Ambar

No había sentido desde hace algunos unos meses las caricias de una mujer exuberante, bajo un cielo negro que escupía sangre sobre una botella verde y corroída. Sus pardos ojos clavaban estigmas sobre mis venas y mis venas lamieron su piel como miel fresca alrededor de su cuello, cada pulgada examinada, olfateada y acariciada se derrumbaba entre mis semi secas manos cuarteadas por flema ácida. La charla continuó acurrucando el espeso sabor agridulce de la noche, y sus labios frondosos me mostraban el camino hacia la milonga oculta entre sus ropas, sentí su espeso aroma y la gracia de su sonrisa extendida entre mis muslos, cada movimiento circular de sus manos bajo la tela propiciaban una erección perfecta.

Continuamos platicando sobre la tibia banca un par de horas más, ardiendo y sofocando recuerdos, que fluían entre el espeso humo que emanábamos al compás de un silencio que no aturdía, sino caía en el confort sobre el ámbar más nocturno de todos. Como a las once de la noche, se acercó hacia nosotros un hombre de edad avanzada como el nivel de alcohol en su cabeza, con los ojos entre cerrados y de hocico reseco tratando de hilvanar una pretenciosa mentira del extravío de su billetera con dinero, y entre sus manos descansaba una pequeña hacha al que miramos sigilosamente, pero su extenso y entrecortado discurso nos cansó – pobre hombre – pensé, solo quería una moneda limpia para un sucio trago, se lo di y se marchó. Luego encendí un cigarrillo y ella también, sorbimos nuestros vasos de vino, nos miramos y echamos una carcajada que disiparon sus nervios; para esto la abrazaba tan cálidamente, que podía sentir sus latidos entre sus bellos pechos que flagelaban mi tacto y mi visión, sentía que podía recorrer el infierno entero entre ellos o escalar una montaña de cristal sin pretender una horrenda muerte; esta vez –pensé- no renunciaré más a esto.

La media noche cercaba nuestros instintos, con ella sentada ahí a mi lado y sus largas piernas entre cruzadas, que concluían en unos dulces pies acaramelados bañados de ese azul intenso. El vino surcaba mi garganta seca que nesecitaba humedecerse tanto como ella, a la vez que mis serpenteantes manos se mecían bajo su oscura blusa, acariciando ambos cálidos pezones con las yemas de mis dedos, ella mordía sus labios con tal sugestión que no pude detenerme hasta hacerla sentir que su calentura se transformara en gotas de sudor. Antes de irnos no pudo contener el impulso de sentir la ansiada rigidez en mi verga, existía un gran asombro en sus ojos destellantes, sonrió y nos levantamos a gotas frías sobre nuestros cuerpos al dejar en aquella banca, dos cajetillas de cigarros vacías y una botella sin aliento.

Caminamos entre los bloques de cemento, sin señales de salida, puesto que ninguno queríamos escapar de esta noche. Sobre nosotros un cuarto de luna estelar que trasgredía mi pensamiento al verla caminar delante de mí, aquel culo contorneaba nuevas forma de ver a una mujer; -¿hacía dónde te diriges?- le pregunte cogiéndola de sus caderas, -mi amor, deseo orinar- me contestó; luego se soltó y siguió moviéndose delante de mí, hasta encontrar una especie de callejón sin salida, se oculto en una esquina y sin reparo se bajo el pantalón y aquel hilo dental color negro, roció un mágico charco que recorría el pequeño camino entre las ramas, acompañado del sonoro ladrido de algún perro guardián. Una sonrisa y se arreglo toda, caminamos un rato para luego mirarnos y besarnos bajo un poste de alumbrado, que iluminaba pura intensidad que se esparcía por tu todo su cuerpo estimulado por mis zigzagueantes manos. Encendí uno de mis últimos cigarros y tratamos de escondernos de tanta luz externa.

Al fin llegamos a un oscuro edificio, al cual no le llegaba ninguna iluminación, la cogí de las manos y la llevé hacia dentro, cruzamos un corto pasadizo que tenia una puerta abierta de par en par con un perro en la entrada, que nos observó pero no lanzó ningún estridente ladrido, más bien se inmutó y continuó su apacible siesta. Clandestinamente nos colocamos detrás de un muro y ella empezaba a jugar dulcemente con mis huevos hasta abrirme por completo el cierre, luego se arrodillo y empezó a cogerme entre la más absoluta oscuridad, el mete y saca tan visceral lograba adueñarse de la noche por completo, con ella arrodillada absorbiendo cada gota de vida, con la total excitación que quebrantamos alguna alma fundida en la oscuridad del edificio.

Desde ese instante mi vida se convirtió en ámbar, con sabor a vino tinto; sin explicaciones se levantó, escupió algún verso inalterable y mientras cerraba el cierre mezquino nos dimos cuenta que alguien entraba apaciblemente, ella me cogió de las manos y tomando su bolso caminamos hacia la salida, sin alterar esta circunstancia sonreímos y nos echamos una pequeña caminata bajo un cielo púrpura que amenazaba con llevarnos a la infinidad de sus límites.

Manuel Castillo Lozano

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