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194📑El Citadino y la Campesina

194📑El Citadino y la Campesina

A Daniel nunca le había interesado el campo. Venía de la ciudad, de luces y ruidos, de wifi y café de cafetería hipster. Pero aquel verano sus padres lo habían mandado a pasar unos días en la granja de sus tíos, un terreno enorme, lleno de vacas, gallinas y olor a pasto húmedo.

La primera noche casi enloqueció: ni señal en el celular, ni televisión por cable, apenas un radio viejo en la cocina. “Esto es un infierno”, pensaba mientras caminaba aburrido entre corrales y establos.

Hasta que la vio.

Ella cargaba un balde con agua, el sol de la tarde le doraba la piel morena y sus caderas se movían con un ritmo que parecía natural, salvaje. Jessica, así se llamaba, era la hija de uno de los peones. Pelo largo castaño, ojos claros que contrastaban con la tierra que manchaba sus manos, y un cuerpo que parecía hecho para tentar al más distraído.

—¿Perdido, citadino? —le dijo con una sonrisa socarrona, apoyando el balde en el suelo.

—Solo aburrido —respondió él, encogiéndose de hombros—. Aquí no hay nada que hacer.

Jessica se acercó, despacio, con esa seguridad de quien sabe el efecto que provoca.

—El campo tiene sus encantos… —susurró, rozándole el brazo con un dedo húmedo de agua—. Yo, por ejemplo.

Daniel tragó saliva. El corazón le golpeaba fuerte mientras ella se acercaba más, hasta quedar pegada a su pecho. Su aroma era una mezcla de sudor, tierra y algo femenino que lo enloqueció al instante.

Sin darle tiempo a reaccionar, Jessica lo empujó contra la pared de madera del establo. Se subió de puntillas y lo besó con fuerza. El choque de labios fue húmedo, urgente, desesperado. Daniel respondió con un deseo que no sabía que tenía guardado, tomándola de la cintura, apretándola contra él.

Jessica gimió bajito al sentir la erección que ya crecía bajo el pantalón del citadino.

—Así me gusta —susurró, mordiendo su labio inferior—. Que empieces a apreciar la vida en el campo.

Con movimientos ágiles, bajó sus manos hasta desabrocharle el pantalón. Le sacó la pija de golpe, palmeando con picardía esa dureza palpitante. Daniel apenas podía respirar.

Ella misma bajó su short corto, dejando al descubierto un hilo diminuto que ya estaba empapado. Lo apartó sin pudor, y antes de que él pudiera pensar en lo que pasaba, lo guió con una mano firme, deslizándose lentamente sobre él.

El grito de placer de Jessica quedó ahogado en el cuello de Daniel. La estrechez húmeda de su vagina lo envolvió por completo, haciéndolo gemir de inmediato. Ella comenzó a moverse despacio, en círculos, disfrutando cada centímetro.

—Mmm… ¿Ves? Esto es mejor que el wifi… —jadeó, mirándolo con esos ojos encendidos.

El ritmo fue creciendo. Jessica lo cabalgaba apoyada en sus hombros, con el cabello suelto y la piel brillando de sudor. Cada embestida hacía crujir la madera del establo, mezclada con el olor de la paja y el eco de sus jadeos.

Daniel, enloquecido, la sujetó de las caderas y la penetró con más fuerza, levantándola apenas para embestirla más profundo. Ella arqueó la espalda, gimiendo con un descontrol delicioso.

—Más… así… —suplicaba, mordiéndose los labios.

El cuerpo de Jessica se estremeció con violencia. El orgasmo la atravesó en oleadas, haciendo que se apretara aún más alrededor de él. Daniel no resistió mucho más: con un gruñido ronco, descargó dentro de ella, sujetándola fuerte contra su pecho.

Ambos quedaron jadeando, temblando, apoyados contra la pared del establo. Jessica sonrió satisfecha, besándole el cuello.

—Ya ves, citadino… el campo siempre tiene sus encantos.

Daniel rió, aún sin aliento. Por primera vez en días, dejó de extrañar su celular.

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El sol apenas comenzaba a levantarse cuando Daniel salió al patio de la granja. Había dormido poco; la imagen de Jessica cabalgando sobre él en el establo todavía lo quemaba por dentro. Caminó entre los corrales, intentando disimular su sonrisa.

De pronto, la escuchó detrás suyo.

—Buenos días, citadino. —Jessica apareció con una camisa anudada bajo el pecho, dejando ver su abdomen firme, y un short tan corto que parecía hecho a propósito para provocarlo. En sus manos llevaba un banquito y un balde de metal.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó Daniel.

—Te voy a enseñar a ordeñar a un toro. —dijo con una sonrisa cargada de picardía.

Él rió, incrédulo.

—Tan tonto no soy, Jessica. Los toros no se ordeñan.

Ella se detuvo, lo miró fijamente, y con un brillo malicioso en los ojos respondió:

—¿Y si tú eres ese toro?

Daniel tragó saliva. El corazón se le aceleró al instante. Jessica dejó caer el banquito y el balde a un lado, y caminó despacio hacia él, moviendo las caderas como si lo estuviera hipnotizando.

—Vamos a ordeñar, citadino… —susurró, llevándose la mano al cierre de su short.

Antes de que él pudiera reaccionar, Jessica se arrodilló frente a él. Con una seguridad insolente, desabrochó su pantalón y liberó la dureza de su pija que ya lo delataba. Daniel apenas pudo contener un gemido cuando ella lo tomó con una mano firme, como si de verdad se dispusiera a ordeñar.

—Mira qué toro tan bravo… —dijo con voz ronca, moviendo su mano arriba y abajo con lentitud, mientras lo miraba directo a los ojos.

El contraste entre su inocente sonrisa campesina y la forma en que lo pajeaba lo enloqueció. Jessica sacó la lengua y la deslizó por toda su extensión, lamiendo, saboreando cada detalle. Daniel arqueó la espalda, apoyándose contra la cerca, jadeando con fuerza.

Ella aceleró el ritmo, alternando entre la presión de su mano y la calidez húmeda de su boca. Cada succión era un golpe directo al control del citadino, que apenas podía mantenerse en pie.

—Joder, Jessica… me vas a matar —gimió él, hundiendo los dedos en su cabello.

Ella soltó un pequeño gemido de satisfacción, y lo miró con malicia mientras se lo tragaba hasta el fondo, haciéndolo vibrar de placer. La imagen era demasiado: la campesina arrodillada entre la paja, lamiendo como si ordeñara al toro que había prometido.

Daniel no pudo más. Con un gruñido ronco, explotó dentro de su boca. Jessica lo sostuvo con firmeza, recibiéndolo todo sin apartarse, hasta el último estremecimiento. Cuando terminó, se levantó, limpiándose con la lengua los labios húmedos.

—¿Ves? —dijo, dándole una palmada juguetona en el pecho—. El campo tiene sus secretos… y yo sé ordeñar muy bien a los toros.

Daniel quedó sin palabras, sudando y sonriendo como un idiota. Por primera vez en su vida, pensó que no le importaría quedarse en la granja un buen tiempo más.

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El calor del mediodía apretaba en la granja. Daniel caminaba sin rumbo, todavía con el recuerdo ardiente de lo que Jessica le había hecho esa mañana. Su cuerpo seguía tenso, excitado, como si la vida en el campo no le diera respiro.

De pronto, la vio a lo lejos. Jessica lo estaba esperando en medio del campo abierto, en una extensión de pastizales altos que se mecían con el viento. Vestía un vestido ligero de algodón, blanco, sin sujetador debajo, y descalza, como si perteneciera al lugar más que la tierra misma.

—¿Vienes o qué, citadino? —le gritó con esa sonrisa traviesa que ya lo dominaba.

Daniel se acercó, intrigado.

—¿Qué haces aquí?

—Quiero que aprendas otra lección del campo… —susurró ella, tomándolo de la mano y llevándolo hasta donde la hierba era más alta, ocultándolos de cualquier mirada indiscreta.

El aire olía a tierra, a sol, a hierba fresca. Jessica se giró hacia él, lo empujó suavemente y lo tumbó sobre el pasto. Se montó sobre él sin previo aviso, y con un movimiento rápido levantó su vestido, mostrando que no llevaba nada debajo.

—Aquí, al aire libre… así se ama en el campo. —dijo, rozándose la concha lentamente contra la dureza que ya palpitaba bajo el pantalón de Daniel.

El citadino gimió al sentir el roce directo. Ella desabrochó el cinturón y bajó la tela con manos ansiosas, liberándolo por completo. Lo tomó con una sonrisa de satisfacción, frotándose despacio hasta quedar empapada.

Sin más, bajó las caderas y lo envolvió por completo, dejándose caer hasta el fondo. Un gemido salvaje escapó de sus labios, rompiendo el silencio del campo.

El vaivén comenzó lento, sensual, con Jessica arqueando la espalda, disfrutando cada embestida. Sus tetas libres bajo el vestido rebotaban con cada movimiento, y el sol iluminaba su piel sudada, brillante, perfecta.

Daniel la sujetó fuerte de la cintura, incapaz de resistir más, y comenzó a embestir desde abajo, con fuerza, haciéndola gritar entre el pasto. Ella clavó las uñas en su pecho, con la mirada perdida en el cielo azul, jadeando como si se deshiciera en cada sacudida.

—¡Más… así… más fuerte! —clamaba Jessica, sin importarle que su voz resonara en medio del campo.

El cuerpo de ella temblaba, los orgasmos llegaban en oleadas, haciéndola apretar con violencia alrededor de él. Daniel, desbordado, se aferró a su trasero firme y la penetró con un frenesí que lo llevó al límite.

Con un gruñido ronco, explotó dentro de ella, dejándose caer sobre el pasto mientras la apretaba contra su cuerpo. Ambos quedaron jadeando, sudados, envueltos en el perfume de la hierba aplastada.

Jessica, aún encima de él, sonrió maliciosa, dándole un beso húmedo en los labios.

—¿Ves, citadino? Aquí no hay wifi… pero sí hay conexión.

Daniel soltó una carcajada, hundiendo el rostro en su cuello. El campo, de repente, se había convertido en su lugar favorito en el mundo.

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El sol comenzaba a bajar, tiñendo de naranja el cielo del campo. Daniel estaba sentado en la galería de la casa, todavía con la respiración agitada después de la locura en los pastizales. Creía que la tarde terminaría en calma, pero Jessica apareció de repente, con el cabello suelto, los pies descalzos y esa sonrisa que siempre significaba problemas.

—¿Qué planeas ahora? —preguntó él, divertido y cansado.

Ella se inclinó hasta rozarle el oído y susurró con voz juguetona:

—El campo tiene lindos lugares… ven, te voy a mostrar uno.

Lo tomó de la mano y lo guió entre senderos de tierra y pasto alto, hasta que llegaron a un arroyo escondido entre árboles. El agua corría clara, fresca, con el sonido suave de la corriente. El lugar era un secreto de verano, perfecto para escapar del calor.

—Aquí vengo cuando quiero refrescarme… o cuando quiero travesuras —dijo Jessica, dejando caer su vestido de un tirón.

Daniel se quedó sin aliento. Frente a él, desnuda, la piel mojada de sudor y sol, Jessica parecía una ninfa salida de la tierra misma. Ella rió con malicia al verlo embobado.

—¿Qué pasa, citadino? ¿Nunca viste a una mujer bañarse al aire libre?

Y sin esperar respuesta, se lanzó al agua con una risa, salpicando en todas direcciones. Daniel no resistió más: se desvistió torpemente y corrió tras ella, entrando en el arroyo que lo envolvió con un frío delicioso.

Jessica nadó hasta él y lo rodeó con las piernas bajo el agua, frotándose contra su cuerpo desnudo. El contacto fue inmediato, salvaje. Daniel la sujetó de la cintura y la besó con hambre, mientras sus manos exploraban cada curva mojada.

—Mmm… así me gusta —jadeó ella, rozando con intención la dureza que flotaba entre ambos—. Aquí nadie nos ve.

La empujó suavemente contra una piedra lisa a la orilla. Daniel la penetró de un golpe, haciéndola gemir fuerte, aunque el ruido del arroyo tapó cualquier indiscreción.

El vaivén del agua se mezclaba con el de sus cuerpos. Jessica se aferraba a su cuello, mordiendo su piel, mientras él embestía su concha con fuerza, disfrutando de cómo la corriente los acariciaba. El sonido de la piel chocando, los jadeos, el agua salpicando, todo era un concierto salvaje de placer.

Jessica arqueó la espalda, los pezones endurecidos bajo el sol que se colaba entre los árboles.

—¡Sí, Daniel… así…! —gritó sin contenerse, mientras un orgasmo brutal la recorría de pies a cabeza.

El cuerpo de ella se apretó con fuerza, y Daniel perdió todo control. Con un gruñido ronco, la llenó por dentro, descargando sin reservas mientras la sujetaba contra la piedra.

Ambos quedaron pegados, jadeando, con el agua corriendo alrededor y el olor fresco del campo envolviéndolos. Jessica lo miró con esa sonrisa peligrosa que ya lo dominaba por completo.

—¿Ves, citadino? El campo tiene sus encantos… y aún no te los he mostrado todos.

Daniel sonrió, sabiendo que lo que había empezado como un castigo sin wifi, se estaba convirtiendo en el verano más intenso de su vida.

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Hacía dos días que Daniel no veía a Jessica. Ni en los corrales, ni en la cocina, ni en el arroyo. La ausencia lo estaba volviendo loco. Caminaba de un lado a otro por la granja hasta que decidió preguntar.

—¿Y Jessica? —dijo a uno de los peones que cargaba leña.

El hombre lo miró con una media sonrisa.

—Anda atrasada con el lavado de la ropa. Pasó demasiado tiempo vagueando últimamente. —y soltó una risa maliciosa, como si supiera de sobra qué significaba “vaguear”.

Daniel no lo pensó más. Siguió el camino hacia la parte trasera, donde el agua corría en un lavadero de piedra. Allí estaba ella, arrodillada, con las manos hundidas en la espuma y montones de ropa a medio hacer. El cabello le caía sobre la cara y el vestido ligero se le pegaba a la piel húmeda.

—Así que aquí estabas escondida —dijo él, apoyándose en la pared.

Jessica levantó la vista, sorprendida, y sonrió con picardía.

—Se me acumuló el trabajo… por estar contigo.

Daniel se acercó, se arremangó la camisa y comenzó a ayudarla a frotar y enjuagar la ropa. Entre risas, salpicones y miradas cómplices, terminaron juntos la montaña de prendas mojadas. El sol comenzaba a bajar cuando colgaron la última en el tendedero.

—Listo —dijo él, sacudiéndose las manos—. Ahora sí, quedaste al día.

Jessica lo miró con los ojos brillantes, se acercó despacio y le susurró:

—Gracias, citadino… ¿y cómo puedo pagarte?

Daniel la sujetó de la cintura, la atrajo contra su cuerpo y le contestó al oído, con voz grave:

—Con tu conchita… y con ese otro agujerito que todavía no me has dado.

Jessica se mordió los labios, los ojos chispeando deseo y desafío.

—¿Estás seguro de que aguantas eso, citadino? —susurró, mientras lo empujaba hacia el lavadero de piedra.

Él no respondió con palabras: la giró, la inclinó contra la superficie húmeda y levantó su vestido, dejando a la vista ese trasero firme que ya lo había vuelto loco. Primero la tomó con fuerza por la cintura y le penetró la concha desde atrás, arrancándole un gemido ahogado. Jessica apoyó las manos en la piedra, arqueando la espalda, recibiéndolo con ansias.

Los embates resonaban en el patio, mezclados con el chapoteo del agua y sus jadeos descontrolados. Daniel la embestía con furia, agarrándole las tetas, disfrutando de cómo se estremecía bajo cada golpe.

—¿Quieres más? —gruñó él, deteniéndose un segundo.

—Sí… —gimió ella, sudando, con la voz quebrada—. Quiero que me tomes como un toro, citadino.

Daniel escupió en su pija, se acomodó detrás de ella y, con cuidado pero firmeza, fue presionando contra su culo. Jessica soltó un gemido ronco, apretando los labios mientras lo sentía abrirse paso.

El ardor inicial se transformó en un placer salvaje. Ella gritaba, mordiéndose la mano para no escandalizar a toda la granja, mientras Daniel la tomaba por ambos agujeros, alternando el ritmo hasta perder el control.

El clímax los atrapó a los dos. Jessica se arqueó, convulsionando de placer, mientras Daniel explotaba dentro de ella, llenándola hasta lo más profundo. El sonido del agua y de sus gemidos quedó grabado en el aire del campo.

Cuando por fin se dejó caer sobre él, agotada y temblando, Jessica sonrió con malicia.

—Definitivamente… así pagaría todas mis deudas contigo.

Daniel la besó en el cuello, jadeando, y supo que ese verano jamás podría olvidarlo.

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La noticia corrió rápido por la casa: al día siguiente, Daniel debía regresar a la ciudad. Sus padres ya habían avisado, y su tía lo esperaba con las valijas preparadas. Esa noche, acostado en la cama de la habitación que le habían dado en la granja, Daniel pensaba en Jessica, en todo lo que habían vivido esos días que habían parecido un sueño.

Cerró los ojos, intentando dormir, pero escuchó un crujido en la puerta. Cuando la abrió despacio, la vio. Jessica entraba en silencio, con un camisón ligero que apenas cubría su cuerpo desnudo debajo.

—¿Pensabas irte sin despedirte, citadino? —susurró con una sonrisa peligrosa, trepando a la cama.

Antes de que pudiera responder, ella ya lo estaba besando con hambre, desnudándolo con manos ansiosas. Daniel la sujetó fuerte, como si no quisiera soltarla nunca, pero Jessica lo empujó contra el colchón y, montándolo con decisión se metió su pija en la concha de golpe.

—Esta es mi despedida —jadeó, cabalgándolo con fuerza, el camisón subido hasta la cintura, las tetas rebotando bajo la luz tenue de la luna.

Daniel gemía, sujetando su cintura, mientras ella lo montaba con un frenesí desesperado, como si quisiera grabarse en su memoria para siempre. El placer los envolvía, húmedo, salvaje, intenso.

—Y también… te daré esto, para que no me olvides. —susurró Jessica, con la respiración agitada.

Se inclinó hacia adelante, escupió en su mano y, sin dejar de cabalgarlo, guió su pija hasta su culo. Lentamente se lo fue tragando, gimiendo fuerte mientras lo sentía abrirse paso. El citadino gruñó con fuerza, incapaz de resistir la visión de Jessica cabalgándolo por completo, sudada, salvaje, entregada.

Los gemidos llenaron la habitación. Jessica lo montaba con movimientos circulares, apretando ambos agujeros, volviéndolo loco. Daniel la sostuvo fuerte, embistiéndola desde abajo, hasta que los dos estallaron en un orgasmo brutal que los dejó temblando.

Agotada, Jessica se dejó caer sobre su pecho, quedándose abrazada a él bajo las sábanas. Por primera vez en todo ese verano, se durmieron juntos.

Granja


Cuando el sol comenzó a filtrarse por la ventana, Jessica abrió los ojos y lo miró en silencio. Tenía la mirada triste, cargada de algo más que deseo.

—No me olvides, citadino… —susurró, con la voz quebrada.

Daniel la acarició suavemente, sonrió y respondió:

—¿Cómo olvidarte? Hay que cosechar los frutos del campo… ven conmigo a la ciudad, Jessica.

Ella lo miró, con lágrimas y sonrisa a la vez, entendiendo que ese verano podía ser solo el comienzo de algo más grande.


El amanecer trajo consigo un aire distinto. Daniel ya tenía la maleta lista y el coche de su tío esperaba para llevarlo hasta la terminal. Jessica, todavía en su camisón, se quedó sentada en el borde de la cama, mordiéndose los labios, con los ojos cargados de dudas.

Él se acercó y le levantó la barbilla con suavidad.

—Ven conmigo, Jessica. No tienes por qué quedarte aquí si no quieres. —dijo con una seguridad que sorprendió incluso a él mismo.

Ella lo miró, con esa mezcla de picardía y ternura que lo había atrapado desde el primer día. Se mordió el labio inferior, respiró hondo y, finalmente, sonrió.

—Está bien… voy contigo, citadino.

Daniel sintió un nudo en el pecho, una mezcla de alegría y excitación. La tomó de la mano y la besó con hambre, con la urgencia de quien sabe que no hay vuelta atrás. En segundos, la ropa quedó en el suelo.

Jessica se subió encima de él, como tantas veces, pero esta vez no había prisa de esconderse ni miedo de ser descubiertos. Lo cabalgó lento, mirándolo directo a los ojos, grabándose en su memoria. Cada movimiento suyo era una promesa de lo que vendría en la ciudad: noches sin fin, deseo sin límites.


Daniel la sujetó fuerte de las caderas, y con un gruñido la penetró hasta lo más hondo. Jessica gimió, entregándose por completo, dejándose tomar sin reservas. La embestida se volvió más salvaje, y ella misma guió la mano de él a su trasero, dándole a entender que quería que le diera otra vez ese otro lugar.

Daniel no dudó. Con suavidad y presión firme, la tomó también allí. Jessica gritó, el placer y el dolor mezclándose hasta convertirse en pura lujuria. Lo cabalgaba doblemente, salvaje, mientras la cama crujía bajo ellos.

El orgasmo los atrapó juntos, ardiendo, temblando, hasta que ambos cayeron rendidos enredados en sábanas húmedas de sudor.

Ella quedó abrazada a su pecho, respirando agitada, con una sonrisa traviesa.

—Ya no soy solo un encanto del campo, citadino… ahora seré tu tentación en la ciudad.

Daniel la besó en la frente, seguro de que lo que había empezado como un castigo sin wifi, se había transformado en la mejor cosecha de su vida.

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