Invierno, de dolores al mismo infierno...

Destaco que esta historia es ficticia, jamás sucedió.

Julio de 2010. Pleno invierno, temperaturas bajísimas. Estufas prendidas en todos los lugares posibles. En mi casa era habitual encenderlas después de las 18, para ahorrar en la factura del gas: nadie quería salir y yo trataba de juntarme con mis amigos (en la casa de alguno de ellos) la mayor cantidad de sábados posibles. A las 17 retornaba del colegio cada día, y me encontraba de pasada cuando llegaba a mi vecina, Laura, una conocida de la familia que vivía allí hace más de 20 años. Sin dudas, ella era muy linda: el pelo largo, castaño, una figura absolutamente normal, pero tenía algo que me atraía mucho, su inteligencia. Era brillante, se dedicaba a la educación, trabajaba en un gabinete psicopedagógico en una escuela de la Capital, y también tenía un consultorio propio. Había quedado perplejo.

A mediados de mes, fui a la casa de Marcos, uno de mis amigos y conversábamos sobre qué nos depararía ese último año que estemos en la escuela secundaria, las posibles carreras para el año siguiente, algunas bromas de por medio, y persistiendo con la promesa de festejar los cumpleaños en grupo cada vez que la situación lo amerite. Cuando llegaron los siete restantes (4 varones y 3 chicas), levantamos las copas tal cual fuese el 31 de diciembre, y nos abrazamos, cantamos, bailamos y nos reímos de muchas vivencias, hasta que se hicieron las 7:30 de la mañana del domingo. Álvaro me trajo hasta mi casa junto a su padre, y entré sin hacer ruido, por miedo a que madre me descubriese. Me lancé (literalmente) a la cama, y me puse el pijama para dormir. Sin querer, la ventana estaba abierta y pasó lo que accidentalmente podría llegar a pasar en una propiedad de dos pisos: se puede ver lo que ocurre en la vivienda lindera. Cuando cerré la cortina, me había paralizado otra vez porque allí estaba Laura, de espaldas (no sé por cual razón) y sin corpiño. Algo que siempre admiré en particular de las mujeres en el aspecto físico es su espalda (hasta la pelvis) y las piernas, pero no vivía pensando en perder la virginidad. La reservaba para perderla con amor con una persona indicada, que no había encontrado aún.

Ese maldito domingo fue uno de los peores. De por sí, el domingo es horrendo en cualquier parte del año, porque nadie quiere un lunes cerca. Ojalá fuese posible ahuyentarlo, pero no existen los milagros. Particularmente, ese día era inaguantable. Mamá me despertó a las 14 para almorzar. Cocinó pasta (spaghetti) con salsa, y mis hermanas estaban de visita. Fui corriendo a saludarlas, las abracé y tomé sus abrigos para colgarlos en el ropero. Durante la comida, contaban su semana, lo contentas que estaban por sus empleos, el no creer necesario estar en pareja, y una de ellas (la mayor) nos anunció algo muy importante: la ascendían y estaba a pocos pasos de llegar a la cúpula ejecutiva de la empresa. No se nos borraban las sonrisas de la cara. Eso fue lo bueno del día; lo peor comenzó luego de las 20. Hice un mal movimiento con un brazo y me empezó a doler un omóplato, pero el dolor se extendió a los hombros. Lo disimulé hasta el día siguiente.
Me levanté a las 8 de la mañana porque comenzaban las benditas vacaciones de invierno. Por dos semanas no me iba a preocupar por nada, tan sólo por las tareas de la escuela y el dolor que presentaba. Bajé las escaleras, le di un beso a mamá y le comenté en breves palabras lo que sucedía. Me dijo que no me preocupase y que se pasaría en unas horas. Eran las 19 y me dolía con intermitencias, por lo que llamó a la vecina para decirle si no me podía ver cuando estuviese disponible. Lo que fue una desestabilización para mí era que la vecina a la que mi madre llamó era la que menos me imaginaba. Dijo que vaya al día siguiente a las 18. Parece que en una de las charlas que mamá tuvo con ella, le dijo que estaba aprendiendo la profesión de masajista y que le faltaba poco para concluir. Obviamente, traté de olvidarme de que era ella la que me iba a atender, y pensé que debía preocuparme en pensar en que el dolor se iba a terminar. Me senté en la computadora hasta irme a dormir.

Pasé toda la tarde de ese día (el siguiente del anterior) haciendo algunas de las tareas (que no eran muchas) que mandaron en el colegio y ayudando en cosas de la casa. Me fui muy tranquilo a que me hicieran masajes. Toqué el timbre, me abrieron y subí hacia un lugar especialmente preparado para ese uso. Me pidieron que me dirija hacia el biombo para que me desvista de forma parcial, y que luego avise cuando esté listo. Salí, me acosté en la camilla y me cubrió la parte inferior de la pelvis con unas toallas muy suaves. Puso sus manos en mis hombros y prácticamente tenía ganas de dejarme llevar por la relajación. Los dolores se iban de a poco, como si fuesen personas que abandonan un lugar muy frecuentado, una por una. Los dedos de sus manos se abrían y cerraban de tal forma, que me provocaban una paz y una armonía que no vivía hace muchos años, antes de comenzar la adolescencia. Preguntaba si sentía dolor, y le dije que sus masajes eran muy efectivos, porque esa molestia se esfumaba. Desde que llegué habían pasado 55 minutos más o menos. Accidentalmente, cuando todo terminó, me levanté apresurado y se cayeron las toallas. Las levanté, pedí disculpas, agradecí por la atención, saludé, aboné el dinero, me acompañaron hasta la puerta y me fui.
Llegué a mi casa, le comenté a mi madre cómo me encontraba, ella se alegró porque me recuperé y subí a mi habitación para continuar con los deberes del colegio. Estaba, ahora sí con las cortinas cerradas y no pensaba más en mi vecina, sino que tomé un par de tragos de un té mientras unos ejercicios de matemática me estaban haciendo mierda la cabeza debido a lo difíciles que eran. Cuando por fin estaba esforzándome en algo, suena mi celular y recibo un mensaje de texto, que era de ella, diciendo si mañana o uno de los siguientes días hábiles podía pasar por su casa para supervisar cómo seguían los dolores. Acepté y dije que iría al otro día por la mañana, alrededor de las 10. Me puse a pensar: ningún masajista solicita revisiones cuando la otra persona le dice que se siente bien. Era algo muy raro, pero aproveché a salir de mi casa porque mi madre trabajaba y no quería estar encerrado todo el día allí, a pesar del invierno.

Fui. Lo hice, y quizás no era lo mejor, ni pasó lo mejor, ni lo que me imaginaba. Laura me recibió y me dijo que no era necesario abonarle la consulta. Me dijo que vuelva a pasar a la habitación con la camilla, y que me desvista exactamente como la vez anterior. Ocurrió todo lo mismo que la última vez, casi todo en realidad. Durante el masaje me sentía igual; no necesitaba estar dolorido para relajarme. De pronto, un dolor placentero surgía desde mi pelvis y me dejé llevar: me estaba introduciendo sus dedos en el ano, y cada vez con más frecuencia. Empecé a gemir y no me importó si parecía poco hombre, no quería que se detuviese. Observaba su rostro y estaba muy concentrada. Ella me estaba mirando y creo que no se imaginaba mi reacción, es que yo tampoco creí que iba a reaccionar así. Le dije que siga. Sentía una suavidad en mis nalgas, eso era porque me había quitado la ropa interior y ahora estaba desnudo frente a ella. A veces giraba mi cabeza para mirarla, porque estaba muy bien vestida: no era necesario que se desvistiese, así me atraía. Creo que cuando la pensaba, quizás pasó lo que pensaba, pero traté de dejarlo a un lado. La consecuencia de esto fue una eyaculación de grado, y ella tuvo que sujetarme para que no me cayera, ya que tuve un orgasmo que no podrá repetirse, al menos por ahora. Me limpié, me puse la ropa y me fui otra vez. Había quedado un encuentro nuevo, marcado para el día siguiente y a la misma hora.
Ahora sí, estaba decidido. Me iba a arriesgar a enfrentar lo que creí que tomaría otra veintena de años. Tuve que verla sin ropa, pero ella me atraía mucho con las vestimentas elegantes que usaba. Su cutis era uno de los más lindos que había visto, muy suave, y su cuerpo era armónico, contrastando perfectamente con la longitud del pelo. Me acostó en su cama y la sujeté con las manos. La besé como pude, pues no sabía. De por sí nunca había estado con alguien, y menos con alguien que estaba desnuda y pretendía hacerme suyo. La obedecí en cada cosa que me pidió, me agarró de los pelos y llevó mi rostro hasta sus senos, para que los lamiera, y si no me apuraba, podía recibir insultos o nalgadas. Igual, no me importaba, que me trate como quiera. No la amaba, pero me “calentaba”. Y creo que fue una de las pocas posibilidades que tuve en 22 años de vida.

3 comentarios - Invierno, de dolores al mismo infierno...

alex_carrasco22
te doy mis únicos 3 puntos que puedo dar al día, por ser honesto y no decir "en realidad pasó"
vaan28
Interesante y erotico. Muy bueno.