El resquicio

Se me partía la cabeza, me dolía justo por encima de las cejas. Pensando en si se debía a que había pasado muchas horas sin comer o si algo de lo poco que comí en el día me había caído mal, no lograba poner atención a las banalidades que conversábamos mientras cenábamos. Con mis codos apoyados sobre la mesa traté de descansar la frente sobre las manos, al tiempo las frotaba sobre las cejas (como si eso pudiera aliviarme un poco).

En ocasiones en las que (teniendo intenciones de avanzar) me encuentro dubitativo, esa duda se extiende a lo largo de momentos interminables que paradójicamente sirven para zanjar con la cuestión convirtiéndola en la nada misma. Eso no pasó esta vez. No recuerdo de qué hablábamos cuando terminábamos de cenar, porque sólo pensé en “buscar un resquicio” (como decía el Hombre de negro, hermano de Jason en la serie Lost, cuando sabía que algún día encontraría la forma de asesinar a su hermano). Sabía que las posibilidades desde hacía tiempo eran nulas pero esa noche el corazón se me aceleraba por momentos, sabía que algo era distinto.
“¿Querés que traigamos un colchón y nos tiremos a ver la tele?” la interrumpí mientras me hablaba… “No tengo drama de traerte un colchón para vos, pero tenés que saber que no va a pasar nada entre nosotros”.

Ahí empezó todo.

No trajimos colchón. Sentados a cada lado de la mesa. Mis palabras no cesaban, ella las esquivaba. Mis vanos intentos por tocar su mano se extendieron por un tiempo que pareció que no terminaría jamás. “Es que no te puedo ver como a un tipo cualquiera, que no me quiero coger o que puedo pensar que tiene concha”. Yo sonreía y seguía, con una transparencia en las palabras que hasta ahora me extraña: “Lo que pasa es que no te diste cuenta de nada… (me mira, no entiende) Y sí, acá no importa si vamos a garchar, lo que importa es esto, el juego”. Veo ira en sus ojos, al tiempo que con su mirada me dice que me quiere coger de pies a cabeza.
Una de esas frases que salen de mi boca como si alguien me las estuviera dictando: “mirá, vos tenés bien claro que no querés que pase nada, yo ya lo entendí, no entiendo por qué no podés confiar en mi palabra. Simplemente te pido seguir escuchándote mientras te agarro la mano, nada más”.

Ese fue el resquicio.

Hay momentos en los que uno tiene que saber pisar el freno. Tomé su mano y no hice nada más que eso. La escuché. Seguimos charlando por un buen rato.

Nos sentamos en el sofá para ver una película, con el permiso antes concedido me permití tocar su mano nuevamente. Sé que es muy sensible al tacto y que lo relaciona con sus recuerdos eróticos, por lo que aproveché que se distrajo mirando la película y comencé unas caricias pequeñísimas, lentas y tímidas, pretendiendo sean desinteresadas. Ella, sentada en el borde del almohadón del centro, miraba atentamente la película mientras yo (sentado a su izquierda) estaba poniendo mi atención en lo que le hacía.
Pasaron unos veinte minutos cuando decidí recostarme, mi cabeza quedó por detrás de ella y mis pies en el aire. Mientras trababa con dificultad de ubicar la pantalla en mi campo visual, ella se quedó sentada y siguió ofreciendo su mano izquierda a mi tacto. Sus dedos estaban juntos y ligeramente arqueados por la manera en la que se los tomé, estaban relajados ofreciendo su palma a los movimientos circulares que hacía con mi pulgar.
Logré ver por un rato la película y habiendo transcurrido ya un cuarto más de hora ella también se acostó, su pecho quedó muy cerca de mis ojos y su cara no se veía. Las caricias siguieron y cuando pasaron otros quince minutos o tal vez más, muy sutilmente aumenté la presión de mi tacto, alternando algunos movimientos lineales y llegando hasta la base de sus dedos. El subir y bajar de su vientre poco a poco se aceleraba y delataba su respiración, se estaba excitando.

Podría decir que estaba totalmente entregado a la acción, pero era consciente de que ella me interrumpiría en cualquier momento. Pensarlo me hacía saborear la perfección de todo eso que estaba pasando. Al ver que su reacción seguía favorable, me giré y quedé con el cuerpo de frente al suyo. Mi mirada se clavaba en sus costillas sin dejar de observar la ondulación con la que se movían sus piernas y cómo se mordía los labios (aunque no podía verlo imaginaba también que ponía los ojos en blanco, y más me calentaba). Ahora mi pulgar subía y bajaba violento por la palma de su mano, imaginando que tocaba su más profunda intimidad… Alejandro Jodorowsky dice que “el cuerpo entiende las metáforas”: pocas veces pude comprobar tan placenteramente esa frase.
Quería abalanzarme sobre ella, meter mis manos dentro de su remera y recorrer su vientre, su cintura, su espalda.

Pero no lo hice.
Continué con lo que estaba haciendo para darle el espacio y la libertad de tomar la iniciativa, sabía que estaba más que cómoda y fui (quizá demasiado) cauteloso. No quería que todo terminara ahí.
Acercó su rostro hasta el mío y me miró los labios.

La besé.

Eran unos besos de esos en los que parece que te fundís en el otro, esos que me dan la sensación de que si alguien nos viera no lograría entender dónde termina un cuerpo y dónde comienza el otro. Casi sin darme cuenta, un momento después ella estaba sobre mí: los cuerpos se movían a un ritmo sincronizado pero frenético por momentos… aunque teníamos toda la ropa puesta.

Cuando me mordió el labio y dejó de moverse, lo presentí, estaba teniendo su orgasmo. Su gesto y la forma en que su cuerpo lo expresaba, era muy bello. Fui feliz en ese momento.

Luego se levantó, se fue al dormitorio, se acostó a dormir. Yo me quedé en el sillón, dormí un rato, y me fui antes de que despertara.

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