Rojo y negro II: El origen (parte I)

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ROJO Y NEGRO II (El origen I)
En este último tiempito no pude dejar de hablar de Natalia ni de mi hijo Nico. A veces me gustaría ser adolescente de vuelta para vivir con escasas responsabilidades e intereses, pero no existe la máquina del tiempo. Puedo inventar una, imaginaria, y trasladarme a aquella época, aunque sea utilizando las palabras: eso haré.

En 1998 comienza esta historia. Con apenas 18 años (cumplidos el 27 de abril), seguía en una nube de pedo. Vivía pensando en mujeres y en sexo, pero cualquier persona que me conociera sabía que estaba lejos de ese mundo. Era el primer año de la carrera de contador público: nunca fui afecto de los números, pero la facultad sirvió para que les tome aprecio. Quería evitar el trabajo de oficina y desarrollar una autonomía moral y económica. En lo cotidiano, hablaba muy poco porque prefería el silencio. Al volver de la facultad, miraba televisión o dormía la siesta, ya que los días se iniciaban temprano, a eso de las 6:30. Mamá solía despertarme porque a las 7:30 entraba a laburar. Tras el desayuno, tomaba el colectivo y a las 8 en punto caía en las clases. Mi desempeño académico empeoró un poco tras la súbita aparición de Natalia en mi vida monótona. Fue el viernes 1° de mayo (como mencioné antes, 2 años previos al nacimiento de Nico), feriado con fin de semana largo incluido. Las fechas se corresponden con lo que anoté en un viejo diario íntimo, que conservo en un cofre para que Fernanda no lo lea: lo escondo hace 20 años ¡y nunca lo halló!
Ese día fue hermoso (meteorológicamente hablando) con un sol radiante y humedad algo elevada, que causó un chaparrón por la noche. Mamá, que siempre estuvo detrás de mí y de Sandra para cuidarnos, estaba preocupada por mis silencios. No quería morirse sin tener nietos. El hecho de que fuese virgen la aterraba. Me mandó a una psicóloga (de quien conservo muy lindos recuerdos) creyendo que el inconveniente se resolvería. Al ver poco progreso, comentó que tendría dos planes para que me desenvuelva: clases de teatro o clases de tango. Dije clases de teatro de una, pero si hubiera existido la posibilidad de desnudarme en el escenario, saldría espantado. Fui reacio a aceptar las clases de tango y discutí con ella por días, incluso esa noche que me llevó a conocer a la profesora.

Eran las 20:30. Refunfuñaba entre dientes en el auto: mamá terminaba de estacionarlo en la puerta del gimnasio. Estalló la lluvia y no teníamos paraguas. Bajamos inmediatamente y ella tocó la puerta: detrás se oía música y algunas indicaciones que súbitamente se silenciaron. Una muchacha sonriente abre y saluda.
“Buenas noches. ¿Puedo ayudarte en algo?”
“Sí, me han comentado que acá se dictan clases de tango. Necesito hacer una consulta”
“Adelante, por favor, antes de que se largue más fuerte”

Entramos y aguardamos a un costado. Los alumnos descansaban y conversaban entre sí. Otros bebían agua. En su gran mayoría era gente mayor, pero había algunos jóvenes, de 30 a 40 años.
“Hace un tiempo que veo a mi hijo bastante solo. Desde que terminó el colegio no lo veo muy animado. Tiene la suerte de que en la facultad se hizo amigos rápido, pero hay algo en él que no me deja encontrar un ‘por qué’ de su actitud…” ¡Cómo le gustaba humillarme a mi vieja! Me moría de la vergüenza al oír sus palabras y por eso me escondí detrás de ella como un patito feo.
“Esta puede ser una muy buena solución para él, sobre todo cuando son tan chicos. Me gustaría conocerlo y conversarlo con él en privado. ¿Qué te parece?” Natalia era hermosa, y sus 23 años no reducían su gran sentido de responsabilidad. ¡Me apañó! Era una dulzura de persona. “Parece que no quiere hablar mucho, pero te prometo que, si todo sigue bien, en unos meses no va a ser el mismo” ¡Cuánta razón tenía! Esa chica me hizo nacer de nuevo.
Se convino el precio de cada clase y el horario: sábado a las 20. Nos fuimos en silencio, pero en el camino de vuelta volví a quejarme. A mamá no le importó.
Cenamos sin emitir palabra y al terminar, fui a la pieza a buscar calzoncillos limpios para bañarme. En la ducha me refregué la cara y las partes íntimas tratando de no caer en la tentación. Jamás me había enamorado en la vida y debía mantener una distancia prudente con Natalia siendo mi profesora: no era un desafío fácil. Terminé y fui nuevamente a la pieza con la toalla envuelta en la pelvis. Cerré la puerta corrediza y apagué la luz para no ser molestado. Prendí la televisión y la puse en volumen bajo. Agarré una caja de casetes que está bajo el mueble y busqué los que en las etiquetas decían Educación a distancia (cursos de Word y Excel): era una pantalla para distraer a mamá, que revisaba TODAS las cosas que tenía. Los que verdaderamente poseían ese contenido tenían una marca chiquita al costado con tinta roja; los apócrifos, sólo el título. En esos guardaba películas porno softcore que los chicos del colegio me prestaron y no devolví. No era nada de otro mundo: sólo las veía para sacarme las ganas las noches de cansancio y poder dormir mejor. Tuve un orgasmo al eyacular (algo que casi nunca sucede) y logré apagar todo antes de caer desplomado en la cama. ¡Fue un buen somnífero!

Entre mayo y diciembre acontecieron muchas cosas. Por eso, resumo todo en pocas líneas.
El acercamiento entre ambos llevó tiempo: mi timidez no ayudaba y tampoco la falta de respuesta a sus señales. La he encontrado de casualidad en lugares que pensé que no frecuentaría, como la cancha del querido Vélez Sarsfield, ese 31 de mayo en que el Fortín salía campeón por adelantado. La acompañaba una amiga, Julia, ambas vistiendo la camiseta azul y blanca. Yo llevaba un pancho y unas gaseosas que iba a compartir con mamá. Mi rostro se estremeció ante semejante belleza, con un poco de pintura azul oscura cubriendo sus cachetes blanquecinos. Su sonrisa completaba la receta que el Fortín necesitaba. No pude emitir palabra y con un hilo de voz, saludé. Mis pómulos estaban colorados y el corazón explotaba. Corrí como pude a la tribuna pensando que alguien hizo un gol: era una falsa alarma.
A la semana siguiente, el 6 de junio, lloré por primera vez pensando en ella. La vi con su novio Adrián, besándose y teniendo sexo en el gimnasio luego de que todo el alumnado se retirara. Ese puerco la cogió muy fuerte y ella lo agarraba del pecho gritando su nombre. Decidí quedarme para ver a una pareja haciendo “eso” sin intermediarios, por más que fuese doloroso para el alma. Adrián se iba a Francia a ver el Mundial y se despidió con un polvo rapidito. Ella ya no confiaba tanto en él, y a la vuelta lo dejó porque supo que la cagó con un grupo de gatos.
Una de las maneras de recuperarse fueron las salidas a los boliches, donde también la vi. Sus fieles amigas la incentivaban a levantarse a tipos feos, pero necesitaba estar sola para sanarse. Incluso con sus ojos llenos de lágrimas era la más hermosa que conocí. No soy sádico: si hubiera sido menos retraído, ya estaría entre mis brazos, diciéndole “te amo”.
Cuando en las clases, la señora Nélida (mi compañera) se ausentaba por problemas de salud, alrededor de 1 o 2 veces por mes, Natalia no me dejaba solo y bailaba conmigo. Allí me ha manoseado muchas veces el culo entre risas, pero no quería parecer irrespetuoso sacando sus dedos, especialmente cuando se trataba de quien imparte el conocimiento. Una corriente eléctrica recorría mis piernas y el pecho: me gustaba y a la vez me incomodaba. Resta decir que es un comportamiento que usualmente no se acepta de un desconocido. Nunca hablé mucho con ella, pero creí que la conocía de hace rato. En alguna ocasión, nos quedamos conversando en la puerta del gimnasio tomando unas gaseosas, solos. Allí supe que volvió a la soltería. No me inmuté: quería sonar desinteresado, pero no cruel. Su sonrisa era garantía de que todo iba a andar bien.

Seguramente quieren saber cómo Natalia y yo (¡por fin!) hicimos el amor por primera vez.
Se los cuento en la próxima: es una historia larga y merece ser desarrollada apropiadamente.

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