El Trío que Selló Nuestro Matrimonio: La Noche con Yoel y Mi Marido
Habían pasado unas semanas desde mi primera vez con Yoel en el videoclub. Mi coño aún recordaba perfectamente cómo me había abierto aquella verga cubana de 25 centímetros: el dolor inicial, el placer brutal después, el semen espeso goteando por mis muslos mientras conducía a casa. Cada vez que se lo contaba a mi marido con todo lujo de detalles —cómo me había follado la boca hasta ahogarme, cómo me había partido en dos contra el mostrador—, él se volvía loco. Me follaba con una rabia posesiva que nunca había tenido antes, repitiendo una y otra vez:
—Mi puta… mi zorrita caliente con pollas negras más grandes que la mía.
Y yo, perdida en el placer, le confesaba entre gemidos:
—Sí, amor… me encanta que me follen así… me encanta que mires después.
Una noche, después de otro polvo salvaje viendo un porno interracial, mi marido me miró a los ojos, la polla aún dura dentro de mí.
—¿Y si la próxima vez… estoy presente? Quiero verte en directo. Quiero ver cómo te destroza una verga de verdad mientras yo miro.
El corazón me latió tan fuerte que creí que se me salía del pecho. Asentí, mordiéndome el labio.
—Organízalo tú. Quiero que lo veas todo.
Dos días después, mi marido llamó a Yoel. Le explicó todo: que quería ser cuckold de verdad, que quería mirar cómo el cubano me follaba como una puta mientras él se pajeaba en una silla. Yoel se rio con esa voz grave y aceptó encantado.
Quedamos un viernes por la noche en nuestra casa. Yo me preparé como nunca: lencería roja transparente, tanga de hilo que apenas cubría mi coño depilado, tacones altos. Mi marido estaba nervioso, excitado, la polla ya medio dura solo de pensarlo.
Yoel llegó puntual, alto, mulato, con una camiseta ajustada que marcaba sus músculos y unos vaqueros que no ocultaban el bulto impresionante. Nos saludamos con un abrazo que duró demasiado: sus manos bajando por mi espalda hasta apretarme el culo delante de mi marido.
Mi marido tragó saliva, pero sonrió.
—Adelante, Yoel. Ella es toda tuya esta noche.
Nos sentamos en el sofá, tomamos una copa para romper el hielo. Pero la tensión sexual era eléctrica. Yoel me acariciaba el muslo, subiendo lento hasta rozar mi tanga empapado. Mi marido miraba, respirando fuerte, mano ya dentro de los pantalones.
Yoel me besó profundo, lengua invadiendo mi boca mientras me quitaba la blusa. Mis tetas quedaron al aire, pezones duros como piedras. Él las amasó con fuerza, pellizcando hasta hacerme gemir.
—Qué tetas más ricas tienes, María —dijo alto, para que mi marido oyera—. Tu mujer está hecha para follar, amigo.
Mi marido asintió, sacándose la polla y empezando a pajearse despacio.
Yoel me puso de rodillas entre sus piernas y se bajó los pantalones. Aquella verga monstruosa saltó libre: dura, venosa, la cabeza gorda brillando de precum. La agarré con las dos manos —aún así no llegaba a abarcarla— y empecé a lamerla de abajo arriba, sorbiendo los huevos pesados mientras miraba a mi marido a los ojos.
—¿Ves, amor? Mira lo grande que es… mira cómo me gusta.
Mi marido jadeaba, pajeándose más rápido.
Yoel me agarró el pelo y me metió la polla hasta la garganta de golpe. Me folló la boca sin piedad, saliva cayendo por mi barbilla, lágrimas de esfuerzo. Yo lo disfrutaba todo, sabiendo que mi marido lo veía en primera fila.
Después me levantó, me quitó el tanga y me puso a cuatro patas en el sofá, culo en pompa hacia él, cara hacia mi marido. Yoel escupió en mi coño y colocó la cabeza en la entrada.
—¿Lista, puta?
—Sí… métemela toda.
Empujó de una vez. Grité fuerte cuando me abrió hasta el fondo, sintiendo cómo golpeaba mi cervix. Mi marido tenía los ojos como platos, pajeándose furioso.
Yoel empezó a bombear: fuerte, profundo, cada embestida haciendo que mis tetas rebotaran y que yo gritara de placer.
—¡Sí, joder! ¡Más fuerte, Yoel! ¡Fóllame como mi marido no puede!
Mi marido gemía, al borde ya del orgasmo solo de verme.
Yoel me azotaba el culo, me tiraba del pelo, me trataba como una zorra mientras mi marido miraba a menos de un metro.
—Córrete dentro —le supliqué—. Lléname el coño de leche negra.
Yoel aceleró, gruñendo, hasta que se clavó hasta los huevos y descargó: chorros calientes y espesos inundando mi útero. Sentí cómo rebosaba, goteando por mis muslos.
Se salió y mi coño quedó abierto, rojo, palpitando, semen espeso saliendo a chorros. Mi marido no aguantó más: se corrió en su mano con un gemido roto, mirando mi coño destrozado.
Pero no había terminado. Yoel aún estaba duro. Me giró, me puso encima de él y me empaló otra vez. Esta vez cabalgué como loca, tetas rebotando en su cara mientras él me chupaba los pezones. Mi marido, aún jadeando, se acercó y me besó, saboreando mi boca llena de saliva y sabor a polla ajena.
Me corrí tres veces seguidas, squirteando sobre la polla de Yoel hasta mojar el sofá.
Al final, Yoel me levantó en brazos y me folló de pie, mis piernas alrededor de su cintura, mientras mi marido se pajeaba de nuevo debajo, mirando cómo la verga entraba y salía de mi coño chorreante.
Cuando Yoel se corrió la segunda vez dentro de mí, mi marido se acercó y, por primera vez, lamió el semen que goteaba de mi coño usado. Yo gemí fuerte al sentir su lengua limpiándome.
Después nos tumbamos los tres, exhaustos. Yoel en medio, yo abrazada a él, mi marido al otro lado acariciándome.
Desde esa noche, los tríos se volvieron habituales. A veces solo Yoel, a veces otros. Mi marido siempre mirando, siempre pajeándose, siempre reclamándome después con una follada posesiva.
Y yo… yo descubrí que nada me excita más que sentir una verga enorme partiéndome en dos mientras el hombre que amo mira y goza viéndome convertida en su puta perfecta.
¿El huevo o la gallina? Ya no importa.
Lo único que importa es que los dos conseguimos exactamente lo que queríamos.
Habían pasado unas semanas desde mi primera vez con Yoel en el videoclub. Mi coño aún recordaba perfectamente cómo me había abierto aquella verga cubana de 25 centímetros: el dolor inicial, el placer brutal después, el semen espeso goteando por mis muslos mientras conducía a casa. Cada vez que se lo contaba a mi marido con todo lujo de detalles —cómo me había follado la boca hasta ahogarme, cómo me había partido en dos contra el mostrador—, él se volvía loco. Me follaba con una rabia posesiva que nunca había tenido antes, repitiendo una y otra vez:
—Mi puta… mi zorrita caliente con pollas negras más grandes que la mía.
Y yo, perdida en el placer, le confesaba entre gemidos:
—Sí, amor… me encanta que me follen así… me encanta que mires después.
Una noche, después de otro polvo salvaje viendo un porno interracial, mi marido me miró a los ojos, la polla aún dura dentro de mí.
—¿Y si la próxima vez… estoy presente? Quiero verte en directo. Quiero ver cómo te destroza una verga de verdad mientras yo miro.
El corazón me latió tan fuerte que creí que se me salía del pecho. Asentí, mordiéndome el labio.
—Organízalo tú. Quiero que lo veas todo.
Dos días después, mi marido llamó a Yoel. Le explicó todo: que quería ser cuckold de verdad, que quería mirar cómo el cubano me follaba como una puta mientras él se pajeaba en una silla. Yoel se rio con esa voz grave y aceptó encantado.
Quedamos un viernes por la noche en nuestra casa. Yo me preparé como nunca: lencería roja transparente, tanga de hilo que apenas cubría mi coño depilado, tacones altos. Mi marido estaba nervioso, excitado, la polla ya medio dura solo de pensarlo.
Yoel llegó puntual, alto, mulato, con una camiseta ajustada que marcaba sus músculos y unos vaqueros que no ocultaban el bulto impresionante. Nos saludamos con un abrazo que duró demasiado: sus manos bajando por mi espalda hasta apretarme el culo delante de mi marido.
Mi marido tragó saliva, pero sonrió.
—Adelante, Yoel. Ella es toda tuya esta noche.
Nos sentamos en el sofá, tomamos una copa para romper el hielo. Pero la tensión sexual era eléctrica. Yoel me acariciaba el muslo, subiendo lento hasta rozar mi tanga empapado. Mi marido miraba, respirando fuerte, mano ya dentro de los pantalones.
Yoel me besó profundo, lengua invadiendo mi boca mientras me quitaba la blusa. Mis tetas quedaron al aire, pezones duros como piedras. Él las amasó con fuerza, pellizcando hasta hacerme gemir.
—Qué tetas más ricas tienes, María —dijo alto, para que mi marido oyera—. Tu mujer está hecha para follar, amigo.
Mi marido asintió, sacándose la polla y empezando a pajearse despacio.
Yoel me puso de rodillas entre sus piernas y se bajó los pantalones. Aquella verga monstruosa saltó libre: dura, venosa, la cabeza gorda brillando de precum. La agarré con las dos manos —aún así no llegaba a abarcarla— y empecé a lamerla de abajo arriba, sorbiendo los huevos pesados mientras miraba a mi marido a los ojos.
—¿Ves, amor? Mira lo grande que es… mira cómo me gusta.
Mi marido jadeaba, pajeándose más rápido.
Yoel me agarró el pelo y me metió la polla hasta la garganta de golpe. Me folló la boca sin piedad, saliva cayendo por mi barbilla, lágrimas de esfuerzo. Yo lo disfrutaba todo, sabiendo que mi marido lo veía en primera fila.
Después me levantó, me quitó el tanga y me puso a cuatro patas en el sofá, culo en pompa hacia él, cara hacia mi marido. Yoel escupió en mi coño y colocó la cabeza en la entrada.
—¿Lista, puta?
—Sí… métemela toda.
Empujó de una vez. Grité fuerte cuando me abrió hasta el fondo, sintiendo cómo golpeaba mi cervix. Mi marido tenía los ojos como platos, pajeándose furioso.
Yoel empezó a bombear: fuerte, profundo, cada embestida haciendo que mis tetas rebotaran y que yo gritara de placer.
—¡Sí, joder! ¡Más fuerte, Yoel! ¡Fóllame como mi marido no puede!
Mi marido gemía, al borde ya del orgasmo solo de verme.
Yoel me azotaba el culo, me tiraba del pelo, me trataba como una zorra mientras mi marido miraba a menos de un metro.
—Córrete dentro —le supliqué—. Lléname el coño de leche negra.
Yoel aceleró, gruñendo, hasta que se clavó hasta los huevos y descargó: chorros calientes y espesos inundando mi útero. Sentí cómo rebosaba, goteando por mis muslos.
Se salió y mi coño quedó abierto, rojo, palpitando, semen espeso saliendo a chorros. Mi marido no aguantó más: se corrió en su mano con un gemido roto, mirando mi coño destrozado.
Pero no había terminado. Yoel aún estaba duro. Me giró, me puso encima de él y me empaló otra vez. Esta vez cabalgué como loca, tetas rebotando en su cara mientras él me chupaba los pezones. Mi marido, aún jadeando, se acercó y me besó, saboreando mi boca llena de saliva y sabor a polla ajena.
Me corrí tres veces seguidas, squirteando sobre la polla de Yoel hasta mojar el sofá.
Al final, Yoel me levantó en brazos y me folló de pie, mis piernas alrededor de su cintura, mientras mi marido se pajeaba de nuevo debajo, mirando cómo la verga entraba y salía de mi coño chorreante.
Cuando Yoel se corrió la segunda vez dentro de mí, mi marido se acercó y, por primera vez, lamió el semen que goteaba de mi coño usado. Yo gemí fuerte al sentir su lengua limpiándome.
Después nos tumbamos los tres, exhaustos. Yoel en medio, yo abrazada a él, mi marido al otro lado acariciándome.
Desde esa noche, los tríos se volvieron habituales. A veces solo Yoel, a veces otros. Mi marido siempre mirando, siempre pajeándose, siempre reclamándome después con una follada posesiva.
Y yo… yo descubrí que nada me excita más que sentir una verga enorme partiéndome en dos mientras el hombre que amo mira y goza viéndome convertida en su puta perfecta.
¿El huevo o la gallina? Ya no importa.
Lo único que importa es que los dos conseguimos exactamente lo que queríamos.
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