Almuerzo y postre

Se conocieron como se conoce la gente en estos tiempos, de forma extraña, virtual, con interrupciones, pero con continuidad.
Se saludaban por la mañana con un guiño en el whatsapp, se extrañaban, se preocupaban con los silencios, pero siempre, cuando lograban conectarse, algo pasaba entre ellos. Algo real, palpable, cierto. Algo que los atravesaba en el cuerpo, en esos cuerpos que se conocían al detalle por las fotos que se iban mandando.
Cuando se vieron a los ojos por primera vez, se reconocieron. Se besaron cálidamente con un beso en la comisura de los labios, que se demoraron unos segundos, para transmitirse todo el deseo acumulado, todas las ganas que habían juntado durante todo ese tiempo.
Él se había ocupado de reservar una mesa en el hotel del centro de Buenos Aires, y ordenaron un plato de pesca del día y un vino salteño, torrentés, frío y dulce que envolvió todo el momento muy rápidamente.
Ella estaba radiante. Un vestido apenas por encima de las rodillas, los hombros descubiertos, que no dejaban ver su escote, pero dejaban a la imaginación su contorno generoso. 
Él estaba sobrio. Un traje oscuro, camisa blanca sin corbata.
Charlaron para aflojar un poco, pero no lo lograron. Estaban ardiendo, pero sabían que tenían toda la tarde para ellos, y por eso no se apresuraron.
Quizás demorar todo hasta la exasperación sea la clave del placer más intenso.
Se dieron permiso para contarse cosas de la vida, de esa que quedaba más allá de la puerta del restaurant del hotel.
Terminaron el plato y el vino. Él le preguntó si quería postre o café, y ella le dijo, en ese lenguaje indudable de las miradas, que quizás más tarde. Y se levantó rumbo al baño, contoneándose, mostrándole el movimiento de ese culo que él tanto había deseado, y que ya había amado en soledad.
Apenas giró la vista, corroboró que él tenía la boca abierta, mirándola, y sonrió invitándolo, y él no se hizo rogar, acercándose al pasillo que daba a los baños. No había nadie en el lugar y el la aprisionó contra la pared, besándole la boca, esa boca que tantas veces había deseado. Su lengua no tuvo reparos en invadir profundamente su boca, y su mano atrevida buscó por debajo de las polleras, descubriendo aquello que lo hizo enloquecer. No había ropa interior debajo del vestido colorido. 
El beso profundo se demoró eternos minutos. La lengua era un pene erecto y la boca una vagina hambrienta. Se estaban cogiendo con la boca.
Apenas era el principio.
Y todo se encadenó como en los sueños íntimos que habían construido en los últimos tiempos.
Una suave música los envolvía, y se abrazaron y empezaron a bailar cadenciosamente. Su mano en la cintura, dejó levantar un poco su vestido, poniendo a la vista del personal del restaurant ese culo redondo, magnífico, haciéndolos alucinar a todos, pero ellos no veían a nadie. Se sentían solos. Únicos.
¿Para qué decir que el tiempo que les llevó subir los seis pisos por el ascensor fue eterno?
Ella acarició su paquete por encima del pantalón. Él hundió su dedo en la concha húmeda y le arrancó el primer gemido profundo.
Abrieron la puerta de la habitación y apenas si se dieron tiempo para cerrar la puerta.
La sentó en el escritorio y le levantó la pollera y sin dar respiros ni apresurarse demasiado, se sentó en la silla frente a ella.
Hundió su cabeza entre las piernas abiertas. Ella se dejó hacer.
Su lengua le recorría por completo. Sus dos manos acariciaban los muslos de sus piernas, y sentía que ante cada roce de su lengua en el clítoris, los gemidos de placer inundaban la habitación.
Podían expresarse sin miedo a ser oídos. Tenían el tiempo y la discreción suficiente para disfrutarse sin reparos.
Con la punta de la lengua, hacía círculos sobre su clítoris, que estaba hinchado… y con un dedo rozaba los labios vaginales sin penetrarla. Supo que iba por el camino correcto porque el cuerpo de ella se tensaba y respondía a cada uno de los estímulos.
Se llenó la boca de jugos sabrosos y con las manos en sus nalgas, la aprisionó más cerca de su boca. Sintió en sus labios el primer orgasmo que atravesó el cuerpo de su amada.
Apenas si dejó que la respiración de la mujer volviera a la normalidad y se pusieron de pie.
Ella desabotonaba la camisa de él, y él, en un solo movimiento la dejó desnuda, quitándole el vestido por la cabeza y dejándolo caer al suelo.
La apoyó en la cama y le abrió las piernas, no sin antes haber dejado caer su pantalón al lugar donde hacía rato ya debía estar, acompañando el vestido de la dama.
Sentía que la pija le explotaba cuando empezó a hacerla frotar por el clítoris, hambriento todavía de caricias y de un solo movimiento la penetró profundamente, de pie y recibió como respuesta un gemido profundo.
Pero salió de su interior mostrándole todo el esplendor de su erección. 
La cabeza roja, las venas hinchadas, y la penetró nuevamente, con un golpe de pelvis y un nuevo gemido.
Cuando quiso salir de su interior, ella lo sostuvo con sus dos manos, agarrándole de la cola para que la cogiera salvajemente, como se habían prometido en sus charlas.
En realidad fueron unos minutos, quizás diez, pero para ellos, la eternidad.
Cada movimiento de uno, era acompasado por el otro, una perfecta unión que los hacía delirar de placer, y decir cosas incoherentes, ininteligibles.
Ella murmuró algo así como un “no pares por favor” y el bombeó como un animal, golpeando con su miembro su interior, y su exterior con los huevos.
Un nuevo y más rico orgasmo le atravesó el cuerpo. Su cuerpo se tensó. Los ojos se le pusieron en blanco, y sus estertores pusieron duro su vientre. Una explosión de gemidos y jugos que mojaron las sábanas demostraron el final de ese momento.
Pero ella quería más.
Sin que nadie le dijera nada, se puso en cuatro patas, ofreciéndole el culo, y si bien él quería llenarla de leche, no dudó en chuparle el culo. Para dilatarle y para lubricarle ese preciado tesoro.
A cada beso, un gemido. A cada roce, electricidad en los cuerpos, y ella no se privó de acariciarse la concha mientras él seguía, metódicamente, perforándole el culo con la lengua.
Apoyó la cabeza roja de su miembro en el ojete, y esperó que fuera ella la que se empalara. Ella empujó y se hizo penetrar. Exhaló un suspiro y un nuevo gemido de placer, ronco, de satisfacción por sentirse llena.
Se seguía pajeando, mientras él le daba duro por el culo, y un nuevo orgasmo invadió su cuerpo. Era el tercero, pero aún quedaba uno más.
“Sos un potro” le dijo, y él supo que no era porque tuviera una figura atlética ni músculos trabajados, sino que era porque estaba aguantando el final, porque tenía la pija dura, volaba de placer, pero aún así, controlaba su final.
Se dio vuelta, lo agarró de los brazos y lo tumbó en la cama. Se subió encima suyo, y por primera vez, agarró su pija con la mano y se la ensartó en la concha. Empezó a cabalgarlo susurrándole que quería su leche, que la quería ahora, que la quería adentro.
Él se dejó llevar. Sintió desde su cuello hasta la cintura una corriente eléctrica que subía y bajaba directamente hasta sus testículos. Y sintió cómo su orgasmo era inevitable.
Cumplió con el pedido: le llenó de leche su interior, y ella acompañó cada estertor con un movimiento exacto de sus caderas.
Salió de su interior y con un movimiento rápido se dio vuelta y le apoyó la concha en la cara, diciendo que lo iba a limpiar bien para que no quedara nada, que le chupara, que quería un último orgasmo.
Se tomó la última gota de semen directamente desde la verga. Y le cogió la boca. Salvajemente, haciéndole sentir su propia leche, haciéndolo comer del mejor plato.
Cuando el cuarto y definitivo orgasmo atravesó su cuerpo, cayó exhausta, agarrándose de las piernas de él.
Cuando pudieron recuperarse, se rieron a carcajadas, lamentándose del tiempo que había pasado sin decidirse a conocerse, por la calentura que habían juntado, y por la cara del mozo del restaurant que, sin dudas, se tocaría pensando en las nalgas desnudas de ella cuando bailaba.



Almuerzo y postre



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