La mujer de mi padre es jodidamente cachonda

La mujer de mi padre es jodidamente cachonda

—Esta es María Luisa, hijo. Mi esposa, tu madre ahora. Ella ya es parte de nuestras vidas, quieras o no. Entre ustedes no debe haber discordia. Tienes que conocerla para dejar de odiarla. Daniel, quiero que la conozcas como yo, hijo, quiero que te la cojas. Es la única forma de que la ames tanto como yo.


Daniel no podía creer lo que su padre le pedía. Esa mujer no era su madre, pero aún así... ¿cómo podía ser? No daba crédito mientras veía a la joven quien, así como así, se despojaba de sus ropas, mostrándole su cuerpo delicioso.
infiel
Pues eso no podría negarlo, María Luisa era una mujer muy atractiva y de buenas carnes.


Echándose frente a él se le abrió de piernas, y de vagina.
maduro
Pero entonces despertó.


Todo había sido un sueño. O una pesadilla. Bueno, más bien un sueño húmedo, pues Daniel estaba todo mojado. Sudaba tanto que había dejado la cama empapada. Así no podría volverse a dormir, eso estaba claro. Quitó de encima sus cobijas. Su mente estaba inquieta.


«¿Para qué había regresado ahí? ¡¿Qué carajos estaba haciendo allí?!», reflexionó.


Él mismo se había prometido no volver jamás, y sin embargo allí estaba, en la casa que antes había llamado su hogar pero que, ahora, con la presencia de esa mujer, le parecía un sitio incómodo, desagradable. Como no podía dormir su mente divagó en pensamientos que tenían como eje principal a aquella fémina, la causante de su estado. María Luisa, la segunda esposa de Don Justo, su padre. La odiaba, ¿cómo no hacerlo? Se había metido con su progenitor pese a saber que estaba casado. Además, ¡por favor!, la muchacha era mucho menor que Don Justo, de hecho aún menor que  él mismo. Daniel le llevaba dos años de diferencia. Por ello aquella escena le asqueaba tanto. No sólo porque fuera la mujer de su padre, sino porque ella le repugnaba por su coquetería, por haberse atrevido a seducir a un hombre maduro; maduro y casado. Haberse hecho su amante para luego sonsacarlo, y así se divorciara y la convirtiese en su esposa.


Pues lo que inició como una relación de amantes pronto se convirtió en algo más.


La relación entre María luisa y Don Justo se volvió un secreto a voces, pues como, sin poder contenerse, fornicaban dentro del mismo rancho, no había faltado el trabajador que había sido testigo de tales escenas de adulterio.


—¡Ya chínguesela patrón! —había dicho para sí un peón mirón, mientras espiaba detrás de unos arbustos al hombre y a la hembra comenzándose a desnudar, haciendo evidente que se disponían a aparearse.


La seductora chica encandilaba los ojos de aquel fisgón al descubrirse las tetas y, sin retirarse el vestido del todo, dejarlas colgar al aire libremente. Luego, se bajaba las pantaletas permitiéndole ver a Don Justo los vellos púbicos y la breve raja que tenía en medio de estos, mientras que aquel otro que observaba desde detrás de ella le podía apreciar el culo desnudo.


Don Justo y el mirón; sin el otro saberlo; reaccionaban de forma similar ante lo que veían: como adolescentes jariosos, se sacaban la verga y se la comenzaban a jalar.


Pero Don Justo, a diferencia del trabajador, si podría desquitarse con la hembra que tenía enfrente, aquella que se la había puesto bien dura con sólo exhibirse. Sin embargo, nada tonta, María Luisa lo detenía con una mano, a la vez que con la otra le bloqueaba el anhelado camino hacia el placer tapando su rajada.


El fogoso hombre se molestaba, por supuesto, pero aquella, listilla, demostraba tener claro su propósito y no ser nada tonta. No lo dejaría proseguir hasta que él diera respuesta a su insistencia.


—¿Ya hablastes con tu mujer? Acuérdate que me prometistes que te casarías conmigo —reclamaba la joven.


—Ya, ya, mi’ja. Te prometo que hoy mismo hablo con ella.


Y, pese a lo que cualquiera pudiera pensar, no la embaucaba. En verdad que el hombre estaba decidido a desposarse con aquella joven varios años menor, pues lo tenía encandilado, no sólo con las bondades de su juvenil cuerpo, sino con las habilidades de este mismo para ejercer el sexo.


Don Justo, cumpliendo con lo que a María Luisa había prometido, esa misma noche habló con su esposa.


—¡No puedo creerlo, Justo! ¡Cómo puede ser que así como así te hayas dejado engatusar por una escuincla! ¡Una maldita chamaca que por su puritito agujero te tiene apendejado! ¡Tú...! ¡Tú no tienes madre! ¡¿Y ni te creas que yo no me había dado cuenta de tus pinches infidelidades con esa putita?! —Dolores, que no era de usar ese tipo de palabrotas, había estallado de coraje—. Claro que sabía de tus aventuras con esa chamaca, y si las dejé pasar fue justamente para no romper nuestro matrimonio por una... ¡por una pinche pendejada, por tus pinches calenturas de viejo rabo verde! ¡Esa maldita putilla te ha lavado el cerebro! Ya estás viejo, Justo. Ya estamos viejos. Y esa pinche escuincla sólo te quiere por tu dinero.


Pero el hombre obstinado no cambió de parecer, y luego de una larga discusión nocturna, la mujer fue la que tuvo que ceder. Aunque no sin poner sus condiciones.


—Te daré el divorcio, siempre y cuando respetes a nuestro hijo. Yo tengo lo mío y no necesito nada de ti, que te quede claro, pero mi hijo, nuestro hijo, es lo mejor que hemos hecho. Él debe heredar todo lo que a ambos nos costó tanto. ¡Este rancho lo hemos levantado gracias al esfuerzo de ambos! ¡De ambos! ¡Nunca lo olvides! Si el día de mañana aquella maldita te quiere enjaretar un escuincle, ten por seguro que no va a ser tuyo. Sólo tienes un hijo, ¡recuérdalo, Justo!


Al día siguiente, Dolores y su hijo Daniel ya habían preparado su equipaje, decididos a abandonar aquel lugar que antes llamaran su hogar. Daniel había hecho un coraje entripado luego de enterarse, de labios de su madre, sobre el actuar de su progenitor. Sin embargo, obediente a su dadora de vida, no le recriminó ni le discutió al padre. Dolores no quería que entre padre e hijo se creara una separación definitiva. Pero Daniel no pretendía ocultar su sentir. Con intención de mostrarle su enfado, fue él quien acudió a avisarle a su papá que su madre y él se irían en ese instante. Y se irían para siempre. No estaba dispuesto a vivir junto a aquella mujer que había destruido a su familia.


Con tal determinación el joven tocó la puerta de la habitación que en ese momento, bien sabía, su padre compartía con aquella.


Tras unos segundos la puerta se abrió. Aquél joven ya estaba a punto de soltar como saetas una serie de palabras hirientes dirigidas a su padre, pero las contuvo al ver que quien había abierto era María Luisa. Daniel le expuso una expresión de enojo nada disimulada.


—¡¿Y mi padre?! ¡Quiero hablar con él! —le dijo Daniel en tono brusco.


—Es que justo ahora está...  —y María Luisa giró su cabeza hacia el interior de la habitación, y sonrió pícara—, está indispuesto. Si quieres dime lo que quieres decirle y yo le paso tu recado.


El joven, que había pensado tantas cosas para decir, de repente se quedó sin palabras al estar ante aquella muchacha. Y es que había notado que María Luisa no usaba ropa debajo del camisón traslúcido que llevaba. Podía notársele la silueta desnuda de su cuerpo gracias a la luz que la iluminaba desde detrás de ella. Así mismo, percibió que estaba sudando y que olía a... a sexo, estaba ante una mujer que acababa de fornicar. Fue así como Daniel tomó consciencia de que su padre y ella estaban haciendo el amor justo cuando él los interrumpió.


Incluso, como el camisón de María Luisa era muy corto, Daniel pudo ver que un hilillo de semen escurría por la parte interna de su muslo. Esto debió de asquearle; saber que su padre hacía aquello con esa chamaca, y máxime aún estando su madre bajo el mismo techo. Sin embargo, lo que le provocó fue una inesperada erección. Su verga se le entiesaba frente a ella así que no dijo más. Sintiéndose totalmente perturbado se fue.


Daniel y su madre se fueron a vivir con la familia de ella. Y allí un día recibió la llamada de María Luisa. No lo podía creer, la susodicha solicitaba al muchacho. Según decía, su padre se encontraba muy debilitado y le hacía falta su apoyo para sobrellevar las tareas del rancho. Para dar crédito a sus palabras le envió una foto en la que, efectivamente, Don Justo se veía más delgado que como lo habían dejado.


—¿Pero por qué él mismo no habló? —Daniel le comentó a su madre.


—Ya sabes cómo es de orgulloso. De cualquier forma, deberías de ir, así ves cómo va el rancho, y cómo está él. Quieras o no es tu padre —le aconsejó Dolores.


Al fin, pese a sentir malestar en el estómago con la sola idea de volver a ver a esa mujer que había usurpado el lugar de su madre, Daniel se hizo presente en Rancho Alegre.


María Luisa lo recibió como si se tratará de su hermano. Mientras le ayudaba a instalarse en su habitación le contó que a Don Justo le había afectado su partida. Lo animó para que lo fuera a saludar como si nada, pues, según ella, también había hablado con aquél animándolo a reconciliarse con su hijo.


Daniel tomó con recelo las palabras de María Luisa, no obstante, sí fue a saludar a su padre. No hubo una plática muy extensa, pero tampoco hubo palabras de reproche. Daniel pronto se incorporó a las labores del rancho y a Don Justo le vino bien su ayuda. Llegada la noche cenaron y luego se fueron a sus habitaciones.


Aquello era extraño. Estar en su habitación pero a la vez sentirse como un huésped en casa ajena. Haber comido en la misma mesa con aquella intrusa, y sin embargo ser él quien se sintiese fuera de lugar. Pero lo más incómodo estaba por pasar.


Al otro lado de la pared: La mujer del dueño de Rancho Alegre, hacía feliz a su esposo. Echada en la cama, completamente abierta de piernas, le ofrecía la fuente que tenía entre ellas. El hombre no dudaba en saborearla como grato manjar. La concha estaba empapada y fragante, inundada por los jugos femeninos que de su interior brotaban. Era una fuente de néctar divino.


—¡Así mi amor, sigue, sigue... aaah! —gritaba apasionada María Luisa.


Don Justo se detuvo y levantó su rostro para decirle a su esposa:


—No hagas tanto ruido, recuerda que Daniel está en el cuarto de al lado.


Pero María Luisa no paraba, gemía especialmente sonora y exacerbada.


—No te preocupes por eso, tú concéntrate en hacerme feliz —y con una mano volvió a bajarle la cabeza al abrevadero, sin dejar de bramar como poseída.


Daniel, en su propia habitación, escuchaba tales alaridos de pasión. Por supuesto no podía dormir con esos ruidos.


«¿Cómo pueden...?», se cuestionaba Daniel inevitablemente, pensando en lo que podía ocurrir al otro lado del muro.


Y esa sólo fue la primera noche. Los días transcurrieron con aparente calma. Daniel hacía su trabajo y los tres convivían en los desayunos, comidas y cenas con cierta familiaridad. Pero en las noches, sin variar, el joven escuchaba bramidos, gemidos y otros sonidos exultantes, propios de las relaciones sexo – genitales entre su padre y María Luisa.


«¿Cómo puede darle tanto aguante?», se preguntaba a sí mismo Daniel, pensando en las capacidades sexuales de su propio padre.


Y es que desde que hubo llegado no había noche que no se escuchara que le estaban poniendo. Diario, diario, cogían, y a veces tan fuerte y desenfadadamente que la cabecera golpeaba reiteradamente, sin ningún recato, la pared que justo estaba detrás de su cabeza.


Sin poderlo evitar, Daniel comenzó a interpretar los sonidos producidos al otro lado, imaginando lo que tal pareja estuviese haciendo para generarlos. Así visualizó a la joven mujer de su padre colocándose en posición para ser cogida.


—¿Ya estás lista mi amor?


Creía alcanzar a oír Daniel, y a la vez imaginaba a María Luisa posicionándose de a perrito, esperando a su padre por detrás.


—Sí, ya cógeme Justo.


El hombre le metía su vergazo y la joven se lo apretaba que daba gusto.


Sin reflexión de por medio, la mano de Daniel se había ido directamente a consolar a su solitaria  verga, que se le había puesto dura. Al tomar consciencia de lo que había provocado tal erección, se sintió avergonzado.


Hizo un esfuerzo por dormir, pero luego de revolverse sobre su cama, Daniel se dejó llevar por su necesidad sexual. Tras sacarse el propio miembro, lo frotó al mismo tiempo que imaginaba a su padre con María Luisa. No le era muy difícil imaginársela con su ondulante cabellera agitándose al ritmo de las metidas que recibiera de su progenitor. Casi podía ver tales movimientos de las morenas carnes femeninas en bamboleos de ida y venida. Sus senos, sus muslos y aquellas nalgas que imaginaba suaves y delicadas, seguramente se le balanceaban al ritmo de una sabrosa cogida.


Mientras se masturbaba, Daniel podía imaginar a María Luisa siendo penetrada por su padre, pero inconscientemente se puso a sí mismo en el lugar del penetrador, como si realmente él la estuviese fornicando.


Luego de habérsela enterrado de a perrito le ordenaría: “¡Empínate!”, y con fuerza haría que ella quedara boca abajo, pegando su cara en el colchón. En tal posición ella, y él plantándose en cuclillas, se la encajaría como si estuviese haciendo sentadillas detrás de ella. Después le dejaría caer todo el peso de su cuerpo y culearía como si estuviera montando una yegua a todo galope. La jinetearía con todas sus fuerzas, esto con ganas de castigarla por haber sido tan puta y haberse metido con su padre.


Tras haber eyaculado, dejando batidas sus sábanas, tomó una decisión con la mente más calma.


—Me voy.


Le había dicho a su padre. Esta vez no había dramas, simplemente se despidió, arguyendo otros compromisos.


«Es lo mejor», pensaba Daniel, mientras hacía sus maletas. Aquellas pasiones entremezcladas de por sí eran peligrosas; sentir odio y deseo por la misma mujer no lo dejaba tranquilo en ningún momento, y máxime siendo la mujer de su padre.


Y de repente tocaron a su puerta. Ésta estaba abierta, sin embargo María Luisa había golpeado con el fin de anunciar su presencia.


—¿Se puede? —dijo ella.


—Sí —respondió escuetamente Daniel.


—Antes de que te vayas, quería hablar contigo. Yo sé que no te caigo bien, pero no quisiera que por eso dejes a tu padre. Él te necesita. Eres su familia, su ser más querido. Y no quiero que...


—No, no. Es que. No se trata de eso, es sólo que...


—Mira, déjame contarte algo. Ven siéntate un momento —y ella misma se sentó en la cama.


Daniel accedió, sentándose también.


María Luisa se esforzó en mostrarse reconciliadora en su conversación con su hijastro. Fue así que, mientras Don Justo supervisaba a sus trabajadores, su esposa y Daniel charlaban. Ella lo trató de convencer de que en verdad estaba enamorada de su padre. Por su parte, Daniel consideraba eso una pérdida de tiempo. Aquello no era el verdadero motivo de su partida, además, ya estaba decidido, y nada cambiaría eso. Así que se dispuso a atenderla únicamente por no ser descortés, no poniendo demasiada atención al principio, hasta que escuchó:


—...tu padre es quién más rico me ha comido mi panochita. Sabe cómo mojarla, y me encanta. Me encanta sentir sus bigotes enredándose en mi pelambrera.


Daniel no podía creer lo que estaba escuchando. ¿Cómo era posible que aquella mujer fuese capaz de decirle eso?, así como así.


—Pero eso no es nada comparado con sentirlo dentro. ¡Tu padre tiene un pitote...! Y aunque es grande embona en mi hoyito como ningún otro, créeme —continuó hablando de una forma muy vulgar, pero aparentemente sincera—. Te aseguro que no te miento, yo amo a tu padre. Cuando lo conocí y me la metió por primera vez, quedé prendada de él, ambos quedamos prendados uno del otro.
cogelona
—Desde ese día, tu padre y yo le ponemos bien rico. Le gusta que yo sea su yegua y a mí me gusta que me monte por horas —y al decir esto último, Daniel pudo atestiguar cómo la mujer comenzaba a mover sus caderas, emulando los movimientos propios de una cópula sexual.


Como ambos estaban sentados en la misma cama, Daniel también se movió por las oscilaciones que aquella suscitaba en el colchón.


En ese momento la mujer se le fue encima.


—Ven, vamos. Quiero que me montes como lo hace tu padre —le decía entre besos apasionados que la mujer le daba.


María Luisa estaba fogosa, y así pudo sentirla Daniel.


«Su piel se siente bien caliente», pensó el muchacho.


—No, no. No podemos hacer esto. Mi padre... —le dijo, tratando de convencerse a sí mismo, pero ella no lo dejó hablar atacándole la boca a besos.


—Te necesito. No hables, sólo cógeme —le dijo ella, e inmediatamente volvió a besarlo no permitiéndole emitir palabra alguna—. ¡Por piedad Daniel, cógeme!


No fueron necesarios más ruegos ni mayor negociación, ambos estaban deseosos.
A
penas hubo despegado sus labios de los de él, María Luisa se le desnudó ahí mismo. El joven atestiguó la belleza de la otrora odiada mujer, y en verdad quedó fascinado. Un momento después la madrastra le chupaba el glande a su hijastro. Su lengua circundaba la rubicunda punta embarrando de humedad toda aquella cabeza, que de por sí babeaba.


Los ojos de la mujer, notablemente traviesos, dirigieron su mirar hacia el rostro extasiado del muchacho.


—Tu pitote es tan grande como el de tu papá. A él también le encanta ver cómo se me inflan los cachetes cada que le chupo la verga.


Con chupetones succionadores se la estaba poniendo bien erecta. Luego bajó a sus sacos testiculares que llenó de lamidas. La mujer, manteniendo la iniciativa, le ofreció sus senos al hijo de su esposo para que se los mamara como si fuera su propio hijo.


—Así, así... chúpamelas, muérdelas —le decía.


Continuando con la dirección de la cópula, María Luisa se le montó a horcajadas sobre la cara, con el propósito de que Daniel le sorbiera su sexo. El otro, manso, lo hizo sin necesidad de haber recibido ningún comando. Mientras tanto él mismo se frotaba la verga. 


—Se nota que sabes cómo chupar verijas, así, síguele —le animaba María Luisa.
L
a mujer movía las caderas lascivamente sobre el rostro empapado del hijo de Don Justo, quien en ese momento montaba a caballo supervisando a sus peones. Daniel ya no aguantaba más, su verga estaba gorda y babeante. Su pareja de cópula, adivinando los deseos del joven, se empinó de tal manera que su culo apuntó hacia la cara del muchacho. La hembra de sangre caliente, con el culo bien parado, y separándose a sí misma los cachetes traseros para así abrirse la rajada a la vista del invitado, le dijo:


—Por tu madre, méteme tu verga.


Daniel, sin molestarse por la mención de su progenitora, ni verse obstaculizado por una afrenta al padre, se la dejó ir de un empujón certero.


—Ay, qué delicia... la tienes tan gruesa como tu padre.


Tal apéndice pistoneaba que daba gusto. Daniel se fundía en su madrastra.


Aquél tomó consciencia de que apenas la noche pasada su propio padre había llenado el mismo hueco que en ese momento él ensanchaba, y sintió rico. Era un placer perverso llenar el mismo agujero.


—Te gusta tragar verga, ¿verdad? —le dijo, conjugando su antiguo odio y la pasión recién encendida.


—Y por los tres agujeros —le respondió, cínica, María Luisa.


Aquella abertura se hacía más resbalosa a cada momento. La empapada panocha lubricaba la verga de la cabeza hasta la raíz.


—¡Qué caldosa se te pone!


—Es que me encanta tu verga.


La mujer lo montó y aquél supo lo que era tener encima a toda una jinete experta que, además de montar con energía y sin descanso, sabía apretar la verga con su vagina. Con tales meneos y apretujones el joven Daniel no pudo aguantar mucho más las ganas de venírsele dentro. Y aquella hembra, receptora de sus nutridos espermas, sonrió satisfecha.


Pero aquella no sería la única vez.


Está de más decir que Daniel no dejó Rancho Alegre como había dicho. Siguió montando y siendo montado por aquella mujer caliente que su padre tenía por esposa. Mientras su papá estaba ocupado en sus diarias actividades, la joven pareja le ponía que daba gusto.


—No pares, no pares —le decía María Luisa cuando él era quien arremetía.


Y


—No te lo voy a dejar salir hasta que te quedes seco —le expresaba cuando era ella quien lo montaba, batiendo sus caderas con agitación y brío.


A veces, incluso, lo hacían en la cama conyugal, pues eso le daba mayor morbo al tabú que estaban violando. Daniel era consciente que lo hacía justo donde su padre se lo hacía a la misma mujer por las noches.


Pero, un día...


—Estoy embarazada —María Luisa le confesó.


Y, mientras él se quedó pasmado por lo que aquello podría significar, ella sonreía.


—¿Es mío? —preguntó Daniel.


—Creo que sí.


La misma María Luisa no estaba del todo segura, pues durante todo ese tiempo en el que habían cohabitado lo había estado haciendo con padre e hijo.


—¿Qué haremos? —Daniel inquirió, todavía ingenuo.


No se había dado cuenta que justo eso era lo que había pretendido María Luisa desde el principio, desde que lo llamó para que regresara al rancho.


—Mira Daniel, este hijo que llevo dentro, para todos, incluido tu papá, será visto como el hijo de él y el heredero de Rancho Alegre. Creerán que es tu hermano, pero quizás sea tu hijo. Y no te atreverás a quitarle lo que le corresponde, ¿verdad?


Fue hasta que ella se le sinceró que Daniel entendió su objetivo al habérselo cogido. Quería su semen, aunque se le mezclara con el de Don Justo. Ya fuera del hijo o del padre, lo que quería María Luisa era quedar preñada.


Era por eso que había adelgazado a Don Justo. María Luisa no lo dejaba descansar, todas las noches lo exprimía hasta la médula con tal de sacarle los espermas. Y como no lograba embarazarse llamó a Daniel.


Y ahora, con aquel bebé, María Luisa aseguraría el rancho. Sabiendo esto, Daniel partió para no volver jamás. Hijo o medio hermano, a aquel pequeño ser no le pelearía la herencia. Máxime sabiendo cómo había sido concebido. Sintiéndose culpable y arrepentido, actuaría en consecuencia. Dejaría el rancho, sin esperanza de que alguna vez fuese suyo, consciente de haber sido utilizado por aquella astuta mujer. Pero, de cualquier manera, no podría quitársele fácilmente de la cabeza el recuerdo de ella, la mujer de su padre.
mexicano

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