Mi padre me cuida la verija

Mi padre me cuida la verija

María Luisa era mejor conocida como Huicha por allá donde vivía. Poseía largo y abundante cabello negro, un bello cuerpo de piel morena clara, y era la hembra con la sangre más caliente de San Nicolás de los Palos.

En ese momento estaba por estrenar a otro virgen puberto.

—A ver, enséñamela —le dijo al joven que tenía delante.

El chico, un tanto nervioso, se bajó el zíper con torpeza, pues se le atoró más de una vez. Al por fin separarse los dientes de la cremallera dejaron escapar al invitado de honor. La cabezona punta brincaba gustosa sin que su poseedor pudiera controlar tal acción.

Huicha, hincada ante él, sabía bien que debía actuar prestamente, pues no quería que aquél se le viniera en seco. El chico era un pipiolo al que habían llevado sus amigos con la susodicha para que le quitara lo púber.

La boquita de la experta muchacha se le presentó al “amigo” con un beso en la mera puntita.

—Uy, se siente húmedo y tibio —dijo con picardía la muchacha.

Por el orificio del aparato masculino salía una babita propia de la autolubricación. Al retirar sus labios éstos se llevaron consigo un hilillo del líquido viscoso y ambos rieron.

Huicha sabía cómo romper el hielo, sobre todo de los más tímidos e inexpertos, para que tomaran confianza.

Tras ensalivárselo se lo tragó. La Huicha tragaba tanta verga como la mejor suripanta. Lo que sus clientes ignoraban es que, aún si no hubiera pago de por medio, lo haría por la puritita necesidad, pues era una hembra de sangre caliente.

El jovencillo, que aquella tarde se estaba convirtiendo en hombre, veía estrellitas mientras se hundía (o por lo menos parte de él) en aquel húmedo agujero. La boca de María Luisa parecía un túnel de placer infinito que lo sorbía intensamente, aunque vigilando que no se le fuera a venir. La tan experta sabía cómo tratar a cada cual. A un tipo curtido se daba el lujo de devorarlo; ensalivarlo; chuparlo enérgicamente, pajueléarlo violentamente y atragantarse de él por varios minutos, e incluso horas. Por otro lado, con un inexperto como aquel chamaco, sabía ir de poco a poco. Primero lento para ponerlo a punto, pero luego incrementaba el ritmo y la fuerza de la absorción a su verga cuidando de que no llegara al umbral del clímax. Todo esto sólo era para prepararlo ante la incursión a su húmeda panocha.

Huicha se desnudó, para alegría de los ojos de su comensal. Ya desnuda, se abrió de piernas sobre la cama, como invitándolo a penetrarla.

No obstante, el chico se quedó ahí parado, sin saber qué hacer.

—Órale, vente —tuvo que decirle.

El núbil se le acercó con el miembro bien tieso, cosa que le incomodaba para caminar, según parecía, evidentemente no estaba habituado a ello. Al estar cerca de la mujer, ésta lo tomó de la verga, la cual colocó manualmente en la entrada de su jugosa gruta.

Apretadita, húmeda y calientita, así sintió la bienvenida al mundo de los hombres que Huicha gustosa le daba.

—Así papacito, párchame ese hoyito, ahhhmmm... —decía aquella.

—¡Qué rete rico es esto, ufff! ¡No lo puedo creer, aaah...! —gritaba el afortunado.

Los movimientos de la cópula, influenciados por el instinto del joven, comenzaron a acelerarse en búsqueda de la colmada satisfacción.

—Calma, calma... hazlo suave, ve de poco a poco... eso, así —le instruía la maestra, mientras contraía y relajaba los músculos pélvicos. Con tal acto le ayudaba al chico a no perder la excitación, pero sí disminuir su ímpetu.

Fue así que el novicio se dio el gusto de penetrar a la Huicha de patitas al hombro; de a perrito; servirle de montura a tan experta jinete, y ofrecerle sus muslos a manera de trono a tan popular reina, quien daba ricos y chasqueantes sentones.

—Ya corazón, ´ora sí, échame tu leche, ¡auh! —dijo la vigorosa amazona, una vez llegado el momento.

Tan buen discípulo fue aquel chico que explotó cuando le indicó su instructora.

—¡Qué rico! Calientito, como me gusta —dijo ella al sentir la tibia simiente en su interior. Cuando era evidente que eran vírgenes no les obligaba a usar condón. Era un privilegio de ese tipo de clientes; pero si ya eran sexualmente activos sí que se los exigía. De cualquier manera ella tomaba anticonceptivos, Huicha era lo suficientemente inteligente como para evitar un embarazo no deseado.

Luego del desacople, Huicha lamió los residuos que quedaron en la verga del recién estrenado.

—Hmmm... Esto sí que es pura leche condensada —dijo ella mientras se embarraba los labios, era una frase que sólo decía a los muy jóvenes. El chico, ignorante de ello, sonrió feliz y exhausto sabiendo que algo que su cuerpo había producido era tan sabrosamente paladeado.

Posteriormente de aquella iniciación, Huicha aún montó a otros tres machos en esa misma cama consecutivamente.

caliente

Así ganaba buen dinero, gozando del pleno ejercicio sexual de su cuerpo. La mayoría de los hombres del rumbo ya se la habían cogido, por lo menos una vez, de tal manera que no era de extrañar que su popularidad llegara más allá de aquel sitio. De otros poblados aledaños también acudían a verla para desahogarse, o por simple curiosidad turística. Por ahí se decía: “Si no te has cogido a la Huicha, entonces no conoces San Nicolás de los Palos”. Aquellas frecuentes visitas la convirtieron en una mujer libre de angustias financieras, pues, nada tonta, supo sacar provecho económico de su deseable cuerpo, a la vez que desahogaba su sangre caliente que de por sí la hacía desear tener verga dentro todo el tiempo. Sin embargo, aún así vendía tamales y atole (muy sabrosos, por cierto) al llegar la noche. Esto a manera de tapadera con familiares y vecinos, aunque también era una forma de ganar nuevos clientes para su otro negocio, pues allí era donde la ubicaban y acordaban la cita. Es obvio que nunca le faltaban consumidores, por lo que su puesto siempre estaba rodeado de clientela masculina. María Luisa, alias la Huicha, era una joven mujer felizmente independiente y realizada. Por lo menos hasta ese momento.

Rodeada como siempre de una variedad de clientes masculinos, por la noche, Huicha disfrutaba de una plática amena y muy abierta, mientras servía el atole y repartía los tamales de diferentes sabores.

—Oye, ¿te avientas un cuarteto con nosotros? —le inquirió un comensal, señalando a dos de sus jóvenes amigos.

—Sí, claro, ¿pa´ cuando? —dijo sin retraimiento la muchacha.

—Pu´s ´orita de una vez.

—No, ya sabes que no trabajo por las noches. Además, estoy rendida. Me eché a siete en todo el día. Pero si quieren mañana bien temprano les hago un chance. Les haré un hueco en mi apretada... —y aquí ella hizo un gesto morboso mordiéndose su labio inferior, a la vez que apretaba uno de sus puños, señalando el doble sentido—. ...agenda.

—Órale va —contestaron los tres muy entusiasmados y casi al unísono.

La vida le era muy satisfactoria a la alegre y desinhibida chamaca, y no exigía más.

A la mañana siguiente, la joven barría su banqueta para empezar el día. Lejos estaba de pensar que ese día se vería trastocado.

Un hombre de unos cincuenta años caminaba por la calle solitaria y se dirigía hacia ella. Vestía con ropa vieja y algo sucia. Hasta que estuvo a un metro de distancia lo notó, aunque tardó un segundo más en reconocerlo, era su padre.

«¿Por qué está aquí? Le echaron diez años», pensó Huicha.

—¿Qué haces aquí? No me digas que te fugastes —fue lo primero que su hija le dijo.

—No, tranquila. Me dejaron salir por indebido proceso —dijo él.

Sabino la había dejado de ver desde hacía cinco años, cuando lo metieron preso. Le había ordenado a su esposa que nunca llevara a su hija en las visitas, no quería que la estuvieran malviendo otros internos, o incluso los custodios. Luego su esposa falleció y María Luisa se había quedado sola, pero ahora Sabino había regresado.

El hombretón abrazó a su hija levantándola en el aire. Sus lágrimas brotaron.

—¡Pero mira nada más, que grandota ya estás! ¡Qué re chula m´ija! —le dijo con pleno orgullo Sabino.

Ya tomando café y desayunando en la cocina de su casa continuaron hablando.

—Y cuéntame, ¿qué has hecho estos años? ¿Cómo van tus estudios? —le inquirió Sabino.

—Pu’s... la verda’... dejé la escuela —respondió Huicha.

—Pero ¿cómo?

—Sí, es que era yo re-burra y... bueno, pues mejor me puse a chambear.

—No digas eso, si me saliste tan inteligente como tu madre —le dijo, mientras mordía su taco.

—Me la he llevado vendiendo tamales y atole, y no me va tan mal —dijo ella, y una sonrisa maliciosa se le formó en su cara al pensar cuál era su verdadero negocio.

—Pues desde ahora nada de eso, vas a volver a estudiar. Yo me voy a poner a chambear para que no te falte nada y puedas continuar con tu preparación —dijo con total autoridad Sabino.

Su hija asintió, aunque en su interior le molestó escuchar aquello. Era evidente que su estilo de vida llegaba a su fin.

Golpearon a la puerta. Sabino se levantó con intensión de abrir, cuando a la muchacha le cayó el veinte de quienes eran. Eran los “amigos” con quienes había quedado para entrepiernarse para ese día.

—¡Yo abro! —gritó Huicha, al mismo tiempo que apurada le ganó el paso a su papá.

Apenas a tiempo ella fue quien abrió la puerta. Los tres jóvenes con las caras muy sonrientes ya se disponían a entrar cuando la chica los paró en seco.

—No, espérense. Me van a tener que disculpar pero no se va a poder —les dijo.

Uno de los jóvenes alcanzó a ver a Sabino en el interior y creyó que aquél les había ganado el turno.

—¡Pero si ya habíamos quedado! —dijo molesto el muchacho.

Cuando se cruzaron las miradas del maduro hombre y el impetuoso joven, expusieron la irritación que cada cual sentía por la presencia del otro.

—Sí pero mi papá acaba de llegar así que... ustedes habrán de entender que... —dijo en voz baja la incómoda chica, tratándose de explicar.

—Ah, es tu...

—Sí, así que... —dijo y sin decir más les cerró la puerta en las narices.

A Sabino le había cambiado el humor tras ver a aquellos mozalbetes. Empezaba a sospechar en qué pasos andaba su chamaca.

—¿Quiénes eran? —preguntó Sabino con recelo.

—Ah... pues... pues, unos amigos —respondió ella un tanto nerviosa.

—No me vayas a decir que ya andas de novia. No quiero verte con muchachos, ¡¿entendido?! No quiero que eches a perder tu vida. Tienes que hacer una carrera. Los tiempos de ahora ya no son como los de antes. Si quieres salir adelante tienes que estudiar —y aquello sólo fue el inicio de todo un sermón que Sabino le dio a su hija.

Era evidente que con la presencia de su padre nada volvería a ser igual para la afamada Huicha.

Días más tarde, María Luisa, junto con su padre dejaban ese pueblo donde era tan conocida; su trabajo le había costado, pero qué podía hacer. Debía obedecer a su progenitor. Pese a que con ello se alejaba de la gente que consumía sus servicios, y que incluso la necesitaba.

Ahora se mudarían por causa del nuevo empleo de su padre. Gracias a un viejo amigo, Sabino había conseguido trabajo en un rancho. Rancho Alegre se llamaba, e incluso allí tendrían donde vivir, pues les ofrecieron un cuarto. El hombre estaría a cargo de cuidar animales y ayudar en las labores de la huerta.
Y
a instalados en el rancho, Sabino inscribió a su hija en una preparatoria, para que terminara su bachillerato y así pudiera ingresar a una licenciatura. Por lo menos esos eran los planes de él.

—Quiero que saliendo de la escuela te me vengas directito a casa, ¿entendido? Nada de andar con amigas o muchachos —le ordenó a su hija.

—Sí, ya lo sé —respondió María Luisa de mala gana, pues no le gustaba que la cohibieran.

Sin embargo, y como era habitual, Huicha pronto se dio a conocer. Su belleza y desparpajo no pasaron desapercibidos. Apenas había pasado una semana de clases y ya tenía a siete chicos que la seguían como perros en celo tras perra en brama. Sabino, como cualquier padre celoso, se dio cuenta que su hija andaba en “malos pasos”, pues cada vez llegaba más tarde de lo esperado. Un día la fue a buscar directamente a la escuela. Al no encontrarla, una imagen se le vino a la mente de inmediato.

—¿Dónde están los moteles más cercanos? —preguntó.

Y hacia allá fue.

No estaba errado, apenas a tiempo atajó a su hija y a aquellos otros chicos quienes muy felices ya se dirigían hacia las puertas de un motel. Nomás verla rodeada de machos, y dispuesta a entrar junto con ellos a aquel lugar, lo encendió. La apartó de ellos tomándola violentamente de un brazo y se la llevó.

—¡Lo sabía! ¡Sabía que me ibas a salir igualita de güila que tu madre! ¡Desgraciada!, nomás por sus correrías me refundieron en la cárcel —le increpó Sabino mientras aún llevaba a rastras a su hija.

—¡No hable así de mi madre! ¡Ella no tuvo la culpa de que sus mugrosos celos lo llevaran a...! —le gritó la insurrecta, pero fue interrumpida por una bofetada de Sabino.

El encabritado padre la dejó callada. María Luisa no recordaba que su padre le hubiese puesto una mano encima antes, pero tras el golpe recordó cómo aquél trataba a su madre. Su padre era un hombre violento, lo había demostrado con su madre y ella había sido mudo testigo.

Desde tal ocasión, Sabino ya no permitió que su hija saliera sola. Ni siquiera dejó que siguiera con sus estudios como antes había prometido. El machista y controlador progenitor prefería ver a su hija privada de educación, que convertida en la viva imagen de su difunta esposa, una hembra tan ponedora como gallina clueca (según decían).

Por tanto, María Luisa se dedicó a ayudarle en las labores del rancho. Aquella se la pasaba encerrada en Rancho Alegre (aunque no tenía nada de alegre para ella en esos días).

Al mes de no tener verga la sangre le bullía como agua en hervor. Por las noches, María Luisa se destapaba y, quedando en ropa interior, se metía el dedo bajo sus pantaletas. Éstas se humedecían inmediatamente.

—¡Carajo, y para acabarla de amolar dormimos en el mismo cuarto! —se decía la pobre muchacha, viendo a su padre que a unos metros dormía.

Se veía despojada de la privacidad necesaria para darse una buena dedeada. Aún así, no dejaba de tocarse la verija por las noches, aunque ahogaba sus alaridos lujuriosos que ella misma se provocaba. Con una de las yemas de sus dedos comenzaba a frotar su clítoris imaginando que se trataba de la punta de un pene. Luego, utilizando dos dedos, lo masturbaba estimulándose al máximo.

«¡Uy, ya no aguanto! —pensaba—. Mañana mismo le entrego las nalgas al primero que me las pida», y con tal pensamiento tranquilizó su mente para por fin dormir.

María Luisa se había propuesto chingarse a uno de los trabajadores del rancho. Fue así que por la mañana se puso vestido, en vez del pantalón de mezclilla que solía usar en las tareas de recolección. Por supuesto, también se maquilló y se peinó con la intención de atraer al sexo opuesto.

La joven recolectaba manzanas de uno de los árboles del huerto vistiendo únicamente aquel ajustado vestido que delineaba su curvilínea silueta, sin pantaletas ni brasier debajo. Así pensaba atraer a un macho dispuesto. Y no estaba equivocada, hubo un hombre que la vio con ojos alegres.

Esos bien formados muslos, y esas nalgas respingonas se le antojarían a cualquiera, llamaban de inmediato la atención. Invitaban sin duda a morder, a apretujar, a atascarse con ellos.

«¡Ah jijo! ¡Qué buenas ancas tiene esa potranca!», pensó para sí Don Justo, hombre de 50 años y dueño de Rancho Alegre, quien a caballo inspeccionaba la labor ejercida en su tierra. Como todas las mañanas recorría su rancho para supervisar a sus trabajadores, y ese día había tenido tal suerte que se había topado con aquella muchacha.

El hombre se bajó del caballo y miró de abajo a arriba las bien formadas piernas de la atractiva chica que, parada sobre una escalera de madera, terminaba de recoger el último fruto, y ya se disponía a bajar cuando se le aproximó el Don.

—A ver m´ija. Con cuidado, no se vaya a caer —le dijo el hombre, a la vez que la tomaba de la cintura “con el fin de ayudarla”.

—¡Ay! —gritó la sorprendida jovencilla. Era cierto que justo la atención de un hombre es lo que deseaba, sin embargo, Don Justo no había sido su objetivo inicial—. Ah, es usted patrón.

Nunca habían sido presentados, aunque María Luisa lo conocía de vista. Aquél, por otro lado, no había notado a la muchacha hasta aquel momento. No tenía idea que semejante beldad trabajara en sus tierras.

Las miradas con que Don Justo repasaba a la susodicha no pasaron desapercibidas para María Luisa, que bien conocía lo que su obvia belleza de “señorita” ejercía en el sexo opuesto. Fiel a su carácter, y astuta como su madre, a pesar de que el maduro hombre no fuese su meta buscada, a ésta le apareció el malicioso brillo en la mirada que allá en su pueblo la convertía en la Huicha.

Y así, aproximándose al hombre, quien por su edad podría ser su padre, le dijo:

—Oiga patrón, ¿me haría usted un favor? —le preguntó con coquetería la disoluta.

Minutos más tarde, detrás de unos arbustos: La Huicha, cabalgaba vigorosa y trepidante sobre aquel fibroso falo, el falo de Don Justo, quien, pese a la edad, le daba lo que necesitaba la fogosa chamaca. Los dos habían dejado la ropa a un lado y completamente desnudos le daban justo gusto al cuerpo. Se veía que ambos lo disfrutaban; él gozaba aquella oportunidad de chingarse a una joven treinta años menor, ella sólo quería verga.

Mientras el hombre veía a los ojos a la jovencilla que en ese instante lo montaba, tomó consciencia que nunca había visto a una mujer tan ardiente, tan encendida como ella. Era más que bonita y tiernita, sabía copular como ninguna otra que hubiese conocido. Estaba llena de ímpetu, y a él se lo contagiaba. Era evidente que esa era su naturaleza y aquello lo cautivó.

Gobernando aquel apareamiento, María Luisa hizo que ambos giraran sobre la hierba, sin que el miembro se le saliera, y así el hombre quedara ahora encima. Izó sus piernas entonces, apoyándolas sobre el macho que la penetraba. El hombre, con las suaves piernas de la joven en sus hombros, culeó como hacía tiempo no lo hacía. Ver el extasiado rostro de aquella chica era ya de por sí un placer. Aquella era una cogida salvaje, nada parecida a cómo lo hacía con su esposa. El maduro, pero vigoroso hombre, culeaba y culeaba resistiendo las ganas de venírsele. Pero de repente un rotundo golpe dio directo en el cráneo del Don. Había sido un golpazo hecho con una pala.

Sabino aún sostenía tal herramienta mientras veía furibundo a su hija que todavía estaba despatarrada sobre la hierba. Al progenitor de aquella preciosa hembra parecía que le brotara espuma de la boca, revelando la rabia interna.

—¡Güila desgraciada! —gritó Sabino casi al mismo tiempo que levantaba la pala nuevamente, pero dirigiéndola a su propia hija.

Sabino estaba fuera de sí.

María Luisa apenas pudo levantarse a tiempo y huir, impulsada por el puro instinto de supervivencia. Sin embargo, mientras corría, se le ocurrió una idea.

Apenas se topó con otros trabajadores comenzó a gritar:

— ¡Por piedad, ayúdenme!

Los hombres, que recolectaban frutos, voltearon a verla quedando sorprendidos por su desnudez.

—¡Me quiere violar, por Diosito santo, ayúdenme! —gritaba con desesperación.

Como Sabino llegaba detrás de ella con la pala entre sus manos, tratándola de atacar, los otros hombres no dudaron y lo retuvieron.

María Luisa dio la actuación de su vida.

—¡Mi padre me intentó violar! —expuso, y rompió a llorar, al mismo tiempo que con sus brazos trataba de cubrir su desnudo cuerpo y se hacía un ovillo.

—No es cierto... ¡güila desgraciada, no seas mentirosa! ¡Anda, diles, diles cómo te encontré! 

Los trabajadores, a quienes se les sumaron otros, hombres y mujeres, cuando notaron el alboroto, inmediatamente se pusieron del lado de la hija a la cual cubrieron como pudieron. Dieron oídos sordos al hombre quien trataba de explicarse.

Lo comenzaron a amedrentar, y Sabino fue víctima del apedreo que muchos de los presentes efectuaron. María Luisa no obstante no salió de su papel de víctima y no hizo nada por defender a su padre.

Más tarde, el patrón del rancho ya se había recuperado lo suficiente como para dar testimonio. Convenció a todos de la versión de María Luisa, a quien respaldó, acusando a Sabino de haberlo golpeado cuando quiso auxiliar a la pobre muchacha de su abusador padre.

Según Don Justo, mientras recorría su huerta, pudo oírla pidiendo auxilio y, al acudir a ver de qué se trataba, vio a Sabino tratando de abusar de su propia hija. Él, de inmediato, trató de evitarlo, pero aquél lo golpeó.

Pese a ciertas incongruencias, como haber sido hallado desnudo, las autoridades dieron toda credibilidad a lo dicho por Don Justo. Detuvieron a Sabino, quien de tal manera volvió a la cárcel. Don Justo tenía los suficientes recursos e influencias en la localidad como para hacer prevalecer su versión.

A partir de entonces, él y María Luisa mantuvieron relaciones a espaldas de la esposa y el hijo del hombre. María Luisa lo tenía encandilado con la fuente que poseía entre las piernas, y Don Justo no la desaprovechaba, hundía su cabeza cana entre aquellos carnosos muslos femeninos. El curtido hombre se deleitaba con la siempre jugosa raja de la muchacha.

—Tienes un cántaro de miel entre las piernas —le decía entre sorbos Don Justo, y era honesto.

El hombre, casado desde hacía veinticinco años, y padre de un único hijo no mucho mayor que la hembra que tenía enfrente, olvidaba tal compromiso al deleitarse de la lascivia que aquella joven le provocaba. Con enjundia continuó lamiendo por varios minutos aquella abertura.

«¡Qué rica tiene la concha! —pensaba para sí el amo de esas tierras—. Es tan deliciosa y gratamente olorosa».

Tozudo, embelesado, no paró hasta que hizo explotar ese pozo de jugo lechoso y afrodisiaco.

Si Don Justo era el dueño de esas tierras, María Luisa era la dueña de él.

Don Justo se la clavaba de a perrito, haciendo chocar sin descanso su correosa pelvis contra las suaves, redondas y bien paradas nalgas femeninas, cuando de improviso ella le preguntó:

—¿Te casarías conmigo?

La interrogante tomó al hombre totalmente por sorpresa. Divorciarse de su esposa, nunca lo había contemplado.

Y quizás fuese por la situación en que se lo hubiese preguntado: Justo cuando las carnes de hombre maduro chocaban contra las nalgas de hembra joven, en ese momento en el que su verga entraba y salía en tan apretada y caliente vagina, disfrutando el delicioso placer del mete y saque, deseando conseguir la tan ansiada y necesitada expulsión de sus espermas. El hombre, sin emitir respuesta, ya lo había decidido.

Dolores, la que fuera esposa de Don Justo por veinticinco años, salía devastada de ese rancho que por tanto tiempo había considerado su hogar. Daniel, único hijo del matrimonio, la seguía, y en su rostro podía percibirse el coraje que sentía en contra de su padre, y de aquella amante suya, una joven que incluso era menor que él.

La notable inteligente mujer, conocida antiguamente por el apodo de la Huicha (mote por el que no volvería a ser llamada), lo había conseguido. Ahora era la Patrona, la Señora de ese rancho. Su inteligencia la había librado de su celoso padre, mientras que su delicioso y juvenil cuerpo la había convertido en esposa de Don Justo, con quien se casó poco después de que su antigua y afligida mujer le concediera el divorcio. El hombre no podía dejar pasar tal oportunidad. Era evidente que la hembra era una mujer única, capaz de hacerle sentir el más rico de los goces sexuales, lo hacía sentir joven nuevamente. La pena que les provocó a su (antes) querida mujer, y a su único hijo, no fue obstáculo, Don Justo podía hacer a un lado aquello con tal de saciar su necesidad de hombre.

Ahora, mientras Don Justo da órdenes a sus trabajadores montando sobre su caballo azabache conocido por “el Prieto”, en su habitación, Doña María Luisa también monta, pero lo hace sobre un joven macho. Pues era de esperarse que aquella no se saciaría sólo con lo que el maduro hombre pudiera brindarle. Con los largos cabellos ondeando al vuelo, la mujer del patrón cabalga a hombre como a potro, y éste no es otro que Daniel, hijo único de aquél, a quien dirige para que se la coja mejor que su padre. María Luisa guía la cópula tan bien como su esposo dirige su rancho, y lo hace sobre aquella cama conyugal que, por su lujosa ornamentación, bien podría considerarse el trono de aquella Reina del Colchón, pues, pese a que ahora es toda una Señora, María Luisa sigue y seguirá siendo una hembra de sangre caliente.

viejo

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