Me llamo Marcela, tengo 25 años y trabajo como enfermera en un hospital de mierda en el centro de la ciudad. De día (o mejor dicho, de noche, porque mis turnos son nocturnos), me pongo el uniforme azul ese ajustado, con la mascarilla y todo, atendiendo pacientes quejumbrosos y limpiando culos ajenos. Parezco la típica profesional responsable: pelo recogido, gafas arriba de la cabeza, reloj en la muñeca. Pero nadie sabe que debajo de esa tela, mi concha ya está mojada pensando en lo que viene después.
Cuando salgo del turno a las 6 de la mañana, muerta de sueño pero con la adrenalina a tope, me voy directo al gym. Ahí es donde empiezo el juego de verdad. Me pongo leggings apretados que marcan mi culo redondo y grande, el que tanto esfuerzo me cuesta mantener con sentadillas y pesos muertos. Transpiro como una puta en celo, y no es solo por el ejercicio. Es porque sé que hay ojos clavados en mí: tipos casados, solteros, musculosos o no, todos babeando por este cuerpo curvy que tengo. Pechos firmes, cintura chiquita y un culo que rebota solo.
Pero mi secreto real, el que me hace correrme solo de pensarlo, es otro. Tengo un modus operandi perfecto: los hombres que quiero que me cojan me tienen que regalar una tanga o alguna ropa interior sexy. Esa es la señal. El permiso explícito para que me folle como una perra en calor. No hay citas románticas, no hay "vamos a cenar". Directo: me das una tanguita nueva, y yo te doy mi culo y mi concha sin límites.
El último fue hace unos días. Un tipo del gym, alto, tatuado, con pinta de macho alfa que levanta más peso que yo. Me miraba desde hacía semanas mientras yo hacía hip thrusts, arqueando la espalda y sacando culo. Un día, después de la clase, me esperó en el estacionamiento. "Marcela, tengo algo para ti", me dijo con voz ronca, pasándome una bolsita discreta. Adentro: una tanga de encaje semi transparente, mínima, de esas que apenas cubren el clítoris y se meten bien adentro del orto.
Sonreí debajo de la mascarilla que aún llevaba puesta del turno. "Vení a mi casa esta noche", le dije. No pregunté su nombre completo, no me importa. Solo sé que esa tanga era mi pase libre.
Llegó a mi depto chiquito, el mismo donde duermo de día. Yo ya me había duchado, pero dejé el uniforme de enfermera a medio quitar: la remera azul levantada mostrando las tetas, los pantalones bajados hasta las rodillas, y la tanga nueva puesta, marcando todo. Él entró como un animal, me agarró del pelo en cola y me besó fuerte, metiéndome la lengua hasta la garganta.
"Te voy a coger como la puta que sos", me gruñó al oído mientras me bajaba los pantalones del todo. Yo gemí, ya chorreando. Me puso contra la pared, me abrió el culo con las manos y me lamió el ojete sin piedad, mientras yo me tocaba la concha empapada. "Regalame más tangas y te dejo hacer lo que quieras", le susurré, jadeando.
Me tiró al sofá, me abrió las piernas y me metió la pija de una. Gruesa, venosa, dura como piedra. Me dolía rico, me llenaba entera. Bombeaba fuerte, mis tetas rebotando, yo gritando "más duro, cogeme el culo también". Cambiamos: me puso en cuatro, me escupió el orto y me entró por atrás sin vaselina, solo con mi jugo. Ardía, pero me encanta esa sensación de ser usada, de ser su juguete sexual.
Me corrí dos veces antes que él: una con la pija en la concha, frotándome el clítoris como loca, y otra cuando me sacó y me eyaculó en la cara y las tetas, caliente y espesa. Me dejó marcada, como a mí me gusta.
Al día siguiente, volví al trabajo con la tanga debajo del uniforme, sintiendo su semen seco en la piel. Sonriendo detrás de la mascarilla, atendiendo pacientes, sabiendo que soy la enfermera más sucia del hospital.
Y ya estoy esperando el próximo regalo. ¿Quién será el siguiente que me traiga una tanguita y se gane el derecho a destrozarme el culo?




Cuando salgo del turno a las 6 de la mañana, muerta de sueño pero con la adrenalina a tope, me voy directo al gym. Ahí es donde empiezo el juego de verdad. Me pongo leggings apretados que marcan mi culo redondo y grande, el que tanto esfuerzo me cuesta mantener con sentadillas y pesos muertos. Transpiro como una puta en celo, y no es solo por el ejercicio. Es porque sé que hay ojos clavados en mí: tipos casados, solteros, musculosos o no, todos babeando por este cuerpo curvy que tengo. Pechos firmes, cintura chiquita y un culo que rebota solo.
Pero mi secreto real, el que me hace correrme solo de pensarlo, es otro. Tengo un modus operandi perfecto: los hombres que quiero que me cojan me tienen que regalar una tanga o alguna ropa interior sexy. Esa es la señal. El permiso explícito para que me folle como una perra en calor. No hay citas románticas, no hay "vamos a cenar". Directo: me das una tanguita nueva, y yo te doy mi culo y mi concha sin límites.
El último fue hace unos días. Un tipo del gym, alto, tatuado, con pinta de macho alfa que levanta más peso que yo. Me miraba desde hacía semanas mientras yo hacía hip thrusts, arqueando la espalda y sacando culo. Un día, después de la clase, me esperó en el estacionamiento. "Marcela, tengo algo para ti", me dijo con voz ronca, pasándome una bolsita discreta. Adentro: una tanga de encaje semi transparente, mínima, de esas que apenas cubren el clítoris y se meten bien adentro del orto.
Sonreí debajo de la mascarilla que aún llevaba puesta del turno. "Vení a mi casa esta noche", le dije. No pregunté su nombre completo, no me importa. Solo sé que esa tanga era mi pase libre.
Llegó a mi depto chiquito, el mismo donde duermo de día. Yo ya me había duchado, pero dejé el uniforme de enfermera a medio quitar: la remera azul levantada mostrando las tetas, los pantalones bajados hasta las rodillas, y la tanga nueva puesta, marcando todo. Él entró como un animal, me agarró del pelo en cola y me besó fuerte, metiéndome la lengua hasta la garganta.
"Te voy a coger como la puta que sos", me gruñó al oído mientras me bajaba los pantalones del todo. Yo gemí, ya chorreando. Me puso contra la pared, me abrió el culo con las manos y me lamió el ojete sin piedad, mientras yo me tocaba la concha empapada. "Regalame más tangas y te dejo hacer lo que quieras", le susurré, jadeando.
Me tiró al sofá, me abrió las piernas y me metió la pija de una. Gruesa, venosa, dura como piedra. Me dolía rico, me llenaba entera. Bombeaba fuerte, mis tetas rebotando, yo gritando "más duro, cogeme el culo también". Cambiamos: me puso en cuatro, me escupió el orto y me entró por atrás sin vaselina, solo con mi jugo. Ardía, pero me encanta esa sensación de ser usada, de ser su juguete sexual.
Me corrí dos veces antes que él: una con la pija en la concha, frotándome el clítoris como loca, y otra cuando me sacó y me eyaculó en la cara y las tetas, caliente y espesa. Me dejó marcada, como a mí me gusta.
Al día siguiente, volví al trabajo con la tanga debajo del uniforme, sintiendo su semen seco en la piel. Sonriendo detrás de la mascarilla, atendiendo pacientes, sabiendo que soy la enfermera más sucia del hospital.
Y ya estoy esperando el próximo regalo. ¿Quién será el siguiente que me traiga una tanguita y se gane el derecho a destrozarme el culo?




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