Cuentito romanticón, recordando al Titanic

[Isabel tenía frío.

Mucho frío.

Por más que quisiera, por más cobijas que pusiera sobre su cuerpo… seguía teniendo frío.

Pensar que era su noche de bodas y todavía no podía comprender por qué tenía tanto frío. Estaba en su cama, camisón grueso sobre la piel virgen y marido recién obtenido con ganas de amarla intensamente.

Pero tenía frío.

Mucho frío.

Fue al baño, a calentarse las manos en el agua caliente que salía hirviendo de la canilla, gracias al poder de la caldera. Rápidamente volvió a la comodidad y calidez de la cama… que estaba fría, pero con las manos calientes. Su marido, flamante marido, roncaba como si fuera la primera vez que dormía, en posición fetal, tapado hasta las orejas con las mantas. –Esta noche, nada de sexo- pensó para sí misma y trató de dormir.

Fue atrapada nuevamente por el mismo sueño frío que la acosaba desde hacía 2 semanas. Se veía mojada, empapada, tiritando, la piel azul del frío y los pezones duros como piedras.

Por el frío.

Hubiera sido mejor que esos pezones hubieran estado duros por los mordiscones y pellizcos de su marido, que dormía plácidamente. Anhelaba dejarse amar de manera bestial para acabar gritando como loca que al fin, esa noche, había dejado de ser virgen con el hombre al que había elegido para pasar el resto de su vida. Algo así fue, finalmente.

Apenas había caído envuelta en un sueño profundo, fue cuando tuvo la primera imagen del sueño que la acosaría esa noche. Sabía que estaba en el barco más lujoso de la época, el más moderno de todos, indestructible como su nombre: Titanic. Estaba segura, segurísima que al día siguiente, vería recortarse la silueta de la Estatua de la Libertad, antes de entrar en New York, madre de todas las ciudades y la elegida para disfrutar su luna de miel. Veía, como en una película, cómo su flamante esposo la abrazaba estrechándola entre sus brazos, besándola profunda y ardorosamente, recostados sobre el césped que rodea al lago de Central Park, con los ojos cerrados… disfrutando el momento.

Había empezado a entrar en calor, cuando repentinamente, una señal de alarma desató la pesadilla: sintió frío de nuevo, y algo inexplicable arrebató al galán que la abrazaba de sus brazos. Mientras veía cómo se alejaba ése hombre, su hombre, estirando los brazos hacia ella, como si alguna fuerza desconocida se empecinara en alejarlos… gritando sin emitir ningún sonido y con la cara desencajada, mirando hacia la nada misma.

El frío se hizo más intenso.

Instintivamente tocó su pelo y lo notó mojado. Y notó la cama vacía. Escuchaba a los lejos la voz de ése hombre al que se había entregado un día antes, jurando amarlo hasta que la muerte los separara… pero no podía verlo. Sabía que estaba cerca, pero no podía tocarlo. Miraba hacia todos lados y la negrura lo rodeaba todo. Sabía que era de noche, pero a la distancia, apenas distinguía un manojo de luces sin poder definir qué era. Quería correrse el pelo de la cara, pero el frío que sentía sobre su cuerpo le impedía moverse. Estaba petrificada, sin saber qué hacer y al notar la inmovilidad de sus miembros cayó en la cuenta de lo que sucedía.

Un estallido hizo que abriera los ojos y el grito que nunca salió de su garganta dejó desfigurada su boca. Las manos se crisparon, tratando de pelear contra lo que sabía era imposible: cuando la muerte llega, es muy difícil esquivarla.

Como el iceberg.

Ése iceberg que terminó con el sueño del barco más lujoso de la historia naval.

El mismo iceberg, que no permitió que su marido, aferrado al borde del bote salvavidas, tratara de rescatarla desesperadamente de las aguas heladas del océano negro, en el que, finalmente, yacería sepultada.

Como el Titanic.

Por toda la eternidad
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