La compensación

Apenas habían pasado un par de semanas de mi graduación como enfermero cuando entré a trabajar en el centro de salud de aquel pueblo conquense. Tenía veintidós años y ese era mi primer contrato de verano. No me encontraba a gusto, la verdad, y es que la coordinadora no paraba de asediarme con más y más obligaciones.
La Gerencia les había dado vacaciones a dos enfermeras, pero yo era el único sustituto que habían contratado. Esa era la razón por la que mi jornada estaba dividida en dos. Por la mañana permanecía en el centro de referencia hasta la hora del almuerzo, momento en que debía desplazarme al pequeño consultorio de otro pueblo para terminar allí mi jornada.
Lucía, aquella bruja, estaba felizmente casada y tenía nada menos que cinco hijos. Su largo cabello era negro como la noche, tenía la piel morena y seguía siendo una mujer hermosa. Conservaba la línea, pues se privaba de todo aquello que engordara y además daba largos paseos con su perro todas las tardes. Solía llevar unos vaqueros ajustados de la marca Salsa que moldeaban su culazo a las mil maravillas. Su contenida cintura hacía que se remarcara la opulencia de sus pechos, si bien yo estaba convencido de que tal alarde tendría mucho que agradecer al derroche de ingeniería de su sujetador.
A mi pesar, yo andaba continuamente de aquí para allá como pollo sin cabeza. Mi listado de pacientes parecía no tener fin, y a todos debía pesarlos, tomarles la tensión y el azúcar. Luego realizaba las curas una tras otra y, sin pausa, me iba a hacer los avisos a domicilio. Lo malo era que cuando acababa en un pueblo debía desplazarme al otro en mi tiempo de almuerzo, con lo que ni siquiera disponía de esa media hora para almorzar y desconectar de la incesante demanda de trabajo.
Con la sucesiva repetición de tareas a lo largo de los primeros días de julio fui consiguiendo ser más dinámico y eficiente. La práctica y el ir conociendo las calles me sirvieron para no ir tan agobiado. Sin embargo, pronto vi mi gozo en un pozo, pues a mediados de julio comenzaron a llegar los emigrantes. Se trataba de gente mayor que largo tiempo atrás se había visto obligada a marcharse en busca de trabajo, pero que todos los años regresaban a veranear al pueblo.
Frustrado al ver que uno tras otro todos los forasteros iban siendo agregados a mi agenda, tome la determinación de convocar una reunión. Sin embargo, y como era de esperar, todas mis compañeras esgrimieron con fiereza que eso siempre se había hecho así. Había sido un estúpido al creer que aceptarían un reparto equitativo de los nuevos pacientes. Ante la unanimidad de todas las demás, la coordinadora ni siquiera tuvo que hacer valer su criterio por la fuerza.
Las cosas fueron empeorando hasta que al llegar agosto tuve que empezar a quedarme fuera de mi horario de trabajo. La única forma de sacar adelante mi farragosa lista de tareas era trabajar a destajo. En lugar de abrir la historia clínica de cada paciente para escribir lo que iba haciendo, simplemente anotaba a mano los nombres de los pacientes que atendía. De esa forma podía ocuparme de todo el mundo, aunque fuese a costa de tener que quedarme luego a pasar todo al ordenador.
Con todo, lo que más me fastidiaba era que ver a mi jefa marcharse todos los días una hora, o más, antes del final de la jornada. A la muy pérfida le habían concedido una reducción de jornada por cuidado de hijos. Lucía sí que acababa toda su faena, y aún le sobraba tiempo para incordiar a los demás u holgazanear. ¿Qué ocurría cuando se iba? Que cualquier incidencia que surgiera de sus pacientes también me tocaba a mí.
Lo único que medio me reconfortaba era que sólo tendría que aguantar aquel ritmo durante dos meses más. Lamentablemente, al final pasó lo que tenía que pasar, cometí un error. En mi frenética actividad diaria, me despisté y olvidé un buen puñado de vacunas fuera del frigorífico. Lucía se puso hecha una fiera conmigo y acabó amenazándome con pasar un informe al gerente.
Si yo hubiera agachado la cabeza y me hubiera quedado callado, nada habría pasado. Sin embargo, no lo hice. Aquella zorra no se esperaba que fuera yo quién mandara a la Gerencia una queja enumerando todos y cada uno de sus abusos de poder, así como los del resto de mis condescendientes compañeras de trabajo. Fue entonces cuando descubrí que, en realidad, alguna de las tareas que Lucía me había encomendado eran obligación suya como coordinadora que era.
Obviamente, el asunto pasó a mayores y a los pocos días la administrativo me informó de que un inspector de la Gerencia provincial había estado hablando con ella. El comportamiento y las decisiones de Lucía cambiaron de la noche a la mañana. No sólo hizo de inmediato un reparto equitativo de los pacientes forasteros, si no que me eximió de revisar el almacén, de reponer la sala de curas y el carro de paradas. No, no era la misma persona, sus formas y hasta el tono de su voz habían cambiado. Me hablaba con respeto y no lo hacía con ironía ni con sarcasmo. Por primera vez vi arrepentimiento e incertidumbre en los ojos de aquella mujer. Jamás hubiera creído posible semejante transformación.
Extrañado, terminé preguntando a la única compañera que se había dignado a echarme una mano en alguna ocasión. Al parecer, aquel tipo de la Gerencia era mucho más pendenciero que Lucía. Ese aspirante a Consejero regional no dudaba en expedientar y proponer suspensiones de empleo y sueldo al menor descuido. Lo raro es que noté que había algo más, algo que ella no iba a contarme.
El día de la reunión llegó y cuando apareció aquel hombre me sorprendió su aspecto. Yo me esperaba a un funcionario chupatintas y estirado a punto de jubilarse, pero Don Roberto era un tío trajeado que no llegaría a los cincuenta, bastante alto, fornido y con un aura de cabrón que infundía temor y respeto.
Pasamos los tres implicados a una de las consultas vacías y, nada más empezó a hablar me quedó claro que no era la primera vez que Lucía tenía que dar cuentas a aquel juez redentor. Visiblemente nerviosa y tras unos saludos tan cordiales como falsos, Lucía se adueñó rápidamente del turno de palabra para inculparme de lo sucedido.
¡¡¡PLASH!!!
Me quedé de piedra. El inspector acababa de hacerla callar dando un tremendo manotazo sobre la mesa.
— Lucía, Lucía, Lucía —repitió pesadamente Don Roberto, observándola con aire de estar rememorando acontecimientos ocurridos largo tiempo atrás. No le interesaba escuchar lo que ella tuviera que decir, sabía de sobra la clase de mujer que era— Veo que has olvidado los buenos modales, querida. Cuando una está en presencia de un superior debe guardar silencio hasta que le pregunten, ¿no te parece?
—Sí… Lo siento —se disculpó Lucía sin levantar la mirada.
—Colócate, vamos —ordenó Don Roberto.
Lucía me miró con un odio visceral. Estoy seguro de que, de haber podido, me hubiera matado en aquel mismo instante. Luego se levantó orgullosa e hizo algo que nunca olvidaré, se postró sobre la mesa apoyando los codos directamente sobre la brillante superficie.
—Te habrás fijado en el culo de tu jefa, verdad… ¿Alberto? —dijo intentando acertar mi nombre— Tendrías que estar ciego para no haberlo hecho.
— Cabrón —masculló ella entre dientes.
Al oírla, aquel tipo esbozó una siniestra sonrisa, luego apartó el borde de su chaqueta y desabrochó la hebilla de su cinturón.
— Por lo que veo, sigue gustándote joder a todo el mundo —dijo Don Roberto con malicia al tiempo que se sacaba el cinturón— ¿También sigues… ya sabes?
En lugar de terminar la frase, el muy sátiro imitó el gesto obsceno de una mamada empujando la mejilla con la lengua.
— Hace… —el inspector se detuvo a pensar— Hace veinte años, tu jefa era la reina de las mamadas a nivel provincial ¿No te lo ha contado?
Yo negué con la cabeza, francamente sobrecogido por el tinte mafioso que estaba tomando todo aquello.
— Pues sí, nuestra querida Lucía llegó a ser la ayudante del anterior inspector y allí todos sabíamos lo exigente que era el doctor Cebrián con sus ayudantes, ¿verdad que sí, Lucía?
La coordinadora tuvo que morderse la lengua para no decir algo de lo que con toda seguridad se arrepentiría. El inspector la estaba provocando y sonreía apretando el cinturón con los puños. Una palabra demás y Lucía recibiría un correazo por parte de Don Roberto.
—Pero bueno, eso ya es agua pasada. Más vale que nos centremos en este embrollo. Cuenta, chico, ¿qué demonios ha ocurrido?
Comencé a narrar lo ocurrido desde mi llegada al centro de salud, pero cuando llegué a la parte en que Lucía me había añadido sus tareas, ésta me interrumpió arguyendo que yo las había aceptado por propia voluntad.
¡¡¡PLASH!!!
Sin mediar palabra, Don Roberto le asestó a mi jefa un correazo en el trasero que la dejó sin aliento.
— Ves lo que te decía, chico, sólo hay una manera de que esta fulana esté calladita —dijo al tiempo que arrojaba el cinturón sobre la mesa y se bajaba la cremallera del pantalón.
Ver la mueca de dolor de aquella zorra endiosada al recibir su castigo fue impagable.
Lo que el inspector había contado acerca de mi jefa debía ser cierto, pues ésta abrió la boca en cuanto tuvo ante sí su grueso miembro viril. La madura coordinadora se prestó a mamar la verga de Don Roberto con evidente entusiasmo. El ostensible vaivén de su cabeza hacía aparecer y desaparecer entre sus labios la mayor parte de aquel monolito. Chupaba con auténtica devoción, como si no hubiera en el mundo nada mejor que comerse un buen pollón.
— Lo ves, chico —se jactó el inspector.
A continuación, aquel rufián extrajo también sus testículos a través de la abertura y empujó hasta aplastarlos contra la barbilla de Lucía.
Yo estaba flipando. Aquella señora tenía buenas tragaderas, de eso no había duda. Aunque la gruesa verga del inspector se veía firme y sólida como un mástil, ella conseguía engullirla sin mayor problema. Sabedora de cuales eran sus facultades, mi jefa se mostraba tan golfa como imprudente.
— Vamos, continúa —me inquirió el inspector— ¿Qué ha hecho esta fulana?
Lucía le miraba como hechizada, había cambiado de táctica. De buscar la aprobación del inspector a sus métodos de gestión, Lucía había pasado a buscar la conformidad de su superior con su forma de mamar. Ya no era la tiránica coordinadora de un centro de salud, si no la fulana de un gestor de rango superior.
Apenas atiné a decir un par de palabras antes de volver a quedar atónito. Sin embargo, Don Roberto no tardó en sacarme de aquel estado.
— A ver chico, si no vas a decir nada, entonces elige: Te vas ahora mismo y yo le abro a tu jefa un expediente disciplinario, o te quedas, te abro a ti el expediente y Lucía te recompensa con una mamada de las suyas. ¿Qué te parece?
Yo seguía pasmado, pero ese punto lo tenía claro. Me había masturbado unas cuantas veces pensando en ello.
— No, yo… Yo quiero su culo —balbuceé.
— ¡Bravo, chaval! —espetó el inspector francamente divertido— ¡Albertito quiere darte por el culo! ¿Qué te parece, Lucía?
La coordinadora se sacó de la boca la polla del inspector y me fulminó con la mirada.
—Enséñamela —respondió por fin.
Me puse en pie de un salto, me bajé el elástico del pantalón y mi nabo salió catapultado. Entonces fue ella la que alucinó, pues aunque mi miembro no era tan grueso como el de Don Roberto, sí que era bastante más largo.
Incapaz de esperar ni un segundo más, di un paso hacia delante, la sujeté del pelo y se la metí la boca. No sé qué me pasó, simplemente me dejé llevar por mi rabiosa juventud. Lamentablemente, la caramelosa boca de Lucía catalizó mi de por sí explosivo deseo sexual y me corrí casi al instante.
— ¡Ummm! ¡Ummm! ¡Ummm! —musitó Lucía visiblemente conmocionada con mi descarga de esperma.
Al final, la madura mujer echó la cabeza hacia atrás antes de que yo hubiera terminado de eyacular. El lechoso brebaje amenazaba no en vano con desbordar sus labios.
— ¡Vaya! —rio el inspector— ¡Pareces un pastel de nata!
— Lo siento —balbucí.
— Que lo sientes… —inquirió ella con acritud después de escupir en la papelera— y ¿tú vas follarme el culo?
La inesperada recriminación de mi jefa hizo hervir la sangre dentro de mí. Aquella mirada de superioridad me recordó lo mal que se había portado conmigo a lo largo de aquel mes de julio. Me trajo a la memoria sus continuos abusos y un sinfín de reprimendas y amenazas.
Furioso, la agarré de pelo y la obligué a postrarse de nuevo sobre la mesa. Lucía llevaba puestas sus habituales mallas negras, mallas que bajé de un tirón junto con un inesperado tanga color verde aceituna. Yo no pensaba que una mujer de su edad… La ridícula prenda era del todo insuficiente para contener el entusiasmo sexual de una hembra como aquella. Su sexo chorreaba como una esponja recién sacada del agua.
Sobre su nalga izquierda estaba la franja enrojecida que había dejado el correazo del inspector. Entonces empuñé mi polla, empapé el glande entre los inflamados de su vulva, se la clavé en el coño como una puñalada.
— ¡Ogh! —gimió mi jefa a la vez que se le doblaban las rodillas.
Sentado en la confortable butaca, el inspector nos observaba meneándose la verga con toda la calma del mundo. Desde su punto de vista el espectáculo debía ser magnífico. Frente a él, al alcance de la mano, tenía el hermoso rostro de Lucía, desfigurado ahora por el placer que mi polla le estaba proporcionando. Mi jefa jadeaba boquiabierta y con cara de susto cada vez que la roma punta mi miembro empujaba su útero hacía arriba. Detrás de ella, asido a la rotundidad de sus caderas, estaba yo. Follándola con toda la contundencia y el vigor del que era capaz.
¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!!
Mi abdomen golpeaba con estruendo su trasero, empujándola hacia delante. Aunque continué con aquel ritmo contenido, la fuerza con que le sacudía hizo que poco a poco los gemidos de mi jefa se tornaran verdaderos sollozos. Yo sabía que la muy perra iba a correrse de un momento a otro. Pensé dejarla a medio y vengarme de esa manera de ella, pero yo no soy así.
Un violento alarido anunció el colosal orgasmo de aquella cuarentona casada y madre de cinco. En un primer momento metí toda la polla y Lucía tembló, luego retomé las embestidas y Lucía enseguida volvió a chillar con una primera réplica de aquel primer orgasmo.
Aunque tenía una erección extraordinaria, no sentía la urgencia de antes de eyacular. Gracias a ello, pude lograr que mi adorada jefa tuviera al menos tres orgasmos más antes de que ella misma me suplicara que parara.
Lucía estaba visiblemente complacida, pero yo no. Por mera cortesía, le dí unos segundos de respiro, acariciando su espalda, sus hombros y su costado. Luego extraje mi miembro de su cálida vagina y me puse en cuclillas. Le separé las nalgas para estudiar el pequeño agujerito que cerraba el paso entre aquellas grandes nalgas , y recuerdo que me acaricié la polla con maldad. Escupí en su ano y lo limpié con lo primero que pillé, con el faldón de su bata de trabajo. Repetí la acción un par de veces más: separar, escupir, limpiar. Luego sí, luego le comí el culo a mi jefa como si fuera una deliciosa rosquilla. Ni siquiera tuve remilgos en introducirle la punta de la lengua, cosa que la conmocionó sobremanera.
Metódico, procedí de inmediato a la pertinaz dilatación de su esfínter. Al mismo tiempo que metía y sacaba mis dedos de su prieto orificio, frotaba con vigor su endurecido clítoris. Aquel ritual prohibido la hizo estremecerse en varias ocasiones. De esa retorcida manera, era su propia rajita la que me proveía del lubricante necesario para ir acondicionando su otro agujero.
— Tranquila —susurré en su oído al colocar mi miembro en el mismísimo centro de la diana.
Lucía dio un respingo al constatar la entrada del glande. No pude evitar darle un besito en el hombro para premiarla por la docilidad con que se había sometido. Mi fantasía de tantas y tantas noches acababa de hacerse tan real como la vida misma. Puede que hubiera otras mujeres más guapas, más jóvenes y atractivas que Lucía, pero era a ella a quien yo más deseaba.
Aunque resulte paradójico, no deseaba vengarme. A pesar de cuanto me había fastidiado, yo quería que Lucía disfrutara de aquel polvo tanto como yo. Valga decir que, en lugar de empujar mi miembro viril, me limité a esperar a que fuera su ano el que permitiera paulatinamente la entrada de mi miembro.
—Espera —le dije entonces— Deja que te quite esto.
Mi jefa tenía dentro casi toda mi polla cuando la invité a que se quitara la blusa, luego le solté el sujetador.
A pesar de todos mis esfuerzos, Lucía continuó resoplando, incómoda con la intrusión. A fin de mitigar su inquietud, colé una mano entre sus piernas y jugueteé entre mis dedos con los inflamados labios de su sexo. Por bizarro que resulte, me cautiban los coños de esas mujeres que acaban de dejar atrás su juventud, sus labios opulentos, su abultado clítoris y, sobre todo, una lubricación tan abundante que invita a chapotear en su interior como un niño dando saltos en un charco. Aquel era justamente el estado en que se encontraba el sexo de mi jefa, inflamado, excitado y húmedo, muy húmedo.
El resultado de mis manipulaciones no se hizo esperar. Terriblemente excitada, Lucía comenzó a removerse adelante y atrás en una enconada búsqueda de placer, de manera que empezó a sodomizarse a sí misma. Entonces se retorció como una víbora en pos de mi boca y me mordió.
Yo frotaba su sexo al mismo ritmo que mi miembro entraba y salía de entre sus nalgas y, de cuando en cuando, la castigaba con una palmadita directa a su clítoris. Ella reaccionaba siempre igual, alzándose al instante sobre la punta de los pies. Había perdido las sandalias.
Inexorablemente, llegó el momento de darle por el culo en el sentido más amplio de la expresión. La así pues de las caderas y comencé a embestir de forma enérgica sus nalgas, manteniendo ritmo.
Los grandes pechos de aquella señora comenzaron a bambolearse fuera de control. Decidí entonces cogerle las tetas y sujetarle ambos pezones entre los dedos, dispuesto a estrujárselos en el momento oportuno.
Seguí follándola con rudeza, sacando y metiendo mi miembro a lo bruto, pero al mismo ritmo contenido, aunque hiciera rato que el ano de la coordinadora hubiese dejado de ofrecer resistencia. Yo nunca he entendido cuando los actores de cine porno empiezan a embestir a toda velocidad, como un motor al límite de revoluciones. Seré raro, pero yo prefiero disfrutar de cada penetración, de cada sollozo. Con todo, el martilleo en su opulento trasero era estruendoso. Lucía resoplaba, gimoteaba. Se empezaba a ofuscar y, aunque en ningún momento me pidió que parase, sí que empezó a suplicarme que eyaculara de una vez.
— ¡¡¡Córrete…!!! ¡¡¡Córrete…!!! —imploró con desesperación.
— ¡Te están saltando chispas del culo, eh, zorra! Pero yo quiero fuegos artificiales… —la azucé atropelladamente— ¡Vamos! ¡Quiero fuegos artificiales!
Era el momento de estrujarle los pezones.
¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!!
— ¡¡¡AAAAAAH!!! —chilló desaforadamente con un orgasmo tal que empezaron a escapársele chorritos de pis.
Como un autómata, aplasté su cuerpo contra el borde de la mesa y comencé a liberar mi ardiente esencia en su recto.
Lucía quedó inerte sobre la mesa, tan exhausta como yo. Había sido un polvo brutal, salvaje, animal. La coordinadora era una de esas mujeres excepcionales capaces de entregarse al sexo anal en cuerpo y alma.
De pronto, me di cuenta de que el inspector aún seguía allí, cómodamente sentado al otro lado de la mesa. Al darse cuenta de que le estaba mirando, Don Roberto asintió con la cabeza en señal aprobación. Según parecía, nuestro ardiente espectáculo le había satisfecho. No en vano acto seguido se puso en pie y, tras apartarle a Lucía el pelo de la cara, comenzó a masturbarse. Tardó poco, la verdad. Enseguida cogió a la abatida señora de la barbilla, indicándole que abriera la boca, y coló su enorme glande entre los labios de ésta.
—¡UMMM! ¡UMMM! ¡UMMM! —ronroneó repetidamente mi jefa, proclamando con inusitado frenesí cada eyaculación de su viejo amigo.
Me apunté para un futuro cuanto parecía apreciar aquella experimentaba mujer esa exquisitez masculina.
Al final, la compensación de mi jefa bien valió un expediente disciplinario. Pero es que además, a lo largo de aquellos dos últimos meses de contrato, Lucía se encargó de mostrarme cuan apasionadas e insaciables pueden llegar a ser las mujeres a partir de los cuarenta.

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