María 35 años, un día entre semana decidió ir a la playa nudista ella está tumbada boca abajo en su toalla, completamente desnuda, el sol cayendo fuerte sobre su espalda, sus glúteos firmes y la curva de sus pechos aplastados ligeramente contra la arena. Él se acerca caminando despacio, con su caja de mercancía colgada al cuello, el sudor brillando en su piel oscura, los músculos de sus piernas y brazos marcados por el esfuerzo del día.
Se detiene justo a su lado, bloqueando un poco el sol, y dice con voz grave y sonriente:
“Si no te pones crema te vas a quemar, señorita.”
Ella levanta la cabeza, se apoya en los antebrazos (lo que hace que sus pechos se junten y se eleven un poco), lo mira de arriba abajo sin disimulo y responde con una sonrisa pícara:
“Pero yo no llego… ¿me ayudas?”
Él se agacha junto a ella, deja la caja de mercancía a un lado en la arena y sonríe con esa mezcla de cortesía profesional y curiosidad personal. El pañuelo africano que lleva anudado a la cintura —su única prenda— se abre ligeramente con el movimiento, justo lo suficiente para que ella, desde su posición tumbada, vea por un segundo el contorno grueso y oscuro que se insinúa debajo. No está completamente erecto aún, pero es evidente que es grande, pesado, y el calor del día ya lo tiene algo hinchado.
Él está agachado junto a ella, el pañuelo aún entreabierto, dejando que su miembro grueso y semierecto repose visible sin vergüenza. Ella lo ha mirado sin disimulo, y él lo ha notado. Sonríe con esa seguridad tranquila, baja la voz para que solo ella lo oiga y dice:“¿Te gusta lo que ves? Porque eso… no está en venta. Para ti sería gratis.”
Él no espera demasiado; abre el tubo de crema y deja caer las primeras gotas frías en la nuca de ella, justo donde empieza la columna. Sus manos grandes y cálidas comienzan a extenderla despacio, desde el cuello hacia los hombros, bajando por la espalda con movimientos firmes pero suaves, como si estuviera memorizando cada curva.
Llega hasta la zona lumbar, justo encima de los riñones, y allí se detiene un segundo, presionando un poco más fuerte, como un masaje que invita a relajarse… o a arquearse.
Luego cambia de posición: se coloca a los pies de ella y empieza de nuevo desde abajo. Primero los tobillos, después las pantorrillas tensas y atléticas, subiendo por los muslos con círculos lentos. Sus dedos rozan la piel interna cada vez un poco más arriba, pero siempre con esa delicadeza que parece profesional… aunque ambos saben que ya no lo es.
Y deja lo mejor para el final: el trasero firme y redondo, los muslos internos, las ingles…
Sus dedos rozan esa piel tan suave y sensible, cada vez más arriba, pero siempre deteniéndose a un suspiro de distancia de donde ella realmente quiere que llegue. ¿Sientes cómo el cuerpo de ella empieza a responder sin que ella lo controle? ¿Un leve temblor en las piernas? ¿Un arqueo casi imperceptible de la espalda que abre un poco más el espacio entre sus muslos?
Cuando por fin llega al trasero, extiende la crema con movimientos amplios y firmes, amasando ligeramente los glúteos redondos y atléticos. Sus pulgares se deslizan por el centro, rozando apenas la división, sin entrar, solo sugiriendo. Y entonces… baja hacia las ingles, desde fuera hacia dentro, cada vez más cerca del calor húmedo que ya se nota en el aire.
sus manos están en las ingles de ella, los pulgares rozando peligrosamente cerca de su sexo. Él nota el calor húmedo, el leve temblor de sus muslos, y decide que ya es hora de subir la apuesta. Se inclina hacia adelante, su pecho casi rozando la espalda de ella, y acerca los labios a su oído. Su aliento cálido le eriza la piel mientras susurra con voz grave y ronca:“Aquí el sol también quema fuerte, ¿verdad?”
Al mismo tiempo, un dedo —solo uno, con deliberada lentitud— roza apenas los labios hinchados de su sexo, deslizándose por el centro sin penetrar, solo humedeciéndose con su excitación antes de retirarse. Es un toque tan ligero que podría ser accidental… pero ambos saben que no lo es.
Y entonces… ella decide que ya no quiere seguir escondiendo lo que siente. Lentamente, muy lentamente, empieza a girarse. Primero las caderas, luego la cintura, hasta quedar boca arriba. Sus pechos firmes y generosos se exponen al sol abrasador, los pezones ya duros y erectos apuntando al cielo, brillando ligeramente por el sudor y la crema. Abre un poco las piernas sin vergüenza, dejando que él vea todo: el vientre plano, el sexo depilado y reluciente de deseo, la piel sonrojada por el calor y la excitación.
Él se queda quieto un instante, arrodillado entre sus piernas, mirándola de arriba abajo sin disimulo. El pañuelo que lleva anudado ya no oculta nada: su verga gruesa y oscura está completamente erecta ahora, palpitando con cada latido.
Ella, tendida boca arriba, completamente expuesta, con los pechos subiendo y bajando por la respiración acelerada, lo mira directamente a los ojos (o quizás un poco más abajo) y le suelta eso con voz ronca y juguetona:
“Tú también necesitas crema en esa verga… y yo tengo la crema que te hace falta entre mis labios.”
El aire se carga aún más, si eso era posible. El silencio que sigue dura solo un par de segundos, pero parece eterno.
Él ya no puede (ni quiere) contenerse más, con los ojos oscuros fijos en los de ella, deja caer por completo el pañuelo que apenas lo cubría. Se inclina lentamente sobre su cuerpo desnudo, apoyando una mano en la toalla junto a la cabeza de ella, la otra rozando apenas su costado. Su pecho musculoso y brillante por el sudor queda a centímetros del de ella, y su erección dura roza el interior de uno de sus muslos mientras se posiciona.
Primero baja la boca hasta uno de esos pechos que llevan todo el encuentro tensos y erectos, pidiéndole atención en silencio.
Él está inclinado sobre ella, su boca caliente y húmeda alternando entre ambos pechos: lame un pezón con la lengua plana, lo succiona con fuerza, lo muerde apenas lo suficiente para que ella sienta un pinchazo de placer que le baja directo al sexo. Mientras tanto, su mano libre ha bajado por fin entre las piernas de ella. Pero no entra. No aún.
Sus dedos grandes y ásperos rozan solo los labios externos, deslizándose arriba y abajo con lentitud exasperante, extendiendo la humedad que ya la empapa por completo. Cada vez que pasa por el clítoris lo roza apenas, como por casualidad, haciendo que las caderas de ella se alcen buscando más presión. ¿Sientes cómo ella se retuerce bajo él, cómo sus muslos tiemblan, cómo su respiración se vuelve jadeos cortos y entrecortados?
¿Crees que ella intenta cerrar las piernas por instinto, o las abre más, entregándose completamente a esa tortura deliciosa?
Y entonces… ella no aguanta más esperar. Su mano baja, envuelve esa verga gruesa y dura que lleva rato palpitando cerca de su piel. La siente: caliente, pesada, venosa, mucho más grande de lo que imaginaba. La acaricia una vez, dos, desde la base hasta la punta, sintiendo cómo él se tensa y suelta un gruñido bajo contra su pecho.
Luego lo guía. Lentamente, lo posiciona justo en la entrada de su sexo, rozando la cabeza hinchada contra sus labios empapados, arriba y abajo, cubriéndolo de su humedad. Siente lo ancho que es, cómo la estira solo con ese roce superficial, cómo su cuerpo ya se abre instintivamente queriendo tragárselo entero.
Él, con un gruñido profundo que sale de lo más hondo de su pecho, la levanta como si no pesara nada. Sus manos fuertes bajo los muslos de ella, sus pechos rebotando contra su torso sudoroso. Da unos pasos rápidos hacia la palmera más cercana, apartándose apenas del bullicio de la playa, pero aún al aire libre, con el riesgo excitante de que alguien pueda verlos.
La apoya contra la corteza rugosa —esa textura áspera rozando su espalda desnuda, contrastando con el calor de sus cuerpos—. Sus piernas envueltas alrededor de su cintura, su sexo empapado rozando la base de esa verga enorme y palpitante.
Y entonces… la penetra de una sola embestida profunda y fuerte. ¿Qué crees que siente ella en ese instante preciso? ¿Un grito ahogado que se mezcla con el ruido de las olas? ¿Cómo su cuerpo se abre de golpe para recibirlo, sintiendo cómo esa grosor la estira hasta el límite, cómo la cabeza choca directamente contra su cervix, presionando con fuerza?
Él quiere más. Quiere llegar hasta su útero, meter su cipote allí. Empuja fuerte, una y otra vez, con embestidas potentes y decididas. ¿Imaginas cómo ella nota ese presión intensa, cómo su útero va cediendo poco a poco, abrazando la punta invasora? ¿Un dolor placentero que se transforma en un placer abrumador?
Un par de empujones más, profundos y salvajes… y de repente: “¡Ohhhh, me matas!” sale de su garganta en un gemido largo y roto. Su cipote entra glorioso en esa matriz, la base envuelve completamente al cipote, presionádolo. Eso hace que su verga se hinche aún más, palpitando dentro de ese espacio tan íntimo y prohibido.
Y él… agarrando sus caderas con fuerza, la posiciona a cuatro patas, marcando la piel con sus dedos, ¿siente cómo ella lo succiona más adentro con cada contracción involuntaria? ¿Ese nuevo ángulo le permite llegar incluso más profundo, presionando lugares que antes solo rozaba?
Ella está arqueada, las manos hundidas en la arena, el culo firme empujado hacia atrás, ofreciéndose por completo. Él agarra sus caderas con fuerza, embistiendo con un ritmo feroz y profundo, cada golpe haciendo que sus pechos se balanceen y que la punta de su verga presione directamente ese punto dentro de su matriz.
De repente, ella siente que ya no puede más. El placer se acumula como una ola enorme en lo más hondo de su vientre. ¿Qué crees que nota primero? ¿Cómo su útero empieza a contraerse en espasmos alrededor de la base de su cipote, apretándolo, succionándolo, ordeñándolo? ¿Un calor líquido que se extiende desde su sexo hasta la punta de los dedos?
Sus gemidos se vuelven gritos cortos y desesperados. Empuja hacia atrás con más fuerza, encontrando cada embestida, hasta que el orgasmo la atraviesa como un rayo: su cuerpo se tensa, tiembla violentamente, su matriz se contrae en oleadas potentes alrededor de él, y un chorro caliente escapa de su sexo empapando sus muslos y los de él.
En ese preciso instante, él siente cómo ella lo aprieta, cómo su útero lo succiona con tanta fuerza que pierde todo control. ¿Imaginas el gruñido animal que sale de su garganta? Con una última embestida brutal, se hunde hasta el fondo y explota dentro de ella: su cipote se hincha aún más, palpita una y otra vez, vaciándose en chorros calientes y abundantes directamente en su matriz, llenándola hasta que siente que desborda.
Ambos se corren al mismo tiempo, sus cuerpos convulsionando juntos, los gemidos mezclándose con el ruido de las olas. ¿Qué crees que sienten en ese segundo eterno de placer compartido? ¿Cómo si el mundo desapareciera y solo existieran esa unión profunda y el calor que se derrama entre ellos?
Cuando las contracciones empiezan a calmarse, él se queda dentro de ella un poco más, respirando agitado contra su espalda. Ella se deja caer lentamente sobre la toalla, aún temblando, con él siguiéndola, cubriéndola con su cuerpo sudoroso.
Se detiene justo a su lado, bloqueando un poco el sol, y dice con voz grave y sonriente:
“Si no te pones crema te vas a quemar, señorita.”
Ella levanta la cabeza, se apoya en los antebrazos (lo que hace que sus pechos se junten y se eleven un poco), lo mira de arriba abajo sin disimulo y responde con una sonrisa pícara:
“Pero yo no llego… ¿me ayudas?”
Él se agacha junto a ella, deja la caja de mercancía a un lado en la arena y sonríe con esa mezcla de cortesía profesional y curiosidad personal. El pañuelo africano que lleva anudado a la cintura —su única prenda— se abre ligeramente con el movimiento, justo lo suficiente para que ella, desde su posición tumbada, vea por un segundo el contorno grueso y oscuro que se insinúa debajo. No está completamente erecto aún, pero es evidente que es grande, pesado, y el calor del día ya lo tiene algo hinchado.
Él está agachado junto a ella, el pañuelo aún entreabierto, dejando que su miembro grueso y semierecto repose visible sin vergüenza. Ella lo ha mirado sin disimulo, y él lo ha notado. Sonríe con esa seguridad tranquila, baja la voz para que solo ella lo oiga y dice:“¿Te gusta lo que ves? Porque eso… no está en venta. Para ti sería gratis.”
Él no espera demasiado; abre el tubo de crema y deja caer las primeras gotas frías en la nuca de ella, justo donde empieza la columna. Sus manos grandes y cálidas comienzan a extenderla despacio, desde el cuello hacia los hombros, bajando por la espalda con movimientos firmes pero suaves, como si estuviera memorizando cada curva.
Llega hasta la zona lumbar, justo encima de los riñones, y allí se detiene un segundo, presionando un poco más fuerte, como un masaje que invita a relajarse… o a arquearse.
Luego cambia de posición: se coloca a los pies de ella y empieza de nuevo desde abajo. Primero los tobillos, después las pantorrillas tensas y atléticas, subiendo por los muslos con círculos lentos. Sus dedos rozan la piel interna cada vez un poco más arriba, pero siempre con esa delicadeza que parece profesional… aunque ambos saben que ya no lo es.
Y deja lo mejor para el final: el trasero firme y redondo, los muslos internos, las ingles…
Sus dedos rozan esa piel tan suave y sensible, cada vez más arriba, pero siempre deteniéndose a un suspiro de distancia de donde ella realmente quiere que llegue. ¿Sientes cómo el cuerpo de ella empieza a responder sin que ella lo controle? ¿Un leve temblor en las piernas? ¿Un arqueo casi imperceptible de la espalda que abre un poco más el espacio entre sus muslos?
Cuando por fin llega al trasero, extiende la crema con movimientos amplios y firmes, amasando ligeramente los glúteos redondos y atléticos. Sus pulgares se deslizan por el centro, rozando apenas la división, sin entrar, solo sugiriendo. Y entonces… baja hacia las ingles, desde fuera hacia dentro, cada vez más cerca del calor húmedo que ya se nota en el aire.
sus manos están en las ingles de ella, los pulgares rozando peligrosamente cerca de su sexo. Él nota el calor húmedo, el leve temblor de sus muslos, y decide que ya es hora de subir la apuesta. Se inclina hacia adelante, su pecho casi rozando la espalda de ella, y acerca los labios a su oído. Su aliento cálido le eriza la piel mientras susurra con voz grave y ronca:“Aquí el sol también quema fuerte, ¿verdad?”
Al mismo tiempo, un dedo —solo uno, con deliberada lentitud— roza apenas los labios hinchados de su sexo, deslizándose por el centro sin penetrar, solo humedeciéndose con su excitación antes de retirarse. Es un toque tan ligero que podría ser accidental… pero ambos saben que no lo es.
Y entonces… ella decide que ya no quiere seguir escondiendo lo que siente. Lentamente, muy lentamente, empieza a girarse. Primero las caderas, luego la cintura, hasta quedar boca arriba. Sus pechos firmes y generosos se exponen al sol abrasador, los pezones ya duros y erectos apuntando al cielo, brillando ligeramente por el sudor y la crema. Abre un poco las piernas sin vergüenza, dejando que él vea todo: el vientre plano, el sexo depilado y reluciente de deseo, la piel sonrojada por el calor y la excitación.
Él se queda quieto un instante, arrodillado entre sus piernas, mirándola de arriba abajo sin disimulo. El pañuelo que lleva anudado ya no oculta nada: su verga gruesa y oscura está completamente erecta ahora, palpitando con cada latido.
Ella, tendida boca arriba, completamente expuesta, con los pechos subiendo y bajando por la respiración acelerada, lo mira directamente a los ojos (o quizás un poco más abajo) y le suelta eso con voz ronca y juguetona:
“Tú también necesitas crema en esa verga… y yo tengo la crema que te hace falta entre mis labios.”
El aire se carga aún más, si eso era posible. El silencio que sigue dura solo un par de segundos, pero parece eterno.
Él ya no puede (ni quiere) contenerse más, con los ojos oscuros fijos en los de ella, deja caer por completo el pañuelo que apenas lo cubría. Se inclina lentamente sobre su cuerpo desnudo, apoyando una mano en la toalla junto a la cabeza de ella, la otra rozando apenas su costado. Su pecho musculoso y brillante por el sudor queda a centímetros del de ella, y su erección dura roza el interior de uno de sus muslos mientras se posiciona.
Primero baja la boca hasta uno de esos pechos que llevan todo el encuentro tensos y erectos, pidiéndole atención en silencio.
Él está inclinado sobre ella, su boca caliente y húmeda alternando entre ambos pechos: lame un pezón con la lengua plana, lo succiona con fuerza, lo muerde apenas lo suficiente para que ella sienta un pinchazo de placer que le baja directo al sexo. Mientras tanto, su mano libre ha bajado por fin entre las piernas de ella. Pero no entra. No aún.
Sus dedos grandes y ásperos rozan solo los labios externos, deslizándose arriba y abajo con lentitud exasperante, extendiendo la humedad que ya la empapa por completo. Cada vez que pasa por el clítoris lo roza apenas, como por casualidad, haciendo que las caderas de ella se alcen buscando más presión. ¿Sientes cómo ella se retuerce bajo él, cómo sus muslos tiemblan, cómo su respiración se vuelve jadeos cortos y entrecortados?
¿Crees que ella intenta cerrar las piernas por instinto, o las abre más, entregándose completamente a esa tortura deliciosa?
Y entonces… ella no aguanta más esperar. Su mano baja, envuelve esa verga gruesa y dura que lleva rato palpitando cerca de su piel. La siente: caliente, pesada, venosa, mucho más grande de lo que imaginaba. La acaricia una vez, dos, desde la base hasta la punta, sintiendo cómo él se tensa y suelta un gruñido bajo contra su pecho.
Luego lo guía. Lentamente, lo posiciona justo en la entrada de su sexo, rozando la cabeza hinchada contra sus labios empapados, arriba y abajo, cubriéndolo de su humedad. Siente lo ancho que es, cómo la estira solo con ese roce superficial, cómo su cuerpo ya se abre instintivamente queriendo tragárselo entero.
Él, con un gruñido profundo que sale de lo más hondo de su pecho, la levanta como si no pesara nada. Sus manos fuertes bajo los muslos de ella, sus pechos rebotando contra su torso sudoroso. Da unos pasos rápidos hacia la palmera más cercana, apartándose apenas del bullicio de la playa, pero aún al aire libre, con el riesgo excitante de que alguien pueda verlos.
La apoya contra la corteza rugosa —esa textura áspera rozando su espalda desnuda, contrastando con el calor de sus cuerpos—. Sus piernas envueltas alrededor de su cintura, su sexo empapado rozando la base de esa verga enorme y palpitante.
Y entonces… la penetra de una sola embestida profunda y fuerte. ¿Qué crees que siente ella en ese instante preciso? ¿Un grito ahogado que se mezcla con el ruido de las olas? ¿Cómo su cuerpo se abre de golpe para recibirlo, sintiendo cómo esa grosor la estira hasta el límite, cómo la cabeza choca directamente contra su cervix, presionando con fuerza?
Él quiere más. Quiere llegar hasta su útero, meter su cipote allí. Empuja fuerte, una y otra vez, con embestidas potentes y decididas. ¿Imaginas cómo ella nota ese presión intensa, cómo su útero va cediendo poco a poco, abrazando la punta invasora? ¿Un dolor placentero que se transforma en un placer abrumador?
Un par de empujones más, profundos y salvajes… y de repente: “¡Ohhhh, me matas!” sale de su garganta en un gemido largo y roto. Su cipote entra glorioso en esa matriz, la base envuelve completamente al cipote, presionádolo. Eso hace que su verga se hinche aún más, palpitando dentro de ese espacio tan íntimo y prohibido.
Y él… agarrando sus caderas con fuerza, la posiciona a cuatro patas, marcando la piel con sus dedos, ¿siente cómo ella lo succiona más adentro con cada contracción involuntaria? ¿Ese nuevo ángulo le permite llegar incluso más profundo, presionando lugares que antes solo rozaba?
Ella está arqueada, las manos hundidas en la arena, el culo firme empujado hacia atrás, ofreciéndose por completo. Él agarra sus caderas con fuerza, embistiendo con un ritmo feroz y profundo, cada golpe haciendo que sus pechos se balanceen y que la punta de su verga presione directamente ese punto dentro de su matriz.
De repente, ella siente que ya no puede más. El placer se acumula como una ola enorme en lo más hondo de su vientre. ¿Qué crees que nota primero? ¿Cómo su útero empieza a contraerse en espasmos alrededor de la base de su cipote, apretándolo, succionándolo, ordeñándolo? ¿Un calor líquido que se extiende desde su sexo hasta la punta de los dedos?
Sus gemidos se vuelven gritos cortos y desesperados. Empuja hacia atrás con más fuerza, encontrando cada embestida, hasta que el orgasmo la atraviesa como un rayo: su cuerpo se tensa, tiembla violentamente, su matriz se contrae en oleadas potentes alrededor de él, y un chorro caliente escapa de su sexo empapando sus muslos y los de él.
En ese preciso instante, él siente cómo ella lo aprieta, cómo su útero lo succiona con tanta fuerza que pierde todo control. ¿Imaginas el gruñido animal que sale de su garganta? Con una última embestida brutal, se hunde hasta el fondo y explota dentro de ella: su cipote se hincha aún más, palpita una y otra vez, vaciándose en chorros calientes y abundantes directamente en su matriz, llenándola hasta que siente que desborda.
Ambos se corren al mismo tiempo, sus cuerpos convulsionando juntos, los gemidos mezclándose con el ruido de las olas. ¿Qué crees que sienten en ese segundo eterno de placer compartido? ¿Cómo si el mundo desapareciera y solo existieran esa unión profunda y el calor que se derrama entre ellos?
Cuando las contracciones empiezan a calmarse, él se queda dentro de ella un poco más, respirando agitado contra su espalda. Ella se deja caer lentamente sobre la toalla, aún temblando, con él siguiéndola, cubriéndola con su cuerpo sudoroso.
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