Por mis putas fantasías: capítulos 1 y 2

1

(NOTA: El relato tiene palabras pegadas, pero no es cosa mía, sino de poringa que alguna falla tendrá)

A estas alturas de mi vida estoy completamente convencido de que uno mismo propicia sus desgracias, sus fortunas y hasta sus coincidencias. Siempre esperas algo mejor o peor para tu vida, e inconscientemente en la mayoría de las veces sueles terminar atrayendo aquello que más te perjudica.
Ahora mismo no sé si a mí me perjudicó o me benefició, el caso es que muchos de los sueños siempre llegan a cumplirse. Aunque quizá no de la forma en que esperas.
 
Todas las parejas siempre temen a algo, pero creo que la gran mayoría lo que más teme es encontrarse de cara conla monotonía, esa horrible condición humana que casi siempre destruyematrimonios o, en el mejor de los casos (si es que de verdad es positivo), lostermina sumiendo en la mayor de las levedades y hastíos.
En apenas siete años de casadocon mi amada Lorna, entendí que nuestro matrimonio estaba llegando al límite dela monotonía, y no lo decía por mí, que podría haber envejecido mirando losperfectos rasgos de su mirada y cada trazo de su piel: sino por ella, que sinquejarse siquiera, poco a poco estaba consumiendo los mejores años de suhermosa vida por mi culpa. Y no es que fuera vieja, pues con sus 32 años, mimujer estaba en la plena flor de la juventud.
Pero la pregunta es: ¿siete añosson suficientes para que se apague la llama del amor? O al menos lo digo porella, porque yo la amaba mucho más de lo que la amé el día que nos dijimos «Sí,acepto» en el altar. Y no, Lorna jamás dijo que había dejado de amarme; susatenciones, sus mimos, sus caricias, sus palabras, su ternura fue la misma desiempre y nunca decayó. El que lo intuía era yo, pues, ¿quién podría permanecerenamorado de un hombre que evitaba tener sexo con ella?
Mi evasión para cumplir misdeberes maritales no se debían a que Lorna me hubiera dejado de gustar, no. Ellaera una diosa perfecta. Tampoco se debía a que yo tuviera alguna clase dediscapacidad física que me impidiera hacerlo (mi discapacidad más bien era otraque describiré más adelante). No, claro que no. El problema era que yo erainfértil, y desde hacía dos años atrás, cuando me diagnosticaron «síndrome deKlinefelter», mi depresión por poco me llevó a derribar los cimientos de nuestrarelación.
Entiendo que cada persona esdiferente y asume de distintas formas noticias como la mía. Algunos son fuertesy pronto siguen adelante. Otros tratan de sobrellevar sus desgracias de maneramás o menos normal. Yo, en cambio, caí hasta el fondo de un abismo, porqueanticipé con bastante antelación que mi matrimonio con Lorna concluiría mástarde que temprano. ¿Cuántos matrimonios pueden sostenerse sabiendo que uno delos dos es estéril?
A lo mejor sin razón, vaticinénuestro divorcio, pero es que me sentía tan desmoralizado que incluso en lossiguientes dos meses me sumí en el alcohol, poniendo en riesgo no sólo mirelación con Lorna, sino también mi trabajo.
«No importa, Bichi» solía decirmeella cariñosamente cuando me veía caer en depresión, «a mí no me importa sitendremos hijos o no. Me importas tú, el amor que me profesas. Lo que podemoshacer juntos después de esto. Somos una pareja que se ama, Noé, y esto queestás padeciendo, como otros problemas pasados, también vamos a superarlo, telo prometo.»
No obstante, sus palabras noconseguían aliviar mi pesar, sobre todo cuando recordaba aquello que me dijodespués de que le pedí matrimonio una noche cálida de abril, justo bajo una delas palmeras de Cancún: «¿Sabes qué es lo que más me emociona de casarnos, Noé?Que me darás el regalo más grande que se le puede dar a una mujer, laposibilidad de ser madre. Ese es mi mayor sueño y aspiración, mi amor, sermadre, y por eso esta noche me has hecho la mujer más feliz del mundo.
Por supuesto, yo tambiéncompartía su sueño. Los hombres siempre tenemos en mente procrear al menos unhijo o una hija, sabiendo que será parte de ti. Como una demostración del  amor consumado entre pareja.
«He roto esa posibilidad, Lorna,esa que tanto querías. Perdóname, por favor. Si yo lo hubiera sabido, te juroque no te habría encadenado a mí», le había dicho en una ocasión en que pusesobre la mesa la eventualidad de que se divorciara de mí. No me parecía justoatarla a un imposible. Yo no era quién para arrebatarle esa ilusión. «¿Por quéno puedes entender que te amo, Noé?» me había respondido llorando. «¿Por qué nopuedes comprender que me hace más daño verte así, consumiéndote por dentro, queel hecho de que no seremos padres? ¡Basta, despierta, espabila, y lucha por lonuestro! Esto no nos puede destruir, Noé. ¡Que sí, que estoy mal porque no serémadre, pero me importas más tú que cualquier otra cosa!»
«Lorna, ¿te habrías casadoconmigo aún si hubiéramos sabido desde entonces que yo era estéril?», lepregunté esa misma noche. Lorna me sonrió, besó mis dos mejillas y me contestócon sinceridad «Por supuesto que sí.»
Esa noche resurgí de nuevo. Sibien no pude superar mi desdicha, sí que conseguí levantarme otra vez de lassombras de mi hombría destruida, con el propósito de intentar reparar esasgrietas que yo mismo había provocado en nuestra relación.
Luego de meses en abstinenciasexual, volví a besar a mi mujer, con lo que me gustaba probar sus labiosrosas, hinchados, como una muñequita de porcelana.
Con lo que me fascinaba sentir lahumedad de su esponjosa lengua, siempre dispuesta a recorrer la mía con lasuavidad de una niña inocente. Con lo que adoraba respirar su finísima fragancianatural femenina que se incrementaba cuando estaba ovulando. Era un aroma alimpio, a luz, a agua, a flores. Sus feromonas penetraban en mi piel y encendíancada partícula de mi carne, cada célula de mi organismo; cada poro de mi alma.
Sus pequeñas manos blancas, tanblancas como si estuviese rociada en leche, acariciaron mi pecho y mi rostrolampiño (ahora sabía que mi escaso vello corporal y mi masa muscular reducidase debía a mi síndrome de Klinefelter). La suavidad de sus diminutos dedos eracomo una brisa matutina.
Mi linda muñequita de porcelanase quitó su falda holgada, se bajó las bragas y se sentó ahorcadas sobre mipecho, donde percibí sus finos vellos castaños sobre mi piel. A continuación sedeshizo de la blusa con tierna fiereza y pronto quedó desnuda ante mí, sólo conun sostén negro protegiendo sus dos enhiestos y redondos senos.
No fueron sus preciosos ojos azulesy sus largas pestañas negras los que me robaron el aliento la primera vez quela vi en la barra en aquella discoteca de Cancún, sino las formas esferoidalesde sus amplios senos.
Lorna, pese a su tierna einofensiva mirada de ángel, su pequeño cuerpo que no debía sobrepasar los 1.60de estatura, su estrecha cintura producto a sus largas horas en natación, y sucabellera rubia semejante al aceite de girasol, tenía unos senos grandes yredondos que desproporcionaban con el resto de su pequeña figura.
«Dios santo», dije esa vez entresusurros cuando vi el escote de su blusita negra. «Dios Santo» dije la primeravez que la vi desnuda para mí, un mes después de estar saliendo como novios,«Dios santo, Dios santo y Dios santo» decía cada vez que la volvía a mirar sinsostén. «¡Dios Santo!» volví a exclamar esa noche cuando arrancó el sostén desu pecho y escaparon dos preciosas tetas con pezones sonrosados y enhiestos,con una aureola ancha que cubría buena parte de su superficie.
Se me hizo agua la boca, laspalmas de mis manos me hormiguearon, y cuando mi pene palpitó debajo de mipantalón entendí que así pasaran mil años, jamás quedaría inmune a la calenturaque me provocaba mirar y tocar esas dos preciosidades de carne esponjosa ysuave.
Siempre dije que las proporcionesgenéticas de Lorna fueron hechas para mí. Encajaba perfectamente con mi cuerpo(salvo sus enormes senos, que casi eran del tamaño de mi cabeza, cada una). Yono era un tipo tan alto, pero le ganaba al menos con diez centímetros. Más querubio, mi pelo era cobrizo y mi piel más bien pálida.
Pese a la complejidad que meembargaba tener 14 centímetros de pene, una circunferencia mediana, y unostestículos pequeños (reitero que el síndrome de Klinefelter que padezco es elresponsable de mis no tan vistosos atributos sexuales, aunque en aquella épocano lo sabía) durante nuestro noviazgo y los primeros años de matrimonio siempreconseguí provocarle a Lorna los mejores orgasmos de su vida. Me considero hastala fecha un experto para los orales.
Debo decir que era muy diestrousando mis dedos y mi lengua, y a ella la enloquecía que los introdujera dentrode su hermosa cavidad viscosa  ycaliente. Con sus mismos líquidos glutinosos adheridos en mis dedos y procedentesde su vagina, embadurnaba sus piernas lechosas, hasta dejarlas brillantes anteel reflejo de la tenue luz de la habitación. Luego, mi lengua recogía a lamidascada centímetro de sus fluidos hasta que desaparecían por mi garganta.
Por alguna razón, esa clase depreliminares la ponían cachondísima. Lo notaba por la orquesta de gemidosimpúdicos que escapaban de su boca mientras se estremecía, y por la humedadconstante de su sexo, líquidos ardientes que resbalaban por sus deslumbrantes muslos.Además, como pensaba que el tamaño de mi miembro no era suficiente parasatisfacerla, no me quedaba más remedio que hacerla gozar con mis dedos, labios,lengua y mi propia piel, hasta saciarla. Un hecho que, por cierto, también a míme ponía muchísimo.   
«No importa el tamaño del pene,sino el movimiento de tus caderas, ¿lo sabes, Bichi? Y tú lo haces muy bien»,solía decirme para alentarme. «Además no necesitas un pene tan largo y deproporciones monstruosas, porque imagino que me dolería el acto sexual en lugarde disfrutarlo. Supongo que el tamaño del pene es algo que muchos ven comoestética, pero a mí me gusta el tuyo, Bichi, además, el tamaño de la vaginadonde se produce el placer solo tiene 14 centímetros de profundidad, así queestamos complementados, cariño».
Ah, mi encantadora Lorna, siempretan amorosa y con las palabras precisas para hacerme olvidar de mis complejos.
Esa noche me puse a full cuandome dispuse a mirar sus tiernos ojos azules, inocentes y clarificados, perosiempre llenos de una lujuria contenida. Sus pupilas me guiaron a sus dedos, queestaban masajeando sus formidables pechos respingados con la fogosidad de quienno ha fornicado en mil años. Pronto cogió el seno derecho y lo acercó a suslabios, de donde sacó su húmeda lengua para chupar ese bellísimo pezón. En unabrir y cerrar los ojos me encontré con que sus dientes lo mordían conferocidad, mientras movía sus caderas ardientemente al tiempo que su pelvis serestregaba sobre mi pecho, que en pocos minutos quedó empapado de su propiaorina.
Sí, esa sensación de orinarsesobre mí nos descolocaba, provocando que las fibras de nuestros cuerposestallaran en llamas. Era una forma de unirnos más. Una manera de profesarnosnuestro amor. Aunque era una sensación distinta a sus fluidos orgásmicos, la experienciade mojarme con esos líquidos calientes me hacían el mismo efecto enardecido.
—¡Ay, mi amor, cuanto tenecesitaba, no sabes cuán caliente estoy justo ahora! —exclamó sin dejar dehacer movimientos de apareamiento sobre mi pecho mojado, mientras que yo, conmis manos libres, me desabrochaba el pantalón y me lo quitaba, dejando al airelibre a mi miembro erecto que Lorna muy pronto se comió con sus labiosinferiores—. ¡Ahhh! —gimió obscenamente cuando lo sintió por dentro. Esta vezsu carita de porcelana mutó a uno de viciosa, haciendo ese gesto procaz que tantome excitaba—. ¡Penétrame, Bichi, hazme tuya, lléname de tu leche!
Sentir mi glande mojado, y elresto de mi mediano trozo siendo engullido por sus paredes de carnes estrechas,calientes, húmedas y viscosas, fueron suficientes para que se me pusiera másdura que un rifle que está a punto de disparar contra una codorniz, peroentonces, sus palabras de «lléname de tu leche» hicieron un efectocontraproducente en mi virilidad. 
Por alguna estúpida razónrelacioné la palabra «leche» con «semen», «espermatozoides», «infertilidad». Entendíque yo tenía la leche que reclamaba mi hembra cachonda, y que podía ser capazde eyacular chorros de «semen» cuantas veces quisiera dentro de ella; elproblema era que por más litros de «semen» que expulsara, estos fluidos notendrían «espermatozoides» capaces de fecundar el óvulo de mi amada mujer.
Y de pronto me tensé, miexcitación se desplomó hasta los talones y mi pene se puso flácido en un santiamén.La dureza se encogió, y más pronto de lo que esperaba, lo que debía ser miaparato reproductor, escapó de la vagina de mi Lorna, al tiempo que sus ojos sequedaban estáticos y se cristalizaban, preguntándome:
—¿Qué pasó, Bichi? ¿Qué sucedió?
—Yo… Lorna, yo… —Mi garganta secerró, mi lengua permaneció escaldada y mis labios se me secaron. ¿Cómo decirleque una palabra suya me había quitado el libido?—. Lo siento, muñequita, yo, enverdad lo siento.
—¿Hice algo mal? —preguntó con unhilo en la voz.
¿En serio ella, una hermosa diosaafrodisíaca, creía que había hecho algo mal? Cuánta ternura me dio, y cuánto meodié por lo que acababa de ocurrir.
Saciar la lujuria desmedida de midespampanante y hermosa diosa rubia, que cada noche me esperaba con más deseosde fornicio que el día anterior, se había convertido en mi talón de Aquiles noporque a mí me disgustara (¿a qué hombre le es indiferente el sexo, sobre todocuando se tiene a su lado a una diosa como mi esposa?
«Por favor, ponte dura otra vez, porfavor, ponte dura, no le podemos hacer esto a Lorna» le decía mi cabeza a mipene, como si tuviera poderes mentales. Mi mujer seguía encima de mí, desnuda,(todavía sin poder procesar lo que había sucedido) con su melena rubiaperfilando su escultural silueta, con sus labios hambrientos todavía mojadospor el libido que estaba desbordándose: con sus enormes senos todavíabamboleándose de un lado a otro. Con su jugosa concha aún destilando una pasiónde algo que no logró concluir.  
—Perdón —fue lo único que pudedecir antes de cerrar mis ojos por el pesar y la vergüenza.
La reacción de Lorna me dejócontrariado. No entiendo si levantarse de la cama con aquella rapidez paradirigirse al baño fue un acto de cobardía (por no saber cómo reaccionar anteeste bochornoso momento), o un acto de rebeldía (por estar cansada de misimbecilidades). El caso es que se encerró en el baño por un buen rato. Meincorporé, preocupado, y ante el silencio que asfixiaba la habitación y elbaño, tuve la tentación de ir tras ella para volverle a pedir perdón. Pero nosabía si mi acción sería un acto contraproducente.
Entendí que a veces hay que dejarque las mujeres permanezcan un tiempo a solas, meditando, por eso evité invadirsu espacio de introspección. Tenía que dejar que revalorara nuestra relación. Ellatenía derecho a pensar que yo era un vil fracasado, un poco hombre que con sustraumas poco apoco estaba desmoronando nuestra vida sexual.
Era evidente que mi actitud sufridorala estaba fatigando, que había echado a perder mi oportunidad para remediar lascosas después de meses de no tocarla. Y que probablemente ya no encontraríaotra ocasión para hacerlo. Lorna había hecho de todo para ayudarme, me habíaentregado comprensión, me había otorgado espacio, me había amado a pesar detodo. Y yo… y yo simplemente continuaba igual de estúpido que siempre, sinpoder valorar las cosas que ella hacía por mí. Sin hacer el mínimo esfuerzopara complacerla.
Aunque es claro que mis reaccionesnunca pretendieron perjudicarla ni lastimarla. Era yo y mi incapacidad paraencausar mis problemas de una forma menos dolorosa lo que la herían. Concluí enque me estaba convirtiendo en alguien demasiado egoísta, y resolví que teníaque hacer algo para remediarlo. La amaba tanto que no habría soportadoperderla.
Necesitaba un psicólogo, Lorna melo había hecho ver desde que cayera en depresión la primera vez: pero yo mehabía ofendido ante su opinión, y le había respondido que no estaba dispuesto acontarle nuestras intimidades a un puto desconocido. «Jamás voy a pasar porsemejante humillación, Lorna, y si me amas como dices, tienes que respetar midecisión.»
Estaba pensando en lo injusto quehabía sido con su proposición cuando escuché sus gemidos. Estaría llorando,pensé, así que me acerqué a la puerta de cristal que separaba el baño paraconsolarla. Pero cuál terminó siendo mi sorpresa cuando entreabrí la puerta y laencontré dentro de la bañera, con la mitad de la capacidad de agua; ella desnuda,con las piernas abiertas con vulgaridad, apoyando sus talones sobre los bordesde la tina, mientras se masturbaba violentamente con los dedos de su mano derecha,provocando un chapoteo que salpicaba su piel.
Su boca la tenía semi abierta,por donde escapaban sus lúbricos jadeos, sus ojos estaban casi en blanco,mirando sin mirar hacia la bóveda blanca del ámbito. Las orillas mojadas de susrubios cabellos estaban pegadas entre sus preciosas tetas, descubriéndose entrealgunos mechones la dureza de sus pezones erguidos.
La escena me resultó muy fuerte yagresiva, pues nunca la había visto masturbarse en todos los años que llevabade conocerla. De hecho nunca pensé que aquella auto estimulación fuera algo quepudiera ser propio de sí, pues en alguna ocasión la había oído decir que erauna práctica muy vulgar que solo hacían las mujeres insatisfechas.
Y ahora esa escena me teníaboquiabierto, sorprendido. También, por qué no decirlo, excitado. Aunque laexcitación chocaba abruptamente con la afrenta hacia mi dignidad. «Una prácticamuy vulgar que solo hacen las mujeres insatisfechas», resonó una y otra vez enmi cabeza. ¿Entonces sí estaba insatisfecha? Claro, ¿por qué me sorprendía? Yotenía la culpa, era natural. Tantos meses sin hacer el amor la había llevado allímite de la calentura.
Eso era lo que me merecía, lahumillación de saber que los dedos de mi esposa eran más útiles que mimiserable verga. Comprender que sus pequeños deditos gloriosos eran más potentesque mi propia polla; capaces de enrojecer sus mejillas, de calentarla, deestremecerle las piernas por el placer, de hacerla gritar de agonía.
¿Sabía ella que yo estaba mirandoy oyendo? ¿Por eso estaba jadeando y gritando con mayor fuerza, revolviéndoseentre las aguas como una serpiente que ha sido pisada? ¿Lo estaba haciendo paracastigarme? ¿Sólo se masturbaba para mitigar la libido inconclusa que yo lehabía dejado? Cualquiera que fueran sus razones, entendí que lo tenía ganado.
 Ahí comprendí que Lorna merecía disfrutar susexualidad con plenitud, sin importar si yo no era el que le proveía tal placer.Mi egoísmo sólo la llevaría a que se hartase de mí y me abandonara, y eso eraalgo que yo no podía permitir.
Me fui a la cama, y a la mediahora la sentí meterse entre las sábanas sin decirme nada. Me hice el dormido, yde tanto fingir pronto me dormí de verdad.
Esa noche soñé que Lorna me dejabapor otro hombre. La vi con las maletas en el umbral de la puerta delapartamento. Un hombre sin cara la rodeaba de la cintura con sus largos brazos,en tanto empleaba su mano libre para sobarle a mi mujer un bulto enorme quesobresalía de la barriga. Estaba embarazada, y, desde luego, el bebé no eramío. En el sueño, Lorna me decía que lo sentía mucho, pero que ya no podía aguantarmis niñerías y mis comportamientos de hombrecito sufrido. Terminó diciendo quenecesitaba un semental de verdad, y no un tipo polla corta como yo, al que nisiquiera le servían los espermatozoides. «Mira, Noé, lo que tú no pudiste hacer en siete años de matrimonio, éllo hizo en apenas dos meses. Me folló como un verdadero potro, y ahora me hapreñado. Lo siento, pero me voy.»
 
 

Por mis putas fantasías: capítulos 1 y 2


 
 
 
2
 
Desperté agitado, sudando achorros. Para colmo no encontré a Lorna en la cama.
—Calma, Noé, calma, fue unapesadilla, fue una pesadilla —me consolé, pensando que también podía ser unapremonición—. Mierda, Noé, ¿ahora ya eres pitonisa?
Tras lavarme los dientes,encontré a Lorna en la cocina, haciendo el desayuno. Y no me quedé tranquilohasta que propicié que me mirara a la cara y me dedicara esa sonrisa amorosa quesiempre tenía reservada para mí. Cuando lo hizo, suspiré aliviado. No la habíaperdido. Aún…
—Lorna, siento mucho lo de ayer—comencé con vergüenza—. Yo…
—Te hice un omelette con tocino, Bichi—me interrumpió zanjando el tema que yo intentaba revivir.
Hacer como que no pasaba nada,tal vez era una forma que tenía ella de protegerme de mi propia culpa. Siemprelo hacía. Y funcionaba. Entendí la indirecta y me dije que si ella intentabaolvidar ese vergonzoso episodio, al menos vergonzoso para mí, yo tenía quecontribuir para consolidarlo. Era de mañana, y para nosotros cada día tenía queser un resurgimiento a la vida. Así que tampoco quise abordar el tema de ellaen la bañera masturbándose, aunque ahora que sabía su nueva faceta, me dije queesa noche, al volver del trabajo, le obsequiaría algo que podría ser unaliciente para sus fantasías: un consolador.
En la oficina (trabajaba comocontador en mi propio despacho contable, en un edificio que estaba a 40 minutosde nuestro apartamento), no pude dejar de pensar en Lorna masturbándose. Sucarita de ángel convertido en la de un demonio vicioso, mordiéndose el labioinferior, sus tetas bamboleándose, sus piernas tensas, su clítoris enrojecido.Sus dedos hundiéndose sin descanso en su caverna sexual.
 Ahora que lo recordaba me estaba poniendo máscachondo que nunca. Sabía que a partir de ese momento nuestra relación seríaotra. Una cosa era verla caliente sobre mí, o yo sobre ella, sabiendo que su calenturase debía a mis caricias o penetraciones, y otra muy distinta era verla así delujuriosa desde un ángulo diferente, disfrutando de su sexualidad sin mi protagonismo,siendo yo un simple espectador.
 Una cosa era escucharla gemir de placer cercade mis orejas, y otra muy distinta era escucharla jadear como una ninfómanadesde lejos, comprendiendo que habían sido sus dedos y no los míos (ni muchomenos mi pene) los que la habían hecho correrse como una desquiciada.  
Ya no podía verla de la misma formaque antes. Ahora, mi diosa, había dado un paso más adelante que yo tenía queaprovechar para revivir la llama de nuestra relación.
Le pedí a Margarita, misecretaria cincuentona, que me dejara en el escritorio datos de los mejorespsicólogos que encontrara en la ciudad. Esta noche, además de regalarle un penede silicona, le obsequiaría a Lorna la noticia de que, con tal de reconstruirnosde nuevo y superar mi trauma de la infertilidad, estaba dispuesto a ir aterapia.
Estaba seguro que eso lefascinaría.
Lorna era profesora depreescolar, y trabajaba de nueve de la mañana y hasta las doce del día en esecolegio, por lo que tenía el resto del día para dedicarse a hacer artesaníascon resina, ejercitarse, y a las labores del hogar. Ella era una mujer independienteque administraba su tiempo de manera maravillosa. Sin embargo, a mí mepreocupaba que el contacto directo que tenía a diario con los niños a los quedaba clases le supusiera un ataque psicológico por el constante recuerdo de quenunca podría ser madre. Al menos mientras yo fuera su marido, porque según eldiagnóstico, ella era tan fértil que podría parir a un equipo de futbol si selo proponía.
Unas sola vez le sugerí queadoptáramos un bebé o que hiciéramos el intento con inseminación artificial, peroen aquella ocasión se mostró renuente y hasta, puedo decirlo, molesta, «si noes natural, no quiero nada, Noé. A veces tenemos que vivir con lo poco que nosda la vida, porque en otras cosas somos abundantes, por ejemplo, en amarnos yen salud. Nuestra relación no puede depender de algo que no puede ser. Hay muchasparejas sin hijos y ya está.»
Por supuesto, a ella leimportaba, y mucho, pero, con el propósito de no hacerme infeliz, Lorna teníaque fingir resignación. ¡Cuánto me amaba! Y como agradecimiento, yo teníatambién que hacer algo por ella.
Durante la mañana, antes de salira un restaurante a comer, (sólo los martes y los viernes viajaba hasta mi casapara merendar con ella, el resto de los días salía a comer a lugares cercanospara evitar estresar a mi mujer), pedí en línea en una sex shop de la ciudadque encontré por internet, un consolador de 18 centímetros, color piel, grosormedio, y textura corrugada, el cual recibí como a eso de la 1:00 de la tarde,envuelto en una caja (discreta) que parecía de galletas.
Bien. Al fin tenía el regalo deLorna.
Estuve tentando a abrir elpaquete, pero me rehusé terminantemente por la vergüenza que pasaría si derepente se le ocurría entrar a alguna de mis empleadas a mi despacho y medescubría con un pene de silicona en la mano. Reí de solo imaginarlo. «Al jefese le ha volteado el intestino, y ahora mea sentado.»
Por la tarde hice lasdeclaraciones bimestrales ante hacienda de algunos clientes que solían tardarseen entregar la papelería, entre ellos Leonardo, un gran amigo de la infancia, aquien le llevaba la contabilidad de su famoso negocio de suplementosdeportivos.
Aunque Leo tenía mi edad, 35años, y habíamos vivido en el mismo barrio durante casi dos décadas, habíacosas que nos diferenciaban totalmente. Él tenía el tamaño de un luchadorprofesional, (no en vano era el dueño de una cadena de tiendas de productosdeportivos y suplementos que tienen proteínas y asteroides que inflan losmúsculos de quienes los consumen y acuden al gimnasio). Leo era una antítesisde mí en todos los aspectos. Yo era más serio y prejuicioso. Me gusta pensarque incluso más responsable y analítico, así como más culto e inteligente. Encambio, Leo era mucho más rebelde, indomable y testarudo. Su frase de «Yosiempre gano», hizo posible que, en efecto, todos sus propósitos se cumplieran.En el fondo envidiaba un poco la extrema seguridad que tenía para todo, especialmentepara los negocios y para sus relaciones amatorias.
Algo que le admiraba era quesiempre cumplía todas sus metas, y tenía muy claras las cosas, como el hecho deser un «Soltero para siempre». Él no era de relaciones estables, y le rehuía atoda costa al compromiso (tras un fracaso que lo traumatizó para siempre) y, porsupuesto, con mayor razón al matrimonio, pues, a diferencia de mi filosofía, élpensaba que el matrimonio era la forma más prematura que había paraesclavizarse de por vida. Siempre me echó en cara que me hubiera «esclavizado»tan joven. Eso sí, puesto que era un chulito en toda norma, Leo no dejabatítere sin cabeza, una expresión coloquial para decir que se tiraba todo lo quetuviera falda siempre y cuando entrara en sus estándares de calidad.
«Hembra a la que le poco el ojo,le reviento el chocho», decía.
¿Que por qué hablo de Leo y narrosus antecedentes? Pues porque tenía la sospecha de que se estaba empotrando aPaula, una de mis empleadas, una linda mujercita de 34 años a quien le habíaasignado la contabilidad de Leo, y eso, de alguna manera, me preocupaba. Esdecir, ella recibía toda la papelería de ingresos y salidas de las tiendas demi amigo, cotejaba y separaba, y luego me las entregaba para que yo hiciera loscálculos permitentes previos a la declaración bimestral.
En algún momento ambos tuvieronque haberse entrevistado personalmente para afinar detalles de lascontabilidades, y seguramente en uno de esos encuentros había sucedido lo queLeonardo me había narrado.
De confirmar mis sospechas de quehabía un flirteo entre mi empleada y el descarado de mi amigo, me veríaenvuelto en un serio aprieto moral, porque resulta que Paula estaba casada conGustavo, un gran amigo mío que conocía de la universidad (aunque él nunca logrólicenciarse), y por quien había empleado a su mujer como un favor personal.
¿De verdad era posible cosasemejante? ¿Por mi culpa Gustavo ahora era un pobre cornudo? ¿En dónde habíatenido metida la cabeza cuando decidí asignarle a Paula (una escultural mujer) lascontabilidades del empotrador más sinvergüenza de la ciudad de Linares? Mesentiría responsable de resultar cierto, y lo peor es que no podría hacer nadaal respecto. Paulita, a pesar de todo, era una extraordinaria profesionista,así que no tenía motivos para echarla.
—Vamos, cabrón — me dijo Leocuando me confesó que se estaba tirando a mi contadora—. La hembra está másbuena que un cheque de un millón de dólares, y si te cuento cómo rebota eseculote sobre mis huevos, lo mismo te la terminas follando tú.»
Por supuesto, eso lo decía pordecir, pues Leo mismo me había confesado que no había conocido en su vida a untipo más fiel a su esposa que yo.
—Dime que estás de broma, cabrón—le respondí esa noche que estábamos de copas en un bar, con un grupo de amigosque teníamos en común—, no quiero que me vayas a meter en problemas por tu putaculpa, Leo. Le tengo mucha estima a Paula, y la conozco lo suficientemente biencomo para decirte que ella sería incapaz de ponerle los cuernos a Gustavo. Ellaes muy seria y respetable, así que quiero que la dejes en paz.
—Tú tranquilo y yo nervioso,Noecito. Dudo mucho que vayas a ir a contarle a, ¿cómo dices que se llama elcornudo?, ¿Germán? Que me estoy empotrando a su mujercita. Además él tiene laculpa. Paula me ha contado que su marido tiene meses que no la toca. Y unamujer con el puto cuerpazo que se carga Paulita, no puede quedarse sin atenciónun solo día. Ella es de las que tiene hambre de polla todos dos días y a todaslas horas.
Sus burdas palabras, un tanto burlescasy frívolas para mi gusto, me cagaban en exceso; no sé qué situación estuviera pasandoGustavo para no cumplirle a Paula, pero pensar que yo estaba en la mismasituación con Lorna me ofendía demasiado, haciéndome pensar que era yo elmarido engañado y no Gustavo.
—Deja de decirme «Noecito», Leo, yte prohíbo terminantemente que vuelvas a llamar a Gustavo de forma tan despectiva,¡mira que decirle «cornudo»! Ah, y dicho sea de paso, si me llego a enterar queestás acosando a Paula para tus propósitos enfermos como el de llevártela a lacama, te juro que terminaremos nuestra relación laboral.
Leo se bebió el tequila de unsolo trago y me miró con suficiencia:
—A ver, Noecito escandaloso ysusceptible, te digo que no la estoy acosando ni la estoy convenciendo parallevármela a la cama. ¡Ya me la llevé! Y no precisamente a la cama, permítemedecirte. La primera vez lo hicimos fue en el estacionamiento del edificio de tudespacho, en la parte trasera de mi auto. Eres demasiado tonto si no te distecuenta. Te recomiendo que pongas más atención a lo que pasa a tu alrededor. Esanoche recuerdo haberte visto dirigirte a tu auto, y ni cuenta te diste quetenía a tu empleada con la falta arremangada y su culo respingado apuntando ala ventana de mi carro que daba hacia donde tú caminabas, mientras su boquitahermosa me mamaba la polla.
Su supuesta confesión me dejócomo piedra. Tragué saliva y miré su gesto de suficiencia, intentando encontrarun atisbo de mentira en él. Pero Leo exudaba tal seguridad que daba por sentadoque era verdad lo que decía. No pude responderle nada.
—Tienes que aprender a no tomartelas cosas tan en serio, Noecito —me recomendó, mirando por arriba del hombro a unahermosa pelirroja que pasaba cerca de la barra—. La vida es una y hay quevivirla. ¿Qué te ganas con ser decente y si de todos modos iremos a parar adonde mismo cuando nos llegue la muerte? Mira, amigo, Paulita es una mujer muyapasionada y cachonda, y si no hubiera sido yo, entonces se la habría culeadootro.
—¡Pues hubieras dejado que fueraotro y no tú, mi amigo, Leo! ¿No ves en qué situación me dejas? Entre la espaday la pared. Gustavo es un tipo de puta madre, trabajador, que todo lo que hacelo hace por su mujer y su hija, y de pronto llega un cabrón vale madres como túque pretende destruir una relación tan sólida como la de ellos. No, Leo, noseas cabrón, esas cosas no se hacen.
—En primera, Noé, yo no pretendodestruir nada, ¿tú piensas que yo soy tan perverso para andar destruyendo matrimonios?No, no, de ninguna manera. Lo último que buscaría es que una mujer casada seseparara de su marido por mí, porque lo haría en vano. Ya te he dicho mil vecesque no quiero una relación formal con nadie. El sexo es sólo sexo y hasta ahí.Mi relación con Paulita no es más que meramente sexual, y ella lo sabe. ¡Es unabomba sexual, una mujer explosiva! ¿En serio no le has visto la cara de putamama pollas que tiene?
”Además me excita saber que meestoy tirando a una mujer casada. Por todos es bien sabido que lo prohibidosabe mejor, y a mí me da morbo saber que una mujer como Paula deja su imagen desanta y perfecta para su marido y la sociedad, y conmigo se convierte en unaautentica zorra que yo puedo domar. Es un fetiche nada más, Noé, y tienes querespetarlo.
—¡Tú hablándome de respeto! —mequejé.
—Soy un sinvergüenza respetuoso—se carcajeó.
—Pues que sepas que habríapreferido que me hubieras dejado en la ignorancia, Leo, me habría sentido menosmiserable.
—¿Miserable por qué, compañero?El que se está tirando a Paulita soy yo, no tú.
—¡Como si me la estuviera tirandoyo, Leonardo! ¿Cómo voy a mirar a los ojos a Gustavo sabiendo lo que sé?
—Pues así, mirándolo de formanatural. Lo único de raro que verás en él son unos cuernos de campeonato quedía tras días se irán puliendo.
Y pese a esas declaraciones, yoseguía dudando de que aquellas aseveraciones fueran reales. Cuando mandé llamara Paula a mi oficina, al anochecer, la vi entrar con la misma seriedad quesiempre llevaba en su desenvoltura. El sonido de sus tacones me anunció queestaba por llegar.
La esposa de mi amigo Gustavo erauna mujer muy sensual, de rasgos latinos muy acentuados, de piel bronceada,labios gruesos, ojos negros, (mismo color que llevaba en su largo pelo), y unamirada profunda. No era raro que Leo se hubiera encaprichado con ella. Lo quemás llamaba la atención de su físico era su enorme trasero, como bien lo decíael empotrador sinvergüenza, que apenas podía ocultarse con su falda de pitillo.Nomas de imaginar esos esponjosos labios pintados con barniz rojo succionandoel falo del cabrón de Leonardo me puso cachondo, y me sentí mal por la memoriade Gustavo, con quien había estado durante muchas celebraciones en su casa encenas con amigos.
—Paula, acércate, por favor, ytoma asiento —le dije con la garganta seca, y con el respeto que ella memerecía.
Cuando la mujer se sentó frente ami escritorio de cristal, con desconcierto pude ver cómo su falda se le subíahasta los muslos. Por supuesto que no fue intencional, pero tal eventualidadparece que nos puso incómodos a ambos. La vi tragar saliva, nerviosa, y ponersus brazos sobre sus piernas desnudas.
—Dígame, contador, ¿en qué lepuedo ayudar? —dijo ella con voz grave, mirándome con formalidad.
Intenté serenarme y mirarla a losojos, aunque costaba trabajo no caer en tentación.
—A partir del siguiente ejerciciofiscal, las contabilidades del señor Leonardo Carvajal las llevaré yo mismo.
Los ojos de Paula se abrieroncomo plato.
—¿Pasó algo con mi trabajo,licenciado? ¿Hice algo mal…? —La chica se había puesto nerviosa, y yo queríaaveriguar si sus nervios se debían al hecho de pesar que había cometido algúnerror con sus contabilidades, o porque temía que yo hubiera descubierto suinfidelidad con Leo.
—No, no, tranquila, todo locontrario; tu trabajo es inmejorable. Solo que, como recordarás, Paula, Carvajalabrirá una nueva sucursal, por lo que el trabajo será mucho mayor de ahora enadelante. Por eso decidí que seré yo mismo el que lleve el control de susfacturas.
Paula, haciendo una media sonrisaque alargó esos brillantes labios rojos feladores, asintió con la cabezay respondió sin mayores problemas:
—Está bien, como usted mande.
—Muy bien, Paula, ahora puedesretirarte, nos vemos mañana.
Mi empleada se levantó, se ajustósu falda hasta las proporciones normales, y salió meneando su redondo trasero,que se veía más respingón debajo de su falda negra, por la altura de sustacones. Y así la vi desaparecer de mi oficina.
¿De verdad le había sidoindiferente que le quitara las contabilidades de Leo, o su pacífica actitud sedebía a que quería evitar a toda cosa que un error en falso la dejara aldescubierto?
Preferí convencerme de loprimero. Yo me negaba a creer que una mujer tan recta como ella se hubierametido con un hijo de puta como Leo. Gustavo no se merecía de ninguna forma quePaula le hiciera una cosa semejante.
Aunque, de resultar verdad eladulterio, en cierto modo podría justificarla sólo un 0.001 por cierto.  Y es que el aspecto físico Leonardo Carvajalera el sueño de cualquier mujer. Él era todo lo contrario a mis diminutasformas. Leo era musculoso, buen mozo, facciones marcadas, velludo de pecho ybrazos, piernas largas y prominentes, piel morena, ojos verdes, barba cerrada yrecortada que hacía derrochar su masculinidad. Esa masculinidad que a mí, almenos en físico, me faltaba.
Leonardo era el guaperas de micírculo social, el topten de los más buenorros de instagram (donde no perdía laoportunidad de presumir su cuerpo escultural semidesnudo, incluso exhibiéndoseen bañador donde, por pura curiosidad, el algunas fotos noté que debajo de latela se escondía una anaconda del tamaño del mundo). Una vez critiqué sudesfachatez en voz alta, para lo que Lorna se acercó a ver esa foto enparticular, diciendo con desdén:
«Presunciones de gente concomplejos. Yo no sé cómo ese tipo puede ser tu amigo.»
Menos mal mi mujer pensaba talcosa de Leonardo. Me habría preocupado que se hubiera quedado embobada mirandosu escultural cuerpo. Aunque en algo había poco de razón, Leo no era mal amigo,un cretino sinvergüenza «folla todas» sí, pero como amigo era todo locontrario. Su lealtad era insuperable. A Gustavo no lo conocía de nada, por esose sentía con el derecho de mancillar a su mujer de todas las formas posibles.Pero a mí sí que me conocía de todo, y estaba seguro que jamás miraría siquieracon morbo el cabello de mi mujer.
De todos modos no le había dadopie a ello, pues en siete años de matrimonio y dos de noviazgo, a Leonardonunca se la había presentado. Ninguno de los dos se conocía en vivo. Por asaresel destino nunca habían coincidido. Lorna sabía de mis salidas de los jueves cadaquincena con mi antiguo grupo de amigos, entre los que figuraba Leo, y tambiénsabía que él formaba parte importante para mi vida. Pero hasta ahí.
Si Leo no fue a nuestra boda fueporque en ese tiempo él vivía en Miami, y aquella separación nos habíadistanciado completamente hasta que volvió a Linares hacía poco más de dos años,con la sorpresa de que estaba invirtiendo en un nuevo necio que ahora yofiscalizaba.
Leonardo se hizo rico antes queyo, ya que siempre invertía en bienes raíces y le iba bien en toda clase denegocios en los que se aventuraba. De hecho, cuando a mi madre le diagnosticaroncáncer, él fue el único que me apoyó tanto económica como emocionalmente, hastasu muerte. Y eso es algo que nunca voy a terminarle de agradecer. En esa épocayo no conocía a Lorna, por supuesto.
La madre de Leo y la mía habíansido las mejores amigas, y por esa razón él le tenía mucho cariño a miprogenitora, ya que ella había hecho las veces de su madre desde que la suya lodejara huérfano tras un accidente vial cuando ambos teníamos doce años. ALeonardo lo conocía muy bien. Sabía sus debilidades y sus fortalezas, nosolamente sus sinvergüenzadas.
¿De verdad se estaba follando aPaula? Me pregunté por enésima vez.
En eso estaba cavilando cuando depronto recibí un mensaje por whatsapp procedente del número de Leo, donde meenviaba un video de menos de 15 segundos y un texto que decía: «¿Reconoces estaboquita?»
—¡Mierda! —exclamé cuando pulséel video.
Si bien es cierto que no se veíael rostro de la mujer, sí que podía distinguir esos voluminosos labios carnososque parecían tener el mismo barniz rojo que Paula había usado durante el día.Lo que llamó realmente mi atención no fue exactamente la forma de sus labios niel color, (que sí, que eran excitantes y morbosos), sino la forma en que estosengullían una enorme verga gorda, venosa y morena, cuya curvatura apuntabahacia la cara del dueño de la misma. El falo era tan grande y ancho que laforma en que la mujer tenía abierta la boca parecía casi insólita.
Babaza, saliva y líquidospreseminales escapaban por las comisuras de la chica, casi ahogándola, y elgorgoteo que hacía al intentar meterse la mitad de ese trozo de carne era casipornográfico.
15 segundos me bastaron paraempalmarme. ¡Dios santo, pero qué enfermo que era! ¿Me había excitado ver aquien se suponía era mi empleada de confianza, esposa de uno de mis mejoresamigos, chupando el falo enorme de mi otro mejor amigo? ¿Me había puestocachondo que el hijo de puta de Leonardo fuera tan descarado para presentarmede esta manera ese tamaño tan descomunal de su trozo, como si quisierahumillarme diciendo que su pene, posiblemente en estado flácido, era dos vecesmás grande que el mío? ¿Se me había puesto dura imaginando que era Paula la queme la chupaba a mí y no a él?
No, no, no. Lorna era mil vecesmejor que Paula, y nunca, aunque una mujer escultural se pusiera de rodillasfrente a mi pene, desnuda, nunca le sería infiel a mi mujer.
¿Entonces qué me había ocurrido?
Como respuesta le mandé un audiode voz, diciéndole:
«¿Ahora te dedicas a compartirlos videos de tus ligues? Serás cabrón. Ellas te dan las confianzas defilmarlas y tú compartiéndolas por la red.»
Cinco minutos después, en que yoaproveché para ver veinte veces más ese mini video, Leo me respondió con otromensaje de audio. Así que puse atención a lo que decía su áspera y ronca voz demacho empotrador:
«Sabes bien que yo no soy de losque anda presumiendo a sus conocidos videos ni fotos de las chicas que se tira.Eso es una bajeza y una acción que nunca haré. Se me hace de muy poca ética.Pero contigo tenía el deber moral de mostrártelo, sabiendo que jamás lodistribuirías por ahí. Te tengo confianza, Noecito. Además te lo envío porquequiero que sepas que en serio me interesa que trates bien a Paulita en lamedida que yo me la esté cogiendo».   
Santo Dios. ¡Qué desfachatez!
Ya más serenado, finalmente leescribí:
 
 
Noé:
Veo que tu obsesiónpor Paula te ha hecho buscarte una chica parecida a ella ¿verdad?
 
No bien pasaron dos minutoscuando recibí su respuesta:
 
Leo:
Te irás de jeta eldía que la veas saltando sobre mis huevos, campeón, ya lo verás.
 
Ese parecía un reto que yoesperaba nunca presenciar. 
Apagué mi teléfono para evitar latentación de volver a ver el video, y lo guardé en el bolcillo de mi saco. Salíde mi oficina cuando faltaban cinco para las ocho de la noche. De reojo vi aPaula, que estaba concentrada en uno de los cuatro cubículos del piso,tecleando la calculadora con un lápiz entre los labios, los mismos labios quesupuestamente Leonardo había profanado cuando le metió su falo. Y me dije queno: esos labios rojos del video podían ser de cualquiera, menos de Paula…aunque fuesen iguales.
 Dejé órdenes a mis contadoras para quecerraran con llave cuando salieran, y me dirigí a casa, tras pasar por elaparcadero donde imaginé el auto de Leo con sus cristales tapizados de vaho,producto del acto sexual que habían llevado a cabo días atrás mientras yocaminaba por allí.
Encontré a Lorna en la cocina, todavíacon sus calzas deportivas. Tenía puesta una blusa escotada y sin sostén, lo quedejaba al descubierto los pequeños bultos de sus pezones. Estaba tan cachondoque me la podría haber follado allí mismo, pero temía que volviera a sucedermelo del día anterior y de nuevo fracturara un poco más nuestra, de por sí, averiadarelación. Su cabello rubio estaba atado en un moño en su nuca, y aunque nollevaba una sola gota de maquillaje, como Paula, lucía preciosa al natural.
—Fui a correr esta tarde, Bichi.Tenía que despejarme —me informó mientras disponía de unos platos extendidos—.Por cierto, Gustavo se acaba de comunicar conmigo para invitarnos el próximojueves a su casa, ya que organizará una cena entre amigos para festejar sucumpleaños.
Cuando escuché el nombre de«Gustavo» sentí que se me iba la respiración y que perdía el color de lasmejillas. Lo primero que se me vino a la cabeza fue la palabra «cuernos»,«mamada», «Paula», «labios rojos», «verga enorme», «profanación de labios»,«Leo», «cuernos.»
—Me dijo Gustavo que intentócomunicarse contigo, Bichi, pero que no le contestaste. Al parecer traes elteléfono apagado.
Lorna había preparado unoshotcakes que olían exquisitos, los cuales los acompañó con una taza dechocolate espumoso.
—Sí, bueno, se me debió descargarel teléfono —respondí tragando saliva.
Lorna, muy animada, continuó:
—¿Qué te parece si le regalamosel toro alado que hice con la resina la semana pasada, Bichi? Me has contadoque tu amigo es fiel admirador de las taurinas.
«Un toro con cuernos», pensé «vayacoincidencias de la vida.»
—Sí, claro, muñequita, comoquieras. Un toro está bien. Pero bien harías en quitarle los cuernos.
—¿Cómo?
—Eh, ¿qué? Nada, muñequita, nada.
Tenía que cambiar el tono de mivoz, pues lo que menos quería era preocupar a mi mujer. Estaba disponiéndome acenar cuando se me ocurrió entregarle la caja donde estaba el consolador que lehabía comprado ese día. Era una buena estrategia para cambiar de tema.
Sus ojos azules centellaron antela sorpresa. Se le veía feliz.
—Ay, Bichi, ¿hace cuanto que nome regalabas nada? ¡Qué detallista eres, mi flaquito bello, por eso te amo!
—Espero que te guste mucho —ledije con una mirada pícara, todavía nervioso por el tema anterior.
Cuando Lorna descubrió lo quehabía dentro de la caja, su mirada se congeló.
—Pero Bichi… ¿esto… es … lo quecreo que es? —Su rostro estaba casi petrificado. No atinaba a interpretar susfacciones.
—Sé que le darás un espléndidouso, mi muñequita —sonreí.
De pronto ocurrió lo que menosesperaba. Lorna sujetó con fuerza el consolador sobre sus manos y me lo lanzósobre la cara, casi con un estridente gruñido.
—¿Crees que soy una puta, Noé? —Susojos claros se habían humedecido—. ¿Crees que un pedazo de silicona va aremediar lo que nos está pasando? ¿Crees que esta porquería va a suplirte a ti?Por Dios, no me vuelvas a tratar jamás así. ¡No soy una enferma! ¡No soy unazorra! ¿Cómo se te ha ocurrido?
Dicho esto abandonó la cocina conpremura y se encerró en nuestra habitación, desde donde sólo la podía escucharsollozar. Yo, por mi parte, me quedé helado y con un vacío dentro de mi pecho.
—Confirmado —le dije al Noé quese reflejaba en la mesa de cristal—. Eres un puto fracaso.
Dicho esto encendí de nuevo micelular, y al instante recibí un par de mensajes de parte de Gustavo, donde meconfirmaba la invitación que ya me había dicho mi mujer. Casi de inmediato, unnuevo audio de voz de Leonardo el empotrador me sacó de mis casillas, cuando loescuché:
«A que no sabes, campeón, ¡me haninvitado a una cena el próximo viernes!, ¿a que no adivinas quién es elcumpleañero?»
—¡¿Qué?! —exclamé.
Todo se me estaba yendo de lasmanos.
 
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relatos
Mañana subo el siguiente capítulo

1 comentario - Por mis putas fantasías: capítulos 1 y 2

Joslira
Excelente relato. Espero la continuación.