Adriana, mon amour

-¡Apúrate, antes de que lleguen!-, me dijo con voz apenas audible. En el estéreo sonaba la Novena sinfonía de Beethoven. Y frente a mí, de espaldas y con la minifalda levantada, Adriana. La humedad de su coño se apreciaba con claridad a través de la tela casi inexistente de su tanga.
-¡Rápido¡ ¿Qué esperas?-, repitió ansiosa. Con cuidado, retiré el hilo que le cubría la raja y acaricié su carne ardiente con mi dedo índice. Ella soltó un gemido.
Pero antes de contar lo que pasó, creo que es necesario que explique cómo fue que llegamos ahí.
Su nombre es Adriana, es un par de años mayor que yo y tiene uno de los culos más preciosos que jamás se hayan contoneado por las calles de mi ciudad. Consciente de su hermosa figura, ella suele resaltar sus nalgas vistiendo leggins, pantalones ajustadísimos o, por supuesto, minifaldas.
Desde el momento en que nos conocimos la atracción fue evidente. Nuestros ojos no dejaban de encontrarse y yo veía cómo se sonrojaba y perdía el hilo de todo lo que decía. Y yo, por mi parte, me pasaba las reuniones en las que estuvimos juntos con la verga dura como tabla: sus escotes solían ser enormes y ella no usa sostén.
La primera vez que cogimos fue luego de una fiesta. Casi todos se habían ido y ambos habíamos bebido unas cuantas cervezas de más.
Como se trataba de una ocasión especial -era su cumpleaños- ella se había arreglado con especial esmero. Llevaba puesto un vestido cortito, apenas un par de centímetros por debajo de sus calzones. Eran casi las dos de la mañana y hacía frío. A través de la tela de su vestido podía ver sus pezones, erectos, entusiasmados por mi cercanía.
La vi temblar y sin decir nada, la abracé. Nadie nos miraba, así que ella me correspondió con un beso. "Me gustas mucho, ¿sabías?". Le regresé el beso y mi mano lentamente comenzó a recorrer sus piernas.
Quince minutos más tarde, su vestido descansaba sobre el piso de su cuarto: sobre su piel, sólo un calzón cachetero negro con bordes cian. Sobre la mía, nada. Sus labios acariciaron mi pene casi con cariño. Luego, cubrió mi lanza de carne con su lenga, con sus dientes, con sus manos. Pasamos casi 30 minutos acariciándonos antes de que ella se quitara la ropa interior. "Ya no aguanto", me dijo, y condujo mi mano hasta la húmeda caverna de su entrepierna. El sonido de mis dedos entrando y saliendo de su coño sólo sirvió para excitarme más.
En cuanto noté que su respiración se aceleraba, mi verga, que ella acariciaba con la mano izquierda, entró en acción. La tomó por sorpresa el hecho de que la pusiera en cuatro y, sin perder ni un segundo más, la penetrara. Al principio nos costó encontrar el ritmo perfecto, pero en cuanto logramos acompasar nuestras caderas, el resultado fue magnífico: ella gritaba de placer. Incluso, en cierto punto nos pareció escuchar que alguien nos gritaba que nos calláramos, pero ninguno está seguro. Más tarde, mientras se limpiaba el semen que corría piernas abajo, confesó que había tenido tres orgasmos. Yo respondí con una sonrisa. Me acerqué a ella y la tomé por las nalgas: la acerqué con suavidad y la besé en la boca, dejando que mi verga, aún pegajosa y húmeda, rozara sus labios, aún pegajosos y húmedos.
Después de esa noche comenzamos a coger con regularidad. Casi de manera religiosa los lunes, para tener un buen inicio de semana. Los miércoles, para aguantar lo que se venía. Los viernes, antes de los tragos para olvidar la semana, después de los tragos por la pura diversión. Y los sábados y los domingos porque, coño, necesitábamos aprovechar el fin de semana.
Y pasó el tiempo, y antes de que nos diéramos cuenta, un año. Y el tiempo de celebrar de nuevo su cumpleaños llegó. Sin embargo, en esta ocasión las cosas serían diferentes. Tenía pensado llegar temprano a su casa. Estar desnudos todo el día y coger como posesos, el objetivo. Había planeado cosas que harían sentir orgulloso al Marqués de Sade.
Sin embargo, cuando llegué con ella me dijo: "En una hora, más o menos, llegarán los demás. Esa semana, debido a que no pudimos ajustar nuestros horarios, no nos vimos. Eso contribuyó a mi calentura, pero las palabras que me dijo en cuanto estuvimos frente a frente, no.
No podríamos disfrutar del día que había planeado, tendría que conformarme con el tiempo disponible. Hasta ese momento no había reparado en su atuendo. "Pasa", me dijo, aún no termino de vestirme. Ese "aún no termino" era en realidad un aún no comienzo, pues llevava el pantalón de la pijama y una camisa vieja que usaba para dormir. Y debajo de eso, nada. Me lo decían la experiencia y sus pezones erectos, enormes, rosas y deliciosos. Ese pensamiento de inmediado me puso como piedra. Sin embargo, debía esperar un poco. Lo primero fue besarle el cuello. Al principio, por supuesto, me pedía que la dejara. Pero poco a poco comenzó a excitarse, hasta que dio media vuelta y me besó. Sus labios devoraban los míos mientras sus manos acariciaban mi pene por encima de mi pantalón.
Mis manos, por otro lado, no perdían tiempo. Subían y bajaban por su espalda, apretaban una nalga y acariciaban sus pezones, que parecían de diamante. Luego mis labios pasaron a su cuello. Poco a poco, mientras mis manos estrujaban sus pechos, ella comenzó a gemir. Y entonces sentí la humedad en su pijama. Ahí supe que era hora de entrar en verdadera acción, así que le quité el pantalón y me puse a dedearla. De inmediato reaccionó, separando un poco las piernas tomando mi miembro, hinchado y deseoso, con sus manos. Luego de unos cinco minutos así, la tomé por la cintura y dejé que la cabeza de mi verga se colocara en la entrada de su coño. Ella intentó empalarse de inmediato, pero no la dejé. En cambio, la llevé hasta su cama, en donde comencé a lamerle la vagina.
Igual que antes, su respuesta fue inmediata. Gemidos, su pelvis contra mi boca, sus manos en mi cabello. Tres minutos de lengua en su clítoris y su primer orgasmo de la noche. Y entonces su boca me imitó: y mis ligeros gemidos, un sí, y detente, que me vengo.
Ella se levantó y trató, con la piel aún enchinada, de seguir arreglándose. Iba a ponerse el brassiere cuando sintió mi pene contra sus nalgas. Y sonrió. La puse contra la pared y comencé a penetrarla con violencia. Momentos después ella dio media vuelta y me abrazó con las piernas. De manera instintiva mis manos se detuvieron en sus nalgas, separándolas y estrujándolas. De la nada, dijo: "méteme un dedo en el ano". Ni lerdo ni perezoso lo hice: al principio, su cara transmitía dolor. Pero las acometidas de mi verga contra su coño mojado y mi dedo se acompasaban, poco a poco regresó a su rictus de placer.
Sin sacarle el dedo, la coloqué sobre la cama. De inmediato se puso en cuatro y me dijo: "cógeme". La rudeza de su expresión me excitó aún más, así que procedí a penetrar su altar de Sodoma. Ella gemía, apretaba los dientes, retorcía las manos y decía que le dolía, pero nunca me pidió que me detuviera. Con una mano se acariciaba la raja mientras yo me desquitaba con su colita.
Ella gritó cuando me vine. De su culo abierto goteaba semen; con cuidado y disfrutando de cada segundo, sacó sus dos dedos de su vagina y acarició el borde de su ano. Luego, cuando su índice estuvo lleno de leche, se lo llevó a la boca y me sonrió. Deslizó su mano hasta mi verga, hinchada aún, y la acarició con un poco de rudeza. "Es apenas el primer round", me dijo con lascivia. Acto seguido, puso las nalgas a la altura de mi cara y empezó a chuparme el pito, que no tardó en endurecerse bajo las acometidas de su lengua. Sólo se lo sacó de la boca el tiempo suficiente para decirme: "chúpame la cola". Y lo hice hasta que se vino.
Sin embargo, yo aún no me venía de nuevo, así que la puse boca abajo, separé sus piernas y mientras los últimos temblores del orgasmo recorrían aún su piel, la penetré.
De forma instintiva comenzó a acariciar sus pezones, hasta que los gemidos empezaron. Y de pronto el timbre.
-¡Voy!, gritó. ¡Salgo en un momen...!
La interrumpió mi verga escabulléndose en su culo. Me volteó a ver con lo que pretendía ser enojo, pero un par de embestidas bastaron para que esa mirada se convirtiera en lujura. "Rápido", murmuró mientras mis dedos le acariciaban el clítoris y sus manos se estrujaban los senos o aumentaban la velocidad de mis dedos en su cueva.
Nuestros amigos tuvieron que esperar 15 minutos, y nos vieron de forma tal que lo único que pudimos hacer fue reírnos, sonrojarnos y un poco y callar.

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