Infiel sin saberlo

Jupi, me voy a acostar, no tardes. – Sonrió Tupami y se marchó. Y Júpiter, que había estado casado dos veces anteriormente, supo qué quería decir ella. El “me voy a acostar, no tardes”, no era tanto una invitación clara como una declaración de guerra directa, y eso Jupi lo sabía. Igual que sabía que tenía que ir, pero que no podía ir, porque realmente, Tupami no era su mujer, aunque eso ni siquiera ella misma lo sabía.

Jupi ya llevaba varios días sospechando que Tupami se le iba a lanzar. Días en los que ella le miraba mucho, le sonreía más, y cuando se sentaba a su lado en la cena, no se limitaba a sentarse junto a él, sino pegada a él. A Júpiter le parecía mal quitarse, y, qué cuernos, a él le gustaba. Esa misma noche, la mujer había hecho que la pequeña PumpkinPie (“mamá dice que significa “pastel de calabaza””-le dijo la niña cuando se la presentó), la hijita de ella, cenase pronto y se acostase temprano; según dijo, porque había tenido un día de mucho ajetreo y le convenía descansar. Y ahora, le venía con el “me voy a acostar, no tardes”. Júpiter había permanecido pasivo durante los casi dos meses que venía durando ya su falso matrimonio; podía haberse hecho el arisco, sí, pero,… Sonó el intercomunicador y lo aceptó.

-Jupi, es tarde… - bajo la voz cariñosa de Tupami, se oía una sonrisa – Anda, ven a acostarte. – Cerró la comunicación. “No ha puesto imagen, sólo sonido. Malo, malo.”, pensó él. La posibilidad de que ella estuviera desnuda en la gran cama doble, hizo que su cuerpo empezase a reaccionar. Júpiter cogió la bebida helada que tenía frente a él y se la puso entre los muslos para calmarse. No quedaba otra, tenía que ir y… que fuese lo que los dioses quisieran. “¿Cómo me he metido yo en un lío tan absurdo?” pensó mientras se ponía en pie.

Había sido todo de golpe y porrazo. Dos meses atrás, él estaba preparándose para huir. Había pasado los tres años anteriores trabajando como portero de discoteca, y de repente, cayó sobre el club una acusación de tráfico de Minx, una droga alucinógena potentísima que podía provocar adicción sólo con olerla y podía matar a la cuarta dosis. Él no había estado implicado en aquello, pero habían ordenado su detención de todos modos, igual que querían detener a todo el que trabajase en el club. La noche de la redada, él libraba, y un compañero le pasó el soplo, que se largase, que no dejase que lo cogiesen. El ejército acababa de salir de la feroz batalla de Xaú-Biget y querían aplastar todos los puntos de venta; cualquier sospechoso de tráfico tardaría mucho tiempo en volver a ver la luz del sol si le pescaban. A punto de tomar un transporte interplanetario que le llevase a donde fuera mientras ese “donde fuera” fuera lejos, Jupi se encontró con un antiguo amigo suyo que le pidió un pequeño favor.

-¿¡Casarme?! – se indignó Júpiter cuando se lo pidió – Oye, ya he estado casado DOS veces, y una de ellas me metió de culo en la cárcel, eso es más que suficiente para cualquiera. – su amigo intentó meter baza – Peter, NO. Hacerte un favor, es guardarte una maleta, alojarte en mi casa, ¡hasta pegarle un susto al tío que se tira a tu mujer, pero no casarme por ti!

-¡Por favor, Júpiter! ¡Es sólo un matrimonio de conveniencia, me caso para conseguir una herencia, pero me ha salido un plan estupendo, no lo puedo perder!


-Peter, das asco. ¿Me estás diciendo que retrasas tu propia boda, para irte detrás de otra tía?




-¡SÍ! ¡Tú no has vista a esa “otra tía”! Escucha: tú sólo tienes que presentarte allí diciendo que eres yo, ¡ella no me conoce, nunca me ha visto, para ella sólo soy un nombre y un par de frases de compromiso en unas cuantas cartas estúpidas! ¡No estamos enamorados ni nada así, ella se casa conmigo porque es mestiza! Dentro de un mes o dos, yo vuelvo, le digo cualquier tontería, y ya está, ¡le va a dar igual lo que yo haga o deshaga!

Los mestizos, sobre todo los de determinadas razas, solían tener graves problemas sociales: ya no eran enteramente de su propia raza, pero tampoco eran enteramente humanos. Los lilius, por ejemplo, no hacían distinción alguna: para ellos, todo ser inteligente era merecedor de respeto con independencia de sus genes, no entraba en su naturaleza el hacer distinciones. Pero otras razas, como los mutantes que podían cambiar de forma, consideraban muy grave el juntarse con seres que no poseían esa particularidad. Los Andrómeda, que eran ondas mentales dirigidas por lo que ellos llamaban el Es, ni siquiera consideraban la posibilidad de juntarse con alguien que no fuera de su propia raza, puesto que el uso de un cuerpo físico les parecía algo tremendamente retrógrado y superficial… los mutantes de las razas no inclusivas sólo podían solicitar la nacionalidad lilius (y no todo el mundo estaba de acuerdo con sus ideas pansexualistas) o acogerse a un matrimonio con un humano para así tener la nacionalidad de Tierra Antigua. La mayor parte de estos matrimonios eran concertados y las parejas que los contraían ni siquiera vivían juntas; sólo se trataba de un contrato.

-Sé que estás huyendo – susurró Peter. Ese era otro de los defectos de su amigo: siempre sabía más de lo que te apetecía que supiera – Ella tiene un negocio en las Lunas de Zubeneschamali, iréis allí después de casaros. Piensa que si te buscan, buscarán a un hombre solo, no a un casado. – Júpiter se maldijo. Tenía razón, le venía bien y lo iba a hacer. Media hora más tarde, a las dos de la madrugada, estaba frente a un anciano juez de guardia diciendo llamarse Peter, que Júpiter era un apodo, con los documentos de aquél, y rogando porque su foto no hubiera sido enviada a los Archivos aún.

Tupami era una mestiza de la raza de los Herbos. Tenía la piel de color entre verde y rosado y el cabello de un intenso color verde brillante, con alguna que otra pequeña flor en él. No se trataba de adornos, las flores crecían en su propio cabello. Los Herbos habían evolucionado a partir de plantas, y aún los mestizos eran capaces de sobrevivir durante varios meses sin más alimento que sol y agua. Peter tenía razón: aquélla mujer realmente no le conocía de nada, para ella no era más que la posibilidad de que ella misma y su hija sufriesen la menor discriminación posible. Incluso le pareció notar cierto desagrado en los ojos de ella cuando le vio. No le extrañó demasiado, y la necesidad de huir era más apremiante que su orgullo.

Júpiter era fuerte, alto y rubio. Dicho así, suena muy bien, pero la realidad no se ajusta bien a las palabras simples. Era ancho de espaldas e hinchado de músculos; fuerte, sí, pero de aspecto mazado y recio, nada delicado. El cabello sólo le crecía de las orejas hacia atrás, largo y fino; rubio, sí, pero con una reluciente calvorota. Sus ojos azules estaban surcados de finas arrugas por el sol, y por una edad que, en pocos años, ya no empezaría con un cuatro. Su bigotón cuadrado le resaltaba la mandíbula y la nariz decía a las claras: “Fui boxeador”. En una palabra: su aspecto solía asustar a las chicas y era más fácil imaginarle como presidiario que como galán.

Tupami llevaba en brazos a su soñolienta hija, también de piel y cabello verderosados, que no aparentaba más de cuatro o cinco años, y que le estuvo mirando todo el tiempo que duró la ceremonia civil; las bodas mestizas solían celebrarse de madrugada, precisamente para evitar las molestas intervenciones de la Liga de la Raza o de algún inspector que pretendiese comprobar que era una boda verdadera y no un contrato, inspección que sería mucho menos probable una vez casados. A él le venía muy bien la hora, pero la pobre niña tenía una carita de sueño… A la hora de firmar, la mujer estuvo a punto de dejarla en el suelo, pero de forma instintiva, Jupi se ofreció a tomarla. Tupami le miró con sorpresa, pero no pudo decir nada porque la pequeña, viendo que la salvaban de estar de pie, le echó los bracitos inmediatamente. Era increíblemente ligera, y, sin duda sorprendida por encontrarse a una altura inhabitual para ella, soltó con voz perezosa:

-Mami, ¡qué grandote es! – Jupi no pudo evitar reírse y Tupami sonrió. Es probable que allí empezara a liarse la cosa. “¿Quién me mandó a mí pretender ser educado?” pensó, mientras se lavaba los dientes. Aquella madrugada, cuando salieron del pequeño juzgado, Pie se le había quedado dormida en los brazos; Tupami le dijo que no hacía falta que la llevase, que la dejase en el suelo y que anduviese, que la niña ya no era un bebé para que la mimaran así… Pero Júpiter se negó, ¡si no pesaba nada! La llevaría con mucho gusto. Tupami parecía más sorprendida cada vez, e insistió, le dijo que estaría más tranquila si ella llevaba de la mano a la niña. Jupi tardó un par de segundos en darse cuenta de que estaba insinuando un miedo monstruoso a que él pudiera… hacer daño a la pequeña. El forzudo estuvo a punto de indignarse, pero vio auténtico miedo en los ojos de ella. Era indudable que alguien la había vuelto severamente desconfiada. “No te asustes de mí. Si lo prefieres, claro que te doy a la niña”, dijo, y una gran sonrisa aliviada apareció en la cara de Tupami. Apretó a la niña contra ella, y no tuvieron que caminar mucho, montaron los tres en el antigravedad de la mujer, y embarcaron directamente con él. El viaje a las Lunas de Zubeneschamali era largo, ocuparon su cabina y fueron inducidos al hipersueño. Cuando despertaron, casi dos días más tarde, empezó Jupi a respirar tranquilo. Pero sólo en lo relativo a su detención.

Júpiter recordaba cómo la niña no le había quitado los ojos de encima durante mucho rato, hasta que su madre le advirtió que mirar tan fijamente, no era bien educado, y Jupi sonrió y le preguntó a la niña qué le daba tanta curiosidad para mirarle tanto. PumpkinPie tomó aire y disparó una batería de preguntas acerca de cuánta sopa había comido de pequeño, para qué tenía los brazos tan gordos, cómo era que sólo tenía pelo en media cabeza, para qué le servía el pelo en la cara, si sus ojos estaban hechos de agua y lo veía todo azul, si es que uno tenía que acordarse de parar de crecer y él no se había acordado, si podía ver su casa desde allí… “Has cometido un grave error”, sonrió Tupami, y Júpiter pensó que el interrogatorio policial cuando en su día le arrestaron, fue una amigable charlita al lado de la metralleta interrogativa de Pie, pero aún así, con paciencia contestó todas las preguntas de ella. Para cuando llegaron al Hotel que su madre regentaba, “el grandote”, como ella le llamaba, ya se había convertido en “su amigo el grandote”. Tupami parecía indecisa. Por un lado, suponía que le agradaba que, ya que tenía que tener a la fuerza un marido humano, éste fuese una persona de trato agradable, pero por otro, parecía todavía desconfiar de él y de su amabilidad.

“Hubiera sido mejor dejar que desconfiase de mí” pensó, enjuagándose la boca por tercera vez. Tomó un cepillo del pelo y se puso a peinarse. “Hubiera sido lo mejor, si ella me hubiese cogido miedo…” Pero Júpiter, a pesar de su aspecto forzudo, a pesar de tener su carácter y que a veces pudiera ser un poco enfadica, sabía lo terrible que era causar miedo. Desde niño había sido grande y fuerte y sus compañeros habían tenido miedo de él, le habían tomado por un abusón… Jupi, el mayor de otras tres hermanitas, se había criado siendo lo contrario a un abusón: un protector. Cuando llegó a la escuela y detectó a los abusones, se le removieron las tripas y no pudo cruzarse de brazos: se enfrentó a ellos. Desde entonces y hasta que cogió su trabajo de puerta en el club, siempre sucedía lo mismo; él veía un jaleo, una pelea, y se acercaba, preguntaba qué pasaba, y mágicamente resultaba que jamás pasaba nada. Con Tupami sucedió algo similar, y la mujer fue dándose cuenta, a medida que pasaban los días, que no sólo no tenía que tener miedo a su forzudo esposo de conveniencia, sino que incluso podía serle muy útil.

Tupami llevaba lo que había empezado como un modesto negocio, un hotel del amor. En las Lunas eran un negocio muy común, porque se trataba de un bonito destino de vacaciones. Ella tomó el alquiler de un “local sin determinar”, y cuando ella lo tomó, era poco más que un picadero para desahogos de cuarto de hora, pero la mujer lo reformó, lo arregló cuidadosamente, hizo habitaciones temáticas… y el local empezó a dar dinero de verdad. Tanto, que el dueño quiso recuperarlo. Tupami se negó, alegando que ella había alquilado sólo el local, el negocio le pertenecía y no lo pensaba abandonar. Y como era mestiza, el dueño la denunció, diciendo que estaba quitándole su negocio. El que ella tuviera los contratos perfectos, no pesaba tanto como su condición de mestiza y madre soltera, de modo que para que su situación fuera legal, tenía forzosamente que contraer matrimonio con un humano; mientras estaba sola, se la podía tomar por una estafadora, pero al casarse, era su marido humano su representante legal, y un humano no tenía armas biológicas para influir en la voluntad como una alienígena o una mestiza.

Al no poder vencerla ya legalmente, el dueño del hotel había intentado chantajearla con una bajeza: secuestrando a su hija Pie. Aquello había sido hacía un par de semanas, y a Jupi aún se le ponía la carne de gallina pensándolo. La niña estaba jugando en la calle con otros chiquillos, al alcance de una voz de su madre. Él estaba en el patio trasero, pegándose con una vieja barbacoa eléctrica que no quería funcionar, y entonces oyó el grito de la niña, y no pensó, salió corriendo. En su carrera pasó a Tupami, que también corría hacia el hombre vestido de payaso que se llevaba a la pequeña; el falso animador iba montado en patines flotantes y volaba velozmente, pero Júpiter echó el resto, alargó la zancada, ganó terreno y le saltó encima. “¡Jupi, Jupi!”, gritó la pequeña, y el forzudo la separó del payaso, a quien agarró del cuello y levantó en vilo. Aún sin aliento, rugió con voz de trueno “¡¿A dónde te llevabas a mi niña?!”. Pero entonces, el hombre sonrió y simplemente desapareció. Se desvaneció en el aire. Había llegado a un punto oculto de teletransporte y sencillamente, se había ido. Júpiter se asustó. De haber dado sólo un par de pasos más sin que él le agarrase, habría conseguido llevarse a la niña. Cuando se volvió, vio a Tupami abrazada a Pie. La mujer lloraba y besaba la cara de la pequeña. “Gracias”- dijo la mujer. Y sonrió. Si antes la niña había simpatizado con él, ahora directamente era su ángel guardián. PumpkinPie presumió de él ante todos sus amigos de la calle, y por la noche le tuvo cogido de la mano durante toda la cena. Eso no le había importado, le gustaba y le hacía sonreír, pero también Tupami le había sonreído y a partir de esa noche había empezado a sentarse pegada a él, y eso claro que también le gustaba… pero es que no estaba bien, ¡Tupami no era su mujer!

“¿Y qué tendría que haber hecho? ¿Dejar que se llevasen a la niña delante de mí?” pensó Júpiter, pasándose el cepillo por 87ª vez. En ese momento, la luz del dormitorio se apagó, y por un lado se sintió mal por ella, porque se hubiese dormido, pero por otro se sintió muy aliviado. Mañana sería otro día. Salió silenciosamente del baño y abrió su lado de la cama. Sábanas limpias, olía muy bien… “esto era una encerrona en toda regla”, sonrió. Apenas se había tumbado, ella encendió la luz otra vez. Y Jupi estuvo a punto de soltar una maldición.

-Te has hecho rogar, ¿eh? – sonrió ella. Estaba tapada hasta las axilas, los hombros de suave tono rosa verdoso. Júpiter supo que ella no llevaba nada y sintió un fuerte tirón doble en las corvas. Ay… no tenía una erección tan rápida desde los quince. Mierda. – Jupi, quiero hablarte. – La mujer se deslizó junto a él, y al moverse, él vio un bordecito de encaje. Gracias a Lemmy, no iba desnuda. Tupami se colocó de lado junto a él, apoyada en el codo, y, como distraídamente, la sábana se deslizó por su cuerpo, dejando ver un corsé blanco que le aupaba el pecho de una forma que hubiera sido considerada pecaminosa por más de la mitad de la religiones existentes. Jupi cerró los ojos y resopló. “Ya era bastante malo pensar que iba desnuda, pero después del descanso al pensar que no lo iba, esto es peor todavía”, pensó, e intentó poner excusas.

-Tupami, no pretendo molestarte, pero, lo que sea, ¿no podría esperar a mañana? Estoy muy cansado esta noche… - bostezó exageradamente, y ella le sonrió y le acarició el hombro con un dedo, en cosquillas.

-No es una charla larga, corazón. – “Ay, ay, ay… ¿Qué debe hacer uno en un caso así? La estoy obligando a ser infiel a su verdadero esposo… Claro que él la está siendo infiel a ella de todos modos. ¡Pero ella no sabe que yo no soy su marido! ¡Va a tener sexo extramarital conmigo sin saberlo!” Se agarró a la sábana y se tapó hasta la barbilla como única barrera, pero a Tupami aquello debió parecerle muy divertido, porque sonrió más aún. – Sólo quería decirte que… tú me has hecho darme cuenta de que estaba siendo muy injusta con toda la raza humana. Antes de conocerte, yo… bueno, a Pie desde luego no la trajo la cigüeña, estuve con otros humanos, y todos se aprovecharon de mí. Alguno me hizo verdadero daño… Yo llegué a pensar que todos los humanos eran malvados, crueles, embusteros incapaces de amar de verdad. – Jupi no supo ni a dónde mirar. Se sentía un miserable – Pero llegaste tú y me hiciste ver que existen personas amables, honestas, sinceras de verdad… y cariñosas. Que no todos los humanos son iguales, y que yo estaba siendo muy racista. El racismo que tanto me molesta cuando lo sufro yo, yo se lo estaba haciendo sufrir a los demás, y no me daba ni cuenta. – Los ojos de Tupami brillaron – Gracias.

La mujer se inclinó ligeramente sobre él y le besó la mejilla. Fue pura suavidad, una caricia de ternura con aroma de flores, y hubiera quedado como un gesto de inocente cariño de no ser porque ella permaneció casi pegada a su cara durante unos segundos y de inmediato se dirigió a su boca. Apenas Júpiter sintió sus labios en los suyos supo que había perdido, que no tenía forma de escapar. Aún así, intentó hablar, pero ella siseó para acallarle y le acarició la cara. De repente, le estaba abrazando con una pierna y se frotaba contra él, y a juzgar por cómo sonreía, era indudable que podía notar que esas atenciones, no le dejaban en absoluto indiferente.

-Sé por qué quieres frenarme. – musitó – Porque eres una buena persona y no quieres que haga esto sólo por agradecimiento o por complacerte a ti. – se acomodó del todo sobre él y apretó tiernamente los muslos sobre su erección. Jupi soltó las sábanas y la agarró de la cintura, con los dedos casi reptando hacia abajo, hacia las nalgas. – Te aseguro que no es sólo por eso. – Tupami le miró los labios entreabiertos, por entre los que a Júpiter se le iba media vida en cada respiración, y se acercó a ellos con exasperante lentitud. Los acarició con los suyos, y finalmente los beso en medio de un gemido impaciente. Las manos de Jupi se crisparon en las nalgas de la mujer. Nalgas desnudas. Las amasó, encontró una fina tira de tela suave. “Corsé y tanga”, pensó, en medio de las caricias que a su lengua le prodigaba la de Tupami “Yo seré un embustero y tu legítimo marido un caradura, pero tú seducirías a una silla si te diera la gana”.

Tupami acariciaba el interior de su boca con la lengua, pero también le acariciaba todo el cuerpo con la piel, no paraba quieta sobre él, le acariciaba los brazos, las piernas, se frotaba contra el pantalón… Cuando al fin le soltó la boca, después de apresarle el labio inferior y darle tironcitos como si lo mamara, Jupi pensó que no iba a durar nada. Entre unas cosas y otras, llevaba casi medio año sin sexo. Con ella, llevaba dos meses viéndola caminar, sonreírle y tomar confianza lentamente, y como tres semanas viéndola ser atenta con él, viendo su silueta a través de la cortina de la ducha, durmiendo junto a ella y despertando con ella agarrada a su brazo o directamente abrazada a él… y deseándola. Aunque supiese que no debía. Todo ese deseo contenido se cebaba en él ahora y le hacía retorcerse debajo de ella de pura impaciencia; cuando ella se alzó y le colocó los pechos en la cara, aún cubiertos por el corsé, creyó de verdad que se volvía loco.

-Chúpalos… hazlo, y verás. – sonrió ella, y Jupi emitió un rugido hambriento y abrió la boca. Un sabor dulce se la inundó, y notó que la tela se deshacía entre sus labios, ¡era un corsé de azúcar, comestible! Aquélla mujer se había propuesto matarle, pensó mientras lamía como un loco, sus manos perdidas ya más allá de las nalgas, notando la humedad que desprendía. Empezó a acariciar sin reparo, y ella gimió al notar sus dedos coqueteando con su cuerpo. – Sí… acaríciame… - Las piernas de la mujer acariciaban las suyas y sus manos le hacían mimos en el cuello y las orejas, le acariciaban el cabello rubio y le apretaban contra sus tetas, ya prácticamente desnudas.

“¡Qué preciosa es!” logró pensar, inundándose del olor que desprendían sus tetas. Un olor dulce a flores, pero ligeramente embriagador, como cuando uno hunde la nariz en un montón de rosas y de pronto le parece que todo huele a ellas. Tenía los pezones de color dorado, y al lamerlos, un suave polvillo, como purpurina, se desprendía de ellos. Sabía dulce, sabía aún mejor que el corsé, podría pasarse horas enteras chupándolos, y los apresó alternativamente entre sus labios; cada succión era respondida con un gemido de placer y una sonrisa, y mientras tanto, Jupi no dejaba de acariciar la empapada intimidad de Tupami, hasta que ésta se inclinó sobre él para besarle nuevamente, y empezó a bajar, besándole la garganta, el pecho… viendo a dónde iba, Júpiter la frenó, la tomó de los hombros y la apretó contra él.

-No, no… es nuestra primera vez… - jadeó con esfuerzo – Abrazados. Hagámoslo abrazados. – pidió, y la infeliz Tupami pareció a punto de llorar de emoción, ella no podía saber que el único modo que tenía Jupi de medio descargar su conciencia, era decirse a sí mismo que en el fondo, habían hecho el amor, no tenido sexo improductivo.

-Amor mío… - la joven suspiró de tal modo que Jupi estuvo a punto de confesárselo todo, pero entonces ella le besó una vez más, acariciando su paladar con la lengua en un cosquilleo tan rico, que el placer le dominó y no fue capaz. De hecho, sus manos se dirigieron a su pantalón y lo bajaron para dejar al descubierto la erección. Apenas ella notó el calor de su hombría, se hizo a un lado el tanga y se alzó. Júpiter tuvo que taparse la boca con las dos manos. Había entrado hasta el fondo de un solo viaje, y ella era estrecha, cálida, apretada. Tupami gimió. Jupi vio la cara de placer que ella ponía, una sonrisa abandonada, y un intenso color verde esmeralda, brillante, en sus mejillas. Y entonces, lo notó. Algo le estaba… tocando. Desde dentro del cuerpo de ella.

Júpiter respingó, ¿qué era… qué pasaba? La mujer vio su expresión de sorpresa y se le escapó la risa. Le tomó de las manos y él se las apretó, entrelazando los dedos. En el interior del cuerpo de Tupami, un montón de diminutos bultitos acariciaban el miembro de Jupi, pero enseguida, sintió algo más. “Son como… lenguas”, se dijo, sin poder cerrar la boca, tanto por la sorpresa como por el gusto. Una lengua húmeda, una especie de tentáculo le abrazaba la polla desde dentro, y enseguida otro, y otro más… aaaagh…. Uno se metió debajo la piel y empezó acariciar suavemente por dentro, ¡Dioses! ¡Era increíble! Los tentáculos empezaron a pasearse a placer por su virilidad en infinidad de caricias húmedas, y Jupi no podía parar quieto, sus manos apretaban las de Tupami y su cuerpo daba convulsiones, perdido en golpes de placer, cada uno mejor que el anterior.

-¿Nunca lo habías hecho con una chica como yo? – gimió Tupami con dificultad, mientras sus caderas se mecían contra el cuerpo del forzudo. Era indudable que el acariciarle de esa manera, también a ella le daba placer. Júpiter negó con la cabeza, y ella sonrió. - ¡Qué lindo… es como si fueras casi virgen! Aaaah…

Júpiter se quemaba, pero se quemaba en un placer increíble que le hacía cosquillear hasta por dentro de la polla. Sin poder contenerse, empezó a bombear, y Tupami le sonrió más, mientras los gemidos se le escapaban. Las manos de Jupi se dirigieron a los pechos de la joven, y ella misma le apretó las manos contra sus tetas. Empezaron a moverse al unísono, combinando los meneos de caderas con los apretones en sus pechos, y pronto Tupami empezó a jadear sin poder contenerse; no había peligro de que la niña les oyera, su cuarto estaba insonorizado, si la pequeña llegase a llamarles, sólo la oirían ellos a ella, el intercomunicador infantil jamás funcionaba a la inversa. Eso les daba libertad para gritar a pleno pulmón si les daba la gana, y casi fue lo que hicieron.

Júpiter gemía su placer, jamás había sentido nada tan delicioso y potente; Tupami jadeaba, asombrada de sentir tanto bienestar; por regla general, los hombres con los que había estado se limitaban a tenderse y disfrutar de lo que el cuerpo de una Herbos podía ofrecerles, era la primera vez que uno intentaba ofrecerle más placer del que ella misma podía procurarse, ¡y era maravilloso! ¡La fricción de su miembro la llevaba al Jardín Paradisíaco! Notó que él estaba a punto, que no podía aguantar más, e hizo que sus tentáculos acelerasen el ritmo.

Júpiter exhaló un poderoso gemido, ¡se iba a correr! ¡Ella estaba frotándole más rápido, las caricias de los tentáculos eran más potentes, y tan suaves, tan húmedas… haaaaaaaaaah… uno de ellos le cosquilleó la uretra, y ahí ya no pudo aguantar más! Un golpe de caderas, una fuente de placer, y una nube de polvo dorado se expandió por el cuarto. Y Júpiter lo vio todo a cámara lenta. Sintió el placer crecer lentamente, cebarse en su frenillo, y estallar en una ola cálida de gusto maravilloso. Sintió que su descarga subía con una lentitud imposible por su miembro y salía a presión del mismo, inundando la intimidad de Tupami. Y el placer no se detenía. Duraba y duraba. Segundos y segundos de placer, infinito placer saciado, mientras el polvo dorado caía tan lentamente a su alrededor, que parecía no caer… sólo cuando estaba a punto de llegar a su piel, cayó de golpe, y el tiempo volvió a su velocidad original.

Tupami le sonreía, mientras seguía frotándose. Jupi jadeaba y sus músculos daban pequeñas contracciones. Su ano se cerraba en calambres y su polla, aún dentro de ella, daba los últimos golpecitos de un placer inenarrable. Jamás había tenido un orgasmo tan largo, había oído decir que los orgasmos largos eran privilegio del sexo femenino. “Si es así como lo sienten ellas, no sé cómo les puede doler nunca la cabeza…” pensó con lentitud. Sólo un poco más tarde se dio cuenta que Tupami seguía frotándose y gimiendo sola; no había terminado. Jupi miró hacia abajo: su miembro seguía preso dentro de ella, erecto aunque él no sintiese nada especial. En el cuerpo de la mujer, había un botoncito de intenso color rosado, gordito y extrañamente grande. Júpiter se lamió los dedos índice y pulgar y sin avisar, lo pescó entre ellos.

Tupami ahogó un grito y su cuerpo dio un temblor, ¡sólo ella misma se tocaba allí! A los hombres solía darles repelús un clítoris tan grande y gordito como el suyo, nunca… haaaaaaaaaaah… por favor, por favor, que siguiera… El forzudo sonrió. El travieso apéndice resbalaba entre sus dedos, era caliente y se podía jugar muy bien con él, y cada caricia parecía poner a Tupami fuera de sí, a juzgar por cómo se contoneaba y gemía. Sin dejar de acariciar, empezó a embestir, y la mujer gritó.

-¡Sigue! ¡Sigueee…!– atinó a pedir. Le tomó la mano libre y la agarró entre las suyas; Jupi la llevó a su rostro y la acarició, y la mujer le miró con infinita ternura mientras sus gemidos subían de tono. Júpiter movió los dedos sobre su clítoris como si lo cosquillease, rodeado entre sus dedos índice y corazón, y frotándolo con el pulgar, y Tupami puso los ojos en blanco. Se alzó ligeramente para dejarle más sitio para bombear, y Jupi comenzó a hacerlo a lo loco, a toda velocidad. La joven emitió una risa de placer, él no lo sabía, pero todos los tentáculos del interior de su vagina, eran sensibles como el suave clítoris que él acariciaba sin descanso entre sus dedos, ¡le estaba dando un placer maravilloso, iba a correrse con todos ellos! El pubis de Tupami empezó a cambiar de color, su piel, entre rosada y verde, empezó a tomar un precioso color verde esmeralda, brillante, con tonos azulados, y empezó a expandirse por su piel, por sus muslos y su vientre, mientras sus gemidos se hacían más lánguidos y agudos. Sus muslos temblaban, potentes calambres la hacían estremecerse sobre Jupi, una gota de sudor perfumado se deslizó entre sus tetas, y al fin, un grito de pasión anunció su orgasmo.

Tupami se curvó hacia atrás, sus manos agarrando, crispadas, la mano libre de Jupi; éste notó que el clítoris se contraía hasta escapársele de entre los dedos, y un fuerte apretón le aprisionó la polla en espasmos rítmicos, pero eso no fue lo más espectacular: Tupami cambió de color por completo, todo su cuerpo se volvió verde esmeralda, a vetas azuladas; su cabello creció desmesuradamente, tomó un intenso color azul y pequeñas flores blancas empezaron a brotar del mismo y de nuevo, paf, la nube de polvo dorado lo coronó todo. Jupi vio que procedía de las flores de su cabello. Ahora la vio caer a la velocidad normal, porque no era él quien se había corrido, sino ella. El polvillo dorado era tan fino que apenas empezaba a caer, dejaba de verse, como el polvo que danza en un rayo de sol.

Tupami temblaba, aún echada hacia atrás. Su sexo daba contracciones, cada vez más espaciadas, y sus gemidos se iban cambiando a una respiración más normal. Le miró. Y se dejó caer sobre él con una sonrisa de cariño inmenso. Lentamente, su cuerpo tomó su tono verde rosado normal, y su cabello también volvió a su longitud anterior. “Si me hubiera metido Minx, no habría soñado nada mejor que esto”, pensó Jupi, abrazándola con los ojos cerrados, disfrutando de su calor y de su intenso olor a flores. Los dos se apretaron y estrecharon mutuamente, y Júpiter notó que un sueño dulcísimo le pesaba en los párpados y no pudo ni volver a abrir los ojos.

Debía ser muy tarde cuando el forzudo quiso cambiar de postura y despertó. Tupami seguía abrazada a él, respirando con regularidad. Tenía los brazos y la nariz muy fríos, y Júpiter subió más las mantas; la mujer perdía mucho calor corporal durante las horas nocturnas, por eso casi siempre cuando Jupi despertaba se la encontraba abrazada a él, su calor la atraía como la luz a las polillas veraniegas. Tupami emitió un entrañable gemido al sentir el calorcito, y besó el pecho de Jupi cuando él le acarició los brazos fríos con sus manos tan cálidas. El forzudo sonrió, aún sabiendo que estaba en un buen lío. Si sólo hubiera sido un revolcón, no habría sido tan grave, pero Tupami le quería de verdad, y él mismo no quería ya dejarla, ni dejar tampoco de ver a PumpkinPie. Le hubiese gustado pensar qué podía hacer, pero Tupami le acarició la cara con una mano fresca y suave, y sus ojos parecieron hacerse de plomo. Se durmió al momento.





-¿Comes tortitas? Entonces, ¿no es verdad que si sólo como dulces nunca creceré? – preguntó Pie a la mañana siguiente mientras desayunaban, al ver la generosa ración de jarabe de mushaté que Júpiter se servía en sus tortitas.

-Claro que crecerás. – dijo él, y al levantar la vista, vio a Tupami que le hacía gestos de negación, y se corrigió – Pero sólo si además de dulce, comes de todo, si no, te quedarás canija y debilucha y no podrás levantar ni una hoja del suelo.

Pie miró a su madre y ella asintió.

-Te dice la verdad, igual que yo. Si no te bebes toda la leche y el ferti, te quedarás enana y no florecerás. – dijo Tupami. PumpkinPie, por un momento no pareció muy contenta con la idea de que su madre tuviese un ayudante, pero entonces Jupi le dijo que si se lo acababa todo, la enseñaría a construir un antigravedad de juguete para hacer carreras, y la niña sonrió, apañó el vaso de leche y empezó a beber a lo pavo. Jupi y Tupami sonrieron. Todo podría ir muy bien, de no ser porque poco después, el forzudo recibió un mensaje holográfico. Peter se había cansado de su otro plan y se preparaba para ir de regreso

1 comentario - Infiel sin saberlo

Jimbostera +1
me gustó el relato, van puntos!