La Vecina del Sexto y el Favor Inolvidable
María vivía en el sexto piso de un viejo edificio en el centro de la ciudad, un lugar lleno de vecinos curiosos y secretos compartidos en los ascensores. Ella era una mujer de curvas generosas, con una piel morena que brillaba bajo el sol de las tardes, y siempre cuidaba su cuerpo con dedicación. Por eso iba al gimnasio tres veces por semana, donde había conocido a Amor, una amiga alegre y vivaz, con ojos verdes que chispeaban y un cuerpo atlético que volvía locos a los hombres... y a algunas mujeres.
Los últimos días, María notó que Amor estaba diferente. En lugar de su risa contagiosa, había arrugas de frustración en su frente, movimientos bruscos al levantar pesas y suspiros profundos mientras estiraba. Una tarde, después de una clase de spinning, María no pudo más y le preguntó directamente en los vestuarios, envueltas en el vapor de las duchas.
—¿Qué te pasa, cariño? Estás como un volcán a punto de explotar.
Amor se mordió el labio, mirándola con una mezcla de vergüenza y desesperación.
—Es mi marido... Lleva dos semanas sin tocarme. Nada. Ni un beso profundo, ni una caricia. Y yo... Dios, María, lo necesito como el agua en mayo. Me estoy volviendo loca de deseo.
María sintió un calor subirle por el cuerpo al imaginar la frustración de su amiga. Pensó en sus vecinos del quinto, esos cinco senegaleses altos y musculosos que había conocido en las fiestas del edificio. Eran amigos ocasionales, con sonrisas blancas y cuerpos esculpidos por el trabajo duro: Abdou, el más alto; Mamadou, con manos grandes y fuertes; Cheikh, el bromista; Samba, el silencioso pero intenso; y Lamine, el líder natural. A veces, en noches de vino y confidencias, habían compartido más que charlas... y María sabía que eran generosos, apasionados y muy, muy dotados.
Sonrió con picardía y se acercó más a Amor, susurrando:
—Mmm, si quieres, puedo intentar ayudarte. Tengo unos amigos... cinco senegaleses que viven abajo. Son vecinos míos, y a lo mejor te pueden hacer un favor. Uno que te deje satisfecha de verdad.
Los ojos de Amor se abrieron como platos, un rubor subiendo por sus mejillas, pero no era de vergüenza... era de excitación pura.
—¿Ay, de verdad? No sabes lo contenta que me pones con esa noticia. ¡Pues sí! Por favor, podemos quedar cuanto antes.
María rio bajito, sintiendo ya el pulso acelerado.
—Bueno, tengo que hablar con ellos para ver qué opinan. Te digo después, ¿de acuerdo?
Esa misma noche, María bajó al quinto piso con una botella de vino africano que había guardado. Los chicos la recibieron con abrazos cálidos y besos en las mejillas que duraban un segundo de más. Les contó la historia, sin rodeos, describiendo a Amor: su cuerpo firme, sus ganas reprimidas, su desesperación.
Los cinco se miraron, sonrisas ampliándose.
—Claro que sí, María —dijo Lamine, con voz grave y profunda—. Así se amplía el menú. A veces apetece cambiar, probar algo nuevo y caliente.
Los demás asintieron, ojos brillando con anticipación. Abdou añadió:
—Dile que venga cuando quiera. La haremos olvidar a ese marido flojo.
Al día siguiente, en el gimnasio, María le dio la buena noticia a Amor. Quedaron para el viernes por la noche, en el apartamento de los chicos, amplio y con luces tenues, música suave de fondo y un olor a incienso que invitaba al pecado.
Amor llegó nerviosa pero excitada, vestida con un vestido rojo ajustado que marcaba sus pechos firmes y sus caderas anchas. María la acompañó para "presentarla", pero en realidad, no pensaba irse.
Los cinco senegaleses la esperaban en el salón, camisetas ajustadas mostrando torsos definidos, pantalones que no ocultaban sus bultos prometedores. La saludaron con besos en las mejillas, manos rozando su cintura, su espalda. Amor temblaba ligeramente, pero su sonrisa era de pura lujuria.
Empezaron suave: copas de vino, risas, bailes lentos al ritmo de tambores africanos. Lamine se acercó primero, tomándola por la cintura y besándola profundo, su lengua explorando su boca mientras sus manos grandes bajaban por su culo, apretando. Amor gimió contra sus labios.
Pronto, los demás se unieron. Mamadou por detrás, besando su cuello, mordisqueando mientras le subía el vestido. Cheikh y Samba a los lados, manos en sus pechos, pellizcando pezones que ya estaban duros como piedras. Abdou arrodillado, besos en sus muslos internos, subiendo lento hasta llegar a su tanga empapado.
Amor jadeaba, perdida en sensaciones. Nunca había estado con tantos a la vez, y menos con hombres tan potentes. La desnudaron despacio, venerando su cuerpo: besos en cada curva, lenguas recorriendo su piel. La tumbaron en el sofá grande, piernas abiertas.
Lamine fue el primero en penetrarla, su polla gruesa y larga entrando lento, centímetro a centímetro, mientras ella gritaba de placer. Los demás la tocaban: uno en su boca, chupando profundo; otros en sus pechos, lamiendo; manos en su clítoris, frotando en círculos perfectos.
Rotaron, uno tras otro, y a veces dos a la vez: uno en su coño, otro en su culo, estirándola deliciosamente mientras ella se corría una y otra vez, olas de orgasmo que la dejaban temblando, sudorosa, rogando por más.
María observaba al principio, excitada, tocándose. Pero pronto se unió, besando a Amor mientras los chicos la follaban, lamiendo su clítoris cuando uno entraba profundo.
La noche fue un torbellino de cuerpos negros y brillantes contra su piel clara, gemidos en francés, español y susurros calientes. Amor perdió la cuenta de los orgasmos: intensos, profundos, que la hacían arquearse y gritar nombres que apenas conocía.
Al amanecer, exhausta pero radiante, Amor abrazó a María.
—Gracias... Nunca había sentido algo así. Ha sido... perfecto.
Los chicos sonrieron, prometiendo más "favores" cuando quisiera.
Y así, la amistad se volvió algo mucho más caliente, con noches repetidas donde el menú se ampliaba, y el deseo nunca se apagaba.
María vivía en el sexto piso de un viejo edificio en el centro de la ciudad, un lugar lleno de vecinos curiosos y secretos compartidos en los ascensores. Ella era una mujer de curvas generosas, con una piel morena que brillaba bajo el sol de las tardes, y siempre cuidaba su cuerpo con dedicación. Por eso iba al gimnasio tres veces por semana, donde había conocido a Amor, una amiga alegre y vivaz, con ojos verdes que chispeaban y un cuerpo atlético que volvía locos a los hombres... y a algunas mujeres.
Los últimos días, María notó que Amor estaba diferente. En lugar de su risa contagiosa, había arrugas de frustración en su frente, movimientos bruscos al levantar pesas y suspiros profundos mientras estiraba. Una tarde, después de una clase de spinning, María no pudo más y le preguntó directamente en los vestuarios, envueltas en el vapor de las duchas.
—¿Qué te pasa, cariño? Estás como un volcán a punto de explotar.
Amor se mordió el labio, mirándola con una mezcla de vergüenza y desesperación.
—Es mi marido... Lleva dos semanas sin tocarme. Nada. Ni un beso profundo, ni una caricia. Y yo... Dios, María, lo necesito como el agua en mayo. Me estoy volviendo loca de deseo.
María sintió un calor subirle por el cuerpo al imaginar la frustración de su amiga. Pensó en sus vecinos del quinto, esos cinco senegaleses altos y musculosos que había conocido en las fiestas del edificio. Eran amigos ocasionales, con sonrisas blancas y cuerpos esculpidos por el trabajo duro: Abdou, el más alto; Mamadou, con manos grandes y fuertes; Cheikh, el bromista; Samba, el silencioso pero intenso; y Lamine, el líder natural. A veces, en noches de vino y confidencias, habían compartido más que charlas... y María sabía que eran generosos, apasionados y muy, muy dotados.
Sonrió con picardía y se acercó más a Amor, susurrando:
—Mmm, si quieres, puedo intentar ayudarte. Tengo unos amigos... cinco senegaleses que viven abajo. Son vecinos míos, y a lo mejor te pueden hacer un favor. Uno que te deje satisfecha de verdad.
Los ojos de Amor se abrieron como platos, un rubor subiendo por sus mejillas, pero no era de vergüenza... era de excitación pura.
—¿Ay, de verdad? No sabes lo contenta que me pones con esa noticia. ¡Pues sí! Por favor, podemos quedar cuanto antes.
María rio bajito, sintiendo ya el pulso acelerado.
—Bueno, tengo que hablar con ellos para ver qué opinan. Te digo después, ¿de acuerdo?
Esa misma noche, María bajó al quinto piso con una botella de vino africano que había guardado. Los chicos la recibieron con abrazos cálidos y besos en las mejillas que duraban un segundo de más. Les contó la historia, sin rodeos, describiendo a Amor: su cuerpo firme, sus ganas reprimidas, su desesperación.
Los cinco se miraron, sonrisas ampliándose.
—Claro que sí, María —dijo Lamine, con voz grave y profunda—. Así se amplía el menú. A veces apetece cambiar, probar algo nuevo y caliente.
Los demás asintieron, ojos brillando con anticipación. Abdou añadió:
—Dile que venga cuando quiera. La haremos olvidar a ese marido flojo.
Al día siguiente, en el gimnasio, María le dio la buena noticia a Amor. Quedaron para el viernes por la noche, en el apartamento de los chicos, amplio y con luces tenues, música suave de fondo y un olor a incienso que invitaba al pecado.
Amor llegó nerviosa pero excitada, vestida con un vestido rojo ajustado que marcaba sus pechos firmes y sus caderas anchas. María la acompañó para "presentarla", pero en realidad, no pensaba irse.
Los cinco senegaleses la esperaban en el salón, camisetas ajustadas mostrando torsos definidos, pantalones que no ocultaban sus bultos prometedores. La saludaron con besos en las mejillas, manos rozando su cintura, su espalda. Amor temblaba ligeramente, pero su sonrisa era de pura lujuria.
Empezaron suave: copas de vino, risas, bailes lentos al ritmo de tambores africanos. Lamine se acercó primero, tomándola por la cintura y besándola profundo, su lengua explorando su boca mientras sus manos grandes bajaban por su culo, apretando. Amor gimió contra sus labios.
Pronto, los demás se unieron. Mamadou por detrás, besando su cuello, mordisqueando mientras le subía el vestido. Cheikh y Samba a los lados, manos en sus pechos, pellizcando pezones que ya estaban duros como piedras. Abdou arrodillado, besos en sus muslos internos, subiendo lento hasta llegar a su tanga empapado.
Amor jadeaba, perdida en sensaciones. Nunca había estado con tantos a la vez, y menos con hombres tan potentes. La desnudaron despacio, venerando su cuerpo: besos en cada curva, lenguas recorriendo su piel. La tumbaron en el sofá grande, piernas abiertas.
Lamine fue el primero en penetrarla, su polla gruesa y larga entrando lento, centímetro a centímetro, mientras ella gritaba de placer. Los demás la tocaban: uno en su boca, chupando profundo; otros en sus pechos, lamiendo; manos en su clítoris, frotando en círculos perfectos.
Rotaron, uno tras otro, y a veces dos a la vez: uno en su coño, otro en su culo, estirándola deliciosamente mientras ella se corría una y otra vez, olas de orgasmo que la dejaban temblando, sudorosa, rogando por más.
María observaba al principio, excitada, tocándose. Pero pronto se unió, besando a Amor mientras los chicos la follaban, lamiendo su clítoris cuando uno entraba profundo.
La noche fue un torbellino de cuerpos negros y brillantes contra su piel clara, gemidos en francés, español y susurros calientes. Amor perdió la cuenta de los orgasmos: intensos, profundos, que la hacían arquearse y gritar nombres que apenas conocía.
Al amanecer, exhausta pero radiante, Amor abrazó a María.
—Gracias... Nunca había sentido algo así. Ha sido... perfecto.
Los chicos sonrieron, prometiendo más "favores" cuando quisiera.
Y así, la amistad se volvió algo mucho más caliente, con noches repetidas donde el menú se ampliaba, y el deseo nunca se apagaba.
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