonado, el tiempo se partió en tres.
El joven avanzó con pasos cortos, como si cada movimiento fuera una confesión. Clara no apartó los ojos de él. Bajo el agua, su mano seguía apretando la mía, pero ya no era un gesto de complicidad, sino de desafío. La remera blanca se le pegaba al torso, delineando el contorno del bikini negro, debajo del cual sus pezones luchaban por atravesar la tela, y cuando se inclinó para tomar la toalla en la orilla, su escote se abrió mostrando ese canal entre sus tetas tan suave y cálido en el cual más de una vez había descargado mi leche.
—¿Qué crees que quiere? —murmuró ella, sin dejar de observar al intruso.
—Lo mismo que todos —respondí, aunque la respuesta me quemó la lengua. Mi erección debajo del short ya me dolía, la situación me generaba tanta excitación como miedo.
El muchacho se detuvo a unos metros, fingiendo mirar el paisaje. Tenía las manos enterradas en los bolsillos del short gastado, pero su postura era una mentira torpe. Se notaba que apretaba su pija pues su mano se movía casi imperceptiblemente, pero se movía. Clara se mordió el labio inferior y luego, con una lentitud calculada, se subió las mangas de la remera hasta los hombros. La tela se tensó, revelando más de lo que ocultaba. La tela se pegó a sus tetas, la imagen era tremenda: mi mujer exhibiéndose frente a un desconocido, sin pudor. Mi más secreta fantasía se estaba cumpliendo, por mi mente solo pasaba la idea de tomarla allí mismo, cogerla con fuerza y apagar el fuego que sentía en mis huevos.
—Hace calor, ¿no? —dijo en voz alta, como si hablara con el viento.
El joven asintió, atrapado. No podía tener más de veinticinco años. Su mirada oscilaba entre Clara y yo, buscando permiso o perdón.
—¿Vas a quedarte ahí parado? —preguntó ella de pronto, y mi pulso se aceleró—. El agua está mejor aquí.
El muchacho se ruborizó y tragó saliva antes de balbucear:
—No quiero molestar…
Clara rio, un sonido bajo y húmedo. —La molestia sería que te fueras ahora —dijo, y al decir "ahora", sus dedos encontraron el nudo de su remera.
El joven dio otro paso. Yo no respiraba. Cuando la tela blanca se deslizó por sus hombros, cayendo sobre las piedras, el aire se llenó de un silencio eléctrico. El bikini negro contrastaba con su piel dorada, y por un instante, hasta el viento enmudeció.
—Martín —susurró ella, volviéndose hacia mí—, ¿recordás lo que me pediste en la playa de Mar del Plata la semana pasada? Que me quitara el vestido frente a los surfistas…
—Eso era antes —protesté sin convicción pero ella ya estaba subiendo las escaleras de piedra que llevaban al pozón, acercándose lentamente al muchacho, con gotas resbalando por sus caderas.
El joven retrocedió, pero no lo suficiente. Clara se detuvo frente a él, goteando agua y audacia.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, aunque era claro que no le importaba la respuesta.
—Sergio—murmuró él.
—Sergio… —repitió Clara, como si probara el nombre—. ¿Nunca te han enseñado que es de mala educación mirar sin participar?
El muchacho enrojeció, pero sus ojos bajaron hasta el escote de ella, que ahora estaba a la altura de su rostro. Clara levantó una mano y, con el dedo índice, le apartó un mechón de sudor de la frente.
—Tranquilo —dijo—. Aquí no hay reglas. Solo… deseos.
Miré la escena desde el agua, paralizado. Cada célula en mí gritaba para detenerlo, para reclamarla, pero mi otra parte, la más oscura, se alimentaba del espectáculo. Clara se inclinó levemente, ajustando la tira de su bikini con una lentitud obscena, y supe que lo hacía para que él viera el temblor de sus tetas.

—Clara —llamé, y el nombre sonó a súplica.
Ella volvió la cabeza, y en sus ojos había una mezcla de triunfo y vulnerabilidad que nunca le había visto. —¿Qué preferís, Martín? ¿Que se vaya… o que se quede? —preguntó, mientras su mano descendía hasta acariciar el hombro del joven.
Serfio contuvo la respiración. Clara no.
—No podemos… —comencé a decir, pero mi voz se quebró cuando ella tomó la mano del muchacho y la colocó sobre su cintura.
—¿No podemos? —repitió, desafiante—. O no querés…
El joven temblaba, pero no retiró la mano. Clara se acercó más a él, hasta que sus labios estuvieron a un susurro de su oreja.
—Decile a mi marido lo que querés hacer —ordenó suavemente—. Él todo lo perdona.
La tarde se partió en jirones. Sergio abrió la boca, pero antes de que pudiera hablar, Clara le tapó los labios con sus dedos.
—Shh… —le advirtió—. Las palabras sobran cuando hay miradas.
Entonces, lentamente, como si desafiara a ambos, comenzó a desatar el nudo de su bikini superior. La tela cayó un centímetro. Dos. El joven jadeó. Yo cerré los puños bajo el agua.
Y en ese instante, cuando el sol se reflejó en la piel de Clara como un pecado antiguo, el muchacho retrocedió. No huyó, pero su cuerpo se tensó en un arco de contradicción.
—No sé… —murmuró, mirándome por primera vez—. Esto es…
—¿Demasiado? —terminó Clara, y su sonrisa era triste ahora—. Los valientes también tienen miedo, Sergio, la diferencia es que lo atraviesan.
El bikini seguía desatado, sostenido solo por el roce contra sus senos. Sergio miró hacia el camino por donde había venido, luego a Clara, luego a mí.
—Quedate —dije, y la voz no sonó como la mía.
Clara exhaló, victoriosa y temerosa a la vez. Extendió su mano hacia el joven, hacia mí, hacia el abismo que los tres estábamos tallando.
Y entonces, justo cuando Sergio alargaba el brazo, un pájaro cruzó el cielo emitiendo un grito agudo. Los tres nos sobresaltamos. Clara rio, nerviosa, y el bikini cayó un poco más.
El joven retrocedió, como si de repente se hubiese arrepentido. Empezó a recorrer el camino en sentido inverso al que lo trajo. Clara, con una cara mezcla de decepción y enojo, se metió nuevamente al agua y se pegó a mi cuerpo.
El joven se detuvo en la cresta del cerro, su respiración entrecortada apenas disimulada por el rumor del viento. Clara lo observó sin pestañear y él le devolvió la mirada. Bajo el agua, su pie rozó mi pierna y su mano mi entrepierna dándose cuenta de mi brutal erección.
—No te muevas —susurró, mordiendo cada sílaba—.Tengo una idea…si le gusta solo mirar vamos a darle el mejor espectáculo- y diciendo esto sacó mi verga afuera y empezó a pajearme debajo del agua.
El muchacho avanzó nuevamente tambaleándose sobre las piedras húmedas, con una mirada que oscilaba entre la curiosidad y el hambre. Clara se arqueó ligeramente, haciendo que el corpiño suelto de su bikini cayera. El joven tragó saliva.
—¿Perdón por lo de recién, puedo…? —balbuceó, señalando el agua.
—Claro —respondió ella, con una voz que goteaba miel—. Pero no te quedes ahí, en la orilla. El calor se disfruta mejor adentro.
El chico se despojó de su ropa, con manos temblorosas. Clara le ordenó que si quería entrar tenía que hacerlo sin nada de ropa, así que el joven se desvistió completamente mostrando una erección impresionante. Mi mujer se pasó la lengua por los labios sin apartar los ojos de él mientras se sumergía, como si midiera cada uno de sus movimientos. Yo me quedé inmóvil, hipnotizado por la forma en que ella controlaba el aire, el agua, el tiempo…y la pija de ambos, la mía en sus manos y la del joven a distancia.
—¿Te gusta? —le pregunté a Sergio, aunque la pregunta era para ella.
Clara rió y se acercó a mí. Sus labios rozaron mi oreja. —No le preguntes a él —susurró—. Preguntate a vos mismo.
Sus manos se deslizaron bajo el agua, buscando mi cuerpo con una familiaridad que ahora sentía ajena. Sergio observaba, mudo, mientras ella me besaba con una intensidad que no mostraba desde hacía años. Sus dedos se enredaron en mi cabello, tirando ligeramente, como si quisiera asegurarse de que yo también estaba viendo: viendo cómo él se pajeaba bajo el agua y se acercaba cada vez más a mi mujer, viendo cómo sus ojos se oscurecían.
—Decile —murmuró Clara contra mis labios—. Decile o yo lo haré.
La aparté un centímetro, solo lo suficiente para ver su sonrisa. —¿Qué querés que le diga? —pregunté, aunque ya lo sabía.
Ella se volvió hacia Sergio, que estaba a medio metro de nosotros, el agua agitándose alrededor de su torso desnudo. —Quiere que te unas —dijo, sin vacilar—. Pero tiene miedo de admitirlo.
El joven contuvo la respiración. Yo también. Clara se separó de mí y fue hacia él, lenta, como una sirena que eligiera su presa. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, le tomó la mano y la guió hasta su cintura, bajo el agua.
—¿Ves? —le dijo, mirándome a mí mientras hablaba—. No muerde.
Sergio jadeó cuando Clara apretó sus dedos contra su piel. Yo me acerqué, impulsado por una mezcla de celos y deseo que me quemaba las entrañas. Ella nos tomó de las manos, una en cada una de las suyas, y nos atrajo hacia el centro de la poza, donde el vapor era más denso.
—Así —murmuró, colocando mi palma sobre su teta izquierda y la de él sobre la derecha—. Así es como se comparte.
El joven temblaba, pero no se resistió. Clara cerró los ojos, arqueándose hacia atrás, permitiendo que nuestras manos exploraran, todo su cuerpo. Rápidamente le sacamos el tanga y yo me saqué el short. Cuando abrió los ojos de nuevo, me miró fijamente.
—¿Lo querés, me querés así, entregada al placer? —preguntó, como si ofreciera un vaso de vino.
Antes de que pudiera responder, sus labios encontraron los de Sergio. Fue un beso breve, calculado, pero suficiente para que el joven gimiera.Ella se separó y volvió a mirarme, desafiante.
—Ahora vos —dijo. No fue una sugerencia.
Me incliné hacia Clara y hundí mi lengua en su boca. Fue la primera vez que besé a mi mujer con el gusto a otra boca en sus labios. Me excitó más de lo que hubiera pensado. Ella bajó las manos bajo el agua y nos tomó las vergas a ambos.
—Más —ordenó, y su voz no dejaba espacio para la negativa.
El balneario ya no era un lugar desierto. Era un teatro, y ella la directora. Mientras el sol se hundía tras los cerros, los tres nos movimos en un baile de manos, bocas y susurros, cada uno siguiendo el ritmo que Clara marcaba. Hasta que, de pronto, ella se detuvo.
—Esperen —dijo, saliendo del agua con una calma que contrastaba con el caos que había creado—. Esto es solo el principio. Vengan aquí.
Salimos del agua, obedientes. Clara apoyó a Sergio contra una piedra, se agachó y mientras su boca apuntaba a la punta de la pija del muchacho me ordenó -Cogeme-
No tuvo que decirlo dos veces, clave mi pija en su concha y empecé a cogerla como un adolescente que está haciéndolo por primera vez, mientras ella disfrutaba de la verga del joven tragándosela hasta los huevos, pajeándolo, saciando sus ansias de pija joven. No duramos mucho, yo acabé como nunca creo haberlo hecho, mi leche escurrió en las piernas de mi mujer y cayó al suelo arenoso, Sergio no le avisó y acabó en la boca de mi mujer quien no pudo contener toda la corrida y parte de la acabada también regó el arena y Clara al sentir nuestro semen en ella también acabó con un orgasmo que le hizo temblar las piernas y un gemido sordo.
Nos separamos y abrazando a mi mujer la besé sin importar el gusto a semen de Sergio en su boca. Ella se envolvió en su remera húmeda, dejando que la tela escurriera sobre sus curvas, y caminó hacia las sombras del bosque cercano. Santiago y yo nos miramos, jadeantes, sin saber si seguirla era parte del juego o el fin de él.
Clara se volvió, mitad diosa, mitad depredadora.
—¿Vienen? —preguntó, y su sonrisa fue la última línea de un poema que ninguno de nosotros sabía cómo terminar.
El final estaba escrito en el aire, pero ninguno quiso leerlo en voz alta.
Te calentaste? Te leo o charlamos en tlgrm @eltroglodita
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