
No figuraba en mapas ni en folletos. La isla solo se nombraba en voz baja, entre personas que sabían guardar secretos. Un paraíso reservado a unos pocos, donde la ropa era una cortesía olvidada y el tiempo parecía diluirse entre arena blanca, piel dorada y copas siempre llenas.
Juan llevaba años regresando. Conocía los rituales, las miradas sin prisa, el lenguaje silencioso de un lugar donde nada se exigía y casi todo se ofrecía. Por eso la notó enseguida.
Camila era nueva.
Se movía con una timidez encantadora, como si aún no terminara de creer que aquel entorno la aceptaba tal como era. Su desnudez era provocadora, tetas firmes, cintura marcada, nalgas perfectas; caminaba despacio, observándolo todo con curiosidad contenida.
Juan se acercó con una sonrisa tranquila.
—Primera vez —dijo más que preguntó.
Ella asintió, aliviada por el tono amable.
—Se nota —añadió él—. Pero no te preocupes, acá nadie mira si no lo invitan.
Camila rió, un poco nerviosa, y aceptó el trago que le ofrecieron en el bar de bambú. Todos sabían que aquellas bebidas no eran simples cócteles: estaban pensadas para relajar, para aflojar pensamientos, para despertar sensaciones dormidas. Nada oculto. Nada impuesto.
A medida que el sol descendía, algo en Camila empezó a cambiar. Sus hombros se soltaron, su risa se volvió más libre, su mirada dejó de huir miranndo la pija de Juan sin descaro. El calor ya no venía solo del clima, sino de un pulso interno que crecía despacio, delicioso.
Juan la observaba sin prisa. Conversaron de banalidades, de viajes, de placeres simples. Cada sorbo parecía borrar una capa de reserva. Camila se sentó más cerca. Sus piernas se rozaron. No se apartó.
—Creo que empiezo a entender este lugar —murmuró ella.
La música subía suave desde la playa. Las antorchas iluminaban cuerpos que se movían sin vergüenza. Camila respiró hondo, como si algo en su interior se abriera por fin. Se levantó y tomó la mano de Juan.
—¿Caminamos?
La arena estaba tibia. El mar, quieto. Camila ya no parecía tímida; parecía despierta. Se detuvo frente a él, lo miró con una seguridad recién descubierta y sonrió.
—Gracias por no apurarme —dijo—. Ahora… ya no quiero ir despacio.
Juan entendió. En esa isla, el deseo no se forzaba: se cultivaba. Y Camila, liberada de sus propios límites, estaba lista para descubrir hasta dónde quería llegar.
Se detuvo frente a Juan. Lo miró sin prisa. Luego descendió despacio, le agarro la pija, besanda y chupandola con una devoción provocadora.
Juan la atrajo hacia sí, buscó sus labios con urgencia contenida y los encontró salados, ardientes. Bajó después por su cuello, besando sus tetas, chupandole los pezones, hasta encontrar su concha húmeda y tentadora, donde Camila tembló al sentirse reconocida y deseada. Su respiración se volvió más profunda, más exigente.
La recostó sobre la arena tibia, le metio la pija en la concha con cuidado al principio, embistiendo lento como si quisiera saborear cada segundo. La cogia con suavidad, dejando que el encuentro creciera a su propio ritmo. Pero Camila ya no quería delicadeza eterna. Se incorporó, lo miró con una sonrisa encendida y tomó el control.
Se acomodó sobre él, guiándo su pija dentro de su concha, marcando un vaivén intenso, decidido, las tetas rebotando, dejando claro que la timidez había quedado atrás. Juan la sostuvo por las caderas, siguiéndola, perdido en la fuerza de su entrega. La playa, la noche y el mar parecían acompañar ese pulso compartido.
Cuando el le termino dentro, el movimiento se aquietó, Camila se inclinó para besarlo, lenta, satisfecha. Apoyó la frente en la suya y rió en voz baja, como quien acaba de descubrir una parte de sí que no piensa volver a esconder.
La isla, una vez más, había cumplido su promesa.

La cabaña estaba apenas iluminada por lámparas bajas y el rumor constante del mar filtrándose entre las paredes de madera. Juan cerró la puerta detrás de ellos con un gesto lento, decidido. En ese espacio íntimo, lejos de miradas ajenas, su presencia se volvió más firme, más dominante.
Camila lo sintió enseguida. Ya no era la curiosidad la que la guiaba, sino una necesidad encendida. Juan la tomó con determinación, acercándola a su cuerpo, marcando territorio sin brusquedad, pero sin dudas. Sus manos hablaban claro: esta vez no pedía, conducía.
La hizo subir sobre él, sentandola sobre su pija, guiándola a moverse con un ritmo profundo y constante, dejándole el control del vaivén, observando cómo ella se entregaba sin reservas. Camila respondió con una intensidad nueva, moviéndose con hambre, cabalgándolo con deseo evidente.
Luego Juan la condujo hacia la cama, cambiando el ángulo del encuentro, colocándola en cuatro, sosteniéndola desde atrás, le metio la pija en la concha de una embistida firme, que la hizo gemir su nombre sin necesidad de palabras.
El tiempo se diluyó entre respiraciones agitadas y cuerpos que se entendían sin hablar, Juan la cogia sin piedad, agarrandola de las tetas. Cuando la lleno, la atrajo contra su pecho. Camila se acomodó a su lado, enredando las piernas con las suyas, aún temblando por el eco del encuentro.
No hubo promesas.
Solo el descanso compartido, la piel tibia, y la certeza de que esa noche no era una más.
Durmieron juntos, mientras la isla seguía latiendo afuera, cómplice de un deseo que ya no pensaba apagarse.

La mañana llegó envuelta en luz dorada y brisa salina. Juan y Camila desayunaban en la terraza de la cabaña, aún con la cercanía tranquila de quienes habían compartido la noche sin prisas. Ella reía, relajada, cuando algo llamó su atención sobre la mesa: una tarjeta de papel grueso, sellada con el emblema de la isla.
Camila la tomó y leyó en silencio.
“Invitación exclusiva: Concurso Reina Isla Hot.”
Alzó la vista, sorprendida. El texto hablaba de un evento nocturno, un escenario frente al mar, música, luces… y una pasarela donde las participantes debían desfilar, moverse, expresarse. Mostrar presencia. Seguridad. Dominio del cuerpo. La prueba final incluía el caño, como arte, equilibrio y provocación medida.
—¿Vas a hacerlo? —preguntó Juan, observándola con atención.
Camila dudó solo un segundo. Luego sonrió.
—Sí —respondió—. Quiero probar.
Esa noche, la playa se transformó. Antorchas, luces bajas, un murmullo expectante. Camila salió al escenario con el corazón acelerado, pero la espalda erguida. Caminó despacio, dejando que las miradas recorrieran su cuerpo desnudo. No era pudor lo que sentía, sino una electricidad nueva, deliciosa.

La música cambió. Camila se acercó al caño y lo rodeó con el cuerpo, explorándolo con movimientos fluidos, firmes, descubriendo una destreza que no sabía que tenía. Cada giro era una afirmación; cada pausa, cada vez que abria las piernas, una invitación silenciosa. El público respondía con aplausos, pijas erguidas y suspiros contenidos. Ella lo sentía, los miraba y le gustaba.
Cuando terminó, respiraba hondo, con una sonrisa que no intentó ocultar. El jurado deliberó. El anuncio llegó: tercer lugar. Camila aplaudió junto a las demás, sincera, sin decepción.
Porque el premio verdadero no estaba en el podio.

Al bajar del escenario, aún con la piel erizada, comprendió lo que había despertado en ella: la sensación de ser observada, deseada, celebrada. No como objeto, sino como presencia. Como fuerza.
Buscó a Juan entre la multitud. Él la miraba con orgullo y algo más: un brillo posesivo que reconocía ese nuevo fuego.
Camila sonrió.
La isla no solo liberaba cuerpos.
También revelaba deseos que ya no querían esconderse.
La cabaña aún conservaba el eco de la música lejana cuando Juan cerró la puerta detrás de ellos. Camila estaba radiante, distinta, con esa seguridad recién descubierta que le brillaba en la piel. Él se acercó despacio, tomándole el rostro con ambas manos.
—No importa el resultado —dijo, mirándola fijo—. Para mí, esta noche fuiste la reina.
La besó con una mezcla de orgullo y deseo, un beso profundo que celebraba todo lo vivido. Luego descendió lentamente, recorriéndola con atención devota, saboreando sus tetas sudadas, descendió hasta chuparle la concha, haciéndola estremecer hasta que sus piernas buscaron sostén.

La llevó a la cama y la penetró con decisión, sin brusquedad, pero sin dudas. Camila respondió de inmediato, encendida, dejándose guiar primero y luego reclamando su lugar, subiéndose sobre él, marcando el ritmo con autoridad y fuego. Juan la sostuvo con firmeza de las tetas, mirándola como quien contempla algo que le pertenece y al mismo tiempo admira.
—Esta pija es tu trono, mi reina —murmuró, mientras ella se movía con intensidad, segura de sí, dueña del momento.
Luego Juan cambió la posición, colocándola en cuatro, sosteniéndola desde atrás, le metio la pija en la concha, embistiendo duro, su cuerpo chocando contra sus nalgas, llevándola a un final compartido, profundo, donde ambos perdieron el aliento al mismo tiempo.

Juan la atrajo contra su pecho. Camila se acomodó entre sus brazos, aún jadeando, con la piel caliente, la concha mojada y el corazón acelerado. Permanecieron así unos segundos, respirando juntos, como si el mundo exterior no existiera.
Entonces él habló, con la voz baja, sincera.
—Cuando volvamos a la rutina… —dijo— quiero que vengas a vivir conmigo. Como mi pareja.
Hizo una pausa, acariciándole el cabello.
—Y prometo que vamos a regresar a esta isla. Al lugar que nos despertó.
Camila levantó el rostro y sonrió, una sonrisa plena, sin miedo.
La isla había sido el comienzo.
Pero lo que acababan de elegir… era el verdadero viaje.

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