Siete por siete (147): El favor (Antes)




Post anterior
Post siguiente
Compendio I


Antes de narrar lo ocurrido en Melbourne, me gustaría recapitular mi relación con Sonia.
Como he mencionado, 4 años atrás ayudaba a Marisol en sus estudios para que ingresara a la universidad.
Yo acababa de titularme como Ingeniero en Minas y aprovechaba de tomarme un sabático, mientras esperaba que alguna empresa aceptara mi currículo.
Ocasionalmente, Marisol se lamentaba que yo me hubiese titulado, porque ella deseaba que “Yo estuviese con ella, en la universidad, cuando encontrara al amor de su vida…”, comentario por el que nunca me di por aludido.
Pero esas palabras me hicieron considerar la prosecución de mis estudios, en vista que una vez que encontrara una mujer y me casara, esa posibilidad se haría cada día más difícil.
En ningún momento consideré que nuestros destinos terminaran entrelazándose…
Pero si quería estudiar, necesitaba recursos. Mis padres habían pagado mi carrera y este objetivo era personal, por lo que empecé a arrojar currículums con mayor insistencia.
Y no pasó mucho para que me llamaran de una empresa minera. La labor era netamente administrativa (algo que me desagradaba, pero que en esos momentos, se acomodaba a mis deseos de proseguir mis estudios).
Esa mañana, salí de mi casa bien acicalado, afeitado y vestido formalmente, con corbata incluida. Llevaba mi bolso universitario, en donde portaba copias de mis antecedentes y el plano de ubicación de la oficina.
Por alguna razón, erré en mis cálculos, subiendo unas 5 manzanas donde me correspondía, por lo que tuve que trotar para llegar a la hora. Era verano y un día bastante soleado.
Aparecí en la mampara de la compañía y la recepcionista me guío hasta la oficina de quien sería mi jefe.
Fue la primera vez que vi a Sonia. Estaba sentada en su escritorio, trabajando en el computador y tras compartir cortesías con la recepcionista, me pidió que guardara asiento, ya que entrevistaban a otro candidato.
Lo que más me llamó la atención fueron sus lentes. Sonia tiene una mirada inteligente y extremadamente analítica, lo que terminó intimidándome más que la entrevista en sí.
Se veía mayor que yo, a pesar de tener la misma edad, con un cabello negro y resplandeciente hasta los hombros y una melena que me recordaba a una cascada; unos ojos negros vivaces y resplandecientes como aceitunas y un busto discreto, pero llamativo, que se apreciaba sobriamente por su escote.
Pero lo que más me mató fue cuando se puso de pie y avisó al jefe que yo había llegado. Esa mañana, usaba una falda y botas negras, que con sus sutiles movimientos mostraban sus piernas largas y una amplia retaguardia, que contoneaba levemente.
Traté de hacerme el simpático, comentando mis desventuras, de cómo me había equivocado en la dirección y que había tenido que trotar.
Nunca pensé que una mujer tan bonita se riera de la mala suerte que tenía. Gentilmente, ofreció traerme un vaso con agua, que decliné y me sugirió que arreglara mi corbata, ya que con el trote se había desabrochado.
Mientras redactaba su trabajo, me preguntaba por qué quería entrar a trabajar ahí y le confesé mis humildes aspiraciones.
Al poco tiempo, salió el muchacho que me antecedía y con una sonrisa deliciosa y sincera, me deseó suerte.
Mi jefe era un tipo delgado, nervioso, que gesticulaba bastante. Por la manera de vestir y de expresarse, se daba dotes de grandeza, aunque no encontré demasiado fundamento.
Me dio la típica charla motivacional, que si acaso era capaz de comprometerme con la empresa, que mi trabajo poco se ligaba con mi área de estudios, pero que podían abrirse oportunidades y me despidió, sin pasar más de 10 minutos en su oficina.
Por lo que me enteraría después, de los labios de Sonia, sería que ella terminaría evaluando los currículums y escogió el mío por simpatía.
Fue entonces donde Sonia empezó a capacitarme. Esos primeros días fueron de ensueño, porque me estaban pagando para estar al lado de semejante bomboncito y mirarla cómo me enseñaba a redactar los reportes.
Aunque cometía errores, nunca me reprendió. Solamente se sentaba a mi lado y me corregía.
En esos tiempos, era más inseguro que ahora y Sonia me veía como un hermano pequeño. Además, yo no podía competir con Fernando, porque él era enorme y Sonia estaba enamorada.
Unos brazos enormes, una cara de héroe de película de acción y el tamaño de un guardaespaldas intimidaban a cualquiera, por lo que quedé en esa nefasta zona que nos hace sufrir: La zona de amigos.
Sonia era muy sincera conmigo. Me contaba de los lugares a donde iban a bailar, a cenar y otras intimidades, mientras me reprochaba mi soltería, porque no me encontraba “tan feo”…
Pero todo eso cambió unos 2 meses después. La mañana de ese lunes, le comenté que me había besado con la amiga a la que le hacía clases...
“Pero ¿Cómo tiene besos con sabor a limón? ¿Qué? ¿Acaso besa mal?” preguntaba ella, en la hora de colación.
“¡Al contrario! ¡Son riquísimos!”
“Oye… pero tú sabes que es una jovencita.” exclamó con molestia y seriedad.
“¡Lo sé!... y es algo que me preocupa bastante. ¡Ha sido mi mejor amiga por bastante tiempo!” respondí afligido.
“¡Ya, cálmate!” me dijo, pidiéndome que fuese más discreto. “A lo mejor, te hace bien y te despabila un poco…”
A partir de ese día, me volví su entretención personal: Marisol resultó, durante los primeros meses, “bastante exploradora”.
La manera de besarme y acariciarme me ocasionaba estragos, en el sentido que yo no podía hacer lo mismo: Yo tenía 28 años y le saco 12 años a mi esposa…
“¡Apuesto que llegas a tu casa y te matas a pajas!” se reía de mis desgracias.
“¡Ese no es el problema!” aclaré. “Lo que me complica son las mañanas, porque despierto adolorido…”
Más risas prosiguieron…
“¿Por qué? ¿Te pone muy caliente?”
“¡No es tanto eso! Es que termino despertando alzado, hasta el ombligo…” confesé con honestidad.
Noté que esa tarde, me miraba con mayor curiosidad la cintura, aunque no paró de bromear conmigo y de mi situación, pero al día siguiente lo había olvidado.
Sin embargo, la vida sexual de Sonia estaba disminuyendo lentamente: Fernando empezó a quedarse más turnos en el cuartel de bomberos o bien, se juntaba con sus amigos del gimnasio para jugar partidas interminables de póker.
Eso hizo que nuestra amistad y cercanía se afianzaran más: mientras que ella me confesaba sus preocupaciones porque Fernando tuviese una amante o si acaso se había aburrido de ella, yo le comentaba los temores que tenía de mi relación con Marisol.
En cierta forma, quedamos atrapados por el mismo problema: ella, deseando que su pareja la tocara de otra manera y yo, anhelando más y más tocar a Marisol.
Nuestra confianza era tal, que tuvimos que parar de almorzar en el casino e ir a comer a los restaurants de los alrededores, con tal de mantener la discreción.
“Marco, no estoy seguro que Marisol se sienta satisfecha contigo…” comentó una tarde.
“¿Por qué lo dices?” pregunté con cierto temor.
“Porque para una mujer, un beso es distinto que para un hombre.” Explayó, con un profundo suspiro. “Una mujer se puede poner muy caliente si la besan demasiado… en especial, cuando es alguien que te gusta y besa demasiado bien… y a lo mejor, Marisol te acaricia tanto, porque piensa que no te calienta.”
“¡Pero si me vuelve loco, Sonia!” respondí exaltado. “Lo único que quiero es poder agarrarla de los pechos o acariciar su trasero…”
Sonia cruzó apretadamente sus piernas.
“¿Y por qué no lo haces?”
“Porque es virgen… y no quiero propasarme.” Respondí desalentado.
Ella estaba nerviosa. Entendía bastante bien mi situación.
“¿Y la tienes… muy grande?” preguntó, tratando de escudarse tras la taza de café.
“¿Qué?”
Ella me miró entre enfadada y avergonzada, por obligarle a que me diera una explicación.
“Hablo de tu pene…” expresó, mirando a todos los lados y tratando de cubrir su cara. “¿Lo tienes grande?”
“¿Por qué estamos hablando de esto? ¿Qué tiene que ver?”
Sonia me miraba más y más enfadada.
“¡Todo!” señaló ella, con firmeza. “¿No lo entiendes? Marisol ya debe tener curiosidad de cómo la tienes… y si es demasiado grande… ¡Vamos, muéstramela!”
Pensé que se había vuelto loca. Pero su mirada seguía siendo sería y analítica.
“¡No lo haré! ¡Estás demente!”
Ella se volvió a reír de manera burlona…
“Bueno, bueno… no me voy a reír de ti, Marco. Eres mi amigo y te tengo confianza…” Y con un drástico brillo en su mirada, añadió. “Si te da vergüenza, no importa. Ya sé cómo puedes mostrármelo…”
Y de esa manera, terminamos entrando en una tienda de objetos sexuales.
No era la primera vez que ella visitaba ese local, ya que avanzó con premura hasta la fila con consoladores.
“¡Bien, aquí puedes mostrarme lo tuyo!” dijo, dejándome con una amplia sonrisa frente a los consoladores más pequeños.
Me sentí ofendido, pero era mucho mejor que desnudarme y mostrarme lo mío, así que me puse a buscar.
Empecé moverme más a la derecha, ya que los modelos donde me había dejado eran demasiado cortos. No alcancé a ubicarme entre los más grandes, donde un titán de 25 cm. se llevaba la corona.
Pero habría unos 5 o 6 modelos que me separaban de aquel lugar.
“¿De este porte? ¿Estás seguro?” preguntó estupefacta.
“¡Claro! ¿Por qué tendría que mentirte?” respondí molesto. “Tal vez, no sea tan grande… pero la tengo más gordita.”
“¿Más que esta?” preguntó, medio mordiéndose el labio.
Desde ese día, mi pene siempre salía en la conversación...
“Pero cuando estás a solas, me imagino que te pajeas por Marisol…” consultaba con malicia, mientras esperábamos nuestros almuerzos.
“¡Por supuesto que no! ¡Los chicos no se masturban por las mujeres que les gustan!”
“Y por mí… ¿Te has corrido pajas?...” consultó indecisa. “No me voy a enojar, si me lo confiesas…”
“¡Eres mi amiga, Sonia! ¿Cómo puedes pensar eso de mí?”
Aunque estaba enfadado, no me pasó desapercibida su sonrisa discreta…
En otra oportunidad…
“¿Y cuántas veces te pajeas al día?”
“4. Una por la mañana, para perder la erección y 3 por la noche…”
“¿3?” preguntó sobresaltada. “¿3?... pero ¿Cómo? ¿Seguidas?”
“¡Claro que no!” respondí, pidiendo que se callara. “Si las hago seguidas, tengo que cambiar el pijama.”
“¿P-p-por qué? ¿Botas demasiada sopa?” preguntó, con un rostro desencajado.
“Si, y quedo todo pegajoso…” me lamentaba.
Pero la que “más me inspiraba” esas noches era mi futura suegra, que parecía vestir prendas más reveladoras y ajustadas los días que debía hacer clases a mi esposa.
Lentamente, sus confidencias sobre Fernando fueron disminuyendo. De dormir 5 días juntos a la semana, bajaron a 3.
La idea que Fernando le estuviese engañando la iba consumiendo lentamente, a pesar que al revisar su teléfono ocasionalmente no encontrara conversaciones con otras mujeres y que efectivamente, sus amigos se disculpaban por jugar tan a menudo a las cartas.
Por mi parte, tuve que hacer oficial mi noviazgo con Marisol ante sus padres: Mi esposa me tenía tanta confianza, que le encantaba sentarse entre mis piernas y que la abrazara, rozando su vientre, lo que me hacía temer que yo cometiera una locura.
Y fue muchísimo peor cuando me hizo mi primera mamada. La boca de Marisol se envició instantáneamente con mi herramienta y no había clase sin que ella me atendiera con su boca.
“¡Así que te salió vivaracha tu pololita!” se reía de mí cuando se lo confesé. “Apuesto que debes sentirte el rey del mundo.”
“¡No lo creas!... cuando Marisol lo hace, me termino sintiendo peor…”
“¿Por qué? ¿No te hace sentir bien?” preguntaba, con una mirada libidinosa.
Mientras le explicaba que Marisol ponía bastante dedicación en su labor, bebiéndose cada vez hasta la última gota de mis jugos, se lamía ocasionalmente los labios.
Sin embargo, lo que me preocupaba era que manoseaba más y más la entrepierna de mi futura esposa.
“¿Y por qué no te la tiras y ya? Si te pone tan caliente…” me aconsejaba Sonia.
“¡No puedo hacerlo! ¡Es tan inocente!”
“¡Vamos, Marco! ¿No te das cuenta que exageras? Hasta yo, cuando tenía su edad, me había metido con un hombre…”
Sus palabras me hicieron enmudecer…
“Tú has estado con una mujer, ¿Verdad?” preguntó con una mirada inquisidora. “Pero… ¿Cómo, Marco? ¡Casi tienes 30 años!”
“¡Lo sé! Pero siempre he sido tímido.”
“¡Pero hay putas, Marco! Para algo están las casas de remolienda…” comentó exaltada.
Yo no podía defenderme. Sonia me conocía bastante bien…
“Entonces… ¿Nadie te ha enseñado?” me preguntó, con una actitud más cálida.
Enmudecido, moví mi cabeza.
“¿Te gustaría… que yo… te hiciese “el favor”?” preguntó, con una mirada vergonzosa.
“¡No, no creo que hacerlo con una prostituta sea lo mío!” respondí, pensando que me conseguiría una.
Por supuesto, ella se enfadó.
“¡No, tonto! Hablo si quieres “debutar conmigo”…”
Nunca vi a Sonia así de avergonzada.
De hecho, jamás pensé que una mujer como ella querría dormir conmigo.
“Pero ¿Qué dirán Fernando?... ¿O Marisol?” dejé aflorar mis preocupaciones.
“¡Si tú no le dices a Fernando, no se lo diré yo!…” afirmó con molestia. “Además, si te gusta tanto Marisol, imagino que quieres que pase un buen rato, ¿No?…”
No sabía qué responder. Miles de ideas pasaban por mi mente…
“¡Será solamente una vez! Para enseñarte lo básico…” trataba de convencerme. “¡Podemos pedir el próximo viernes libre y vamos a un motel!”
“¡Déjame pensarlo!” le respondí, sobreseído por la situación.
Me miró decepcionada, pero comprensiva. Sabía bien que yo no era de las personas que “saltaba a la primera”…
Pero no fue necesaria su ayuda. Ese mismo fin de semana, por alguna razón, Marisol y yo quedamos a solas en su casa. Nos besamos con mucha pasión y deseo y eventualmente, terminamos explorando nuestros cuerpos por primera vez.
Cuando le conté a Sonia el lunes, me dio una sonrisa comprensiva.
Al final, fue ella la que quedó atrapada en la zona de amigos y aunque su relación con Fernando se fue deteriorando más y más, hasta que este le confesó su homosexualidad, ella siguió aconsejándome sobre cómo atender y preocuparme de Marisol.
Nunca mostró una mueca de celos o señal de descontento por hablar siempre de mi ruiseñor y no pasó mucho tiempo para que saliera mi viaje al norte y que se desencadenaran todas esas secuencias de eventos que ya he narrado con anterioridad y que nos permitió vivir un romance…
Pero regresando al presente, cuando Sonia me llamó pidiendo auxilio, no dudé en acudir en su socorro.
Porque sinceramente, creía que no había favor que me pidiese al que yo me pudiese rehusar.
Sin embargo…


Post siguiente

1 comentario - Siete por siete (147): El favor (Antes)

pepeluchelopez
Y sin embargó se mueve? Jaja ok nos quedamos en suspenso. Espero la continuación, sobre hiba a decirte pero ya lo olvide y justo trata sobre algo que dices al inicio del relato ya lo recordaré luego, un gran abrazo y sigo pendiente de tus relatos
metalchono
Te entiendo. El alzheimer nos pega a todos. Saludos