El tónico familiar (8).

El tónico familiar (8).



EL TÓNICO FAMILIAR.


CAPÍTULO OCHO.
PRIMERA PARTE.



  En ese momento sucedió algo que casi nos mata a ambos de un puto infarto. Alguien golpeó las puertas traseras del Land-Rover. Mi madre saltó como una conejita asustada y se cubrió el cuerpo con la manta. Yo maldije en voz baja y me tapé la genitalia con lo primero que pudo agarrar mi mano del asiento delantero, y que resultó ser mi camisa. La potente luz de una linterna nos alumbró a través del cristal y tras ella distinguí una silueta.
  La mano volvió a golpear, esta vez con más fuerza.
—A ver, tortolitos. ¿Vais a abrir o no? —dijo una voz masculina, grave y socarrona.
  Mamá estaba sentada y encogida contra un asiento, intentando ponerse las bragas sin soltar la manta, que solo dejaba al descubierto sus hombros y parte de una pierna. Me tranquilicé, aunque no mucho, cuando pude distinguir una gorra de policía sobre la cabeza del desconocido. Busqué mis pantalones y me los puse a toda velocidad, revolcándome de forma bastante ridícula en el suelo.
—Un... Un segundo, agente. Ya abro —dije, con voz temblorosa.
  No es que me diese miedo la pasma, ni temía que nos detuviesen por echar un polvo ni por la minúscula piedra de hachís que llevaba escondida en la cajetilla de tabaco, pero me aterraba que me hicieran preguntas sobre el frasquito de tónico. Y si encontraban el alijo oculto bajo el asiento trasero podría quedarme sin negocio y sin los buenos momentos que me proporcionaba el brebaje.
—¡No abras! —exclamó mi madre. No parecía tan asustada como furiosa, y eso me preocupó.
—¿Cómo no le voy a abrir a la poli?
  En cuanto conseguí subirme la bragueta quité el seguro de las puertas traseras y el policía las abrió de par en par. Nos enchufó con la linterna, primero a mí y después a mi acompañante, que soltó un bufido de fastidio.
—Vamos a ver... Aquí no se puede estar, amigo —dijo, hablándome a mí—. Para eso están los descampados.
  Era el típico poli cincuentón, grande y pasado de kilos. Tenía una papada sudorosa que le temblaba al hablar y una sonrisa sardónica en los labios. La verdad es que tenía razón; podría haber buscado un lugar más apartado, pero el calentón y la prisa por aprovechar el efecto del tónico cuanto antes no me dejaron pensar con claridad. Asentí a las palabras del agente y comencé a ponerme la camisa. Él miraba a mi madre, que se había quedado quieta y lanzaba chispas por los ojos.
—¿Y usted, señora? ¿No es ya mayorcita para andar follando en callejones?
—No hace falta ser impertinente, ¿eh? —dijo ella, en voz demasiado alta y en un tono poco adecuado para dirigirse a la autoridad.
  El madero soltó una risita que hizo temblar su papada y movió la linterna hacia abajo, enfocando la pantorrilla y el pie de mi madre, quien se apresuró a esconderlo. La luz subió de nuevo hasta la mano que mantenía apretada contra el pecho para sujetar la manta. La sonrisa del tipo se volvió más burlona y lasciva cuando vio la alianza de casada en el dedo.
—¿Sabe su marido lo que está haciendo esta noche, señora? —preguntó, pronunciando la palabra “señora” como si fuese un insulto.
—¿Y a ti que coño te importa pedazo de...?
  A una velocidad propia de un superhéroe, me abalancé sobre mi madre, le tapé la boca para que no terminase la frase y la sujeté contra mi pecho. Gruñó y se resistió como una posesa, ante la mirada divertida del policía.
—Di...Disculpe, agente. Se ha tomado unas copas de más —me disculpé—. Enseguida nos vamos.
—No conducirá ella, ¿no?
—No. El coche es mío —dije, rezando por que no me pidiera demostrarlo.
  El tipo se quedó observándonos unos segundos que se me hicieron eternos. Se recreó mirando una de las piernas de mi madre, que había quedado al descubierto debido al forcejeo. Apagó la linterna, cerró una de las puertas del vehículo y me miró con seriedad antes de cerrar la otra.
—Voy a volver dentro de cinco minutos. Si seguís aquí os llevo a comisaría, ¿entendido?
—Si, agente. No se preocupe.
  Antes de alejarse, el fornido representante de la ley no se privó de hacer un último comentario.
—Adúltera y borracha. Menuda joyita.
  Eso enfureció tanto a mi madre que estuvo a punto de liberarse de mi presa. Por suerte pude mantener la mano en su boca y no soltó la ristra de improperios que sin duda tenía preparados. En cuanto a mí, de buena gana le habría pegado un par de hostias al madero, pero habría sido la peor idea de la historia. Cuando el poli desapareció por el extremo del callejón, junto al que vi aparcado un coche patrulla, relajé los brazos, se revolvió y me fulminó con la mirada, jadeando de pura rabia.
—¡Suéltame, imbécil!
—Cálmate, mamá —dije, acariciándole los hombros.
  Entonces comenzó a golpearme el pecho con los puños cerrados. El flequillo despeinado le tapaba un ojo y estaba empapada en sudor debido a la manta y a su cabreo. Le sujeté las muñecas, no sin esfuerzo, y vi que en sus ojos además de la furia asomaban la tristeza y el reproche, junto a otras emociones que no supe identificar.
—¿Por qué no me has defendido? ¿eh? —me espetó.
—¿Que coño querías que hiciera? Imagina que papá tiene que ir a buscarnos a comisaría porque nos han pillado follando en un callejón. ¿Eso te gustaría?
—¡Suéltame, joder!
  Forcejeó durante unos segundos, resoplando y dedicándome toda clase de insultos. Hasta que de repente se quedó quieta, mirándome. La ira desapareció de sus facciones, le temblaron los labios y la humedad de sus ojos se desbordó como si se abriese la esclusa de un canal. Le acaricié el pelo y besé su cabeza mientras lloraba contra mi pecho, y abracé su cuerpo menudo y vulnerable, sacudido por fuertes sollozos. No sabía si la culpa era del tónico, del alcohol, o de ambas cosas combinadas con la infelicidad de mi madre, pero definitivamente la situación casi se me va de las manos.


  Durante el camino de vuelta ninguno de los dos dijo nada. Yo conducía en silencio y ella miraba por la ventanilla o al salpicadero, cabizbaja, sentada con las rodillas juntas y el bolso en el regazo. Se le había corrido el maquillaje de los ojos y apenas quedaba carmín en sus labios. Tenía un aspecto desaliñado y desvalido, con el vestido arrugado y el flequillo ingobernable que ya no se molestaba en apartarse del ojo. Nunca la había visto en ese estado y no me gustaba en absoluto. De vez en cuando soltaba el volante para acariciarle la mano o el hombro, gesto al que correspondía con una leve sonrisa, triste y cansada.
  Ya en nuestra calle, aparqué de nuevo bajo el árbol. Ninguno de los dos hizo amago de abandonar el vehículo. Ella miró hacia el portal de nuestro bloque y suspiró, como si fuese una alumna rebelde a la que llevan de vuelta al internado después de escaparse. Sospechaba desde hacía mucho que a mis padres no les iba demasiado bien, pero nunca había sospechado hasta que punto mi madre era infeliz, ni la frustración y necesidad de desahogo que le provocaba su monótona vida. Eso no dice mucho a favor de mi perspicacia, teniendo en cuenta que vivíamos bajo el mismo techo.
—¿Subimos? —dije.
—Mejor vete al pueblo. Quiero estar sola un rato.
—¿Seguro? No quiero dejarte sola.
—No pasa nada. Vete antes de que se haga más tarde.
  No me gustaba la idea de marcharme así, después de todo lo que había ocurrido esa noche. Como si me leyera el pensamiento, me acarició el pecho, mirándome con una sonrisa tierna en la que me alegró detectar su habitual ironía.
—¿Te he hecho daño? —preguntó.
—¿Cómo me vas a hacer daño con esos puñitos?
—Podría pegarte una paliza si quisiera.
—Si, claro.
  Se inclinó hacia mí y me dio un largo beso en los labios, sin lengua y sin tocamientos, un beso que oscilaba entre el de una madre y una amante, sin decantarse hacia un lado u otro. Dejó unos segundos su frente apoyada en la mía y me acarició la cara. No me enorgullece reconocer que, a pesar de todo, yo seguía cachondo y no me resignaba a no pasar con ella el resto de la noche.
—¿Por qué no te vienes? Puedo traerte mañana temprano —propuse.
—No. No quiero que tu abuela me vea así.
—Puedes subir a ducharte. Te espero aquí.
—No, Carlos, de verdad. Déjalo.
  Se apartó de mí, con una última caricia en mi cuello, y abrió la puerta del coche. Antes de bajarse, me miró con una expresión que era casi la de siempre, cosa que me tranquilizó un poco aunque sabía que se estaba esforzando en aparentar normalidad.
—Gracias por la cena, cielo. Lo he pasado muy bien.
—Yo también.
  Me quedé allí hasta que entró en el portal, apreciando el cuerpo del que por fin había podido disfrutar sin restricciones, el cuerpo que se había abandonado a la lujuria superando hasta la más obscena de mis fantasías. Arranqué y me puse en marcha, agotado y con los engranajes del cerebro descolocados. La facilidad con la que mi abuela se había convertido en mi amante, la inusual sencillez de nuestra relación, me había dado una falsa sensación de seguridad, la pretensión de que era un crack con las mujeres, y nada más lejos. Mamá me había devuelto a la tierra, recordándome que las mujeres eran complicadas y que yo estaba lejos de saber cómo tratarlas.
 
  Llegué a la parcela después de medianoche. Aparqué y me moví por la casa con el máximo sigilo posible, pues la abuela dormía profundamente, ajena por completo a las insólitas aventuras de su nieto y su nuera. Le eché un vistazo a sus generoso cuerpo bañado por la luz de la luna, tan diferente al que había poseído poco antes en la parte trasera del Land-Rover. Los calambres del deseo agitaron mi entrepierna pero me contuve, cerré la puerta, dejando a la hermosa pelirroja disfrutar de su sueño, y me fui a la habitación que había pertenecido a sus hijos.
  Hasta que no me desnudé y me dejé caer en la cama no me dí cuenta de lo cansado que estaba, física y mentalmente. Me hice un porro y me lo fumé preguntándome que estaría haciendo mi madre. Si le duraba el efecto del tónico puede que se estuviese masturbando, tal vez recreando en su mente el tremendo polvo con su hijo en el oscuro callejón. O puede que estuviese reflexionando sobre el giro que había dado nuestra relación, planteándose si ponerle fin o dejarse llevar por el placer clandestino que compartíamos. Fuera como fuese, no lo sabría hasta que volviésemos a encontrarnos a solas, y no sabía cuando ocurriría eso. Lo único que tenía claro es que no volvería a hacerla beber el tónico, y mucho menos mezclado con alcohol.
 
  Al día siguiente, un soleado jueves a mediados de junio, el calor apretó de nuevo. Me desperté temprano y desde la cocina me llegaron los inconfundibles sonidos que producía mi abuela cuando preparaba el desayuno, cosa que me hizo sonreír mientras me desperezaba y me rugían las tripas. Caí en la cuenta de que no me había duchado la noche anterior, y no quería presentarme en la cocina oliendo a sudor propio y ajeno, así que fui directo al cuarto de baño. Mientras me duchaba vi la parte trasera de mi cuerpo reflejada en el espejo del lavabo y descubrí un problema con el que no había contado.
  Durante su pasional arrebato, mi madre me había dejado la espalda hecha un Cristo, llena de arañazos y marcas de uñas. No recordaba que me hubiese mordido pero tenía marcas de dientes en el hombro. Aunque hubiese tenido la imaginación más fértil del planeta, no había forma de explicar esos zarpazos, nada que no fuese un polvo salvaje. Si mi abuela las veía sabría que había estado con otra, y aunque no éramos una pareja lo que se dice normal, sospechaba que no le gustaría saber que me follaba a otras, aunque fuese solo por una cuestión de higiene. Y desde luego sería desastroso si llegase a intuir que esa otra mujer era su nuera.
  Así que, a pesar del bochorno, tendría que llevar camiseta hasta que desapareciesen las heridas, que por suerte no eran profundas. Me había acostumbrado a ir a pecho descubierto gran parte del día y toda la noche, y sin duda a mi anfitriona le extrañaría verme de repente tan recatado, pero era mejor eso a que descubriese la verdad. Después de ducharme, me puse unos pantalones de chándal y, por supuesto, una de mis viejas camisetas.
  La encontré sentada a la mesa de la cocina, disfrutando de una gruesa tostada cubierta por la mermelada que ella misma elaboraba. Quizá por la agobiante ola de calor, o porque esa mañana quería alegrarme la vista, aún no se había puesto su bata floreada, sino que llevaba solo el camisón de dormir, muy corto y más escotado que cualquiera de sus prendas diurnas, de una tela blanca muy fina en la que se marcaban sin problema los pezones. Sin duda era una forma inmejorable de comenzar el día, y mi polla no tardó en demostrar lo despierta que estaba.
—Buenos días, cielo —me saludó, con su encantadora sonrisa.
  Eché un rápido vistazo para comprobar que la puerta principal estaba cerrada y las cortinas corridas, me senté en su regazo como si tuviese diez años menos, cosa que la hizo reír, la abracé y le di un beso nada infantil, saboreando la mermelada en su lengua. Tras un breve magreo que me puso a cien, me empujó y me colocó en la silla que había junto a la suya.
—Anda, vamos a desayunar que se enfrían las tostadas —dijo, complacida y ruborizada por mis tempranas atenciones—. No te escuché llegar anoche.
—No te quise despertar. Estás muy guapa cuando duermes —dije, mientras atacaba la primera tostada.
—No empieces con las zalamerías, tunante. —Me dio una cariñosa palmada en el brazo, muy cerca de dónde mi madre me había dejado de recuerdo la huella de su saludable dentadura— ¿Por qué no te quedaste a dormir allí? —preguntó, en un tono que no indicaba sospecha alguna.
—En la ciudad no hay quien duerma con el puto calor. Aquí al menos corre algo de aire por la noche.
—Eso es verdad —dijo, tragándose la excusa tan fácilmente como se tragaba la tostada—. No se como pueden dormir tus padres con ese bochorno. Les he dicho mil veces que pasen aquí el verano, al menos los días de más calor, pero ya sabes como es tu padre con el trabajo y el dinero. Dice que es mucho gasto de gasolina ir y volver de la ciudad todos los días.
  Yo asentí, masticando y mirando sin disimulo el voluminoso pecho de mi compañera de mesa. Que mencionase a mi padre, unido a el hecho de que yo dormía en su antigua habitación, trajo a mi mente una duda que me había asaltado de vez en cuando desde que comenzó el fornicio secreto con mi abuela. Al principio no me atreví a sacar el tema, pero a esas alturas teníamos mucha más confianza y pensé que no se enfadaría. Al menos no demasiado.
—Oye, ¿puedo preguntarte algo? —dije.
—Claro que sí, cariño. ¿Qué pasa?
—Verás, a veces me pregunto... Cuando mi padre y mi tío vivían aquí, ¿alguna vez... ya sabes... alguna vez hiciste algo con ellos?
—¿Que si hice algo con ellos? ¿Que quieres decir? —preguntó. Por su forma de levantar las cejas me dio la impresión de que me había entendido a la primera.
—Ya sabes... El tipo de cosas que haces ahora conmigo.
—¿Que? Pues claro que no —dijo, tan indignada que soltó la tostada en el plato—. ¿Cómo voy a hacer... eso con mis propios hijos? Qué disparate.
—Bueno, no es tan distinto de hacerlo conmigo, ¿no crees?
—Claro que es distinto, cielo. Muy distinto —afirmó. Hablaba en tono serio pero no estaba enfadada—. A los nietos se les consiente más que a los hijos.
  Me hizo gracia que lo enfocase de esa forma. Hablaba de follar como si hablase de un capricho cualquiera, algo que te niega tu madre para no malcriarte pero que tu abuela está dispuesta a conceder, aunque sea a escondidas. Estaba seguro de que no se lo tomaba tan a la ligera, pero a lo mejor expresarlo de esa forma la ayudaba a lidiar con la inmoralidad de lo que estábamos haciendo.
—Además, en aquella época yo estaba casada —añadió, como si eso descartase cualquier acto discutible por su parte.
  De pronto me vino a la mente la voz del desagradable policía llamando “adúltera” a mi madre. ¿Se podía considerar realmente un adulterio lo que habíamos hecho? Era un tema sobre el que debía reflexionar más adelante. En ese momento, me interesaba más conseguir algún detalle morboso sobre tiempos pasados.
—Seguro que fantaseaban contigo y se la meneaban a tu salud todos los días —dije, con burlesca malicia.
—¡Carlitos! No digas tonterías —se quejó.
  El rubor de sus carnosas mejillas aumentó un poco y mientras masticaba pude detectar en la comisura de sus labios la ligera curva que anticipaba uno de los momentos de desinhibición que solo se permitía cuando estábamos a solas. Le dio un largo trago a su café y me miró por encima de las gafas, con ese aire entre travieso y tímido que tan atractivo me resultaba.
—Te voy a contar una cosa, pero que no salga de aquí, ¿eh? —dijo, en voz más baja de lo normal a pesar de que nadie podía escucharnos.
—Ya sabes que se me da bien guardar secretos.
—Verás, después de que tu padre se casara, durante un tiempo vivíamos aquí tu abuelo, tu tío David y yo. Bueno, eso ya lo sabes, ¿no?
—Claro —respondí.
  El tío David era once años menor que mi padre, por lo que cuando mi viejo tuvo la suerte de casarse con mi madre, su hermano se quedó varias años viviendo a solas con sus padres, o sea mis abuelos. Me puse en contexto y el morboso suspense por lo que iba a escuchar aumentó el bulto en mis pantalones.
—En esa época tu abuelo aún trabajaba, así que tu tío y yo pasábamos bastante tiempo solos, sobre todo en verano —continuó. Evocar esa época hizo aparecer una sonrisa tierna y melancólica en sus labios. Sin duda echaba de menos a su marido y tener a sus niños en casa—. Un verano, cuando tu tío tenía cinco o seis años menos de los que tienes tu ahora, me estaba duchando y me di cuenta de que la puerta del baño estaba un poco abierta. Ya sabes que cuando hace calor me ducho varias veces al día, y que siempre cierro la puerta. Pensé que no la habría cerrado bien y no le di importancia. Pero al día siguiente volvió a pasar, y muchas veces más durante todo el verano. Yo disimulaba y miraba de reojo, y a veces veía a alguien moverse en el pasillo. En casa solo estaba tu tío, así que...
—¿Te espiaba en la ducha? —pregunté, seguro de la respuesta.
—Si, hijo, ya ves. A veces cuando salía del baño me lo encontraba disimulando en el sofá o en la cocina, rojo como un tomate y sudando como si viniese de correr. Si le hablaba no se atrevía a mirarme a los ojos, el pobre.
—¡Ja ja! Menudas pajas debía cascarse el tito. ¿Y nunca le dijiste nada?
—Claro que no. Se habría muerto de la vergüenza, pobrecito... Ya sabes cómo es. Al año siguiente se echó una novieta y dejó de hacer esas cosas —Hizo una pausa y me miró muy seria—. Ni se te ocurra decirle nada de lo que te he contado, ¿eh?
—Descuida.
  Mi tío David era un tipo bonachón y tímido, con un carácter apacible muy parecido al de su madre, a la que también se parecía físicamente. Por otra parte, medía más de metro ochenta y estaba fuerte como un morlaco, así que no era buena idea hacerle enfadar. La historia no había sido tan escabrosa como yo habría deseado. La perversión adolescente de mi tío era una película de Disney comparada con lo que yo hacía, pero aún así agradecí que mi abuela me lo contase. Para ella era un gran secreto, y por la forma en que lo había contado no me quedó muy claro si ser espiada por el pajillero de su hijo le había resultado excitante, o al menos halagador.
—¿Te gustaba? —pregunté.
  Moví la mano bajo la mesa y acaricié la piel suave de su muslo. Tenía las piernas cruzadas y el corto camisón dejaba a la vista toda la sinuosa longitud de su robusta pierna.
—¿Que si me gustaba el qué?
—Que tu hijo te espiase.
  Deslicé los dedos hacia la parte interior del delicioso jamón, cosa que le hizo soltar un suspiro de impaciencia y tragarse de golpe el trozo de tostada que masticaba.
—Claro que no me gustaba. No digas tonterías.
—Vamos... Seguro que te excitaba un poco que quisiera verte desnuda, y que se tocase pensando en ti.
  Intenté que abriese las piernas, pero las cruzó con más fuerza. Llevaba unas sencillas bragas blancas, y me moría por sentir el calor de su coño través de la tela. Se lo hice saber intentando meter los dedos entre los apretados muslos, cosa que resultó imposible. Su expresión pretendía ser severa, pero se le daba mal disimular y podía ver que estaba jugando. Sabía lo que quería y no me lo iba a dar así como así.
—Podrías haber puesto un pestillo en la puerta, pero no lo hiciste —insistí, ante su pícaro silencio.
—Los pestillos son para familias que no confían unos en otros. En esta casa nunca ha habido y nunca habrá —dijo, con cierta solemnidad.
  Cuando el acoso de mi mano se hizo tan enérgico que no podía fingir ignorancia, la apartó sin esfuerzo y me dio un cachete en el muslo.
—Venga, termina de desayunar, que tenemos mucho trabajo —me ordenó.
  Animado por el brillo de sus ojos y la sonrisa traviesa, que contradecían su actitud, me concentré en llenar el estómago, sin escatimar largas miradas hambrientas a los manjares que componían su cuerpo. Después de desayunar, comenzó a recoger, paseando de la mesa al fregadero, añadiendo al contoneo de sus caderas esa sutil sensualidad que solo yo sabía detectar. El camisón le cubría las grandes nalgas pero no se necesitaba mucha imaginación para visualizar las curvas que ocultaba la tela.      Cuando sobre el mantel a cuadros verdes y blancos solo quedaban dos botes de mermelada, una cucharilla y algunas migas de pan, tuve una interesante idea.
En un momento en que me daba la espalda, colocando cacharros en el fregadero, me bajé los pantalones hasta las rodillas, tan deprisa que mi verga saltó como un resorte y cabeceó en el aire antes de quedarse casi paralela al suelo, tiesa y dura como una baguette de gasolinera del día anterior. Cogí la cucharilla y apliqué una buena cantidad de mermelada de melocotón, desde el glande rosado hasta la mitad del tronco, con cuidado de que no cayese nada al suelo. Reconozco que no fue la idea más original del mundo, pero nunca había mezclado comida con fornicio, y hacerlo esa mañana con mi abuela, una mujer de gran apetito que disfrutaba como nadie con los placeres de la mesa, me pareció lo más natural del mundo.
—Vaya... Me he manchado ¿Me ayudas a limpiarme? —dije, en un tono que no le hizo sospechar nada inusual.
  Y cuando se giró se encontró con la inusual estampa de su nieto, pantalones bajados y polla en ristre adornada por la anaranjada confitura. Llevándose la mano a la boca contuvo una carcajada e intentó mantenerse seria mientras caminaba hacia mí, con un trapo de cocina en la mano.




CONTINUARÁ...



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